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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Emilia, o las desventuras de la justicia

La trama se inicia en la Alameda de Santa María la Ribera, un nostálgico -más bien decrépito- parque no lejos del centro de la ciudad de México, donde el jefe de gobierno del Distrito Federal ha decidido rendir su informe de labores para encender los ánimos de los aburridos consejeros ciudadanos. Entonces alguien lanza un aullido entre la multitud: en una banca aparece el cadáver de una estudiante de secundaria con el cuello torcido y la palabra "puta" inscrita con un pintalabios púrpura en su uniforme de la escuela pública Ernestina Salinas.

La primera víctima del escándalo subsecuente es el doctor Federico Ballesteros, célebre defensor de los derechos humanos -y académico del INACIPE- convertido en flamante procurador de justicia del Distrito Federal a invitación de ese mismo jefe que ahora le exige resultados inmediatos. Muy pronto Ballesteros ha aquilatado la distancia que separa el antiguo activismo de su nueva responsabilidad: mientras antes se dedicaba a señalar las violaciones a las garantías individuales repetidas en incontables procesos, ahora tiene que lidiar con los abogados que, amparándose en la doctrina que él mismo ha sentado, no hacen sino liberar criminales.

Viéndose contra las cuerdas, Ballesteros confía en la experiencia de su siniestro subprocurador, quien no duda en recurrir a una de sus estrategias habituales: inventar un culpable. Eric Duarte purga una condena de cuarenta años por haber matado a su anciana madre enferma -o, más bien, por no haber tenido dinero para pagar a un abogado de peso- cuando recibe una propuesta que no puede rehusar: confesar el homicidio de la jovencita a cambio de que los jueces reduzcan su pena a veinte años. Tras dudarlo un poco, Duarte acepta y muy pronto es exhibido ante los medios por Ballesteros y su equipo como prueba de su pericia investigativa.

A partir de aquí, Justicia (2012), la apasionante sátira de Gerardo Laveaga -autor de numerosas novelas y ensayos, antiguo director del INACIPE y actual consejero del IFAI- pone en evidencia todas las contradicciones, vicios, rezagos y los lastres de nuestro malhadado sistema judicial. Si ya en la brillante Creced y multiplicaos (1997) se había burlado de forma inclemente de la Iglesia y los movimientos antiabortistas, en este caso no deja títere con cabeza: policías judiciales, ministerios públicos, altos cargos de las procuradurías, representantes populares y sobre todo ministros de la Suprema Corte son exhibidos sin piedad -y con conocimiento de causa. Porque, si Justicia no es exactamente un roman à clef, uno no puede dejar de reconocer la hipocresía generalizada que, salvo excepciones, permea en nuestra turbamulta de jueces, funcionarios, diputados y senadores.  

Para exponer sus argumentos -que en México la justicia está diseñada para beneficiar a unos cuantos; que sólo los ricos se salvan de la cárcel; que la mayor parte de los jueces carecen de la amplitud de miras para buscar la justicia en vez de ampararse en tecnicismos; que en las cárceles se reproduce el mundo de afuera y por ello todo cuesta-, Laveaga se vale de dos protagonistas femeninas: Emilia, chelista y estudiante de la Escuela Libre de Derecho, aguerrida y llena de sueños, que entra a trabajar en la ponencia de uno de los ministros más liberales de la Suprema Corte a instancias de su tío, un ministro que en cambio sólo sirve "a los intereses de quienes lo han puesto allí"; y Rosario, la mejor amiga de la joven asesinada, quien conoce de primera mano al auténtico asesino.

Se le puede reprochar a Laveaga que Emilia tenga demasiados rasgos arquetípicos -la niña fresa, guapa e inteligente, sometida por gusto a la brutalidad de un novio imbécil-, pero el mecanismo le permite exponer sin cortapisas a la fauna con la que ella se topa en la investigación que emprende de la mano de Rosario. Porque en el México de Laveaga -como en el nuestro- todos defienden intereses personales espurios aunque finjan lo contrario: un poderoso senador, gay de clóset, que intenta enmendar sus fechorías hasta que alguien lo amenaza con hacer públicas sus preferencias; un defensor de los derechos humanos que fácilmente se convierte en lo contrario; ministros conservadores que se han vendido al mejor postor y ministros progresistas incapaces de modificar las turbiedades que reconocen a diario; todos ellos al lado de una horda de leguleyos, criminales y burócratas que no hacen sino enfangar los más altos ideales del Derecho.  

Como cualquier sátira inteligente -hay que pensar en Swift o Voltaire, como sus modelos-, Justicia también resulta dolorosa. Si se trata de un libro importante, no sólo es por el talento de su autor para el suspense o por la eficacia de sus dardos, sino por su capacidad para incidir en uno de los problemas más urgentes del país. Porque, mientras no se realice una revisión integral de nuestro sistema de justicia, la sátira de Laveaga seguirá formando parte de nuestra lacerante vida cotidiana.

 

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28 de agosto de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Perder el poder

Hay que imaginarlos: al menos desde la adolescencia, y algunos desde niños, soñando con él, persiguiéndolo día con día, aprendiendo sus trucos, decepciones y estrategias. Para explicar su conducta, los psicoanalistas diagnosticarán una precoz neurosis obsesiva; otros dirán que desde pequeños se percibía en ellos una voluntad incombustible, cierta ansia de mantener el control o el irrefrenable deseo de cumplir sus caprichos. La mayoría tuvo infancias solitarias o infelices, marcadas por el deseo de volverse populares, pero no debemos compadecerlos: siempre fueron, si no los más fuertes o los más sagaces, sí los mejor dotados para sobrevivir.

            Estos pequeños machos alfa debieron sufrir una revelación cuando descubrieron que nada los hacía sentir tan plenos como dar órdenes y verlas cumplidas, como ser admirados -y temidos- por su capacidad de imponerse sobre los demás. A partir de entonces, obtener el poder se convirtió en su única meta. Ello no quiere decir que no disfruten los privilegios añadidos -la riqueza; los hombres o las mujeres que desean; el lujo y el boato-, pero lo primordial es detentar, y sobre todo ejercer, el poder.

