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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

Eder. Óleo de Irene Gracia

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También nos vamos de Afganistán

Quizás es el fin de una época. Quizás no volveremos a ver entusiasmos humanitarios como los que han rodeado a nuestros ejércitos en las dos últimas décadas. Alemania ha anunciado que quiere un plan con plazos y fechas de repliegue y retirada total de Afganistán. España ya se ha puesto a rebufo de la posición de Berlín. Las bombas que cayeron sobre Kunduz y produjeron decenas de muertos han desencadenado estos efectos. Primero fue la canciller Merkel quien anunció la pasada semana la celebración de una conferencia internacional para replantearse la intervención con un plan de trabajo a cinco años vista: ya todo el mundo entendió que era el límite para la continuación de los soldados en la fuerza de la ISAF al servicio de Naciones Unidas. Pero luego ha sido el vicecanciller y ministro de Exteriores Steinmeier el que ha elaborado un plan de trabajo en diez puntos, que incluye la decisión de una fecha, para conseguir que el ejército y la policía afganos se hagan cargo de la seguridad interior y exterior de su país y permitir así la salida de las tropas extranjeras.

La presencia alemana en Afganistán tiene el aval de cuatro partidos, que han participado de una forma u otra en las decisiones parlamentarias y gubernamentales que han conducido a 4.200 militares alemanes a combatir en el país asiático para ayudar sobre el papel a la reconstrucción civil y permitir la construcción de un sistema político democrático. La orientación alemana, en la que se combina la acción militar con la acción civil, incluida la justicia, la economía, la medicina o educación, era el modelo de intervención humanitaria europea hasta ahora. Pero este modelo, francamente molesto para cierta mentalidad militar anglosajona (norteamericana y británica en concreto) y abiertamente denigrado por buenista por el militarismo neocon, ha recibido un duro golpe hace dos semanas con el bombardeo de Kunduz por una fuerza aérea de la OTAN a las órdenes del mando militar alemán. En esta ocasión fueron los alemanes los que bombardearon a civiles, en el más puro estilo de las actuaciones norteamericanas que ellos mismos habían criticado. Las bombas también cayeron sobre la campaña electoral con unos efectos letales específicos sobre las expectativas de voto de los partidos de Gobierno. La Izquierda, Die Linke, subió cuatro puntos de una tacada. Los dos grandes partidos coaligados se sintieron obligados a reaccionar y a hacerlo con un cortafuegos que cerrara el paso al crecimiento del partido actualmente más izquierdista de toda Europa, para impedir que la aritmética electoral le proporcione una fuerza desmesurada y le convierta en árbitro de las futuras coaliciones. La intervención en Afganistán se suma a la factura de la crisis, otra cuestión en la que Die Linke tiene muchas posibilidades de minar el suelo bajo los pies de los socialdemócratas, a los que pueden succionar gran número de votos. La participación alemana en esta guerra afgana que no quiere reconocer su nombre se decidió en su día, como en España, por solidaridad atlántica con Estados Unidos y por vergüenza torera europea ante un mundo crecientemente peligroso. Pero las recientes elecciones han demostrado que no hay ni Estado ni democracia, sino mero tribalismo fragmentado. Al igual que la resurgencia de la guerrilla talibán, a veces caracterizada como bandidismo, también demuestra que poco tiene que ver todo esto con la lucha antiterrorista y mucho con una insurgencia hostil a la presencia de tropas extranjeras. La retirada de Afganistán plantea en todo caso algunos serios problemas. En primer lugar, es dudoso que en los próximos cinco años se consiga que los afganos se hagan cargo de la seguridad entera de su propio país. Está claro que lo que quieren Merkel y Steinmeier es un plan de trabajo para que se consiga. Pero siendo un objetivo difícil, cuando no utópico, es fácil deducir que nos iremos igualmente aunque no se haya conseguido. Como ha sucedido en otras ocasiones, se intentará vestir el santo como se pueda. La papeleta más difícil la tiene Obama, al que se le multiplican las dificultades. Si la salida de Irak ya se entiende como una rendición en ciertos círculos de la derecha norteamericana, podemos imaginar cómo estos mismos círculos interpretarán los planes de salida de Afganistán que están elaborando los europeos. Es evidente que hay que combatir el terrorismo de Al Qaeda y sus ramificaciones en todo el mundo, pero no es nada seguro que esto pase ahora por la guerra afgana. Lo más difícil de toda guerra es terminarla y todavía más difícil es terminar una guerra cuando no se sabe cuál es el objetivo o si el objetivo que se ha fijado es el correcto. Entonces todo se convierte en el insalvable problema de salvar la cara aún a costa de que alguien la pierda. Y esto es lo que está sucediendo en la campaña electoral alemana. Quien puede perderla, también ahí, es Obama, la guerra y la cara claro.



