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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Doce

1. Apenas se inicia el año cuando advertimos la ballena blanca a la deriva: el Costa Concordia se escora y luego se hunde frente a los azorados ojos de la isla de Giglio. Un naufragio que se vuelve, más que un presagio de los sobresaltos de los meses siguientes, un irónico resumen de la crisis que padecemos desde 2008: como escribió Juan José Millás, igual que los políticos y responsables de las empresas que nos condujeron a la debacle, aquí el capitán también es el primero en abandonar el barco.

 

2. Confiada, casi sarcástica, Cristina Fernández de Kirchner -con su eterno luto- anuncia la nacionalización de la petrolera española YPF. Más allá de sus razones ocultas, la humillación de la Madre Patria por una nación latinoamericana muestra la nueva relación de fuerzas entre las dos orillas: devastada por la crisis -y la gestión de sus políticos-, España languidece, mientras América Latina demuestra una inédita solidez que no oculta la corrupción que aún campea en sus sociedades.

            3. Llueve a cántaros mientras François Hollande, impertérrito en su gabardina negra, deja que las gotas escurran por sus anteojos, distanciándose lo más posible de las pataletas de su predecesor. Es el primer socialista en triunfar en un gran país europeo tras la crisis del 2008 y el único que podría confrontar la austeridad impuesta por Alemania. Llueve sin tregua y, como su nuevo presidente, Francia no se da cuenta de que el agua le llega al cuello.

            4. Cuando los gendarmes detienen a Paolo Gabriele, el mayordomo del papa, por filtrar documentos secretos de su jefe, ya no quedan dudas de que Benedicto XVI se ha vuelto una figura irrelevante en las intrigas vaticanas. Despojado de la vena pop de su predecesor, el pontífice alemán no hace más que lanzar anatemas e invectivas a diestra y siniestra. Pero, como demuestran los millones de seguidores que ha alcanzado en tuiter, nadie parece temer su ira cibernética.

            5. Dos elecciones en un solo año, dos. La primera en mayo, la segunda en junio. Chantajeados por la Unión Europea, al final los griegos vuelven a concederle el triunfo a Nueva Democracia: el mismo partido de derecha que los condujo a la catástrofe. En toda Europa los incendiarios son llamados a apagar el fuego.

            6. En la sede central del CERN, en Ginebra, su director confirma que los resultados de los dos equipos de trabajo coinciden con un ínfimo margen de error: el Gran Colisionador de Hadrones, el instrumento científico más ambicioso y caro de la historia, ha revelado la existencia de una partícula consistente con el bosón de Higgs. Una nueva confirmación de los postulados del Modelo Estándar: la imagen más precisa del universo jamás creada por los humanos.

            7.  Antes de imponerle la banda presidencial a su sucesor, Felipe Calderón deposita un insólito beso sobre la tela tricolor. ¿Nostalgia, devoción? ¿Una muestra de humildad o de la tozudez que provocó 65 mil muertes? Mientras la capital sufre una inédita ola de vandalismo y represión policial, Peña Nieto sonríe. Entre ese beso y esa sonrisa, México necesita una cura de emergencia.

            8. Sucesivamente calvo y abotagado, Hugo Chávez se empeña en demostrar que sigue con vida. Tras vencer a Henrique Capriles, el candidato opositor que reconoció su derrota con gallardía, el comandante ya no guarda fuerzas y designa a un sucesor. Tan venerado como vituperado, Chávez convirtió a Venezuela en el último experimento socialista de nuestro tiempo, un modelo autoritario que, pese a sus últimos esfuerzos, parece destinado a sucumbir con él.

            9. En Ramala ondean cientos de banderas tricolores al constatar que Mahmud Abbás ha conseguido, con una aplastante mayoría, que Naciones Unidas admita a la Autoridad Palestina como estado observador. Un triunfo simbólico que irrita por igual a los israelíes y a los milicianos de Hamás. Nada alienta, sin embargo, el fin de los cohetes lanzados desde Gaza o de las colonias en los Territorios Ocupados.

            10. La revista Newsweek, una de las más influyentes del orbe, anuncia el fin de su edición impresa. Una nueva prueba de la revolución que sacude a los medios impresos y al mundo del libro.

11. Sorprende la aparente serenidad de este cambio en el poder: Hu Jintao desaparece de escena y entra Xi Jinping. Ni su tesis doctoral en teoría marxista ni su responsabilidad en los Juegos Olímpicos revelan nada sobre el segundo hombre más poderoso del mundo.

12. El auténtico Obama no es el que gana las elecciones casi de milagro, sino el que, mientras llora a las víctimas de Newport, promete regular el tráfico de armas. Por desgracia, el Obama capaz de estos desplantes de emoción retórica casi nunca logra transformar en hechos sus palabras. Igual que con las armas, en su segundo mandato deberá sepultar su temple conciliador y lanzar una reforma migratoria: la recompensa que merecen los hispanos que, pese a la ola de expulsiones decretadas por su gobierno, tanto contribuyeron a su victoria.

 

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30 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Adiós a las armas?

En su vibrante discurso posterior a la masacre de Newtown, el presidente Barack Obama sentenció: "Estas tragedias deben terminar. Y, para que terminen, debemos cambiar". Y añadió: "En las próximas semanas usaré todos los poderes que le han sido conferidos a esta oficina para comprometer a mis conciudadanos, a los responsables de aplicar la ley, a los expertos en salud mental, a los padres y a los educadores, en un esfuerzo dirigido a prevenir tragedias como ésta, pues, ¿qué otra opción nos queda? No podemos aceptar que estos sucesos se conviertan en rutina".

 

            Por desgracia, en Estados Unidos "estos sucesos" se han transformado justo en eso: una dolorosa rutina que se repite a un ritmo que no tiene comparación en ningún otro país. Desde 1982 han ocurrido 62 casos semejantes, en los que uno o dos tiradores han asesinado a decenas de personas en universidades, escuelas y otros lugares públicos. Según el sitio liberal Mother Jones, de las 142 armas usadas por los asesinos, más de tres cuartas partes fueron obtenidas legalmente, incluyendo 68 armas semiautomáticas y 35 rifles de asalto. Tras cada masacre, sin falta los políticos demócratas en turno han llamado a reforzar el control de armas y sin falta se han visto desafiados por sus colegas republicanos, por el lobby de la National Rifle Association (NRA) -el más influyente de Washington-, y por una cultura que considera que la posesión de armas es un derecho inajenable como la libertad de expresión.

            Los abogados de esta idea se basan en la segunda enmienda a la Constitución de Estados Unidos, que establece: "Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido". Su redacción deriva de la Declaración de Derechos británica de 1689, en la que el Parlamento desechó el decreto del rey católico Jaime II de desarmar a sus súbditos protestantes, si bien durante dos siglos esta provisión fue entendida como un derecho colectivo aplicable sólo a esa "milicia" que a la larga fue sustituida por el ejército federal. No fue sino hasta 2008 que esta interpretación sufrió un drástico giro cuando, en el caso District of Columbia vs. Heller, los cinco jueces ultraconservadores de la Suprema Corte eliminaron las restricciones a la portación de armas en D.C. al considerar que violaban un derecho individual.