            Nada más terrible ni más doloroso, pues, que alcanzar el poder y luego perderlo. La historia y la literatura son pródigos en ejemplos de generales, reyes y emperadores que, luego de conquistar naciones y ser glorificados como dioses, terminaron empobrecidos o ajusticiados. Al menos en aquellas épocas esta clase de individuos podía imaginar que, una vez hechos con el poder, nadie lograría arrebatárselos. En nuestros prosaicos tiempos republicanos, los hombres de poder saben que tarde o temprano habrán de perderlo. Esta consciencia no los prepara, sin embargo, para el fatídico instante en que deberán entregar la estafeta -o la banda presidencial.

            Ellos dirán que siempre estuvieron listos, que por eso son auténticos demócratas. Mentiras. Nada prepara a un hombre de poder para abandonarlo, para verse desprovisto de la capacidad de dirigir otras vidas; ni siquiera para carecer de choferes, secretarias y secretarios, asesores, achichincles y lameculos. De allí la locura que suele caracterizar los últimos días de un presidente: conforme se acerca el aciago día su conducta se torna errática (o más errática); se salta el protocolo; tartamudea o, peor, se lanza en vergonzosos exabruptos; se contradice sin fin y, entretanto, conduce el país a la ruina. Llamemos a esta afección síndrome de Calles.

            Agobiados ante la aterradora perspectiva de volver a ser ciudadanos comunes (o más o menos comunes, porque al menos son ricos), todos los presidentes mexicanos se han viso afectados por este síndrome. Decidido a justificar la represión del 68, Díaz Ordaz se obsesionó con destituir a Echeverría luego de que éste lo traicionase con su minuto de silencio por los estudiantes muertos. Las ambiciones de Echeverría, a su vez, lo llevaron a otra locura terminal: sabedor de que su poder en México menguaba, se empeñó en convertirse en un estadista internacional. Sus demenciales esfuerzos a favor del Tercer Mundo fracasaron y, luego de unos años de exilio, terminó enclaustrado en su mansión de San Jerónimo.

            López Portillo alcanzó a ver cómo el país se deshacía entre sus manos y, buen aficionado a la literatura griega, quiso convertirse en un personaje trágico que terminó siendo patético. De la Madrid, en su estilo severo y frío, primero se aseguró de que su heredero ganase mediante un gigantesco fraude electoral y luego se conformó con un pequeño reino: el FCE. Salinas, por su parte, quiso resucitar a Calles y conservar el poder en las sombras, pero su hubris lo llevó a erigirse, por el contrario, en el más odiado de los ex presidentes mexicanos.

            Tal vez Zedillo padeciese una variante singular del síndrome: en cualquier caso, ha sido el único capaz de revertirla con una maniobra que sin duda lo benefició a él, pero también al país: reconocer el triunfo de la oposición lo convirtió casi en el único ex presidente que concita respeto dentro y fuera. Lo contrario de Fox: pudiendo descansar como el primer gobernante democrático de México -más allá de sus escasos méritos-, prefirió consumir su capital político en destruir a López Obrador. No conforme, luego se peleó con su sucesor y, en un episodio esperpéntico, apoyó al candidato del PRI.

            ¿Y Calderón? Todo indica que, en este largo interregno antes de que le entregue el poder a Peña Nieto, también padece el síndrome. Aquí su cuadro clínico. Primer síntoma, ceguera: contra todas las evidencias, no deja de insistir en que su guerra contra el narco le hizo bien al país. Segundo, falta de autocrítica: según sus palabras, Josefina Vázquez Mota es la única responsable de la debacle del PAN. Tercero, soberbia: pese a su pésima actuación, se considera capaz de refundar a su Partido e imparte lecciones morales a diestra y siniestra. Y aún faltan tres meses antes de que se vea obligado a desprenderse de la banda presidencial.

 

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25 de agosto de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En la mente del asesino

Mientras preside la larga mesa, frente a su estado mayor, el rais se muestra ausente, extraviado; su mirada sobrevuela la sala y apenas se posa sobre los diagramas y los planos que le presentan sus subordinados. Todos saben que su carácter siempre ha sido distante -desde que su padre lo llamó a Damasco tuvo que realizar esfuerzos inauditos para vencer su timidez y atreverse a hablar en público-, pero en las últimas semanas se ha vuelto aún más frío, como si los escasos rasgos de humanidad que le quedaban hubiesen acabado por desvanecerse. Su temple nunca se decantó por los exabruptos o las descargas de violencia -privilegios reservados a su hermano mayor-, sino por la suavidad y la conciliación, y sin embargo ahora el mundo lo ve como un monstruo que no alberga la menor piedad hacia sus súbditos rebeldes.

            Lo cierto es que él nunca quiso este papel, que jamás soñó con el poder. Si lo obtuvo fue contra su voluntad, impulsado por un destino aciago -y la voz inquebrantable de su padre-, y desde entonces tuvo que transmutarse en otro y suplantar a su hermano en contra de su voluntad. El fiero Hafez jamás pensó en él como su sucesor: le parecía demasiado dulce, demasiado reservado, demasiado bueno como para dedicarse a la política. Basil reunía, en cambio, todas las virtudes de un buen gobernante, al menos a ojos de su padre: firme, apuesto, implacable. Pero también era soberbio e irrefrenable, dispuesto a todo con tal de demostrar su valor, hasta que su soberbia lo llevó a estrellarse contra un arcén cuando se dirigía, una mañana de bruma, hacia el aeropuerto.

¡Imbécil! Si Basil no se hubiese empeñado en doblegar todas las normas -incluso las de velocidad-, Bachar no tendría que estar hoy aquí, frente a esos generales y funcionarios que cada día le resultan menos confiables, escuchando sus insulsas alabanzas y discutiendo los distintas opciones de lucha contra los terroristas de Alepo. Mientras su hermano siempre supo que seguiría la carrera militar -aunque hubiese hecho la farsa de estudiar ingeniería-, él en cambio se consagró con pasión a sus estudios de medicina en la Universidad de Damasco y se empeñó en convertirse en un célebre oftalmólogo mientras estudiaba el posgrado en Inglaterra.

En un parpadeo, Bachar casi es capaz de contemplar la vida que podría haber tenido si Basil no hubiese desbarrado rumbo al aeropuerto: su consulta en Kensington u otro barrio posh, su vida al lado de Asma -la hermosísima Asma que lo enloqueció en sus devaneos londinenses y en la cual ahora tampoco confía-, los paseos a lo largo del Támesis con sus hijos, su apacibles vacaciones por Europa, las esporádicas visitas a Siria, cada vez menos frecuentes desde el ascenso de Basil, la normalidad de un profesional rico y exitoso en un país civilizado. ¿Por qué no podría estar hoy en Londres, disfrutando de los juegos olímpicos como cualquier otro aficionado, en vez de tener que sofocar una revuelta a sangre y fuego?