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14 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las palabras rechazan la Gran Coalición, pero no los gestos

No es fácil conseguir que un primer ministro y su número dos y ministro de Exteriores, personas que trabajan cada día codo a codo, hagan un paréntesis y se enzarcen de pronto en una pelea descomunal como les gusta a los votantes en todos los países. De ahí que el debate ayer entre la canciller Angela Merkel, candidata de la CDU-CSU, y el vicecanciller Franz-Walter Steinmeier, candidato del SPD, transcurriera por las mismas sendas de extremada cortesía, notables dosis de aburrimiento y escasa polarización con que está funcionando toda la campaña electoral. La fórmula elegida para celebrar el único debate de esta campaña se las trae; cuatro periodistas, uno por cada una de las cadenas que retransmitieron el debate en directo, interrogaron a los dos candidatos: las escasas asperezas del debate se produjeron entre los políticos y los periodistas, que interrumpían y repreguntaban no siempre a gusto del interrogado.

Contrasta el protagonismo periodístico alemán con su marginación en los debates españoles, donde el control de los temas y el tiempo de los candidatos, y a veces se diría que incluso las preguntas, corre a cargo de los equipos de campaña y es una única cadena la que lo transmite. Pero contrasta también con los abundantes debates norteamericanos, donde el enfrentamiento directo entre los candidatos es lo esencial a lo que se supedita todo el resto. Anoche parecía un debate de primarias pero al revés, en vez de un panel de candidatos interrogados por dos periodistas, un panel de periodistas charlatanes interrogando a dos educados políticos. El debate anima un poco la campaña, pero difícilmente la radicaliza alrededor de los dos grandes partidos representados por la canciller y el vicecanciller, algo que sólo se consigue cuando hay choque frontal de posiciones. Los beneficiarios de tal situación son los partidos que no salen en pantalla, los pequeños, que crecen a costa de la monotonía de posiciones políticas de los grandes. El resultado del debate fue así una confirmación de que la Gran Coalición puede seguir funcionando si la aritmética electoral la acompaña. Nada hay en lo que dijeron los dos candidatos que la desaconseje. Ambos coinciden en el balance positivo de los cuatro últimos años de gobierno juntos. El solapamiento de posiciones en numerosas cuestiones -en relación a la crisis económica o la presencia militar en Afganistán, por ejemplo- y su capacidad de graduar y ajustar las diferencias -sobre el sueldo mínimo y la energía nuclear- son evidentes. El único mensaje particular es que cada uno de ellos quisiera ser quien dirigiera la próxima etapa y tener las manos libres para realizar la política de alianzas más conveniente para sus intereses. Lo que dice Merkel es que prefiere a otro socio para salir más rápidamente de la crisis y volver a crear puestos de trabajo, a lo que Steinmeier responde que quienes mejor pueden realizar la tarea son los socialdemócratas, y en ningún caso los liberales partidarios de las viejas fórmulas que han conducido a la actual situación. Para Angela Merkel la opción preferida es obligadamente la coalición con los liberales, ante los que ella misma se presenta como garantía social y defensora del papel del Estado como guardián de los equilibrios sociales ante los desmanes de la globalización. Fue lo que defendió en la anterior campaña en 2005, aunque no pudo llevarlo a efecto ante unos resultados insuficientes. Y es la fórmula de coalición más característica en la historia de la Alemania federal, con la que se ha gobernado en distintas etapas durante 26 años. Nadie entendería, entre el electorado conservador sobre todo, una campaña dirigida de entrada a asociarse con sus rivales históricos para repetir la Gran Coalición. Tampoco puede defenderla Steinmeier, y asegura con todo el aplomo que es una fórmula provisional que no hay que repetir, a pesar de que es la única que por el momento parece a su alcance, después de once años de participación del SPD en el gobierno, durante siete años en coalición con los verdes y los últimos cuatro con los cristiano demócratas. Leo a través de twitter que una primera encuesta entre los televidentes da por vencedor al socialdemócrata, aunque por escaso margen 31 a 28 por ciento, mientras que un 40 por ciento no da vencedor a ninguno de los dos. Otra da la victoria a Merkel por 37 a 35. Si alguien podía sacar ventaja de un encuentro de tan limitado margen de enfrentamiento era Steinmeier, que aspiraba a crecer como aspirante a la cancillería, mientras que la señora Merkel, reconocida ya como líder de la coalición, difícilmente podía sostener su posición sin subrayar la contradicción entre su gobierno con unos y su propuesta electoral con otros. Aunque la misma contradicción afecta a Steinmeier, obligado a callar sobre la coalición futura y a fingir que espera una victoria sobre Merkel que ninguna encuesta le proporciona.