Pero incluso antes de este fallo, la NRA -creada en 1871 por un grupo de cazadores- ya había tomado como bandera este supuesto, oponiéndose a cualquier restricción a las armas de fuego, incluyendo el derecho a portarlas cerca de escuelas o centros comerciales y a almacenarlas en los coches. Su negativa protege un lucrativo negocio -según Jill Lapore, en un artículo publicado en el New Yorker en 2010, en Estados Unidos hay unos 300 millones de armas en manos privadas- pero también posee un componente ideológico que se asocia con la tradicional desconfianza hacia el Estado de un alto porcentaje de la población: a nadie sorprenderá que la mayor parte de quienes poseen armas voten por los republicanos.

La decisión del presidente Obama de usar todo el poder conferido a su oficina para acabar con esta situación se encontrará con múltiples obstáculos. En primer lugar, el poder de la NRA que, tras el veredicto de los mismos jueces ultraconservadores de la Suprema Corte en el infame caso Citizens United vs. Federal Elections Comission (2010), continuará invirtiendo millones de dólares para atacar a los candidatos que se oponen a sus políticas. Y, en segundo, los congresistas republicanos que ostentan la mayoría en el Congreso y que, ya sea para defender los intereses de constructores y comerciantes, o por motivos ideológicos, se opondrán a cualquier control estricto. Cuando aún no concluye el duelo por las víctimas, los más prudentes ya se han apresurado a advertir que "no hay que aprovecharse de la tragedia", mientras los más duros -y sinceros- no han dudado en afirmar que la única forma de evitar que se repitan las masacres en las escuelas consiste en permitir que maestros y directores lleven sus propias armas.

  Casi ausente de la discusión sobre la libre venta de armas en Estados Unidos ha sido su impacto en la violencia mexicana: las 65 mil muertes de este lado de la frontera, en buena medida producidas por armas adquiridas de aquel lado, resultan ajenas y anónimas frente a los niños de Newtown. Pero el argumento de la NRA y los republicanos vuelve a ser el mismo: la Constitución les concede un derecho superior a cualquier consideración hacia sus vecinos. En el mejor de los casos, Obama conseguirá reintroducir la prohibición de armas de asalto (suspendida desde 1994) y alguna cosa más, pero en cuanto el impacto de la tragedia de la Escuela Sandy Hook empiece a disolverse lo más probable es que sus enemigos detengan cualquier medida radical. Y, en unos meses, se repetirá la rutina y un nuevo asesino volverá a disparar contra otros inocentes.

           

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25 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Iatrogenia y antifragilidad

En su nuevo libro, Antifragilidad (2012), Nassim Nicholas Taleb, el exitoso experto en opciones financieras de origen libanés que se convirtió en uno de los pensadores más influyentes de nuestros días gracias a El cisne negro (2007), arremete contra las ideas que guían nuestra toma de decisiones -económicas, políticas, empresariales, educativas, personales-, inspiradas, en su opinión, por esa patraña a la que llamamos modernidad. Según Taleb, llevamos demasiado tiempo sometidos a una lógica lineal, aristotélica, obsesionados con las causas y efectos medibles, lo cual nos ha vuelto ciegos a la complejidad.

 

            Taleb divide al mundo en tres categorías: lo frágil, es decir, lo que tiende a destruirse al ser sacudido por el medio; lo robusto, que se conserva siempre idéntico; y lo "antifrágil", que no sólo resiste los golpes, sino que mejora con ellos. En esencia, Taleb nos invita a aceptar el azar, a evitar todas las teorías que ofrecen marcos cerrados sobre el mundo -de allí su odio a la academia-, a basar nuestras decisiones en la antigua práctica de prueba y error, y a aprovechar al máximo las opciones (en el sentido matemático del término) que se nos presentan en la vida diaria.

Los individuos y las sociedades son sistemas complejos que jamás deberían ser tratados de manera simplista. Es por ello que, en opinión de Taleb, los médicos tienden a provocar más daño que beneficio en sus pacientes, pues desestiman la capacidad del organismo para responder de manera flexible a sus atacantes (virus, parásitos, etc.). Sin embargo, la iatrogenia, es decir, la violación del principio hipocrático de "primero no dañar", persiste en todos los ámbitos. Nada peor, en su opinión, que un estado que busca regular la economía -como la URSS- o un político que pretende arreglar un problema social con un solo golpe de timón. El ejemplo paradigmático es la "guerra contra el terror" y su meta de acabar con el terrorismo eliminando a sus cabecillas. Según Taleb, Bush no hizo sino incrementar la violencia, acendrar el odio hacia Estados Unidos y aumentar el peligro de nuevos atentados, lo contrario de lo que quería.

No resulta difícil trasladar este juicio a la "guerra contra el narco". Ignorando la complejidad de la sociedad mexicana, el ex presidente Calderón decidió pelear sin orden ni concierto contra los cárteles y detener o ajusticiar a sus capos, pulverizando el precario equilibrio del sistema. Según este parámetro, su acción -y no otra cosa- es la causa de las miles de muertes que ensangrentaron su sexenio. La prueba lógica es clara: descontando el incremento natural de los homicidios no ligados al narco, sin Calderón no existirían unos 45 mil muertos; el argumento de que, si no hubiese intervenido, la situación podría haber sido peor es una torpe falacia.

¿Había otras formas de confrontar al crimen organizado? Por supuesto: con estrategias antifrágiles que, en vez de perturbar el sistema sin prever sus consecuencias, aprovechasen la fragilidad de los cárteles mediante el rastreo de sus capitales (para frenar el lavado de dinero), el blindaje de las aduanas (para disminuir el tránsito de la droga) y el aprovechamiento de sus propios desequilibrios internos (para disminuir su peligrosidad). El gigantesco fracaso de Calderón al menos debería servir para que la administración de Peña Nieto descarte por completo la continuidad de esta política.

Taleb piensa que la intervención del estado en la vida pública sólo se impone por dos razones: para proteger a los más débiles y para controlar a los grupos de interés. En esta medida, la actuación de Peña Nieto durante sus primeros días de gobierno ha sido correcta al anunciar el fin del duopolio televisivo y tratar de limitar el poder del Sindicato de Trabajadores de la Educación y en especial de Elba Esther Gordillo. Si bien su reforma educativa parece originarse en la misma búsqueda de una rápida legitimización ex post facto que perseguía su predecesor, Peña Nieto ha optado por una intervención correctiva que se antojaba imprescindible.