No, el maldito Basil tenía que matarse y a su padre no le quedó otro remedio que usarlo como recambio. ¡Qué tristeza y qué decepción para el viejo! Bachar nunca fue para él más que un segundón y ahora se veía obligado a recurrir a él para conservar su dominio sobre el país. Increíble: el imbécil de su hermano se mató -y casi mató a su primo- por culpa de su imprudencia y su padre lo convirtió en "mártir de la nación y ejemplo de la juventud siria". ¡Como si imponiendo su nombre a calles, plazas, conjuntos deportivos y edificios, y multiplicando su fotografía en cada rincón del país, pudiese mantenerlo con vida!

Ocultando su rabia, Bachar acudió junto a Hafez cuando éste lo hizo llamar. Para ponerlo a prueba, su padre lo puso al cargo del "expediente libanés", y él no dudó en resolverlo con una crueldad que él mismo no imaginaba. Tal vez el poder no estuviese entre sus prioridades, pero la naturaleza guerrera de sus ancestros se encontraba allí, almacenada en sus genes, y sólo necesitaba resucitarla. Entonces cambió su vida para siempre: en vez de curar y aliviar a la gente, en vez de darle luz a los ciegos, en vez de ser un padre de familia normal y apreciar las Olimpíadas por televisión, le tocó administrar la pesada herencia de su padre.

Si alguien se lo preguntara, preferiría aquella otra vida. Pero ya no hay remedio. Luego de atravesar estos largos meses de acoso por parte de los terroristas, de padecer las traiciones de sus generales y ministros, de convertirse en el villano favorito de la prensa internacional -incapaz de comprender que él es la última barrera contra los islamistas-, Bachar sabe que no le queda otra salida excepto confiar en el juego geopolítico y esperar que rusos, chinos e iraníes continúen apoyándolo. Comportarse como lo habrían hecho su padre o su hermano muerto. Y esperar que, en el peor de los casos, su astucia le permita tener la suerte de Ben Ali, y no la de Mubarak o Gadafi.

-Acaben con ellos -musita por fin, en voz baja-. Aplástenlos.

 

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12 de agosto de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cenicienta S&M

-Tienes que leerlo -le dice la chica en la fila del cine a su amiga-. Hay cosas que nunca imaginé.

            -Tienes que leerlo -le dice la joven madre a su marido mientras atraviesan el Adriático-. Es súper sexy.

            -Tienen que leerlo -le dice la abuela a sus amigas en su círculo de lectura de los miércoles.

            Cada cierto tiempo, por razones que escapan a cualquier previsión -y a los gurús de la mercadotecnia-, un libro consigue abrirse paso entre los lectores, de mano en mano y de boca en boca, hasta convertirse en una epidemia que llega a infectar millones de cerebros a la vez. El fenómeno sigue el mismo patrón: una obra atrapa a unos cuantos aficionados, los cuales la recomiendan a sus conocidos, y éstos a otros, hasta alcanzar una masa crítica que por fin despereza a sus editores. Cuando éstos constatan el crecimiento canceroso de su criatura, una repentina inyección de publicidad puede transformar un éxito local en un best-seller global. Así ocurrió con Harry Potter, con El código Da Vinci, con La sombra del viento, con la trilogía de Stieg Larsson y ahora con Cincuenta sombras de Gray y sus secuelas, de E. L. James, el pseudónimo de una antigua ejecutiva de la televisión británica que en las últimas semanas ha vendido más de 15 millones de ejemplares. Con una diferencia: el libro primero fue autoeditado en versión electrónica y sólo después apareció en papel.

            En esta ocasión no nos hallamos frente a una epopeya juvenil, ni un thriller eclesiástico, ni una aventura libresca, sino una novela porno-romántica (o romántica-porno). En una era en que las escenas de sexo se encuentran por doquier, nadie anticipaba que una historia de amor y sadomasoquismo (o de sadomasoquismo y amor) pudiese interesar a nadie, y menos a las desprejuiciadas mujeres burguesas de Gran Bretaña y Estados Unidos. Ante la magnitud del torbellino -eriza la piel que 15 millones de personas estén leyendo las mismas frases-, los analistas no han tardado en pronunciarse. Para numerosas feministas, el éxito de las Sombras sugiere un retroceso: mujeres liberales que necesitan fantasear con la dominación. Para los críticos literarios, se trata de una engañifa debido a su estilo descuidado, sus personajes estereotípicos y sus diálogos risibles (aunque hace mucho que nadie hace caso a los críticos literarios). Y para los lectores comunes, o al menos para quienes califican los libros en Amazon, hay una clara división de opiniones: 3900 reseñas le otorgan cinco estrellas, frente a 3100 que le conceden apenas una.

            La trama central de la trilogía no sorprende, en efecto, por su audacia: una joven y guapa estudiante de literatura (virgen) se topa con un joven y guapo multimillonario (S&M) que no duda en iniciarla en las prácticas de la sumisión sexual: un relato repetido en cientos de novelas románticas y libertinas. ¿Dónde se halla la originalidad? Acaso en la mezcla de los dos géneros, como si las Cincuenta sombras buscasen ser un híbrido entre la Juliette del Marqués de Sade y una novela de Danielle Steel. Mientras Gray se esfuerza en "educar" a su pupila en las delicias del látigo y su "cuarto rojo del dolor" (y le regala coches último modelo, primeras ediciones de clásicos literarios e incluso una editorial), Anastasia nunca pierde su naturaleza romántica: aunque Gray la azote y la amarre, ella no descansará hasta "domarlo" a él y convertirlo, muy a su pesar, en un enamorado común.