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13 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Alemania es una gran coalición

Los electores alemanes votan formalmente a candidatos por circunscripciones y a partidos a nivel nacional, según un doble sistema mayoritario el primero y proporcional el segundo, el 27 de septiembre. Pero a través de su doble voto, que permite por tanto una doble opción a favor del candidato de la propia circunscripción de un color y de la lista nacional de un partido distinto, el ciudadano puede apostar también indirectamente por alguna de las fórmulas de coalición posibles. En estas próximas elecciones son dos las opciones de coalición que cabe plantear en términos realistas a la vista del actual mapa electoral y de las expectativas levantadas por los sondeos. La primera, preferida por la canciller Angela Merkel, es la cristiano-liberal, formada por los demócrata-cristianos de la CDU-CSU y los liberales del FDP. La segunda, secretamente deseada por los socialdemócratas a falta de otra opción a la vista, es la continuación de la Gran Coalición actual entre CDU-CSU y SPD.

El significado de cada una de las dos fórmulas no ofrece duda alguna. La primera lleva a un giro liberal respecto al actual gobierno, mientras que la segunda ofrece estrictamente la continuidad. La Gran Coalición no tiene muy buena fama histórica. Pero los resultados de la actual son francamente aceptables, tendiendo a buenos. Tan buenos que cabe preguntarse por qué la señora Merkel debe andar buscando fórmulas nuevas si ésta le ha funcionado tan bien. La explicación es muy sencilla y es la clave de las próximas elecciones: no hay posibilidad alguna de realizar una campaña decente con la bandera del continuismo y sin que los socios de coalición que han gobernado satisfactoriamente tomen distancia uno del otro. La verdadera Merkel, que no conocen todavía los alemanes, es alguien que no debe verse obligada a gobernar con sus rivales políticos como le sucedió en 2005. En la primera ocasión en que los dos grandes partidos emprendieron el camino de una Gran Coalición fueron muchos los que se echaron las manos a la cabeza ante el desastre: Günter Grass aseguró que la fórmula radicalizaría a la juventud y la alejaría del Estado y de su Constitución. El filósofo Karl Jaspers la calificó de "ruina para la democracia" y el director y fundador del semanario Der Spiegel, Rudolf Augstein, adivinó en los coaligados la intención de reformar la ley electoral para liquidar a la oposición. La primera Gran Coalición de 1966 produjo alguno de esos desperfectos, pero fue la catapulta que permitió tres años después a los socialdemócratas llevar a Willy Brandt a la cancillería. La segunda, en 2005, iniciada por obligación a falta de mayorías aritméticas y continuada con devoción a partir de la crisis financiera y de la entrada en recesión, se ha revelado como uno de los períodos reformistas más fructíferos de la historia de Alemania, pero está impulsando a los pequeños, y sobre todo a La Izquierda (Die Linke), más allá de lo que muchos quisieran. Hay tres fórmulas más, dos teóricamente con posibilidades efectivas y una tercera inviable, aunque eficaz como espantajo para movilizar a la derecha. Las dos primeras son las que reciben los simpáticos nombres de Semáforo y Jamaica, inspirados ambos por los colores característicos de cada uno de los partidos que las componentes. El Semáforo contiene el rojo socialdemócrata, el amarillo liberal y el verde ecologista. La Jamaica, los que componen la bandera de esta isla caribeña: el negro de los cristianodemócratas junto al amarillo y al verde. Ambas se han producido en gobiernos municipales y sólo la primera se ha experimentado en los Länder o estados federados. La tercera coalición que ahora nadie se plantea, si no es como amenaza, es el frente izquierdista formado por el SPD, La Izquierda y los Verdes. Esta coalición sólo se ha producido excepcionalmente en Berlín y ha levantado ampollas cada vez que se ha intentado exportar a la antigua Alemania occidental. La presencia de Oskar Lafontaine, detestado en el SPD, y de los ex comunistas de la desaparecida República Democrática son obstáculos por el momento insuperables para ligar los cabos de tal alianza. La campaña de Angela Merkel, aburrida, de perfil muy bajo y sin ataques serios a sus rivales políticos, tiene toda su lógica. Su formación es la única fuerza capaz de aliarse a derecha e izquierda e incluso de buscar fórmulas originales como incorporar a los verdes. Ahora le saca más de diez puntos en las encuestas al SPD, un partido que se halla en constante retroceso desde hace diez años. Cuenta con una imagen internacional muy potente, en abierto contraste con un elenco de líderes débiles o escasamente presentables, incluso entre los socios de la Unión Europea, gracias además a su austero estilo político y a la naturalidad de su comportamiento como mujer y gobernante. Uno de sus mayores méritos es haber continuado, e incluso profundizado, las reformas del Estado de bienestar iniciadas por su antecesor Gerhard Schroeder al frente del gobierno rojo y verde a partir de 1998. Ayer mismo, cuando dos periodistas del Süddeutsche Zeitung la tildaban de ?heredera de Schroeder?, Merkel recordaba que sin los votos de los socialcristianos en el Senado federal las reformas de Schroeder no hubieran llegado a buen fin. Dicho en otras palabras: no hace falta un Gobierno de Gran Coalición en Berlín para que Alemania funcione como una gran coalición alrededor de los dos grandes partidos, que son los que vienen avalando las reformas desde que terminó la era Kohl en 1998 y los que deberán seguir en los próximos años acordando las políticas más sensibles (para la recuperación económica por ejemplo) sea cual sea la fórmula de gobierno que arrojen las urnas.



