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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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El club de las ideas muertas

Hay gente que ama las ideas muertas, conceptos que han fracasado o ya no funcionan, pero siguen siendo útiles para obtener la adhesión de los ciudadanos y como consecuencia el poder. Moisés Naím lo ha contado en su libro Repensar el mundo (Debate), y en concreto en el capítulo "¿Qué es la necrofilia ideológica". Hay ideas, en efecto, que son auténticos zombies. Fueron concebidas para unas épocas y circunstancias que ya no existen o en todo caso no son las nuestras, y seguimos utilizándolos como si estuvieran vivas y coleando.

Las ideas muertas tienen sus clubes exclusivos, partidos a derecha e izquierda, nacionalistas o antinacionalistas, que no podrían vivir sin ellas. Entre ellas algunas son además mortíferas, es decir, pueden desbordar el pensamiento y la palabra hasta convertirse en acciones con consecuencias letales. No hay idea muerta más peligrosa que la de la utilidad y moralidad de la violencia política en defensa de una causa pretendidamente. La historia del terrorífico siglo XX constituye una demostración de sus efectos en la difusión del dolor y de la muerte sin conseguir ninguno de los objetivos que sus apóstoles propugnaban. También la desgraciada y nefasta peripecia del terrorismo europeo, desde las Brigadas Rojas hasta ETA.

En democracia no basta con arrumbar esa idea muerta, como ciertamente ya hemos hecho. No basta con dejar de utilizarla ni siquiera en su forma más estilizada, que es como amenaza o posibilidad de regresión. Estamos ante un zombie radioactivo al que hay que enterrar en lo más hondo de una sima mediante una condena abierta y clara, sin vacilaciones ni reservas mentales, al igual que condenamos las atrocidades del nazismo, el estalinismo o el colonialismo. Hay razones morales para hacerlo, que quede claro. Pero también las hay políticas. Esa idea muerta y mortífera, además de moralmente repugnante, ha servido para lo contrario de lo que se proponía, y en vez de liberar ha esclavizado, asesinado en vez de salvar vidas, e incluso empobrecido en vez de dar prosperidad a la gente.

Jordi Évole lleva años buscando a Arnaldo Otegui para que condene la violencia de ETA. Lo intentó en una torpe y breve conversación en 2009, cuando ETA todavía mataba, y lo ha intentado ahora en otra más larga y elaborada, cuando ETA ha dejado las armas y busca revertir su indiscutible derrota como si fuera una victoria escenográfica, que convierta el relato de su pasado en una explicación redentora en la que los terroristas muertos y encarcelados se conviertan en héroes sacrificados por la patria independiente. El principal artífice de esta mentira es Otegui, pero a la vez es también su protagonista. Es difícil saber si Otegui ha mandado mucho en ETA o incluso si es su auténtico jefe --esa fue la única y más importante pregunta que le faltó a la entrevista--, pero es seguro que, debida y fraudulentamente mandelizado, él es el principal instrumento para convertir la derrota efectiva en una victoria al menos simbólica o narrativa.

La prueba de que eso es así es su persistente negativa a condenar el pasado de violencia de ETA, con falaces y autoindulgentes argumentos que se emboscan en la simetría, la falta de condena recíproca, el sufrimiento de los presos y sus familias, y por supuesto el terrorismo de Estado. Hay un momento, especialmente esclarecedor, en el que Otegui le pide a Ébole que entienda la violencia en el contexto histórico de los años 50 y 60, en el momento de las luchas de los pueblos coloniales por su emancipación. Y es esclarecedor porque ahí asoman, agazapadas, las auténticas ideas muertas que pueblan la mente de los abertzales y de sus admiradores y amigos.

A quienes pertenecen al club de las ideas muertas hay que decirles cuatro cosas bien claras. Euskadi, Cataluña y Galicia no son naciones oprimidas. No hay pueblos colonizados ni territorios ocupados en la Península Ibérica. Nunca en la historia de España han sido más libres Euskadi, Cataluña y Galicia ni más libres y prósperos sus ciudadanos. Nunca sus respectivos autogobiernos habían llegado tan lejos. Nunca sus lenguas han sido más cuidadas y protegidas, sus identidades más reconocidas, sus culturas más apreciadas. (Y aún siendo así, es todavía poco y no hay que bajar la guardia ni dejarse adormecer por los éxitos ya obtenidos).

Nada de lo que tenga que ver con el derecho de autodeterminación, con la emancipación de los pueblos oprimidos y con la descolonización, sirve para las nacionalidades históricas españolas. El problema español no es de autodeterminación, sino de perfeccionamiento de la democracia, y en el caso catalán de resolución del contencioso surgido de la reforma del Estatut de 2006 y de la sentencia del Constitucional que lo enmienda. Y esto solo se hace con diálogo, democracia y pactos, no con el regreso de una idea muerta, utilizada por última vez tras una guerra civil en la secesión de Sudán del Sur, uno de los países más pobres y violentos del planeta.

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25 de abril de 2016
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La madeja saudí

Esta es una madeja hecha de petróleo y dinero, religión e ideología, armas y poder, mucho poder. Con las pasiones que les acompañan: odio, fanatismo, sospecha, rencor, celos, venganza. Con príncipes y jeques; diplomáticos y agentes secretos; dobles y triples, naturalmente; multimillonarios y políticos; comisionistas y financieros. Con un presidente que ya se va y unos príncipes de la siguiente generación que acaban de llegar y ya se pelean bajo la mirada perdida de un rey anciano. Con una vieja alianza que cae a trozos y una nueva por hilvanar. Con peripecias y personajes que parecen surgir de las tragedias históricas de Shakespeare y de la serie televisiva Homeland.