            La mezcla de géneros parece garantía de éxito: si Harry Potter oscila entre la novela gótica y la novela de formación, El código Da Vinci, entre el thriller y la historia sacra o La sombra del viento entre la erudición y la aventura, las Cincuenta sombras se balancean entre el romance y la pornografía. Y acaso lo peor sea que, al final, triunfa el primero: por más que Gray abuse de Anastasia, obligándola a firmar un contrato -procedimiento robado a La venus de las pieles de Sacher-Masoch-, será ésta quien al final dulcifique a su Barbazul o su Bestia, como si las 1500 páginas de la trilogía fuesen un maratón de foreplay que termina con un matrimonio en el que, más allá de sus gustos "excéntricos", sus protagonistas "vivieron felices y comieron perdices".

            Quien busque una obra más ambiciosa y arriesgada sobre el tema, podría desempolvar la Historia de O, de Pauline Réage (pseudónimo de Anne Desclos), pensada como un regalo para su amante, el editor Jean Paulhan, el cual escribiría el prólogo para la edición de 1954. Desclos también era una mujer moderna y liberada que soñaba con escenas de sumisión sólo que, a diferencia de su desvaída émula británica, llevó su fantasía hasta las últimas consecuencias, trastocando los roles sexuales de su tiempo y atreviéndose a exhibir, sin tapujos, su vocación de esclava. Por desgracia, nuestra infantilizada sociedad contemporánea continúa decantándose por inocuas historias de amor romántico... aunque sus páginas estén llenas de latigazos, fisting y bondage

 

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6 de agosto de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La venganza del Guasón

¿Cuántas veces ha visto la escena? Ni siquiera necesita pulsar play para que las imágenes se encadenen en su mente, para volver a sufrirlas con desgarradora intensidad. Fuck! ¿Por qué nunca logra escapar en el último momento, por qué siempre termina atrapado por su archienemigo? ¿Qué lo hace sentirse superior, si no es más que un payaso -un niño en su ridículo disfraz- igual que él? Holmes ha rumiado su venganza a lo largo de cuatro años, pero sabe que por fin ha llegado el día. Oculto en su mansión, tullido y abandonado por todos (excepto su insufrible mayordomo), su adversario piensa que ha desterrado el mal inexplicable y abyecto. ¡Iluso! El soberbio eremita no comprende que el mal nunca se extingue; acaso pueda retraerse, como una ola, pero sólo para regresar con una fuerza redoblada.

Holmes revisa la programación de la música y de su arsenal antes de salir de casa. Excitado, se traslada a las cercanías del auditorio, se parapeta en una esquina, y aguarda el inicio de la función. A lo lejos vislumbra a los odiosos fans de su archienemigo: muchachitos que cubren su acné con antifaces negros; niños envueltos en toscas alas de plástico; adolescentes gordas o anoréxicas con ratones alados impresos en la piel; padres y madres cargados con enormes botes de palomitas con el ridículo emblema de su archienemigo. ¡Qué indignos le parecen, de pronto, los humanos! ¿Cómo no querer eliminar la mortecina placidez de sus vidas con una repentina descarga de infortunio, con una súbita dosis de maldad?

Holmes empuña sus armas y se adentra en el reino de su adversario -su cabello rojo, un destello en la penumbra-: no la Ciudad Gótica, sino ese atestado templo donde, al final de la aventura, después de padecer y dudar y ser doblegado por el inmundo Bane (tosco villano), su rival volverá a triunfar. Sólo que en esta ocasión no será así. Nunca volverá a ser así. Porque Holmes ya no es Holmes, sino el Guasón -el perverso y estragado Guasón del fallecido Heath Ledger-, y el Hombre-Murciélago será destruido para siempre. Cuando los primeros estallidos resuenan en la sala, los asistentes piensan en una sorpresa añadida a la première, hasta que los gritos y el horror suenan demasiado reales y la irrealidad del mal absoluto -de ese mal que tan torpemente acomete Bane en la pantalla- los alcanza. ¿Los espectadores querían contemplar la maldad gratuita? Pues allí lo tienen, ríe Holmes, imitando a Ledger, o a Jack Nicholson, o a César Romero.

En su grandilocuente y abigarrada metáfora, Christopher Nolan quiso arrancarle al Hombre-Murciélago su condición de héroe impoluto. ¿Cómo? Obligándolo a dudar entre el bien y el mal. A diferencia de Supermán o el Hombre Araña, cuyo código moral resulta intachable -y deviene, por tanto, infantil-, Bruce Wayne (el Bruno Díaz de los buenos tiempos) se halla siempre en el límite: combate el mal con el mal. Frente a esta trágica disyuntiva, Holmes reinstala, en cambio, el azar y la irracionalidad. Habrá quien lo menosprecie aduciendo que se trata de un pobre diablo en busca de fama. Pero, ¿no son así todos los villanos, de Hitler al Guasón?

No es casual que el perfil de Holmes coincida con el de tantos psicópatas: retraído, amable, con excelentes notas escolares. El hombre normal que se transforma en monstruo. Y otra metáfora: si en la película Bane planea destruir la Bolsa de Valores y un estadio de futbol -el doble fundamento de nuestra mermada civilización-, Holmes da un golpe aún más certero: contra la más contagiosa variedad del entretenimiento global, aquella que incuba y conjura nuestras pesadillas. Tampoco debería sorprender que su especialidad sea la neurociencia: otro científico loco en la lista. Y alguien consciente del poder de las neuronas espejo, esas células que nos llevan a imitar secretamente a los otros, a convertirnos en esos otros por un instante. Las neuronas de la empatía, mas no de aquella que podría haber ligado a Holmes con sus víctimas, sino con el esperpéntico villano derrotado en El caballero oscuro. (Al hablar de su versión del Guasón, Ledger lo definió como un psicópata "sin la menor empatía").

El incidente vuelve a abrir el debate en torno a la violencia de la ficción. ¿Influye en los instintos asesinos? Sin duda. A fuerza de revivir una y otra vez las mismas secuencias de muerte, uno acaba por acostumbrarse a ellas. La solución no radica, sin embargo, en la censura, sino en contrarrestar la violencia con una educación humanista. Justo la que pareció faltarle a Holmes. El episodio del cine Aurora refuerza la necesidad de controlar la venta de armas en Estados Unidos -más que los miles de muertos en México, a ojos de su sesgada opinión pública-, pero sobre todo nos recuerda la fragilidad de una sociedad que, en vez de privilegiar la empatía por los débiles, exorciza sus demonios con fábulas de héroes y villanos solitarios que combaten entre sí al margen de la ley.

 
 
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29 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La desaparición de México

-¿De México?

            -Sí.