No queda sino aplaudir la energía con que el nuevo presidente ha entendido su papel, pero tampoco hay que creer que humillar a la Maestra bastará para arreglar el problema educativo del país. Taleb es el primero es recalcar que, tal como las entendemos hoy, las escuelas sólo sirven para distribuir conocimientos que resultan del todo inútiles para la vida práctica y constriñen la creatividad individual. La reforma educativa no ha de detenerse, pues, en la expulsión de un elemento nocivo, sino que debería servir para modificar radicalmente no ya los planes de estudio, discutidos sin fin por los especialistas, sino sus metas. En este sentido, los maestros no deberían ser evaluados por sus conocimientos, sino por su capacidad de confrontar a sus alumnos con asuntos prácticos donde sean capaces de desarrollar esa táctica de prueba y error que a la larga podría convertirlos, según Taleb, en sujetos antifrágiles, en ciudadanos exitosos.  

 

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16 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Amanecer en Marte

La ilusión es que el 1º de diciembre despertamos en Marte: un lugar que, para bien y para mal, no se parece al México de los últimos doce años. En el pasado reciente creíamos, con una mezcla de asombro y resignación, que nuestro país se creaba y destruía cada seis años, conforme a una suerte de tiempo cíclico prehispánico que en realidad obedecía a las manías y obsesiones del presidente en turno. En la lógica del antiguo régimen, esta renovación sangrienta era la condición necesaria para un exitoso traspaso del mando. Los doce años de gobiernos panistas nos arrebataron ese ritual de iniciación que hoy se ha vuelto más ostensible que nunca.

 

            Si, conscientes de su decisión o manipulados por los medios, una amplia mayoría de ciudadanos eligió a Enrique Peña Nieto como presidente, fue justo para clausurar del todo una era de buenas intenciones, errores garrafales y esperanzas traicionadas, y retornar a una de resultados concretos, demostraciones de fuerza y unanimidad a toda costa, y al menos durante esta primera semana el PRI no los ha decepcionado. A diferencia de Fox, cuya inexperiencia se enmascaraba bajo la fiebre democrática, o de Calderón, que siempre gobernó a la defensiva, como escondido en un búnker, Peña Nieto no dudó un segundo en establecer los nuevos -que son viejos- modos de ejercicio del poder, tanto en términos simbólicos como reales, muy reales.

            Primer cambio: la operación política. Tras doce años marcados por la incapacidad de los panistas para obtener un solo acuerdo de calado, en menos de 48 horas los priistas habían logrado sentar las bases de un compromiso nacional suscrito por las tres principales fuerzas políticas -o, en el caso del PRD, al menos por la corriente que domina su burocracia-, anunciado con bombo y platillo por un sonriente Peña Nieto. Más allá de que falte revisar la financiación y ejecución del acuerdo, lo increíble es que el PRI haya negociado en unas semanas lo que PAN no consiguió en doce años.

            En segundo lugar, el discurso. Secuestrados por su propia retórica -la del cambio, en Fox, y la de la guerra, en Calderón-, los panistas jamás dominaron el sutil arte de la manipulación política, esa habilidad para decir una cosa y ocultar otra, enviar mensaje cifrados y apostrofar a distintos actores en un solo párrafo. Católicos recalcitrantes, Fox y Calderón fueron siempre literales: para ellos el cambio era el cambio, aunque no lo pusieran en marcha, y la guerra la guerra, con sus sesenta mil muertos, sin ambages ni adjetivos. En su primer mensaje a la nación (poco importa quién lo haya escrito), Peña recuperó ese olvidado talento para dirigir señales múltiples, amenazar y contentar a aliados y enemigos, y seducir a la opinión pública, todo hilado con una nueva palabra clave, eficacia, que puede significar cualquier cosa.

            Sorprendiendo sólo a quienes habían olvidado el temple priista, Peña dijo lo que tenía que decir: puso en la mira a los "poderes fácticos" con los que se alió durante su campaña -las televisoras, Elba Esther Gordillo, etc.-, ganándose el aplauso colectivo, y apuntaló la idea de que la eficacia depende de una mayor concentración de poder. Aunque su partido quedó lejos de la mayoría absoluta en las cámaras, su visión parece mantener ese anhelo de unanimidad. Una unanimidad que en estos días le han concedido, peligrosamente, todos los medios mainstream.

            La última sorpresa de este nuevo México es la violencia urbana y la represión policíaca. Durante los últimos seis años, la guerra contra el narco nos acostumbró a los tiroteos y descabezados en cualquier parte del país, menos en la ciudad de México. Ni siquiera en 2006, cuando los ánimos estaban más caldeados, el descontento derivó en vandalismo. Desde antes del 1º de diciembre, la ciudad había sido amurallada, como si alguien previese lo que al final ocurrió. La sensación, sin embargo, es la contraria: que la policía del DF y la PFP no supieron resistir adecuadamente a los provocadores ni respetar el derecho a protestar.

Los videos de numerosos testigos -quedó atrás la represión invisible- no dejan lugar a dudas: manifestantes pacíficos son detenidos mientras sujetos armados con cadenas y herramientas (según las versiones oficiales, encargados de montar las vallas) pasean libremente por las zonas restringidas. La unanimidad sólo es posible en Marte, donde no hay vida. Si el gobierno de Peña quiere seguir disfrutando del aplauso por decir lo que debe decir, ahora tendría que escapar de su guión y hacer público un informe pormenorizado en el que -al lado de Mancera- aclare qué pasó exactamente el 1º de julio: quiénes y cómo fueron detenidos, qué pruebas hay en su contra, quiénes eran esos trabajadores con cadenas y quién y cómo diseñó el dispositivo de seguridad, así como asegurarse de que los inocentes abandonen la cárcel y los responsables de actos autoritarios sean castigados. Sólo así podríamos creer que México en verdad despertó convertido en un país distinto.

 

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9 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Balance de un sexenio

Ayer, 1º de diciembre, se cumplió un ciclo más en la historia de la alternancia en el país. Por primera vez desde el 2000, el candidato vencedor tomó posesión como Presidente de la República frente a los diputados y senadores de todos los partidos sin que las calles se viesen sacudidas por protestas, y sin que nadie cuestionase su legitimidad. Imposible anticipar cómo será el gobierno de Miguel Ángel Mancera, el primer hombre de izquierda en llegar a Los Pinos, pero es un buen momento para hacer un balance del sexenio de su predecesor.

 

            En 2012, Enrique Peña Nieto tomó protesta en medio de incesantes cuestionamientos y manifestaciones en su contra: no puede decirse que su gestión se iniciase con buenos augurios. Por el contrario, su victoria era percibida como un severo retroceso democrático: durante los doce años que se mantuvo en la oposición, el PRI jamás emprendió un proceso de reforma ni un examen de conciencia sobre sus prácticas autoritarias, su solapamiento de la corrupción o su obstinada defensa del corporativismo o los monopolios.