Los reyes saudíes solían alcanzar el trono ya en la ancianidad, enfermos y bordeando la incapacidad, pero la próxima vez ya no será así. Si no espabilan los jóvenes, los malos augures aseguran que puede incluso que no haya próxima vez. Sin cambios profundos, sin reformas y sin instituciones, con los precios del petróleo por los suelos y las expectativas de bienestar de la gente por los cielos, está en juego el futuro de la dinastía y también del país al que ha dado su nombre.

Toda una época toca a su fin y Obama la encarna a la perfección con sus ideas sobre Oriente Próximo y en cierta forma con su visita, precedida por una entrevista a la revista The Atlantic que ha ofendido en lo más íntimo a los príncipes saudíes y ha rubricado el fin de la relación privilegiada que Washington mantenía desde 1945 con Riad, por la que los Saud garantizaron el petróleo a Estados Unidos y estos protegieron militarmente a la monarquía saudí, además de despreocuparse de las aberraciones de su régimen medieval. Riad fue crucial en la Guerra Fría, para combatir el nacionalismo árabe laico, tejer una malla de alianzas con Egipto y Jordania para proteger Israel y derrotar a los soviéticos en Afganistán. Allí anidaron los huevos de Al Qaeda y del Estado Islámico. Era una serpiente saudí; de apellido, Bin Laden, y de financiación; y es fuente todavía de reproches, e incluso de acusaciones de complicidad con el terrorismo que gravitarán sobre el viaje.

La intimidad entre presidentes y príncipes, los Bush y los Saud, llegó muy lejos y de ahí el desgarro actual. EE UU ya no necesita el petróleo y quiere una nueva geometría geopolítica regional, que solo se obtendrá si se supera la tensión sectaria y bélica entre chiíes y suníes. Se trata de generar un nuevo equilibrio e incluso una coexistencia pacífica entre Riad y Teherán como sucedió entre Moscú y Washington en la Guerra Fría.

Este es el marco conceptual, intrincado, difícil de desenmarañar, de las relaciones entre EE UU y Arabia Saudí, fatigados socios de más de 70 años, y el tenso decorado del encuentro entre Salmán, octavo rey saudí, hijo del fundador Abdelaziz, y el cuadragésimo cuarto presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, nacido lejos, en Hawai, criado en Indonesia y primer afroamericano que llega a la Casa Blanca. El primero lleva apenas año y medio en el trono y el segundo está en los últimos meses de su mandato. No se desenreda una madeja con prisas, y las hay. Al menos en Riad, para pasar página y ver cómo sale el siguiente presidente.

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21 de abril de 2016
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Obama en Hiroshima

Hay gestos que curan, actos simbólicos con capacidad terapeútica. Lo más parecido a milagros laicos o morales. Willy Brandt, de rodillas ante el monumento del gueto judío de Varsovia (71.000 judíos caídos en la represión nazi de la insurrección o deportados), en diciembre de 1970. François Mitterrand y Helmut Kohl, cogidos de la mano ante el osario de Douaumont en septiembre de 1984, donde se hallan enterrados y mezclados 130.000 cadáveres de jóvenes alemanes y franceses sin identificar, en Verdún, escenario de las matanzas de la I Guerra Mundial.

Gestos como los de Varsovia y Verdún suelen ser fruto de una larga y callada meditación, aunque luego parezcan espontáneos y sorprendentes. Brandt había depositado una corona como parte del protocolo más ordinario de la visita del canciller, pero quiso significar de forma más emotiva y explícita el pesar de los alemanes por el dolor infligido a los judíos, a Europa entera, y especialmente a los países del antiguo bloque comunista, los destinatarios de la apertura al Este, la Ostpolitik, con la que el brillante político socialdemócrata y antiguo resistente contra el nazismo inició el camino hacia la reunificación alemana y europea.

El acto que presidían Kohl y Mitterrand ya era de un alto simbolismo en la reconciliación entre franceses y alemanes, pero el presidente francés quiso desbordar el protocolo para condensar en una imagen elocuente que quienes pudieron coincidir frente a frente y matarse uno al otro en la II Guerra Mundial eran ahora el motor que impulsaba la unidad de los europeos. Nunca como en aquellos años funcionó el tractor franco-alemán que condujo al ingreso de España, al Mercado Único y al Tratado de Maastricht, entre muchas otras cosas, la mejor época de la Europa que hemos conocido.

Ahora le corresponde a Obama conseguir un gesto de fuerza simbólica semejante. Su secretario de Estado, John Kerry, le ha allanado el camino y ha anunciado incluso cuándo se presentará la oportunidad. Kerry se hallaba este pasado lunes en Japón en una reunión de ministros de Exteriores del G7, el grupo de países más industrializados, para aprobar precisamente la Declaración de Hiroshima, sobre el desarme nuclear y el combate contra la proliferación de armas nucleares. Allí el secretario de Estado visitó el museo que conmemora el uso de la bomba atómica por primera vez como arma de guerra y aprovechó la circunstancia para escribir en el libro de honor que "todo el mundo debería venir y sentir la fuerza de este memorial". ¿También el presidente de Estados Unidos?, le preguntaron los periodistas japoneses en la conferencia de prensa posterior. "Todo el mundo es todo el mundo. Algún día, así lo espero, sea o no como presidente", respondió.