            -Entonces dígame: ¿qué pasó con su país? La sensación es que México desapareció del mundo.

            Aunque malévola, la sentencia del viejo diplomático francés es compartida por la mayor parte de los observadores de la escena internacional desde hace más de una década. Tras la derrota del PRI en el 2000, celebrada por tirios y troyanos, México parecía destinado a convertirse en uno de los actores más relevantes del planeta: se trataba del mayor país de habla hispana, con una larga tradición de liderazgo latinoamericano, una economía apta para una sólida etapa de crecimiento, una enorme cohesión social -comparada con otras naciones de la zona- y una reluciente democracia. No pasaron ni dos años antes de que estas grandes esperanzas comenzasen a malbaratarse sólo para que, al cabo de 12 años, se revelasen como un lamentable naufragio. La culpa es, en buena medida, de la impericia de las dos administraciones del PAN, sumada a la irresponsabilidad, el egoísmo y la falta de visión del conjunto de nuestra clase política.

Durante el gobierno de Vicente Fox, México desperdició todas las oportunidades posibles. A un vigoroso inicio de gestión, marcado por una sincera voluntad de cambio, la aspiración de poner en marcha un gobierno plural y el deseo de acabar con las prácticas corruptas y corporativas del ancien régime, le sucedió una ominosa parálisis institucional -debida en buena medida a la inmovilidad del PRI en el Congreso y los estados-, la salida del gobierno de los cuadros menos conservadores, una vida pública marcada por la frivolidad del presidente y de su esposa, y el desmantelamiento de nuestra posición de privilegio en América Latina.

Hasta entonces, México había logrado balancear su política exterior entre la irremediable cooperación con Estados Unidos y la independencia expresada en el apoyo prestado a Cuba. Al convertirnos en una democracia de pleno derecho, la relación con la dictadura de Castro tenía por fuerza que modificarse pero, en el ínterin, México fue incapaz de hallar el nuevo lugar que le correspondía en el concierto internacional. Al regateo del apoyo a Estados Unidos tras el 11-S le sucedió una enemistad cada vez más ruidosa con otros países de la región. Así, mientras en el interior el Fox se concentraba en perseguir a López Obrador, en el exterior su secretario de Relaciones Exteriores, Luis Ernesto Derbez, no eludía la ocasión de incomodar a nuestros aliados estratégicos. Por otro lado, mientras Jorge Castañeda había impulsado una vigorosa diplomacia cultural, capaz de extender nuestra influencia a través de un organismo semejante al Instituto Cervantes español -el efímero Instituto de México, copiado por Gabriel Quadri al proponer el Instituto Octavio Paz-, Derbez desarticuló el proyecto sin contemplaciones sólo para llevarle la contraria a su antecesor.

El conflicto postelectoral del 2006 acabó por arruinar la imagen de México en el mundo justo cuando Brasil no sólo consolidaba su ascenso político y económico, de la mano de Lula, sino su marca internacional: una imagen de solvencia financiera, visión social y pericia internacional que acabó por borrar del mapa a un México que entonces se lanzaba desmañadamente en una "guerra contra el narco" que, tras seis años de combates y más de 60 mil muertos, se ha revelado como un gigantesco fracaso.  

Nunca como ahora la idea de México en el mundo ha estado tan devaluada: frente a la admiración que continúa despertando la variedad y riqueza de su cultura, se anteponen las imágenes de violencia e impunidad asociadas con las mujeres de Ciudad Juárez, las cabezas cortadas y los cuerpos desnudos en los puentes, las narcomantas y los narcobloqueos y, sobre todo, la abrumadora incapacidad del gobierno en materia de seguridad pública. Para colmo, según estadísticas recientes, ni siquiera en términos económicos el PAN ha alcanzado el menor éxito en 12 años. De los 18 países evaluados en América Latina, México ocupa el lugar 17 en términos de crecimiento en la última década, sólo por arriba de El Salvador. Y, lo que es más grave: es de los pocos, al lado de El Salvador, República Dominicana y Costa Rica, donde el número de pobres ha aumentado (un 1.3%  según datos de CEDLAS y el Banco Mundial).

El regreso del PRI al poder en el 2012 no ha contribuido a mejorar esta imagen, no sólo por su largo historial de corrupción y autoritarismo, recordado por todos los diarios del mundo, sino por las denuncias de compra y coacción al voto. Es una lástima, porque otra vez existen condiciones para que nuestro país recupere su sitio en el mundo: posee una economía estable, las perspectivas de crecimiento se mantienen a la alza y, frente a la debacle de España, tendría la ocasión de asumir el liderazgo de las naciones hispanohablantes. Pero, mientras nuestra clase política se mantenga tan ciega y torpe como hasta ahora, no podemos esperar que México deje de representar otra cosa que una gloria pasada y una oportunidad perdida.

 

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22 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El nuevo Tercer Mundo

Durante décadas la pequeña nación fue un paraíso: aquí y allá, los inevitables restos de su antiquísima historia -vagamente recordada por los turistas-, al lado de playas cristalinas, pesquerías extraviadas en el tiempo y blancos hotelitos acodados en farallones. Un buen día, los gobernantes de esta región de cabras y olivares anunciaron que el país se había vuelto rico. El dinero comenzó a fluir a raudales y sus habitantes más despiertos amasaron millones en un suspiro. Hasta que alguien descubrió que sus diligentes administradores habían engañado a todo el mundo: a los bancos que repartieron créditos sin ton ni son, a los jerarcas extranjeros que veraneaban en sus islas y sobre todo a los ciudadanos que por un instante compartieron esa súbita prosperidad. Tras una implacable auditoría, los contables del Norte no sólo descubrieron que sus cifras habían sido maquiladas, sino que el país estaba en quiebra: el paraíso rústico se convirtió en un símbolo del oprobio que no tardaría en azotar al Viejo Continente.

            La crisis -de dinero y de confianza- contaminó a toda la región. Y esta parte del orbe, hasta entonces vista como modelo de progreso y equidad, se reveló como un tosco espejismo. La sucesiva debacle de sus economías exhibió de pronto la ineptitud, la avaricia, la imprevisión y la simple estupidez de sus élites políticas, incapaces de hacer frente al desastre que ellas mismas generaron durante los engañosos años de vacas gordas. Todos los males asociados con el Tercer Mundo -esa turbia categoría tan propia de los setenta y los ochenta- se revelaron propios del Primero.