Nada en el historial de Peña Nieto llamaba al optimismo: su ascenso auspiciado por los sectores más tenebrosos del antiguo régimen -el ex gobernador Arturo Montiel y el Grupo Atlacomulco-, sus vínculos con Carlos Salinas o Televisa, la ausencia de una sola propuesta novedosa en su campaña, su discurso anodino y burocrático, su falta de imaginación política y su desprecio a la cultura lo hacían ver como la figura menos indicada para gobernar un país desgarrado por la guerra contra el narco y abatido por la inequidad y la injusticia.

Su primera propuesta, desaparecer la Secretaría de Seguridad Pública -emblema de las administraciones panistas- y concentrar sus funciones en Gobernación, despertó tantos aplausos como suspicacias: por un lado parecía un oportuno distanciamiento de la fallida estrategia de Calderón, pero por el otro anticipaba una mayor control autoritario, semejante al que el PRI ejerció en el pasado. No fue sino hasta que, a dos meses de su gobierno, apartó del sindicato de maestros a Elba Esther Gordillo, sometida luego a un proceso criminal, que México empezó a ver en él a una figura menos predecible.

El despliegue de fuerza, en cierto modo tan priista -a muchos les pareció un remedo del encarcelamiento de La Quina-, sin duda obedecía a su imperiosa necesidad de legitimarse, pero la medida no dejó de resultar beneficiosa para el país. La maniobra podría haber pasado por un mero golpe de efecto, tan propio de alguien tan preocupado por su imagen como Peña, pero gracias a ella éste comprendió que ya no podía retroceder y, contradiciendo toda su carrera previa -y traicionando a la mayor parte de sus aliados-, se arriesgó a convertir la educación en la prioridad de su gobierno. Sus críticos no cesaron de acusar en cada una de sus decisiones posteriores la misma tendencia al espectáculo, pero su mérito consistió en convertir su mayor defecto en una virtud.

La primer parte de su sexenio fue todo menos sencilla: no sólo debió contradecir la imagen de fatuidad y ligereza que se ganó a pulso durante la campaña del 2012, sino las expectativas de los grupos económicos que lo llevaron a la presidencia, protagonizando drásticos enfrentamientos que estuvieron a punto de destruirlo. Al aprobar la libre competencia en ámbitos como las telecomunicaciones -donde alentó la creación de tres nuevas cadenas y reguló con severidad a las telefónicas- y desmantelar toda suerte de monopolios, sin duda perseguía el aplauso, pero los combates contra Azcárraga o Slim, o un sinfín de líderes sindicales, fueron auténticos revulsivos en nuestro panorama político.   

Nada resultó más importante para revertir su imagen, sin embargo, como su paulatina transformación en materia de seguridad pública: su primer discurso sobre el tema, pronunciado a 18 días de iniciada su gestión, fue estimulante: no sólo desautorizó a Calderón y renegó de su perspectiva bélica, sino que anunció que concentraría su estrategia en aliviar la desigualdad y mejorar la educación como pasos necesarios para disminuir la violencia. Dos años después, Peña Nieto volvió a sorprender a sus detractores al anunciar una consulta para legalizar la marihuana, a la que logró sumar a la izquierda y a los sectores más abiertos de la sociedad. Aunque la oposición de derecha impidió su aprobación, se trató de un gran paso adelante, lo mismo que su insólita decisión de apoyar el aborto y el matrimonio gay.  

            A la postre, Peña Nieto no logró escapar de su vena egocéntrica y al final de su sexenio volvió a caer en los excesos que le costaron a su partido la derrota frente a Mancera, pero en su voluntad de combatir lo peor de sí mismo -el Peña Nieto del 2012-, logró una presidencia que sin duda resultó útil para el país. A diferencia de lo ocurrido con Calderón, al menos puede decirse que el México que dejó en el 2018 es mejor que el del 2012. No es poco. 



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2 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El desastre

Hoy, a la distancia de doce años, al fin es posible entreverlo -y afirmarlo- con certeza: el 1º de diciembre del 2000 fue un trágico espejismo. Esa clara mañana de otoño México celebró uno de esos exultantes días de júbilo que rara vez se le conceden a los pueblos: una victoria que no le pertenecía a Vicente Fox, y mucho menos al PAN, sino a todos aquellos que habían luchado para terminar con el régimen autoritario y corrupto que había gobernado al país por más de siete décadas. La algarabía, dentro y fuera, era casi unánime: tras la brutal represión de 1968, la "caída del sistema" de 1988 y el alzamiento zapatista de 1994, el país se desembarazaba de los culpables de su inequidad y de su atraso y se abría a una nueva era donde sería posible consolidar las instituciones democráticas y navegar hacia la justicia, el crecimiento y el progreso.

 

            Doce años después, México no se acerca ni siquiera vagamente a esa estampa dibujada en las mentes de sus ciudadanos aquella luminosa mañana del 2000. Todo lo contrario: se ha convertido en un país más fracturado e inseguro; un país devorado por la frustración y por el miedo; un país desprovisto de cualquier motivo de júbilo; un país en el que unas cien mil personas han sido asesinadas sin que conozcamos las razones y sin que los culpables hayan sido atrapados y juzgados; un país en el que miles han debido abandonar sus hogares por la fuerza; un país que, más allá de la aparente solidez de su economía, no se diferencia de un país en guerra.

            ¿Qué pudimos hacer tan mal los mexicanos no sólo para traicionar las grandes esperanzas del 2000 sino para, en el lapso de una década, transformar a México en este infierno? La culpa no puede achacársele sólo al PAN, o a Vicente Fox y a Felipe Calderón, eso está claro: su responsabilidad en la catástrofe es mayúscula, y no creo que la Historia vaya a absolverlos, pero el resto de la clase política, y los ciudadanos que hemos aprobado o asumido sus decisiones, somos parte ineludible del desastre.

            Los primeros signos de que nuestra anhelada transición a la democracia se tambalea aparecen ya durante los primeros meses del sexenio de Fox. Electrizado por el entusiasmo hacia su figura, el presidente se esfuerza por formar un gobierno de unidad, invitando a ocupar posiciones clave en su gabinete a figuras independientes y a militantes de la izquierda, con quienes comparte, en teoría, la meta esencial de desmantelar la herencia corporativa y autoritaria del PRI. Roñosa, la izquierda se rehúsa a cerrar filas con los panistas: en su mezquina lectura de los hechos, la derecha le ha arrebatado el papel que merecía por sus luchas y sacrificios, y prefiere consolidar sus bastiones -sobre todo el DF- mientras aguarda (o provoca) el fracaso de sus adversarios.

            Demasiado cómodo en su papel de héroe de la democracia, y abandonado por los estrategas independientes que lo auparon al poder, Fox cambia de estrategia y decide que su enemigo primordial ya no es el PRI, sino la figura ascendente de Andrés Manuel López Obrador. Cada vez más obsesionado, el Presidente desperdicia la segunda mitad de su sexenio en combatirlo de todas las formas posibles, legales y extralegales. De este modo, en un profundo error histórico que quizás sea la causa principal de la debacle que terminará por alcanzar de modos distintos tanto a la una como a la otra, la derecha y la izquierda democráticas aniquilan para siempre la alianza natural que debió articularlas en esos momentos críticos.