Obama estará en Japón dentro de unas semanas, a finales de mayo, con motivo de la cumbre del jefes de Estado y de Gobierno del G7 que se celebrará en la península de Shima, y muy probablemente tendrá la oportunidad de desplazarse hasta Hiroshima, tal como espera la opinión pública japonesa. La visita de Kerry tuvo ya un fuerte contenido simbólico, puesto que es el primer secretario de Estado que visita la ciudad, siete décadas después del bombardeo. Pero la visita de un presidente y sobre todo de alguien como Obama que ha hecho del desarme nuclear uno de los puntos centrales de su programa presidencial, sería un gesto insólito de valor para los japoneses, pues reafirmaría tanto la alianza con Estados Unidos como el valor de la Constitución pacifista japonesa, redactada bajo la sombra del arma nuclear.

Obama sucedió en 2008 a uno de los presidentes más proliferadores de la historia, abstracción hecha de Harry Truman que fue el único que utilizó el arma nuclear en Hiroshima y dos días después en Nagasaki (más de 200.000 muertos en total). George W. Bush abogó por mantener y desarrollar el arma nuclear; se opuso a la ratificación del Tratado de Limitación de Pruebas Nucleares para poder ensayar con las llamadas bombas de bolsillo; llegó a especular con el uso de una cabeza nuclear táctica contra las instalaciones nucleares de Irán, que habría significado el tercer golpe nuclear de la historia y habría tenido consecuencias devastadoras; fragilizó la doctrina antiproliferación con un acuerdo nuclear con India, un país con el arma nuclear que no ha firmado el Tratado de No Proliferación (TNP) y que en buena lógica no debía tener asistencia de los países firmantes; e impartió una auténtica lección proliferadora a Corea e Irán cuando no tenían todavía armas nucleares: quien no quiera ser atacado como Sadam Husein, que no poseía armas de destrucción masiva, mejor que las adquiera lo más rápidamente posible para evitarlo.

Al llegar a la Casa Blanca, Obama empezó a revertir los efectos de la belicosa presidencia anterior. Negoció y firmó el Nuevo Start, un tratado de reducción de armas nucleares que recorta el arsenal de las dos grandes potencias de la guerra fría a la mitad. Pronunció en Praga un discurso de resonancias históricas, en el que fijó como objetivo la desaparición de las armas nucleares. Y consiguió el acuerdo por el que Irán renuncia al arma, en el marco multilateral del Grupo 5+1, (los cinco miembros del Consejo de Seguridad, todos con arsenal atómico, más Alemania).

También hay un debe en su cuenta nuclear. EE UU no ha reducido ni un centavo en su programa de renovación nuclear para los próximos 30 años, por valor de un billón de dólares (un trillón inglés). Durante su presidencia, Corea del Norte ha seguido avanzando hacia la obtención de un arma disponible sobre un misil de largo alcance. Rusia ha inscrito de nuevo el uso del arma atómica en el corazón de su doctrina estratégica, ya sea en respuesta a un ataque nuclear, ya de un ataque con fuerzas convencionales que Moscú considere una amenaza existencial. Muy poco se ha avanzado en los tratados multilaterales pendientes, el de limitación de pruebas y el de producción de materiales nucleares, y nada en las conferencias de revisión del Tratado de No Proliferación, cuya última sesión, la de 2015, terminó sin texto de conclusiones. Las mayores piedras en el zapato de la proliferación son la polémica desnuclearización de Oriente Próximo, con su derivada en Pakistán e India, países proliferadores enfrentados que no han firmado el TNP; y el desproporcionado comportamiento de las cinco potencias nucleares reconocidas, que se limitan a mantener el status quo sin aplicarse en la obtención del objetivo del desarme total al que se comprometieron por el Tratado.

No sabemos que hará Obama en Japón, aunque es probable un gesto curativo como los de Brandt en Varsovia y Kohl y Mitterrand en Verdún. No hay en la opinión pública japonesa una especial expectativa respecto a la eventual petición de perdón del presidente del país que les bombardeó hace 71 años, pero es difícil que el Premio Nobel de la Paz de 2009 no tenga un gesto de profunda pena por el daño causado y por la era del terror nuclear abierta aquella madrugada siniestra de agosto de 1945 en que el Enola Gay lanzó Little Boy ?así se llamaba la bomba? sobre el centro de Hiroshima. Un gesto bien meditado de Obama en el Memorial de Hiroshima sería una excelente culminación para su presidencia y un legado desproliferador, una buena noticia por tanto no tan solo para los japoneses sino para todos los habitantes del planeta.

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18 de abril de 2016
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La perestroika del desierto

Una cierta perestroika ha empezado súbitamente en Arabia Saudí, cuando menos se esperaba y por parte de quien menos se esperaba. La policía religiosa, puntillosa y vigilante ante los comportamientos religiosos desviados de los ciudadanos, y especialmente de las mujeres, ha sido desposeída por el gobierno de sus poderes para perseguir, detener y castigar directamente a los infractores de la ley islámica, a la vez que se le ha recomendado que actúe ?con amabilidad y gentileza? cada vez que tropiecen con un comportamiento sospechoso.