            En Grecia, donde se originó la tragedia -nunca mejor dicho-, sus gobernantes falsearon las cuentas públicas con un descaro equivalente al de los más turbios políticos africanos. Por su lado, Portugal e Irlanda se endeudaron más allá de sus posibilidades y debieron ser intervenidos por Bruselas en un proceso no muy distinto al que sufrieron hace décadas diversos países de América Latina con los brutales planes de choque del FMI. Poco antes, la diminuta Islandia había hecho aguas por culpa de los gerentes neoliberales que ascendieron al poder de manos de la derecha, como en el México de 1994.

            Y no sólo encallaron los países periféricos: el populismo barato de Silvio Berlusconi hundió la política italiana en una sucesión de episodios cada vez más zafios -baste recordar la desfachatez con que confesó sus orgías con menores- y, al privilegiar sus intereses empresariales sobre el interés público, arruinó a su patria con la misma energía de Menem en Argentina. Mientras tanto, Nicolas Sarkozy se encargaba de desprestigiar la institución presidencial francesa con sus salidas de tono, su tozudez y su frivolidad people.

            Si bien los desmanes se han multiplicado por toda Europa -de las tentaciones autoritarias en Hungría y Rumania a la anarquía belga, pasando por el auge del extremismo en Finlandia, Suecia, Dinamarca o la misma Grecia-, hoy todos los focos rojos se centran en España, cuarta economía de la eurozona. Cuando se inició la crisis, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero menospreció sus señales sólo para luego introducir medidas de ajuste in extremis: su irresponsabilidad provocó el apabullante triunfo del PP en 2011. Desde entonces, Mariano Rajoy ha sido incapaz de afrontar la tormenta de mejor manera. Como su antecesor, no ha hecho sino contradecir todas sus promesas -aumentando impuestos y recortando los servicios públicos-, e incluso ha llegado a escabullirse de la prensa para no explicar sus acciones. Igual que José López Portillo en 1982, basta que Rajoy diga una cosa para que los ciudadanos sepan que hará la contraria. Esta misma semana, la frágil economía española ha sido intervenida por Bruselas.

            Los grandes logros sociales y políticos acometidos por Europa desde el fin de la segunda guerra mundial se hallan en peligro debido a la ineptitud y banalidad de sus políticos, tal como ocurrió en Asia, África y América Latina durante la segunda mitad del siglo xx. La poderosa Alemania que intenta arreglar por la fuerza las maltrechas economías de sus socios recuerda a los arrogantes Estados Unidos que se empeñaron en meter en cintura a sus esquivos aliados latinoamericanos, provocando que éstos perdiesen una década entera de crecimiento.

            Si Europa se convirtió en un ejemplo para el mundo, fue en buena medida gracias a la visión de figuras como Delors, Mitterrand, Kohl o González. Frente a ellos, sus sucesores parecen enanos concentrados en tapar los agujeros desmantelando el estado de bienestar. Sometidos al dictado ideológico que ensalza la austeridad, y desprovistos de la energía para reformular las instituciones europeas, están a punto de convertir la ribera norte del Mediterráneo en un nuevo Tercer Mundo. La única forma de evitarlo es recurrir a la misma fórmula que salvó a la región en el pasado: revertir los torvos nacionalismos que aún perviven y convertir a Europa (sin Gran Bretaña) en una auténtica federación.

 

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16 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Voto razonado

Desde la primera vez que tuve la oportunidad de votar, nunca me había sentido tan frustrado ante una elección. En todas las ocasiones anteriores me animó un impulso, que casi me atrevería a llamar moral, a la hora de escoger. En 1988 y en 1994 voté por Cuauhtémoc Cárdenas, para mí la opción más clara para terminar con el autoritarismo y la corrupción del PRI. En el 2000 No dudé en apoyar a Vicente Fox por las mismas razones. En 2006 me decanté por Andrés Manuel López Obrador, el eficaz alcalde de la ciudad de México, quien prometía combatir el que a mis ojos era -y aún es- el mayor problema del país: la desigualdad.

            Hoy, en cambio, ninguno de los candidatos despierta mi entusiasmo. Aun así, no pienso que anular mi voto o abstenerme contribuya a mejorar las condiciones del país. Jamás voté por el PRI, y no lo haré ahora. Más allá del historial del partido, aduzco otro argumento: pese a la sobreexposición de la que se ha beneficiado, nada sé de Enrique Peña Nieto. Bajo su retórica no he logrado descubrir una sola idea propia, un solo rasgo de carácter, un solo signo que me permita atisbar su personalidad, sus convicciones, su verdadero rostro. Lo veo y lo oigo y no consigo intuir quién se oculta detrás de su cuidada máscara. Ése ha sido su plan: colocarse, gracias a los errores de sus rivales y a su cercanía con los medios, como puntero en las encuestas. Y, una vez allí, resistir los embates sin jamás mostrarse tal cual es. Incluso si aparcara mi desconfianza hacia el PRI, no podría votar por un espectro.

            Josefina Vázquez Mota me parece una mujer seria, eficaz, decidida. En la SEP intentó oponerse al control que Elba Esther Gordillo ejerce sobre la educación y por ello fue apartada del cargo. Confío en su honestidad y sus buenas intenciones. Por desgracia, sobrelleva un lastre imposible de obviar: la fracasada estrategia de seguridad del presidente Calderón. Los 60 mil muertos no son culpa exclusiva del Gobierno, pero aplicar una estrategia a todas luces equivocada, que ha generado un inédito escenario de confrontación y violencia, sin tomar las medidas necesarias para corregirlo, no sólo es prueba de soberbia, sino de una falta de responsabilidad que debe ser castigada en las urnas. Si Vázquez Mota hubiese hecho explícito su rechazo a esta herencia y hubiese presentado una nueva estrategia sobre el tema, que contemplase discutir la legalización de las drogas -a mi modo de ver, la única salida-, le hubiese otorgado mi voto. Aunque sospecho que ella hubiese querido hacerlo, al final quedó atrapada en la maquinaria electoral del PAN.