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13 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Más americanismo, menos atlantismo

Europa es mayoritariamente pro americana. Es el continente del nuevo americanismo suscitado por la llegada de Barack Obama y sus nuevas políticas, sobre todo en el terreno internacional. Así se desprende de la encuesta Transatlantic Trends de este año, que refleja el subidón que ha producido el nuevo presidente en la opinión pública europea. España, donde la imagen de Estados Unidos estaba hundida con Bush, es de los países donde más ha mejorado: 70 puntos ha subido, desde el 11 por ciento hasta el 81 por ciento, una cifra que alguien debiera recordarle a Aznar, pues vale en buena medida como la medida aritmética de su desacierto.

Esta encuesta, que se realiza por octavo año consecutivo en doce países europeos, Turquía entre ellos, y Estados Unidos, con una muestra de 13.000 personas, es el mejor termómetro existente sobre el estado de la relación transatlántica, aglutinante político de la Guerra Fría frente a la Unión Soviética, y fundamentada en la alianza que dibujó los mapas de Europa en dos guerras mundiales. Los resultados de este año son los mejores de la historia de la encuesta y no es difícil hacerse la hipótesis de que nunca en los últimos cien años había contado Estados Unidos con una mejor imagen entre sus socios europeos. La encuesta detecta también más americanismo pero menos atlantismo, algo bastante nuevo tratándose de dos conceptos anteriormente en estrecha correlación. A pesar de todo, los Transatlantic Trends de este año nos revelan que la división entre la Vieja y la Nueva Europa, descubierta al mundo por Donald Rumsfeld, sigue existiendo, aunque ahora se han invertido las tornas. En el centro y en el este es donde se observa un sentimiento pro americano más templado y en la parte occidental donde están las poblaciones más entusiastas. La división entre las dos Europas no fue una invención del belicoso Rumsfeld, sino que tenía fundamentos serios. Una buena prueba nos la adelantaba ya ayer el Financial Times, anunciando la publicación hoy por el Gobierno británico de unos documentos secretos acerca de la caída del Muro de Berlín, en los que se comprueba que Thatcher y Mitterrand rivalizaron en hostilidad hacia una Alemania unificada y se resistieron cuanto pudieron, sobre todo la primera, a aceptar ?inútilmente, de otra parte- los planes del canciller Kohl. No está de más recordar que uno de los pocos líderes europeos en abrazar inmediatamente la causa de Kohl y apoyar la reunificación alemana fue Felipe González. (Enlaces: con Transatlantic Trends; y con la información del FT.)



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10 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El peso de la palabra

Ante la dificultad, la palabra, el arma política por excelencia de la democracia. La palabra puede servir para enmascarar, entretener o mentir. Sobre todo cuando surge verticalmente de una voz única que no admite respuesta. Pero también puede servir para otras tareas como explicar, argumentar y convencer, que sólo se dan cuando se hallan sometidas al libre escrutinio y control de los ciudadanos en una democracia parlamentaria o, como se quiere ahora, deliberativa. Es la palabra como diálogo y conversación democrática, complemento del sufragio, en la que los dirigentes tienen una responsabilidad especial, proporcional al alcance y potencia de su voz.