Si hubiesen estado dotadas de mayor visión de largo plazo, menos dogmatismo ideológico y menos rencor humano, el PAN y el PRD tal podrían haber imitado el modelo chileno -la unión táctica de la democracia cristiana y la socialdemocracia contra el enemigo común: la dictadura-, limando sus aristas radicales y construyendo un gobierno mayoritario fuerte, capaz de poner en marcha una agenda de transformaciones esenciales que era urgente para el país. En vez de ello, Fox y López Obrador quemaron todos los puentes de entendimiento entre el PAN y la izquierda, precipitando al país en un auténtico choque de trenes cuyas consecuencias seguimos pagando hasta el momento.

            El desaguisado electoral del 2006 fue la consecuencia extrema de su egoísmo y su ceguera. Leer lo ocurrido en ese año como la desaparición de la escena del PRI es no entender lo que verdaderamente ocurría en esta encarnizada lógica a tres que guía al sistema partidista mexicano. En efecto, el PRI pareció hundirse como nunca, en buena medida debido al pésimo desempeño de Roberto Madrazo, pero al atizar la rivalidad entre Calderón y López Obrador los priistas anticipaban el aniquilamiento de ambos.

            Así, mientras PAN y PRD insistían en ver la elección del 2006 como una especie de fin del mundo, en la cual no sólo gastaron todos sus cartuchos, sino que agotaron toda su legitimidad y todas sus energías democráticas, el PRI (más sabio por viejo que por diablo) tuvo la paciencia y el tino de aguardar a que sus dos enemigos se hicieran pedazos en la contienda de ese año, desprestigiando su lucha de todas las maneras posibles. Tras ver las maniobras burdas e ilegales empleadas por el PAN para ganar la contienda, y la desaforada reacción de López Obrador al verse despojado del triunfo, mandando al diablo a las instituciones, ya nadie podría decir que el PRI era mucho peor que sus alternativas. Si el 2006 resulta tan trágico no es sólo por la acidez y acrimonia de la contienda, sino porque los aparentes ganadores se volvieron idénticos al PRI que habían combatido.

            Consecuencia extrema de la polarización derivada del 2006 -leído así, el cliché resulta válido: el año que vivimos en peligro- fue toda la presidencia de Felipe Calderón. En su azarosa e irresponsable lectura de las votaciones, necesitaba mostrarse a toda costa como un presidente fuerte, capaz de unir al país contra un peligro aún mayor que López Obrador o el PRI, y encontró en el narcotráfico ese monstruo capaz de legitimarlo -sí-, pero sobre todo de reunificar a un país dividido en una causa superior. Un trágico error de perspectiva y acaso una de las decisiones políticas más dramáticas -y abominables- tomadas por un presidente mexicano. Pero, una vez más, tenemos que observar su estrategia en el contexto de las elecciones del 2006 y del México bronco que parecía abrirse paso en esos días.

            A diferencia de Fox o de muchos de sus correligionarios, Calderón sí era un producto puro del panismo, con todas sus virtudes y defectos: una mezcla de fe cívica, honestidad institucional y catolicismo ultramontano. Cuando, en su visión, las antorchas de López Obrador aún seguían encendidas, toma la decisión de enfrentar al Mal Absoluto. Cruzado de una batalla que el país no merecía, Calderón opta por desembarazarse de su conflicto personal con AMLO para enfrentar, gallardamente, un desafío aún mayor, tratando de subir en la escala de valores y de presentarse como un héroe moral y un líder fuerte.

De nuevo: si PAN y PRD no hubiesen dejado pasar la oportunidad en el 2000 de articular un frente común, acaso la "guerra contra el narco" no hubiese sido necesaria, o se habría planteado de otra manera, sin el tono atrabiliario e impensado, sorpresivo, que adquirió a solo 18 días de iniciado el gobierno de Calderón. Desaprovechada esa oportunidad, el sexenio de Calderón se convirtió en una sucesión de errores y desatinos enmascarados bajo la supuesta necesidad de combatir al narcotráfico.

Sin duda la ilegalidad y la corrupción asociadas con el narcotráfico eran una realidad palpable cuando Calderón tomó las riendas del país, y tampoco puede negarse que la intimidación y los chantajes amenazaban con estallar en cualquier momento, pero la forma de encarar el problema, asociándolo con una estrategia puramente bélica, sin tratar de resolver las causas sociales del conflicto, anticipar el recrudecimiento de esa violencia que en teoría se trataba de extirpar ni entrever las dificultades para perseguir judicialmente a los delincuentes con un destartalado sistema de justicia debe considerarse una de las decisiones políticas más contraproducentes tomadas por un líder democrático. Sin ninguna discusión pública previa y sin conocer la realidad sobre el terreno, la "guerra contra el narco" copió la retórica y la tácticas de la "guerra contra el terrorismo" de George W. Bush, y sumió al país en un conflicto no demasiado lejano del que hoy sufren en Irak o Afganistán, al menos en lo que se refiere al número de víctimas. El saldo que deja esta guerra, cuyo nombre ahora los panistas quisieran olvidar, es oprobioso y continuará afectando a millones de mexicanos en los años venideros.

Frente a la magnitud del desastre, la actitud del PRI y de la izquierda no pueden sino considerarse tibias, cuando no directamente cómplices, como si de nueva cuenta se hubiesen conformado con observar cómo el país se destruía en manos de Calderón sin intervenir de manera más decidida para frenarlo, acaso porque ni ellos mismos sabían -ni saben- qué hacer ahora para revertir la violencia. No deja de sorprender que, durante las campañas electorales, Peña y López Obrador prefiriesen evitar el tema del narcotráfico, como si fuese apenas uno más de los muchos problemas del país, y no la causa de la mayor desestabilidad social que hemos sufrido desde la guerra cristera. Y aun hoy, a unos días de tomar posesión, el PRI no ha sabido presentar una sola iniciativa novedosa para afrontar la peor herencia recibida por un gobernante en nuestra historia reciente. 

 ¿Transición a la democracia? ¿Alternancia? Estos términos, hasta hace poco tan estimulantes y pomposos, apenas significan nada frente a un país que, a doce años de haber expulsado al PRI de la presidencia, se desangra como nunca. ¿Qué diremos en el futuro de estos 12 años? ¿Qué fueron una oportunidad perdida? ¿Un paréntesis opaco en medio de una marea de priismo? Resultaría mendaz afirmar que no hubo avances en otros terrenos, olvidar que ganamos en transparencia y rendición de cuentas, que la libertad de expresión se consolidó, que la seguridad social experimentó un impulso decisivo o que las peores formas del priismo terminaron expulsadas de nuestra vida pública, pero, contrastados logros con los daños derivados de la guerra contra el narco, estos logros se tornan pálidos o de plano irrelevantes.