            Gabriel Quadri ha presentado el programa más inteligente y variado de los candidatos, pero tampoco podría votar por él. Su discurso liberal se halla al servicio de los intereses más anquilosados. Uno de los mayores problemas del país es la educación y yo jamás podría votar por quien ha sido corresponsable del estancamiento de miles de niños y jóvenes. Un voto por el PANAL es un voto a favor de la inmovilidad y el atraso.

            El López Obrador de 2012 no es, por desgracia, el López Obrador que gobernó la ciudad de México. Tampoco el candidato del 2006. Si bien puedo comprender su rabia tras perder la elección por unos cuantos votos -debidos, en mi opinión, a la intervención ilegal de Fox y a la campaña orquestada en su contra por los medios-, su deriva poselectoral le hizo un enorme daño a la izquierda mexicana. El plantón en Reforma es lo de menos. Haber "mandado al diablo" a las instituciones y asumirse como presidente legítimo constituyó, en cambio, una enorme irresponsabilidad política. Desde hace unos meses ha querido moderar su discurso, pero su tozudez e intransigencia no dejan de generarme dudas.

No obstante, será la opción que elegiré. No tanto por el propio López Obrador, sino por lo que representa: una vía de izquierda que, si continúa la senda emprendida por el PRD en el DF, defiende la agenda socialdemócrata en la que confío. Y, sobre todo, porque mi voto por AMLO es un voto por dos de las figuras públicas que lo acompañan: Marcelo Ebrard y Juan Ramón de la Fuente. El primero hubiese sido, en mi opinión, el mejor candidato que podría haber presentado la izquierda. Bajo su guía, la ciudad de México se convirtió en uno de los lugares más avanzados del mundo en términos de derechos sociales y de minorías. Creo que, desde la secretaría de Gobernación, Ebrard podría articular una nueva política de seguridad que, contradiciendo la lógica de la guerra, lograría sacarnos del violento atolladero en el que estamos. Por su parte, el ex rector de la UNAM me parece la figura ideal para reformar nuestro sistema educativo, enfrentarse al poder de la Maestra y lograr que nuestros jóvenes reciban la formación de calidad que merecen para convertirse en ciudadanos críticos. Mi voto por López Obrador es, pues, un voto por el proyecto al que se han sumado De la Fuente y Ebrard.

 

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24 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo impensable

Las negociaciones se han celebrado con el mayor sigilo: cualquier filtración podría quebrarlas por completo. A la casona en el sur de la ciudad han acudido sólo los más leales consejeros de los candidatos -ninguno de los cuales, por cierto, pertenece a la alta jerarquía de sus partidos. Los contactos informales se iniciaron poco después de la desastrosa presentación de Peña Nieto en la Universidad Iberoamericana y la consolidación del movimiento estudiantil. Tal vez si los jóvenes no se hubiesen atrevido a salir las calles y a unirse en un frente común contra el candidato del PRI la mera posibilidad de estas conversaciones hubiese sido imposible.

            El riesgo, para los involucrados, ha sido muy alto. Los propios candidatos reconocen que sus partidos -y buena parte de sus seguidores- se sentirían traicionados pero, aun así, se han arriesgado a negociar. Aunque López Obrador fue quien al principio puso más obstáculos, al final, contradiciendo la tozudez que tantos le atribuyen, acabó por dar el . Vázquez Mota también albergaba resquemores, pero también acabó por dar luz verde a sus representantes. Los dos saben que, más allá de sus desavenencias, el resultado de estas pláticas podría darle un vuelco no sólo a la elección, sino a la historia reciente del país.

            Tras dos semanas de frenéticos dimes y diretes, insultos y manotazos sobre la mesa, amenazas de ruptura y reconciliaciones in extremis, los negociadores redactan un borrador final. Nadie alberga demasiadas esperanzas: ¿quién podría imaginar que dos figuras tan distintas, tan opuestas, puedan llegar a ponerse de acuerdo sobre el futuro de la nación? Frente al borrador aprobado, López Obrador y Vázquez Mota expresan sus dudas. Resulta tan difícil imaginar políticos dispuestos a sacrificarse -a sacrificarse en verdad- por el bien común... Y sin embargo, en un abrumador golpe de timón, ambos estampan sus firmas en el documento.

            El Pacto de la UNAM, como se le conoce por la vecindad de la casona con nuestra "máxima casa de estudios", no sólo implica un acuerdo electoral, sino un vasto programa de gobierno. Una arquitectura que, pese a los conflictos que de seguro acarreará en el futuro, los dos candidatos consideran equivalentes a los pactos de la Moncloa españoles: la reinvención democrática de México doce años después de haber expulsado al PRI de Los Pinos.

            En el curso de una improvisada conferencia de prensa conjunta, previa al segundo debate, que toma por sorpresa al PRI, al Gobierno y a la sociedad en su conjunto, López Obrador y Vázquez Mota comparecen lado a lado ante las cámaras. La solemnidad y relevancia de la cita no se le escapan a nadie, y pronto la prensa internacional celebra el acuerdo como el día en que México cambió. Frente al pasmo y el estupor generalizados, los dos anuncian la alianza que habrá de unirlos y detallan el mecanismo empleado para llegar al acuerdo.

             Conforme a los datos de cuatro casas encuestadoras propuestas por ambos candidatos -anuncian-, López Obrador se halla en un claro segundo lugar en las encuestas, por lo que se convertirá en candidato único de esta especie de auténtica concertación mexicana, tan distinta de la farsa propuesta por Peña Nieto. Vázquez Mota, por su parte, ocupará el cargo de secretaria de Gobernación y Jefa de Gabinete en caso de ganar las elecciones. El gobierno pactado entre ambos contará con los mejores hombres y mujeres de cada partido, y ya anuncian los nombres de Juan Ramón de la Fuente, Alonso Lujambio, Marcelo Ebrard, Santiago Creel y buen número de independientes. El objetivo principal del acuerdo, aclaran, no es impedir que el PRI regrese al poder, sino articular una refundación integral del Estado mexicano, establecida en los 50 puntos que dan a conocer a continuación.

            Las reacciones no se hacen de esperar: el PRI y sus aliados mediáticos, tan expuestos en estas semanas, no tardan en denunciar el matrimonio contra natura de los antiguos rivales, el propio Gobierno federal muestra su rechazo, prominentes panistas e izquierdistas abandonan la alianza y anuncian su apoyo a Peña Nieto, pero el resto del país recibe la noticia con entusiasmo. La mayoría piensa que este Gobierno de Unidad Nacional es lo único que en verdad podría salvar a México. La seriedad y eficacia de Vázquez Mota constituirán un freno a las tendencias radicales y mesiánicas de López Obrador, mientras que la fuerza social de éste limará las aristas más conservadores de su nueva compañera.