Cada vez que Barack Obama se ha encontrado en una circunstancia comprometida ha recurrido a la palabra. Ya sucedió durante su campaña electoral y eso ha hecho esta pasada madrugada con su discurso dedicado a la reforma del sistema de salud, para el que ha elegido la fórmula solemne y singular de dirigirse a las dos cámaras, Congreso y Senado, en sesión especial, como sólo se hace obligatoriamente una vez al año en el Estado de la Unión. La ocasión lo merece: el envite es probablemente el de mayor peso específico de su programa electoral, como mínimo en política interior, y el que dejará más impronta en su presidencia. Los cien días de gracia están ya lejos, las encuestas registran una velocidad de caída en popularidad vertiginosa y, para postre, su proyecto de reforma se ha convertido en el banderín de enganche de la oposición republicana, escocida y desorientada desde su derrota en las urnas. La reforma enerva los reflejos más conservadores e individualistas de los norteamericanos de todo bordo, que desconfían por principio de la intervención del Gobierno y prefieren en principio apañárselas cada uno con sus asuntos de salud y dinero. Obama no quiere tan sólo conseguir la contorsión improbable de construir un sistema de salud que no deje a casi 50 millones de ciudadanos fuera de cobertura sino que quiere hacerlo reduciendo en el largo plazo su elevado coste. Esta dificultad en vez de suscitar apoyos contribuye a la desconfianza, al igual que la complejidad de las fórmulas contribuye a la incomprensión. Los instintos libertarios tan arraigados conducen a una conclusión quietista: mejor nos quedamos como estamos. Obama ha cometido fallos evidentes en la presentación de su reforma. Ha dejado demasiado margen al Congreso y ha querido que fuera por consenso bipartidista. Su falta de decisión y definición ha sido aprovechada por la extrema derecha, que ha encontrado el campo abierto para relanzar a sus agitadores a la movilización, recurriendo a la falsificación y a la mentira con increíble soltura. Los medios, sobre todo los ultraconservadores, se han llenado de bulos como que la reforma promueve el aborto, la eutanasia y unos paneles de la muerte donde se decidirá si ancianos y discapacitados tienen derecho a seguir viviendo. El aperitivo al discurso de esta madrugada ha sido la campaña en la que los conservadores han discutido el derecho del presidente de los Estados Unidos a dirigirse a los escolares de su país para estimularles en la aplicación y el estudio. La llegada de Obama a la Casa Blanca significa un momento excepcional en la reciente historia de EE UU. También lo ha sido su instalación presidencial y sus primeros meses hasta llegar a la encrucijada de ahora. Pero no bastan una campaña electoral y un presidente excepcionales para hacer una presidencia excepcional, que exige también resultados excepcionales. En muchos casos, lo único que se puede conseguir es una mera gestión razonable de los problemas más que su resolución milagrosa. Los problemas no desaparecen sino que se transforman, y lo que debe hacer un gobernante es mantenerlos bajo control y poner en marcha estrategias para su disolución. Parte de estas estrategias tienen que ver con su capacidad de persuasión e incluso encantamiento para mantener viva la atención de los ciudadanos y su adhesión al esfuerzo de cambio. Pero hay otra, sin duda, que exige resultados tangibles, aunque sean moderados. "Mi problema", le dijo Obama a Ted Kennedy antes de entrar en campaña, "es la falta de gravitas". La gravitas es una virtud latina que tiene que ver con el sentido del deber y de la dignidad, y que está emparentada con la credibilidad. Las palabras de quien goza tal virtud tienen peso, comprometen, producen resultados. Obama los ha obtenido ya, a espuertas, empezando por la modelación de la opinión pública en la campaña y terminando por sus giros en política internacional o en derechos humanos. Pero ahora debe concretar mucho más con la reforma del sistema de salud, que constituirá la prueba definitiva de los efectos de sus discursos, es decir, del peso de su palabra.



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10 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un espejo alemán para España

El debate no versa sobre si hay que salir, si no cómo y cuando. Así de crudo lo escribe Heribert Prantl en el Süddeustche Zeitung de Munich, en un artículo que sitúa el bombardeo de Kunduz en el corazón de la campaña para las elecciones generales del 27 de septiembre: ?Afganistán puede decidir la lucha electoral?. En las elecciones de 2001 fueron unas inundaciones en Baja Sajonia las que decantaron a la opinión pública a favor del canciller socialdemócrata en ejercicio Gerhard Schroeder y contra el premier conservador bávaro, Edmund Stoiber, por los buenos reflejos del primero y la tardía preocupación del segundo con los damnificados de la catástrofe. En éstas elecciones, aparentemente ganadas de antemano por la canciller Angela Merkel, acaban de entrar en acción unos elementos perturbadores tan graves como una catástrofe: las bombas de media tonelada lanzadas por la aviación norteamericana a las órdenes de un comandante alemán que han causado la muerte de decenas de civiles afganos. La economía iba a marcar la pauta de la campaña electoral, pero de pronto ha irrumpido la guerra de Afganistán con toda su crueldad hasta el punto de que puede cambiar las tendencias y determinar tanto el rumbo electoral como el color del futuro Gobierno.