Los designios de Riad se cuentan entre los más opacos y secretos del mundo, tan difíciles de interpretar como eran los del Kremlin en la era soviética. No es fácil comprender el significado de esta medida, que convertirá al temido cuerpo de policía religiosa en algo más inofensivo que los bobbys de Londres, dedicados a dar buenos consejos y a ayudar a las viejecitas a pasar los semáforos en vez de amedrentar e incluso castigar a la población.

Cuesta creer en una reblandecimiento del actual poder saudí, en manos del joven príncipe Mohamed bin Salman, número tres en la jerarquía e hijo del rey Salman, que ha dado suficientes pruebas de radicalización bélica y de la proverbial dureza saudí en el mantenimiento del orden público y la aplicación de castigos medievales, incluida la pena de muerte con sable, que en 2015, con 157 ejecuciones, alcanzó la mayor cifra en 20 años.

También cuesta creer que haya empezado a agrietarse el pacto fundacional, en el que se aliaron, ya en el primer Estado saudí (entre 1744 y 1818) la casta guerrera de los Saud con el clan religioso wahabita. El método saudí para resolver los conflictos solía ser una adecuada proporción de represión brutal y de compra de voluntades, con reparto compensatorio de subsidios a los disidentes y a la casta religiosa encargada de vigilarlos. En esta ocasión, en cambio, la medida consiste en quitar competencias y por tanto poderes a los religiosos y de ahí que haya levantado una auténtica oleada de euforia en las redes sociales.

El nuevo poder, instalado tras la muerte de Abdala en enero de 2015, está aplicando con tanta energía como sigilo un programa de reformas y recortes sociales destinado a afrontar la caída de los precios del petróleo. No son pocas las dificultades en un país de población creciente y joven, acostumbrado a los subsidios y con gastos de defensa en aumento, debido sobre todo a la peculiar guerra fría que mantiene con Irán y a sus expresiones calientes en las guerras de Siria y de Yemen.

La neutralización de la policía religiosa es un gesto de apaciguamiento hacia quienes acusan al régimen saudí por su colusión con el terrorismo de Al Qaeda y del Estado Islámico. Ambos beben de idénticas fuentes rigoristas wahabitas, tienen formas muy similares de impartir su justicia islámica, y ostenta idéntico desprecio destructivo hacia el patrimonio arqueológico. El escritor argelino Kamel Daoud ha calificado a Arabia Saudí como ?un Daesh o Estado Islámico que ha triunfado?. (New York Times, 20 de noviembre de 2015).

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14 de abril de 2016
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El trilema catalán

No todo es posible. A estas alturas, aunque parezca mentira, hay señales de que ya hemos empezado a reconstruir el consenso. Tras cinco años de una cabalgada de sueños inalcanzables, estamos empezando a aterrizar. Finalmente. No todos, es cierto, pero al menos algunos. Así hay que leer, de forma optimista, las barbaridades que están oyéndose estos días, de uno y de otro lado: son la última reacción desmadrada antes del ataque de sensatez que inevitablemente deberá llegar.

Es hora, pues, de ponerse al día y de hacerlo con una idea catalana, una de esas ideas a la vez diferenciales y propias. Diferenciales, porque, como sabemos y nos han enseñado desde nuestra más tierna infancia, todo en Cataluña es distinto. Y propias, porque todo lo que existe en el resto del mundo también existe en Cataluña en su forma peculiar y a veces única. Dicho de otro modo: tenemos de todo. Mi propuesta catalana tiene la forma de un trilema. Necesitamos un trilema y que sea catalán.

Los trilemas se derivan de los dilemas. En vez de escoger entre dos términos incompatibles, hay que escoger entre tres. En los trilemas la incompatibilidad suele reducirse a uno de los términos respecto a la combinación de los otros dos. Un buen ejemplo es el propuesto por el filósofo esloveno y ex yugoeslavo Slavoj Zizek respecto a los intelectuales comunistas (algo sabe de ello): no pueden ser a la vez honestos, inteligentes y apoyar sinceramente al régimen; los honestos e inteligentes no apoyan al régimen; los inteligentes que apoyan al régimen no son honestos; y los honestos que apoyan al régimen no son inteligentes.

La historia de los trilemas es antigua. Se remonta a los orígenes de la filosofía y la teología. Pero es la economía contemporánea la que los ha puesto de moda bajo el nombre de la Trinidad Imposible. Hay tres cosas que no se pueden hacer a la vez: una política monetaria soberana, libertad de movimientos de capitales y un sistema fijo de cambio. Dani Rodrik, en la Paradoja de la globalización, ofreció una traslación política: los términos incompatibles son la democracia, el Estado-nación y la integración económica.

La culminación del procés bien podría celebrarse con la adopción del trilema catalán, particularmente estimulado por el último manifiesto monolingüista. Los tres términos que lo conformarían son la lengua oficial, un Estado independiente y la convivencia democrática en su sentido más propio y complejo. Sí, ya sabemos que lo queremos todo y ahora. Pero lo primero que habrá que decir es que todo no es posible y sobre todo a la vez. Podemos incluso hacer una lectura suave de las incompatibilidades, de forma que sean una cuestión de énfasis: mucha independencia y mucha lengua, será a costa de la democracia; mucha lengua y mucha democracia, será con una independencia limitada; y mucha independencia y mucha democracia, será mediante concesiones en el estatus de la lengua.