            El 1 de julio, a la medianoche, los resultados son contundentes: PRI-PVEM, 38.2% de los votos; la nueva Alianza por la Unidad Nacional, 56.3 %. Rodeados por sus colaboradores y miles de ciudadanos entusiastas, Vázquez Mota levanta la mano de López Obrador. Éste, a su vez, le agradece su apoyo y alaba su valentía. Ambos se comprometen a cumplir con los principios de su acuerdo y a trabajar mano a mano por el bien del país. ¿Un relato impensable? Tal vez. Pero, en este mundo imaginario, nadie duda de que es lo mejor que podría ocurrirle a México.

 

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10 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Futuros mexicanos 3

México, julio-diciembre de 2012

 

El presidente legítimo -ahora cómo debería llamarse a sí mismo, presidente- aún-más-legítimo?- apenas pudo dormir. En cuanto el IFE confirmó su inesperado triunfo, se dirigió al Zócalo y lanzó la alocución más pausada de su carrera. Concluido su discurso, se retiró a su casa. Ahora son las cinco de la mañana y por fin enciende el televisor. Para su sorpresa, la noticia principal no es su triunfo, sino las declaraciones del candidato del PRI, cuyo rostro enérgico y amenazante aparece sin tregua en la pantalla.

-Los resultados no resultan creíbles para nosotros -repite Peña una y otra vez-. Según las cifras oficiales, la diferencia de votos es aún menor que hace seis años, apenas una décima de punto. Exigimos un recuento.

López Obrador no puede creer las palabras que escucha en boca de una multitud detrás del priista:

-Voto por voto, casilla por casilla.

 

***

 

Como de esperarse, el IFE rechaza la petición del PRI y sus aliados.

-El recuento ha sido escrupulosamente vigilado por todos los partidos -anuncia su vocero.

 

***

 

López Obrador no sabe qué hacer. Ceder a las presiones de la mafia podría resultar funesto para su causa. ¿Pero cómo puede él, precisamente él, justificar su oposición a que vuelvan a contarse las boletas?

-Tu 0.1% de ventaja está dentro del margen estadístico de error -le indica uno de sus consejeros-. Si se abren los paquetes, cualquier cosa podría ocurrir.

            -Planean un fraude a posteriori -lo azuza otro.

            -Habría que convocar manifestaciones en todo el país que se opongan al recuento -le indica uno más.

            López Obrador se mesa los cabellos y da un golpe sobre la mesa. Todas las opciones le parecen malas.

 

***

 

Las televisoras no cesan de transmitir escenas de las supuestas irregularidades en la elección presidencial. Dicen que en Iztapalapa y Milpa Alta hubo acarreos; en Chiapas, ratón loco; en Guerrero, compra de votos.

En Tercer Grado, la conclusión es unánime:

-López Obrador tiene que apoyar que se abran los paquetes -asevera uno de sus conductores con voz marcial-, de otro modo el presidente legítimo se convertirá, paradójicamente, en espurio.

 

***

 

Entrevistado durante dos horas por López Dóriga, Peña Nieto se muestra firme e indignado.

            -Joaquín -lee en el teleprompter-, todos hemos visto las irregularidades en el DF y otros estados. La diferencia es de menos de diez mil votos. Lo único sensato es abrir los paquetes. Yo no quiero asustar a nadie, Joaquín, pero México no va a permitir una imposición.

            -Pero ¿no podría verse como un ataque a las instituciones?

            -No, querido Joaquín -vuelve a leer Peña-. El PRI creó las instituciones de este país. Y por eso vamos a defenderlas. Es evidente que el IFE está tomado por radicales afines a nuestros adversarios. Pero si las instituciones están corrompidas, al diablo con las instituciones, Joaquín.

 

***

 

-¿Y ahora qué hacemos? -pregunta el secretario de Gobernación-. Si nos oponemos al recuento, le entregaremos el país a ese troglodita. Y, si lo apoyamos, estaremos contradiciendo nuestra decisión de hace seis años.

            El presidente Calderón da un golpe sobre la mesa.

            -Al menos con Peña se puede negociar -murmura.

            Dos horas más tarde, el secretario de Gobernación comparece ante los medios.

            -Si el señor López Obrador fuese un auténtico demócrata -sostiene-apoyaría el recuento. Así se alejaría el fantasma de la inestabilidad y le haría un gran servicio al país.

 

***

           

A López Obrador le incomoda su silencio.

Haciendo caso a sus asesores, eludió las respuestas francas o directas. A pregunta expresa de Carmen Aristegui, se limitó a decir:

-La decisión está en manos de las instituciones.

            Aún así, a punto de abandonar su casa rumbo al Congreso -advirtió que no se mudaría a Los Pinos-, su silencio aún lo escuece. 

 

***

-El Tribunal Electoral ha decidido no aprobar el recuento -anuncia su vocero.

            Afuera, donde han levantado un gigantesco plantón, los priistas insultan a los magistrados.

 

***

 

En las últimas semanas, Peña ha dejado de escuchar a sus consejeros más sensatos. A su lado permanecen los empresarios, los gobernadores priistas y, pos supuesto, la Maestra y Televisa (en TV Azteca nunca se puede confiar). Y, hace apenas unas horas, recibió el respaldo de un amplio sector del PAN. El plan es sencillo: impedir que López Obrador llegue al Congreso. Esta vez no conseguirán introducirlo por la puerta de atrás.

 

***

           

Frente a miles de priistas, panistas y verdes congregados en el Monumento a la Revolución -Adela Micha afirma que son tres millones-, Peña no está dispuesto a hacer concesiones. Enfebrecidos, sus seguidores lo reciben al grito de "voto por voto, casilla por casilla".

            -Ustedes saben, mexicanos, quién es el verdadero ganador de esta elección -exclama con solemnidad.

            Mientras se escuchan los primeros acordes del himno nacional, Peña se coloca en posición de firmes y espera a que Emilio Gamboa, el nuevo líder de la mayoría priista en el Senado, coloque en su pecho la improvisada banda tricolor.

 

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27 de mayo de 2012
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