Todos estaremos de acuerdo que los ciudadanos quieren y deben contar a la hora de dirigir sus impuestos a actividades tan penosas como matar una docena de talibanes a tiros como hicieron las tropas españolas hace escasos días. Pero la realidad señala que las guerras no suelen empezar después de un proceso de debate y participación democrática. Más bien al contrario: la chispa prende sin que se sepa muy bien cómo y luego ya se pone en marcha la fanfarria militar que recoge entusiasmos y reclutas de todo tipo (no olvidemos los ideológicos). De debate poco o nada. Las opiniones públicas y las elecciones suelen determinar lo contrario: el cómo y el cuando terminan. Este parece ser el caso alemán ahora. La canciller tuvo que anunciar ayer ante el Bundestag la celebración de una conferencia en la que finalmente todo estará sobre la mesa. Es decir, se hablará de terminar la intervención de la OTAN en Afganistán y una contienda que ya dura más que la segunda Guerra Mundial. En Kunduz, además, los alemanes han hecho esta vez lo que habitualmente se les reprochaba a los norteamericanos desde Europa: cargarse a decenas de civiles en nombre de la reconstrucción civil del país. Se da la paradoja de que la orden de bombardear ha partido de quien era el socio más reticente con la guerra. Acrecentada por el hecho de que está en contradicción con la estrategia y las órdenes del mayor mando militar de la OTAN en Afganistán, el general norteamericano McChrystal, que precisamente había adoptado de los europeos la idea de que hay que ganarse a la población civil y para ello es especialmente importante evitar actuaciones discriminadas y matanzas civiles. Todo lo que pueda decirse de Alemania vale también para España, aunque a una escala más limitada en cuanto a número de tropas y al valor estratégico de la región donde se despliegan. Incluso valen las explicaciones ideológicas (en el sentido más marxista del término, como argumentos ocultadores) que se dan los gobiernos y los parlamentos a sí mismos: los dos países están en Afganistán por no haber querido estar o continuar en Irak; los dos quisieran evitar su involucración en una guerra abierta; los dos se aferran a la reconstrucción civil y a la preservación de la democracia, por la escasa solidez de los auténticos motivos: principalmente, la disciplina y solidaridad atlántica y, subsidiariamente, el prestigio de sus militares que como buenos profesionales quieren culminar su tarea y ofrecer unos buenos resultados conclusivos. (Enlace con la columna de Heribert Prantl) 



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8 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La democracia de uno

El columnista de Repubblica Giuseppe d?Avanzo le llama Quello-Che-Comanda-Tutto o el Egócrata. La democracia italiana y con ella su opinión pública están sufriendo una curiosa y preocupante reducción, devoradas por ese Caimán voraz que se ha encaramado en su vértice. Pero este proceso ni es lineal ni su pesada factura corre exclusivamente a cargo de las víctimas, incluyendo las voluntarias y complacientes, que no faltan en este escenario. El propio ogro devorador sufre de forma indecible en su festín, porque es fruto de una ansiedad insaciable y de una contradicción sin remedio en quien lo quiere todo, la respetabilidad y la transgresión, el poder y la gloria, el amor y el temor, la perdición y la salvación eterna.

Michael Ignatieff expresó hace unos años, a propósito del terrorismo, una preocupación, obsesión le llamaba, ?por el fantasma de un ser solitario extraordinariamente poderoso que sería cruel castigo de la mismísima estima moral que nuestra sociedad prodiga sobre la idea de individuo?. Este ser ya está aquí entre nosotros, elegido en las urnas pero expresión perfecta de la democracia de uno, el único que con sus solos poderes, acomodados a sus necesidades, constituye mayoría, hace la ley a su gusto y conveniencia y deja a todo el resto de la sociedad en los márgenes del sistema. La tensión con que vive y encarna este sistema político acomodado a su persona se puede ver en su rostro, profundamente trabajado por la cirugía y por el desenfreno retenido. Con su piel de tambor batiente, su forzada sonrisa de saurio con implantes, su pelusa trasplantada y planchada, y su cuerpo activado por la química y la cirugía, este hombre situado en la frontera del androide se siente poderoso y sobrehumano, y no duda en decirlo. En su última erupción ha proferido los más graves insultos contra sus predecesores en la presidencia del Consejo. Con su soledad cada vez más aterrorizante, es fácil observar que en uno de sus festines terminará rodando por los suelos, atragantado por una de sus presas indefensas que le quedará atravesada entre las fauces. (Enlaces: con la entrevista digital de ayer al corresponsal de El País en Roma; con la última crónica de Giuseppe D?Avanzo; con la referencia a Michael Ignatieff; con las diez preguntas de Repubblica. Es obvio que preguntar a una bestia así es como citar al dragón a cuerpo descubierto desde la boca de la cueva.)



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7 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Don Quijote en Guantánamo

Tres son los autores más solicitados por los prisioneros que todavía permanecen recluidos todavía en el campo de detención de norteamericano de Guantánamo. La escritora británica J.K.Rowling, Miguel de Cervantes y Barack Obama, y los libros más leídos son la serie de Harry Potter, el Quijote y Sueños de mi padre, por este orden. Tan curiosa noticia la publica el diario árabe londinense Al Hayat, con la firma del periodista Besan Sheik, que cifra en 10.000 el número de títulos a disposición de los presos en la biblioteca de tan siniestra institución. Las lecturas clásicas de los musulmanes piadosos vienen detrás de estos tres más leídos, incluido El Corán.