Y así, doce años después de aquella ilusión, de ese espejismo del 1º de diciembre de 2012, el PRI regresa a Los Pinos tras haber ganado las elecciones (usando sus buenas y sus malas artes). La lectura del resultado electoral es dolorosa y evidente: los ciudadanos le dieron su voto, de forma mayoritaria, a la derecha y a la izquierda democráticas durante doce años con la esperanza de que condujesen al país a un lugar mejor. En vez de eso, éstas desperdiciaron todas las oportunidades, pelearon entre sí hasta desangrarse y, en medio de esta ácida pelea, el segundo gobierno panista destruyó al país como ningún otro gobierno reciente. Cuando el 1º de diciembre de 2012 Enrique Peña Nieto jure su cargo y le devuelva la presidencia al PRI, ya no quedará ninguna duda del gigantesco fracaso de estos doce años de alternancia.

 

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25 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El general y su biógrafa

Con el semblante contrito que hemos atestiguado en tantas figuras públicas en trances semejantes, el general David Petraeus, uno de los militares más respetados de Estados Unidos, responsable de las últimas operaciones en Afganistán, anuncia su renuncia como director de la CIA debido al "mal juicio" que lo llevó a entablar una relación extramarital con Paula Broadwell, su biógrafa. El anuncio se produce tres días después de la reelección de Obama y no sólo refrenda la hipocresía de una sociedad cuyas raíces puritanas conducen a la reiterada defenestración de sus políticos a causa de escándalos sexuales -la larga lista que va, en los últimos años, de Bill Clinton a Eliot Spitzer-, sino que vuelve a azuzar la polémica sobre los límites entre la vida privada y la vida pública, y la autoridad del gobierno para supervisar la intimidad de sus ciudadanos.

 

            Aunque los detalles del caso han sido revelados a cuentagotas, los primeros indicios apuntan a que la caída en desgracia del prócer se debió a la ácida batalla entre dos mujeres (ninguna de ellas su esposa): Paula Broadwell, una graduada de West Point, experta en terrorismo y autora de una muy elogiosa biografía del general, y Jill Kelley (de soltera Gilberte Khawam), socialité de Tampa y amiga tanto de los Petraeus como del general John Allen, su sucesor designado en Afganistán.

            Según la aún borrosa cronología del caso, a fines de 2006 el general Petraeus conoció a Broadwell en Harvard, donde ella cursaba una maestría; poco después ésta le solicitó convertirlo en el tema de su tesis. El general aceptó y la joven lo visitó en Afganistán seis veces a lo largo de dos años. No obstante, según "fuentes cercanas" a Petraeus, su relación sentimental no se inició hasta el otoño de 2011, cuando él ya había dejado el ejército y se había convertido en director de la CIA.

            Hasta aquí, el asunto sólo competería a los involucrados (o, en todo caso, serviría para discutir hasta dónde un biógrafo puede aproximarse a su "objeto de estudio"), pero en mayo de 2012 Jill Kelley, de cuyas célebres fiestas eran asiduos los Petraeus, alertó a un amigo suyo del FBI -la agencia rival de la CIA-, sobre una serie de emails anónimos que la acusaban de flirtear (o cosas peores) con el general. El agente, identificado luego como Frederick Humphries (y quien solía enviarle fotos sin camisa a Jill), alertó a sus jefes y los expertos del FBI no tardaron en concluir que los correos habían sido enviados por Broadwell en un aparente rapto de celos.

Una vez más, la historia podría haberse cerrado aquí, pero en sus pesquisas los agentes federales se toparon con un alud de correos sexuales de Petraeus a su biógrafa. ¿Hasta dónde tenían derecho a seguir su pista? Según ellos, no les quedaba otro remedio: al toparse con el nombre del jefe de la CIA, imaginaron que éste podría haber violado distintos protocolos de seguridad e incluso consideraron el peligro de que pudiese ser chantajeado por alguien al tanto de sus devaneos.

Aun así, el FBI llegó a la conclusión provisional de que no había delitos que perseguir. Pero Humphries no se conformó y recurrió al líder de la mayoría republicana en el Congreso, quien transmitió su inquietud a otras instancias ejecutivas -hasta que Petraeus quedó contra las cuerdas. En la guinda de lo que suena ya a chisme de vecindad, los investigadores también hallaron cientos de comunicaciones privadas (inconvenientes) entre el general Allen y Jill, provocando la suspensión de su nombramiento como jefe supremo de las fuerzas armadas de la OTAN.

No sería la primera vez que un escándalo sexual es usado por el FBI para acabar con la carrera de un político -una de las especialidades de J. Edgar Hoover-, pero llama la atención que el director de la CIA haya sido atrapado en una maniobra tan burda: según se ha revelado, para ocultar su lujuria usaba las mismas tácticas de un adolescente calenturiento.

Más allá del chismorreo, la caída de Petraeus exhibe la duplicidad que impera en la vida pública estadounidense: una nación que ordena a sus políticos una intimidad sin mácula y exhibe con fruición a quienes se apartan de la norma. Poco importa que Petraeus haya realizado un trabajo ampliamente valorado en Afganistán (o que Eliot Spitzer haya sido un fiscal implacable con los tiburones de Wall Street): sus faltas íntimas se persiguen con mayor energía que otros delitos públicos.

Por supuesto, el affaire Petraeus también despierta suspicacias sobre el comportamiento del FBI y otras agencias de espionaje: bucear en las cuentas de correo, aprovechándose de su carácter de retícula, convierte al ciudadano en un eterno sospechoso, incapaz de defenderse frente a la intrusión del poder en su esfera íntima. Si a la postre no se comprueba que el general Petraeus cometió algún delito, su paradójica caída sólo demostrará que ni siquiera el director de la mayor agencia de espionaje del planeta es inmune a las violaciones a la privacidad puestas en marcha por organismos como el suyo.

           

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18 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un virus planetario

1. Boom Bang. Hoy, cuando lo políticamente correcto es torpedear cualquier mito, se insiste en que el Boom fue una pura una invención editorial. Un fenómeno de mercado. Una eficaz estrategia de marketing. Un golpe de estado y una toma del poder cultural. O, en otro sentido, se busca arrinconar a sus miembros oficiales -Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar y acaso también Donoso y Onetti- para desempolvar las sombras de otros grandes ocultas detrás de ellos: Ribeyro, Di Benedetto, Ibargüengoitia, Puig, Elizondo, Saer, Castellanos, Pitol, Arredondo, tratando de desplazar sus escrituras "marginales" hacia el centro. Nombrar es reunir (y excluir), y el término Boom, tan abierto o cerrado como se quiera, no cesa de despertar suspicacias. Como fuere, adentro o al margen de la etiqueta, durante la época de su predominio y expansión -1962, el año de La ciudad y los perros, a 1982, cuando se le concede el Nobel a García Márquez- hubo en América Latina una concentración de talento literario sólo equivalente (asumo la desmesura) al Siglo de Oro, el periodo isabelino, el Siglo de las Luces, la Rusia decimonónica o la Viena fin-de-siècle. Con su improbable acumulación de obras maestras. Uno podrá cuestionar la hubris política o estética de sus miembros, pero sus libros permanecen como piezas ineludibles de una tradición que sin ellos no existiría como tal. Nadie cuestiona la genialidad de sus predecesores -el largo espectro que va de Borges a Rulfo-, o de sus contemporáneos -algunos ya nombrados-, pero la energía desatada por el Boom, o más bien por los Booms que convivieron en el Boom, aún se expande por todo el planeta.