El trilema obliga a abandonar la abstracción, pues hay que analizar cada dificultad en relación a otras dificultades. Cuando se trata de hacer política con los deseos y los sentimientos, sabemos que la cosa se pone imposible, digan lo que digan los poetas y cantautores. Pero si vamos a hacer política con las realidades de cada día, entonces nos encontramos con que tenemos que optar.

Es evidente que los firmantes del manifiesto Koiné han hecho una reflexión abstracta, a partir de lo que dicen los manuales de sociolingüística sobre lenguas en contacto, diglosia y bilingüismo. Es un debate científico, técnico, dicen. Lo ha dicho el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, para defenderles de la vehemente acusación de racismo por parte de Lluís Rabell. No tiene razón: es un debate político que versa sobre opciones políticas y nos sitúa no ante un dilema, sino ante el trilema catalán y la necesidad de optar.

Sí, los catalanes deberemos decidir y estamos ya decidiendo en buena medida cómo queremos que sea nuestra sociedad. Y esto no se responde con un sí o con un no a la independencia, aunque en algún momento responder colectivamente a esta pregunta ayude a hacerlo. Debemos decidir hasta dónde queremos que llegue el autogobierno, qué grado de homogeneidad lingüística y cultural estamos dispuestos a reivindicar y organizar y si queremos hacerlo siguiendo la regla de la mayoría y respetando las minorías, a las que protege sobre todo la regla de juego vigente que nos hemos dado nosotros mismos. Con una advertencia: quien lo quiera todo, ahora y en su máximo grado deberá demostrar, primero, que tiene la capacidad de hacerlo y, luego, que también está dispuesto a quedarse sin nada por causa de su ambición irrealista y excesiva.

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11 de abril de 2016
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El populismo y sus causas

Las diferencias no tienen que ver con los sistemas políticos cuando se trata de poner la fortuna a buen recaudo. Ciertas elites de los distintos países se encontrarán en los mismos paraísos fiscales, coincidiendo además, por cierto, con otras elites de la delincuencia global, la corrupción política, el terrorismo y el tráfico de drogas y de armas de toda la gama, desde los kalashnikovs hasta materiales nucleares.

Pocos lo han contado tan bien como los Papeles de Panamá. No es el primer éxito del Consorcio Internacional de Periodismo de Investigación, que ha procesado el torrente de información sustraído a la firma Mossack Fonseca. Pero es el de mayor ejemplaridad. Ahí están, casi siempre representados por parientes o allegados, dos enemigos enfrentados en guerra (Putin y Porochensko), monarcas autocráticos y constitucionales, primeros ministros de impecables democracias y vulgares dictadores, derecha e izquierda, deportistas y escritores, ocho miembros del actual o anterior Politburó comunista chino y el dirigente caído en desgracia y encarcelado Bo Xilai. El caso más peregrino y, en cierto modo, representativo es el del chileno Gonzalo Delaveau, presidente de Transparencia Internacional Chile.

Panamá no es la excepción, sino un eslabón imprescindible del prototipo de la opacidad: sociedades pantalla panameñas, con cuentas en Suiza, que invierten en fondos de Luxemburgo y sirven para comprar yates, pisos y arte en Londres. Todo lo que han hecho la OCDE y la UE desde 2009, cuando el G20 anunció el fin del secreto bancario, ha servido para poco, según Gabriel Zucman, profesor de Berkeley, de la escuela de Thomas Piketty y autor de 'La riqueza oculta de las naciones. Investigación sobre los paraísos fiscales'. Desde entonces, la riqueza oculta mundial en vez de disminuir como se esperaba se ha incrementado en un 25 por ciento y alcanza ya los 7'6 billones (trillions en inglés) de dólares, equivalente al 8 por ciento de la riqueza global.

Para Ramon Fonseca, 64 años, panameño, abogado, novelista, político, fundador de la firma legal Mossack Fonseca, se trata de una vulneración de un derecho humano, el de la privacidad, por parte de unos hackers o piratas informáticos en el contexto de una caza de brujas. Sus declaraciones al Financial Times no dejan lugar a dudas sobre la legalidad y legitimidad de sus actividades, convertidas ahora en pasto de demagogos y populismos. Así es el sistema. Hay unas leyes nacionales y hay unas rendijas legales que aprovecha quienes saben y pueden hacerlo.

El corazón del sistema está fuera del sistema. Esta es la mayor paradoja del capitalismo globalizado, en el que hay dos clases de personas: los que se rigen por las reglas de juego mal que bien acordadas o aceptadas por todos, es decir, la plebe o el común de los ciudadanos; y los que funcionan sin otra regla de juego que no sea la de su máximo beneficio, es decir, una aristocracia de la riqueza que suele coincidir en buena medida con la del poder. No hay que mezclar causas con efectos. No son los Papeles de Panamá los que alientan los populismos, sino que los populismos son la reacción espontánea y casi biológica ante lo que los Papeles de Panamá denuncian.

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7 de abril de 2016
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Alto riesgo en el mar Egeo

Nadie estará tan pendiente de lo que ocurra esta próxima semana en Grecia con los refugiados como Angela Merkel. Si el plan de devolución a Turquía que ha pactado la Unión Europea no funciona, las responsabilidades recaerán ante todo sobre las espaldas de la canciller alemana, que ha sido su principal patrocinadora y ha querido salvar con ello la inicial política de puertas abiertas que ha llevado a un millón de refugiados a instalarse en Alemania solo en 2016.