Debo la noticia a Juan Cole, uno de los más bien informados y mejores blogueros norteamericanos sobre temas de política internacional y más concretamente Oriente Próximo, a quien sigo en tiwtter. Cole es historiador y profesor en la Universidad de Michigan y su conocimiento del árabe y del persa le da acceso a fuentes nada habituales en los medios occidentales. Ha mantenido posiciones muy críticas con Bush y criticado duramente la guerra de Irak y su política antiterrorista. Nacido en Alburquerque, Nuevo México, demuestra que no le falla la cultura hispánica cuando se pregunta si los presos de Guantánamo ?saben que Cervantes luchó en la segunda batalla de Lepanto en 1571 en la que la Liga Santa derrotó en el mar al Imperio Otomano, y que más tarde su barco fue capturado por los argelinos y pasó cinco años encarcelado y esclavizado en Argel antes de de ser rescatado?. Lo más sorprendente desde el punto de vista político es la admiración que suscita Barack Obama entre los presos por sus orígenes africanos y musulmanes, que cuenta más en su valoración del presidente que sus limitados esfuerzos por devolverles la libertad. Juan Cole no se olvida de contarnos en su blog que los presos de Guantánamo no pueden acceder libremente a la prensa, que les llega censurada de informaciones relacionadas con el terrorismo, para evitar que se inspiren en los males ejemplos. Con la información de Al Hayat sobre la biblioteca, se nos recuerda que son 229 los detenidos que permanecen en el limbo jurídico de Guantánamo, sobre cuya clausura adquirió un compromiso Barack Obama para el próximo 1 de enero. Sirva esta historia cervantina para subrayar la enorme decepción que se produciría en el mundo si Obama no cumpliera su palabra y nos encontráramos dentro de cuatro meses, en el segundo año de su presidencia, con la ominosa permanencia en Guantánamo de una mazmorra digna de los tiempos en que los piratas berberiscos mantenían a Miguel de Cervantes esclavizado. (Enlaces, con el blog de Juan Cole y Al Hayat en inglés).



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6 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En los abismos de este oficio

Todo está ya dicho sobre la realidad que supera a la ficción y la práctica que desborda a la teoría. Pero siempre hay que esperar nuevas pruebas irrefutables. Mientras iban saliendo en mi blog de agosto unas breves y deslavazadas reflexiones sobre el oficio de periodista, la bendita realidad, los hechos dichosos iban encargándose de aportar sus propios argumentos, mucho más potentes. No hablo, aunque bien pudiera, del voraz y feroz Silvio Berlusconi, emprendiéndolas contra los últimos restos del periodismo libre italiano. Hablo de otro ser al parecer más monstruoso aunque más desconocido que se ha convertido en epítome de la catástrofe contemporánea y sobre todo en artista infernal de nuestros abismos periodísticos.

Responde por el nombre de Wallace Souza, director y productor de un truculento y popular programa de televisión sobre sucesos llamado Canal Livre (como se verá, no podía faltar la apelación a la pobre y maltratada libertad en circunstancias tan especiales) que se emite desde Manaos. Antes de ser periodista de sucesos fue policía y después ha pasado a la política como diputado por el Estado brasileño de Amazonas, elegido clamorosamente en tres ocasiones. Su aportación a la historia de la infamia y específicamente de la infamia periodística, puede destinarle a una popularidad mucho mayor que su programa de televisión y que sus campañas electorales. Un asesino profesional que responde al estupendo nombre de Moacir Moa Jorge da Costa ha confesado que una buena ristra de sus asesinatos, violaciones, asaltos y secuestros los efectuaba como productor especial de Canal Livre, es decir, a instancias de Wallace Souza, que así podía llegar al lugar de autos con presteza o disponer cámaras con sospechosa puntualidad donde iba a perpetrarse un crimen. Pero a la sorpresa por la peculiar y siniestra profesionalidad con la que Souza pueda haber alcanzado las cumbres, quiero decir los abismos, del oficio, se suma otra sorpresa todavía mayor respecto el estado de la profesión. No me he enterado de esta noticia por su profusa difusión en los informativos de radio y televisión o las primeras páginas de los periódicos. Me refiero a los de aquí y a los de allí: me dicen amigos brasileños que esta noticia provinciana llena de color ha suscitado un interés limitado en los grandes medios de Sao Paolo y Rio. Tampoco por los grandes medios norteamericanos, que son los que han marcado siempre el rumbo del oficio (no puedo decir de los más informales, como el Huffington Post, donde hay cumplida y precisa información). Me he enterado gracias al artículo publicado por Mario Vargas Llosa en El País el domingo 23 de agosto, que no había podido leer en su día y tenía en mi mesa a la espera de la puesta al día vacacional. De manera que esta reflexión sobre el rumbo del oficio quiere ser también un homenaje a la profesionalidad y al tino de quienes como Mario aguantan el tipo y consiguen todavía suministrar información a los lectores en medio de este mar de confusión, descrédito e indiferencia. Por supuesto, Souza ha rechazado todas las acusaciones, que atribuye a una venganza mafiosa por sus denuncias en su programa de periodismo de investigación. (Enlaces, con el artículo de Mario, y con el Huffington Post.)