2. El factor RM. Poco importa si sus antecedentes se encuentran en el romanticismo alemán o en Carpentier, en la fantasía borgiana o en Asturias, en los cuentos infantiles o en Rulfo: el realismo mágico à la García Márquez es la invención más contagiosa surgida de nuestras tierras. A fuerza de verlo repetido hasta la extenuación, casi nos sorprende que un procedimiento tan elemental pueda haber infectado tantas mentes. Pero esa es justo la naturaleza de las ideas geniales: adaptarse mejor que sus competidoras a los distintos medios. Así, Cien años de soledad no sólo es un portento de imaginación, sino la pieza literaria más influyente escrita en español desde el Quijote (asumo, otra vez, la desmesura). García Márquez no podía saber que su deslumbrante retrato de familias iba a convertirse en una herramienta -un arma de destrucción masiva- para uso extensivo de los novelistas provenientes de otras naciones periféricas. La intrusión de la magia en la vida cotidiana, frente a la calculada indiferencia de sus testigos, se convirtió de pronto en la mejor fórmula para expresar las contradicciones del mundo no-occidental en una época en que éste se caracterizaba por su miseria y su brutalidad política. Igual en África o en la India, o China o en Turquía, el realismo mágico permitía huir del realismo imperialista -seña de identidad europea y estadounidense- para dibujar escenarios contradictorios en los que la herencia tradicional, con su caudal de mitos y leyendas, podía entretejerse con la difícil modernización que sufrían, a pasos forzados, estas sociedades. De Rushdie a Mo Yan, de Soyinka a Murakami, de Roy a Achebe -sobran los ejemplos- el procedimiento garciamarquiano devenía una inspiración original. Los latinoamericanos podemos argüir que la reiteración del recurso terminó por hostigar nuestros paladares o que su fuerza acabó diluida en sus epígonos, pero de nada sirve negar su virulencia: hoy, el realismo mágico continúa siendo una pandemia.

            3. Baby-Boom. Resulta tan fácil decir que las últimas obras de los autores del Boom no valen nada. O descalificarlos por su compromiso político, o por sus virajes ideológicos, o por su apoyo a figuras impresentables. Renegar del modelo de intelectual público que encarnaron o impusieron. Burlarse de su compostura, o de su falta de compostura, de su elegancia o su falta de elegancia, de su brillo al hablar o sus tartamudeos. Lo único que no puede hacerse, en América Latina, es olvidarlos. Quien más rápido llegó a esta conclusión, y mejor supo encararla, fue Bolaño: detestaba al Boom con la misma pasión con que lo veneraba. Y sus libros son la mejor prueba de que esta suma de emociones, de la ira recalcitrante a la admiración desbocada, es el único antídoto contra estos monstruos. Sólo desestimarlos te reduce a la amargura. Sólo admirarlos te convierte en su sirviente. A todos ellos, a los oficiales y a los marginales, los incómodos protagonistas de nuestra Edad de Oro, no queda sino odiarlos amorosamente o amarlos rabiosamente. Sin medias tintas.  

 

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16 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tres Obamas

El primer Obama es una anomalía, una quimera. Senador primerizo, de piel negra y familia desmembrada -padre nacionalista nigeriano; madre blanca, progresista y nómada-, educado entre Hawai e Indonesia, salta a la fama con un brioso discurso durante la convención demócrata que unge al malogrado John Kerry, su reverso: un liberal de alta cuna, estirado y, peor, afrancesado. Cuatro años después lo vemos transmutado en un joven líder tan lúcido como ambicioso, tan astuto como impredecible, decidido a trastocar todas las reglas del sistema y a vencer, en las primarias, ni más ni menos que a Hillary Clinton, otra rara avis.   

Consciente -a veces demasiado consciente- de su originalidad y su exotismo, el primer Obama enarbola un discurso de reconciliación y esperanza cuando Estados Unidos, y el mundo entero, se precipitan en la mayor catástrofe económica desde el crash del 29. Tras los ocho años de Bush Jr., marcados a fuego por el 11-S y las campañas de Irak y Afganistán, con su desprecio de la legalidad, sus mentiras y su aprobación de la tortura, el primer Obama, esa anomalía, promete un regreso a la normalidad democrática. Frente a la retórica de la venganza, el equilibrio; frente a la hubris de Wall Street, rendición de cuentas; frente a la interesada disminución del estado, orquestada por los ideólogos neoliberales en alianza con los republicanos, un estado que ofrezca apoyo a los más débiles y frene el riesgo desmedido y la avaricia.

El primer Obama es también un hombre de su tiempo y, enfrentado al cascado y tozudo John McCain -metáfora ideal de su partido-, conquista la blogosfera, seduce a los jóvenes y a las mujeres, a los profesionales y a los sectores más golpeados por la crisis, y cuenta de por sí con el apoyo de negros e hispanos, minorías que forman mayorías. Su victoria se lee histórica: el primer presidente negro, sí, pero también el único que podría conducir a Estados Unidos, y al mundo, a una nueva era de estabilidad y cooperación.

Sólo que, en cuanto se muda a la Casa Blanca, acompañado por su ejemplar familia, el primer Obama da paso al segundo. Aún es una anomalía, pero ser parte del sistema es distinto a confrontarlo. Coherente con sus promesas, se esfuerza (y agota) en buscar un entendimiento con los republicanos, quienes le responden con desdén y, a la postre, con la campaña de desprestigio más brutal que se recuerde. Camuflada en el Tea Party, la extrema derecha dibuja al presidente como socialista o de plano comunista, cuando no sugiere que se trata de un musulmán nacido en Asia. El segundo Obama responde con la templanza del primero, pero el tiempo corre y sus ideales se diluyen.

Contra las cuerdas, el segundo Obama se empecina en ganar una heroica batalla: su reforma del sistema sanitario. Para lograrlo, descuida los demás frentes -la regulación del sistema financiero, el problema migratorio, el cierre de Guantánamo, etc.- y, al autorizar las ejecuciones extrajudiciales y los ataques con aviones no tripulados, se revela casi tan indiferente a la legalidad internacional como su predecesor, pero es el precio a pagar para obtener, al menos, ese triunfo. El asesinato de Bin Laden lo hace ver como un líder firme e implacable, pero para entonces el primer Obama casi se ha desvanecido.