El Consejo Europeo y las autoridades turcas acordaron el 18 de marzo la devolución de quienes llegaran a Grecia a partir del día 20, operación que en principio está previsto que empiece el 4 de abril con un primer grupo de 500 refugiados. Parte esencial del plan es conseguir un efecto disuasivo, lo contrario del efecto llamada, de forma que se corte el flujo de migraciones hacia Europa desde Oriente Próximo, pero todavía no hay señal alguna de que se haya conseguido. Tampoco hay seguridades de que la presión migratoria no se abra paso más tarde hacia otros puntos, como son las costas italianas, maltesas o españolas.

Las dificultades son evidentes, incluso para quienes han concebido el plan. El mayor argumento a favor es la ausencia de planes alternativos. Cerrar Europa a cal y canto, como propugnan algunos países en nombre de la preservación de la identidad cristiana y de la soberanía nacional, sería el fin de la UE, la ruptura con las convenciones internacionales y el regreso a unos Estados nacionales iliberales, en pugna unos con otros. Tampoco es posible abrir desordenadamente las fronteras europeas al torrente de refugiados que llega desde Oriente Próximo, pues agotaría la capacidad de absorción en muy poco tiempo, afectaría al orden público y conduciría de nuevo a la solución anterior, al encastillamiento xenófobo.

La UE no ha sido capaz de enfrentarse a tiempo y en forma a la crisis de los refugiados provocada por la guerra de Siria. No lo han sido unas instituciones muy debilitadas y sin autoridad ante la cabalgada de renacionalización política en que está el continente desde hace años. Tampoco lo han sido los 28 Estados, profundamente divididos ante la cuestión de los refugiados: los euroescépticos, como Reino Unido, no quieren gestionar fronteras y asilo en el marco de la UE porque solo les interesa el mercado único; los anti­europeos, como el Grupo de Visegrado de los antiguos países comunistas, propugnan la Europa fortaleza; los que ya han acogido refugiados, como Alemania, Suecia y Austria, quieren un reparto equitativo de la carga y una política europea de fronteras y de asilo; y luego están los que miran hacia otro lado y evitan comprometerse, que no son pocos y tienen en la España de Mariano Rajoy a su mayor exponente.

Al final ha sido Alemania, con la presidencia holandesa de turno de la UE, la que ha elaborado un plan, el único existente, de forma casi unilateral y ante la pasividad de la mayoría. El resultado ha sido profusamente criticado, aunque los Veintiocho no han tenido más remedio que aprobarlo ante la falta de alternativas. La crítica más demagógica carga sobre las espaldas de la UE la responsabilidad de las escenas dramáticas que están produciéndose en las costas mediterráneas y en la frontera cerrada de Macedonia. Pero la realidad de los hechos es que el origen del problema no está en un exceso de Europa, sino precisamente en la inhibición de los Estados y en el déficit de unión entre los europeos, y especialmente en la ausencia o debilidad de los mecanismos compartidos de gestión de fronteras y del asilo.

El plan prevé que todas las personas que sigan llegando a Grecia irregularmente serán devueltas a Turquía, aunque en ningún caso como parte de expulsiones colectivas y atendiendo siempre a la legalidad y a los procedimientos de asilo exigidos por la Convención de Ginebra. Por cada refugiado sirio que reciba Turquía, este país mandará a Europa a otro refugiado sirio, de una cuota cifrada por el momento en 72.000, con el propósito de convertir a este país en el lugar de presentación de las solicitudes de asilo, dificultando así la actividad de las mafias de tráfico de personas.

Es difícil creer que todo esto funcione. Son muchas las dudas respecto a las garantías legales, a la moralidad del acuerdo y, lo que es peor, a su viabilidad, sobre todo respecto a la capacidad griega y europea para gestionar una operación tan compleja de identificación individual y de devolución respetando los derechos individuales y las mínimas condiciones de humanidad que exige una población vulnerable que huye de la guerra y de la destrucción de su país. Las dudas son tan serias como para que la organización para los refugiados de Naciones Unidas ­(ACNUR), convocada para gestionarlo, haya rechazado su colaboración.

La parte más difícil de digerir públicamente es la que se refiere a la Turquía de Erdogan, que ha conseguido sacar partido financiero ?6.000 millones de euros? y político ?reanudación de las negociaciones de adhesión a la UE? en un momento de regresión de las libertades públicas y de creciente autoritarismo de su presidente. Es dudosa la declaración de Turquía como país seguro para los solicitantes de asilo, sobre todo si se tiene en cuenta la creciente persecución que sufre el nacionalismo kurdo, tan implicado en la liberación del norte de Siria. No presenta tantos inconvenientes, en cambio, la liberalización de la política de visas, pues a fin de cuentas se situará al mismo nivel en el que ya se encuentran los países balcánicos.

A pesar de todo, Alemania y la Comisión Europea esperan que el acuerdo sirva y consiga primero disuadir a quienes quieren llegar desordenadamente para que presenten en Turquía sus solicitudes de asilo para instalarse en Europa, y termine al final convirtiéndose en un sistema legal, ordenado y éticamente aceptable que organice la llegada de ese medio millón más de refugiados que se prevé para 2016.

No es tan solo el futuro político de Merkel el que se juega en las costas del mar Egeo a partir de esta semana. Se juega también el futuro de Europa. La libre circulación entre los Veintiocho, garantizada por los acuerdos de Schengen, se halla prácticamente congelada. Los acuerdos de Dublín que organizaban la aplicación del derecho de asilo en Europa están suspendidos. Pero si fracasa el acuerdo Turquía-UE, también entrará en crisis el sistema internacional de asilo entero, incapaz de absorber la crisis de refugiados más importante probablemente desde que se concibió la Convención de Ginebra en 1951, después de la II Guerra Mundial.