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3 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El calvario de los espías

Veinte años no son nada pero el oficio no levanta cabeza. Cuando se cayó el Muro de Berlín también se cayó el negocio, y hasta hoy no ha conseguido recuperarse. Basta con repasar la historia de la CIA desde que los archivos de la guerra fría pasaron del Pentágono a las universidades y, sobre todo, con observar el último berenjenal en el que se halla metida la mayor y más poderosa organización de espionaje del mundo. Es evidente que ser espía en Estados Unidos ya no es lo que era. Ahora mismo un fiscal especial ha recibido instrucciones para investigar los métodos de interrogatorio usados por la CIA a las órdenes de Bush, cuando sus agentes recibieron permiso para infligir un amplio y repugnante repertorio de tormentos a los detenidos por terrorismo para extraer información.

La cuestión de las torturas se está convirtiendo en un feo juego en busca de culpables en el que cada uno señala al vecino para sacarse las pulgas de encima. Los agentes de la CIA que las perpetraron señalan a los consejeros legales de Bush que las autorizaron. El departamento de Justicia, donde trabajaban estos juristas, señala a la CIA, porque se extralimitó en el cumplimiento de las instrucciones. Los congresistas demócratas, que también las avalaron en una comisión reservada, señalan a Bush. Y los colaboradores de Bush se señalan unos a otros, incluido el propio ex presidente, que también se desentiende; con la sola excepción de su vicepresidente Dick Cheney, que es el único que mantiene el tipo defendiendo lo indefendible y asumiendo todas las responsabilidades. El acarreo de materiales sobre el que se ha construido la infame historia de las torturas ha gozado de muchas aportaciones. Intelectuales de renombre de todos los países han sostenido seriamente la teoría del mal menor, y polemistas políticos acreditados han aguantado el argumento de la bomba de relojería cuyo efecto se podría evitar si se daba barra libre a los interrogadores para sacar información a los terroristas. Y luego están los juristas de Bush, los rábulas capaces de legalizar cualquier cosa siempre que sea el presidente quien la ordene; o con suficientes dotes circenses como para encontrar la sutil y obscena línea roja que separa el concepto de tortura del de un interrogatorio reforzado. Como se está viendo ahora, el trabajo de estos juristas, que también proporcionaron argumentos para la guerra preventiva o para la creación de limbos jurídicos como Guantánamo, no ha sido en balde. El fiscal especial, John Durnham, con fama de incorruptible y apartidista, tiene instrucciones precisas de investigar sólo los interrogatorios en los que se sobrepasaron estas líneas rojas, algo que puede alcanzar a una docena de agentes como máximo. Aunque Obama prohibió la tortura a las 48 horas de llegar a la Casa Blanca, la decisión de su fiscal general de no perseguir a los picapleitos que pretendieron legalizarla, y sí en cambio a los polizontes que aplicaron con manga ancha e incluso regodeo las infames instrucciones, significa una legitimación implícita del debate sobre los límites de la tortura. Esto no significa que vaya a ceñirse estrictamente a la partitura: no es así como suelen comportarse los fiscales especiales. Es muy difícil que el presidente extraiga alguna ventaja de la investigación del fiscal especial y muy fácil en cambio que salga con algún rasguño. Convertir a la CIA en el payaso de las bofetadas no es precisamente una causa que entusiasme a los norteamericanos. Cuanto más avance esta investigación, y sobre todo si se desborda y se convierte en una causa general contra la política antiterrorista de Bush, más difícil será que el presidente mantenga sólidamente su posición central y su capacidad para arrancar acuerdos transversales con los republicanos. Los necesita de forma perentoria para la reforma del sistema de salud, sus nuevas políticas medioambientales y sus reformas educativas, pero también para encarar la cita electoral de noviembre de 2010, donde puede perder muy fácilmente su doble mayoría en el Congreso y el Senado. De ahí que Obama se haya decidido por una política de contención del ajuste de cuentas con el pasado, soltando lastre cuando no tiene otro remedio, pero evitando a toda costa aparecer como un presidente partidista, obsesionado con su antecesor y dispuesto a cobrar vengativamente las facturas de las fechorías republicanas. En eso, Obama va contra Obama, el pragmático contra el moralista. Hay un poderoso argumento que pende sobre su cabeza y que Cheney se cuida muy bien de agitar tácitamente con su media sonrisa maquiavélica: gracias a aquella política antiterrorista brutal, desde el 11-S no ha habido más atentados; si regresan las bombas, todos sabrán de quién es la culpa, y nadie querrá seguir hurgando en las responsabilidades judiciales y políticas por las torturas. Por eso el calvario de los espías lleva camino de convertirse también en un calvario para el joven presidente.



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3 de septiembre de 2009
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El Boomeran(g)
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