Mientras el primer Obama se caracterizaba por su apertura, el segundo se muestra enigmático y opaco; mientras el primero encarnaba el futuro, el segundo luce contradictorio e improvisado; mientras el primero parecía capaz de sobreponerse a cualquier obstáculo, el segundo es la triste víctima del bloqueo de sus rivales; mientras el primero prometía transformar Washington, el segundo parece haber sido transformado por Washington. Poco importa que, en el proceso, los republicanos queden exhibidos por su mezquindad y su falta de espíritu patriótico: conforme se acerca el final su mandato, el segundo Obama luce débil, alicaído.

Durante la campaña electoral de 2012, el segundo Obama cuanta con una sola ventaja: Romney. El candidato republicano es su contrario: blanco, rico, sin convicciones (ser mormón es su único rasgo propio y lo oculta cuanto puede). Para devenir candidato, Romney se presenta como un ultraconservador antediluviano; luego, abanderando ya a su partido, busca el centro con desesperación. Tenso y arrogante, el segundo Obama -el peor Obama- se deja apabullar en el primer debate. En una dolorosa inversión de los papeles, por un momento Romney simboliza el cambio y el presidente la apatía de quien gobierna por inercia.

            Sólo en el último instante, cuando podría perderlo todo, el primer Obama suplanta tímidamente al segundo: apenas lo necesario para obtener una ajustada victoria. Llega, así, el tiempo del tercer Obama. Un Obama que volverá a enfrentar una Cámara Baja con mayoría opositora. Un Obama que requiere el empuje del primero y la amarga experiencia del segundo. Un Obama que, desprovisto ya del temor ante la reelección, no puede conformarse con ser él mismo. Un Obama que es, hoy, una incógnita.

           

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14 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Alternancia de derechas

Cuando el 1º de diciembre Enrique Peña Nieto tome posesión como presidente de la República, se habrán cumplido tres décadas ininterrumpidas de gobiernos de derecha en México; y para cuando culmine su mandato, en 2018, serán treinta y seis años, más de un tercio de siglo, de experimentar, en esencia, el mismo modelo. Desde que Miguel de la Madrid arribase al poder en 1982, en medio de la rocambolesca crisis producida por el despilfarro de José López Portillo -el último de nuestros populistas-estatistas-, una misma escuela de pensamiento ha dirigido sin titubeos al país.

 

No quiero decir, con ello, que el PRI y el PAN sean equivalentes en todos los sentidos -su enfrentamiento histórico dejó huellas en sus decisiones menos relevantes-, ni que los viejos demócratas panistas sean idénticos a sus antecesores y sucesores priistas, siempre más inclinados al autoritarismo, sino que la ideología central que ha dominado en la agenda de sus cuadros no contiene más que diferencias de matiz.

            No se trata de refrendar aquí la teoría conspiratoria, de corte lopezobradorista, según la cual el PRIAN es una especie de monstruo bifronte diseñado por Carlos Salinas de Gortari y Diego Fernández de Cevallos con el único fin de asegurarse las derrotas de la izquierda, pero sí de insistir en que, más allá de sus diferencias de origen y de tono, de formas y sobre todo de maneras -y a las enemistades surgidas en los procesos sucesorios-, entre las administraciones de De la Madrid y Salinas, de Salinas y Zedillo, de Zedillo y Fox, de Fox y Calderón y, previsiblemente, de Calderón y Peña se tiende una rígida línea de continuidad en su concepción de las políticas públicas.

            No debería sorprender, por tanto, que nuestra transición democrática se haya revelado tan decepcionante: más allá de su discurso de cambio, Fox no transformó un ápice la estructura de poder heredada del priismo, mientras que Calderón ni siquiera llegó a planteárselo, obsesionado con la guerra contra el narco. Y, al menos hasta el momento, Peña se ha limitado a remachar en su discurso en la idea de volver más eficaces los instrumentos del estado, sin querer transformarlos (ni siquiera la desastrosa política de seguridad).

 Si uno se limitase a revisar las políticas públicas de estos treinta años, tendría que concluir que, en efecto, la misma élite política, amparada en los mismos argumentos, se ha impuesto prácticamente sin oposición.

En el manejo de la economía esta alianza es evidente: desde que Salinas y Silva Herzog se batieran por la hegemonía, una misma escuela ha dirigido los destinos de la Secretaría de Hacienda y el Banco de México. Pero lo mismo puede decirse de casi todas las áreas: aunque cambien los titulares, la inercia se mantiene.

            ¿Puede decirse, a estas alturas, que esta ideología casi secreta, bien pertrechada bajo los discursos nacionalistas del PRI y las arengas moralizantes y renovadoras del PAN, es lo que antes llamábamos derecha? Estas distinciones políticas, lo sabemos, se han desdorado desde la caída del Muro de Berlín. Aun así, en su decisión de preservar a toda costa el statu quo, de privilegiar la estabilidad sobre el crecimiento, de honrar sus compromisos con la oligarquía -y respetar sus monopolios-, de enarbolar oportunistamente la libertad por encima de la equidad y de bloquear cualquier intento de despenalizar el aborto o de aprobar el matrimonio homosexual, PRI y PAN no parecen apartarse un ápice del pensamiento que antes llamábamos conservador. Un conservadurismo rancio que incluso ha preservado el anquilosado régimen corporativo del priismo.

            ¿Cómo es posible que el país de la Reforma liberal, de la Revolución Mexicana y del 2 de octubre haya terminado convertido en una sociedad tan conservadora, con la sola excepción del Distrito Federal? Distraídos por la valiente lucha trabada en este tiempo para conseguir auténticas instituciones democráticas, quizás perdimos de vista que bajo tierra, en donde en verdad se tomaban las decisiones cruciales, surgía un acuerdo tácito entre las élites para preservar sus ideas -y sus privilegios.

            La culpa de esta deriva también es, por supuesto, de la izquierda (eso que antes llamamos izquierda). Una izquierda emanada en su mayor parte del priismo y afectada por muchos de sus lastres. Una izquierda tozuda y casi tan conservadora como sus rivales. Una izquierda sin ánimos de contradecir el discurso dominante. Una izquierda, en fin, que ha ganado en estos años millones de votos -y se ha hecho con el control casi absoluto de la ciudad de México-, pero cuya influencia nacional ha sido casi insignificante. La salida de López Obrador del PRD, con la intención de fundar un nuevo partido, es una pésima noticia: si unida, y con dirigentes en extremo populares como Cárdenas y él mismo, la izquierda no logró imponerse, dividida corre el riesgo de volverse irrelevante. Si nada altera esta deriva, todo indica que el país permanecerá por muchos años más bajo el dominio de la derecha conservadora. 

           

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4 de noviembre de 2012
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