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4 de abril de 2016
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Palmira, espejismo y señuelo

Hay algo inquietante en la recuperación de las ruinas de Palmira para la civilización. Lo más inmediato, que quien se pone la medalla es un dictador como Bachar El Asad, responsable de la guerra civil devastadora que sufre Siria desde hace cinco años. Podría ponérsela directamente Vladimir Putin, el artífice de la estrategia vencedora, que ha consolidado al régimen baasista en el poder y le ha proporcionado la silla en las negociaciones de paz.

Las inquietudes no deben ocultar el alivio. Palmira es un nudo de comunicaciones desde donde el Estado Islámico controlaba el 30 por ciento de su territorio. Su yacimiento arqueológico y su museo, como todos las antigüedades que han caído en sus manos, eran también una fuente de financiación en el mercado del tráfico internacional de arte. Y, sobre todo, era un potente símbolo propagandístico utilizado por el califato. El ISIS utilizó Palmira como instrumento de su propaganda terrorista, para amedrentar a los enemigos y atraer reclutas. Destruyó templos, arcos de triunfo y estatuas, saqueó el museo, profanó sus soberbios escenarios con ejecuciones en masa y decapitó en público al director de las excavaciones, Jaled Asaad

La recuperación de Palmira ha suscitado un natural entusiasmo en el mundo de la museología y la arqueología. Ya circulan proyectos de restauración y despuntan los debates acerca de su alcance. Las técnicas de restauración digital, con impresión en tres dimensiones, permiten imaginar la duplicación de cualquiera de los objetos destruidos. Pero este es también un asunto prematuro, en el que es difícil avanzar sin rozar la obscenidad cuando sigue la matanza, se mantiene el flujo de quienes huyen y ni siquiera se ha empezado a resolver el destino de los refugiados en los países donde pueden estar a salvo.

Palmira tiene otro inconveniente a la hora de suscitar esperanzas. Puede que sea el anuncio de una retracción territorial sin remedio que termine dejando al califato fuera del mapa y el sueño terrorista de un Estado administrado bajo la sharía en un episodio pasajero. Pero el ISIS ha perdido esta ciudad justo cuando golpeaba con fuerza inusitada en el corazón de Europa y provocaba unos destrozos políticos que van más allá de los efectos de cualquier otro atentado anterior.

Un Estado Islámico sin territorio es lo más parecido que hay a Al Qaeda, la matriz anterior del monstruo, dedicada a golpear al enemigo lejano, en vez de explotar las guerras civiles islámicas. Hay que contar luego con las franquicias internacionales, numerosas y mortíferas como la casa madre, y sobre todo con el proyecto libio, donde el califato sueña en un nuevo territorio libre, que le sirva también para tender un puente hacia Europa para el tráfico de refugiados y el paso de terroristas.

La recuperación de Palmira es un espejismo en el mejor de los casos, y un señuelo en el peor. Un espejismo porque la victoria de El Asad no es ni de lejos la derrota del Estado Islámico. Un señuelo porque la reconquista de las ruinas para la civilización desvía la atención respecto a las fortalezas que todavía mantiene el yihadismo y a las responsabilidades de Bachar el Asad en la catástrofe de Siria.

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31 de marzo de 2016
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Una arqueología del derecho a decidir

La fórmula es reciente, pero la idea que la inspira tiene solera y constituye una de las definiciones de democracia. Es la necesidad de gobernar con el consentimiento de los gobernados. Nada distinto es lo que movía a la oposición antifranquista hace 60 años, tal como nos recuerda Jordi Amat, en su libro La Primavera de Munich. Esperanza y fracaso de una transición democrática, última e inspirada aportación a la historia de los combates por la democracia en España, que se suma a su también inspiradísimo El llarg procés, en el que relata el cambio de hegemonías culturales que se ha producido en el catalanismo en los últimos decenios.

En este magnífico trabajo que le ha reportado el Premio Comillas, Amat despliega como en un friso el relato de conspiraciones, reuniones y documentos que rodean al encuentro del Movimiento Europeo en Munich en 1962, al que asistieron los exilados republicanos y la oposición interior y que provocó una virulenta y airada reacción del régimen franquista, tanto propagandística (de ahí sale la denominación de Contubernio de Munich) como represiva: detenciones, multas y confinamientos de buen número de los asistentes a su vuelta a España.

La reunión escenificó el encuentro entre oposición interior y exterior y fue un éxito del antifranquismo moderado. Estaban representadas las dos fuerzas hegemónicas en Europa (socialdemocracia y democracia cristiana), además de personalidades y grupos liberales y republicamos. No estaban los comunistas, ajenos entonces al europeísmo, anclados en el mito de una huelga general que debía derrocar a un régimen en descomposición y todavía lejos del eurocomunismo que les enemistaría con Moscú.

Era un momento álgido de la guerra fría (el muro de Berlín apenas tenía un año, la crisis de los misiles en Cuba estalló poco después), de forma que una dictadura como la española, que acababa de salir de la autarquía, pretendía ser aceptada por las instituciones europeas como lo había sido en la década anterior por las instituciones internacionales. En Munich quedó fijada la línea roja, que sirvió para todas las sucesivas ampliaciones del club europeo: sin democracia no hay integración. Lo dijo Salvador de Madariaga, uno de los protagonistas de la reunión: Europa no es solo comercio, sino un espacio de libertades en el que no caben las dictaduras.

Antes y durante Munich hubo una seria divergencia entre los republicanos del exterior y la oposición del interior, que hizo peligrar la reunión. Para el exilio, la soberanía popular es anterior y superior a cualquier legitimidad institucional. Para el interior, bastan las elecciones libres de las que salga un Parlamento aunque se mantenga la institución monárquica. La primera propuesta de resolución incluía ?la celebración de elecciones libres en condiciones tales que aseguren la libre expresión de la opinión del pueblo y la autodeterminación, o sea, la libre elección de régimen, de gobierno y de las estructuras que hayan de regular en el porvenir la convivencia de las comunidades naturales y de los ciudadanos en el Estado futuro?. En la resolución aprobada, quedaba en ?la instauración de instituciones auténticamente representativas y democráticas que garanticen que el gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados?.

La fórmula ambigua que permitió mantener la unidad de los demócratas fue, según Amat, ?el precio de la transición?. A la hora de la verdad en 1978, nadie pidió el referéndum sobre la forma de Estado ni sobre la relación de las nacionalidades históricas con el conjunto de España. Todo se dio por subsumido en una Constitución que garantizaba los derechos y las libertades.

¿Ha llegado la hora de romper con aquella ambigüedad que garantizó por vez primera la unidad del exilio y la oposición interior frente a la dictadura? ¿Bastaría una reforma constitucional que fuera la oportunidad para republicanos e independentistas de hacer campaña directamente a favor de sus reivindicaciones? ¿Quedaría colmado el derecho a decidir en un referéndum que inevitablemente también significaría la ratificación de la forma y la estructura del Estado y no de la democracia como en 1978?

La primavera de Munich no responde a ninguna de estas preguntas, porque no es lo que le corresponde a un libro de historia, pero su lectura ayuda a responderlas y a meditar sobre el consentimiento de los gobernados, condición imprescindible para la democracia, además de expresión arqueológica del derecho a decidir tan bien formulado en la reunión del Movimiento Europeo hace ahora 54 años.

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28 de marzo de 2016
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Todos somos Bruselas

Los atentados de Nueva York y Washington en 2001 fueron la pérdida de la invulnerabilidad estadounidense, el Pearl Harbour del siglo XXI. Los de Bali en 2002, la apertura de una línea de combate, desgraciadamente muy fructífera, contra el turismo globalizado. En Madrid en marzo de 2003 el terrorismo tenía un objetivo doblemente democrático: asesinar al pueblo trabajador en los trenes matutinos para influir en el resultado de las elecciones generales. En Londres en 2005, al día siguiente de que la capital británica fuera designada sede de los Juegos Olímpicos de 2012, los atentados llegaron de la mano del yihadista interior, criado y crecido en Europa, casi diez años antes de que los lobos solitarios franceses y belgas regresaran de sus guerras en Siria e Irak. En los atentados del Bataclan y del Stade de France el pasado 13 de noviembre, el objetivo que buscaban y querían aniquilar los yihadistas era la joie de vivre del viernes por la noche europeo.

En cada atentado hay una aviesa intención ?una estrategia bélica? y una inevitable interpretación de quienes se sienten alcanzados por su impacto. El terrorista busca siempre una reacción que rebaje al Estado de derecho atacado a su mismo nivel moral y emprenda el camino de la tortura, la detención indefinida, la erosión de las libertades y la renuncia a las garantías individuales. En este caso, los atentados en el aeropuerto y el metro de Bruselas, sede de la OTAN y de las instituciones de la Unión Europea, buscan como objetivo a destruir la idea misma de la Europa unida, próspera y en paz, y por eso es el 11S europeo, el equivalente al ataque contra el Pentágono y las Torres Gemelas en septiembre de 2011.

En la actual ofensiva, se trata de estimular a los europeos, también electoralmente, para que nos encerremos dentro de nuestras fronteras, destruyamos el espacio de libre circulación interior, endurezcamos las políticas de inmigración y de asilo, demos rienda suelta a la xenofobia y a la islamofobia y finalmente aceptemos el envite diabólico de que estamos en una guerra abierta con el islam mundial que convierta a una parte de la población europea, la que profesa la fe islámica, en un enemigo interior al que hay controlar y quizás internar. Sí, es un delirio totalitario que no se sostiene, pero Donald Trump en Estados Unidos y Viktor Orban en Polonia o Jaroslaw Kascynski en Hungría no propugnan cosas muy distintas.

Bruselas es la capital dividida de un país dividido e inextricable. No hay que criticar su debilidad ni sus divisiones. Son las nuestras, las de todos los europeos. Todos somos Bruselas y por eso nos atacan los terroristas. Porque estamos divididos y porque somos débiles. La debilidad que se exhibe es el peor de los flancos que se puede ofrecer a un enemigo existencial. Excita a sus fanáticos partidarios como la sangre a las fieras y suscita desprecio entre ciertos aliados y amigos propensos a sacar partido de nuestras desgracias. Solo faltaban las lágrimas incontenidas de la alta representante de la UE para Política Exterior y Seguridad, Federica Mogherini, nada menos que en una capital árabe.

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24 de marzo de 2016
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El Boomeran(g)
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