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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Perorata del apestado

Decidido a mostrarse impecable -e implacable-, Luis Bárcenas luce el mismo traje gris rata que lo distinguió en sus anteriores comparecencias y, gracias a un permiso especial, usa la corbata que le ha prestado su abogado a fin de conseguir una apariencia más elegante, más decente. Según reportan testigos presentes en la sala, a lo largo de tres horas y media el imputado ni siquiera se detiene a beber un sorbo de agua, como si no pudiese dejar de hablar, azotado por una repentina verborrea, o como si toda la furia que ha acumulado en las últimas semanas en la prisión de Soto del Real sólo pudiera drenarse mediante este testimonio que es, por encima de todo, una quema de naves.

            Ni qué dudarlo: Barcenas se siente traicionado por sus antiguos compañeros de Partido, esos líderes a los que con tanta energía contribuyó a aupar al poder, y ahora no está dispuesto a servirles como vulgar chivo expiatorio. "Si caigo", parece murmurar entre dientes conforme desgrana los detalles de la contabilidad paralela que llevaba como tesorero del Partido Popular, "todos vosotros caeréis conmigo". Por ello apenas respira -si bien, como viejo lobo que es, no deja de intercalar pausas y silencios, reservándose información preciosa para vistas ulteriores- y se regodea al pronunciar los nombres de sus antiguos jefes: el de la secretaria María Dolores de Cospedal y, sobre todo, el del presidente del Gobierno, el impasible Mariano Rajoy.

            Sinuoso y viperino, Bárcenas reconoce, tras haberlo negado cínicamente en el pasado -incluso llegó a forzar su escritura para una prueba caligráfica-, que las notas manuscritas publicadas semanas atrás por El País en efecto son de su autoría y no sólo prueban la existencia de una "contabilidad b" del Partido, sino los sobresueldos que le pagaba a un sinfín de dirigentes populares, incluidos Cospedal y Rajoy, en billetes de 500 euros, sin que éstos tuviesen que firmar recibo alguno. Además, también confirma que los mensajes de texto revelados por El Mundo son auténticos y muestran como Rajoy se mantuvo en contacto con él y su familia incluso cuando ya había sido indiciado. Culminada su comparecencia -su monólogo shakespeareano, más plagado de amenazas que de pruebas-, pide volver a su celda en Soto del Real para seguir rumiando su vendetta

            En medio de la avalancha de casos de corrupción que han salido a la luz tras la quiebra española de los últimos años -del caso Gürtel, en el que también estuvo implicado el extesorero del PP, a Iñaki Undagarín, el yerno del rey, pasando por decenas de empresarios, políticos y banqueros-, el affaire Bárcenas debería ser visto, más que como un colofón o un extremo, como la constatación de una desoladora normalidad. Del mismo modo que las declaraciones de Edward Snowden no hicieron sino reafirmar nuestras sospechas sobre la capacidad de Estados Unidos para intervenir todas las comunicaciones del planeta, la ordalía de Bárcenas certifica la colusión de los intereses económicos y políticos que prevalece entre nuestras élites -en especial, vaya a saberse por qué, en las naciones de origen latino. La corrupción, pues, no como una práctica excéntrica o una lacra propia de nuestras impacientes sociedades, sino como la regla que impera por doquier en un modelo en el que prevalece un pacto de silencio entre los políticos, sin importar el partido en el que militen, al margen del interés público.

En este esquema, la Italia de Berlusconi o la España de Rajoy, que tanta vergüenza han hecho caer sobre Europa, otra vez no resultan rarezas aborrecibles, sino modelos habituales en las ostentosas democracias de nuestro tiempo. El que los innumerables escándalos de Il Cavaliere apenas hayan disminuido su cosecha de votos y el que, culminados los desplantes de Bárcenas, los españoles muy probablemente volverían a votar al Partido Popular si se llegasen a convocar elecciones anticipadas, demuestra que la corrupción se haya en el centro mismo de nuestro sistema y que su desvelamiento no sirve más que para desatar una indignación tan pasajera como inocua.

Frente a este estado de cosas, uno entiende mejor la rabia o la amargura de figuras como Bárcenas -o Iñaki Undagarín, o Elba Esther Gordillo, o Andrés Granier-, puesto que a sus ojos no hicieron más que preservar las reglas del juego, igual que sus nuevos detractores e inquisidores. Contaminadas por la avaricia propia del capitalismo avanzado, nuestras democracias necesitan de chivos expiatorios que hagan pensar a los ciudadanos que los bandidos incrustados en su seno son una perversa minoría, pero éstos han de ser elegidos con cuidado: histriones que, a cambio de promesas o amenazas, estén dispuestos a respetar la omertà y a no denunciar a sus antiguos patrones. Para desgracia del PP en España, el airado Bárcenas parece ser de los pocos que han optado por no hundirse solos.

 

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21 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Entre Ramfis y Radamès

Pese a su carácter de fantasía orientalista -cúmulo de las expectativas y los prejuicios decimonónicos inventariados por Edward Said-, la Aída de Giuseppe Verdi, estrenada en Alejandría en la Noche Buena de 1871, también puede ser leída como el enfrentamiento que prevalece en Egipto entre la casta militar y la eclesiástica. Cuando llegamos al último acto de la ópera, el general Radamès, héroe de la guerra contra los etíopes, ha sido condenado a morir en el los sótanos del Templo de Vulcano (!) tras haber caído en una trampa y revelado información confidencial por culpa de la desdichada Aída, quien en realidad es hija de Amonasro, rey de los etíopes. Y aunque Amneris, la mismísima hija del Faraón, implora clemencia, el sumo sacerdote Ramfis y sus seguidores no tienen misericordia frente al soldado.

            Cuando a partir del 25 de enero de 2011 miles de jóvenes comenzaron a congregarse en la rotonda de Tahrir exigiendo la dimisión de Hosni Mubarak, el sangriento rais a quien los occidentales jamás llamaron dictador, los medios se apresuraron a proclamar que la incipiente Primavera árabe al fin transformaría los regímenes autoritarios de la región en sociedades abiertas. Siguiendo el ejemplo de Túnez, los manifestantes no descansaron hasta que los militares encarcelaron a Mubarak -quien luego sería enjuiciado y sentenciado a cadena perpetua-, levantaron el estado de emergencia y prometieron elecciones libres.

            Los generales cumplieron su palabra y Mohamed Morsi, miembro de la poderosa cofradía de los Hermanos Musulmanes, se convirtió en su primer presidente democrático. Considerado un moderado dentro de la corriente islamista, éste no tardó en perder el favor popular al acentuar la influencia del Islam en la vida pública, al perseguir una ley que le conferiría poderes extraordinarios y, sobre todo, al enfrentarse al ejército que había permitido su ascenso. Su decisión de ordenar el retiro del mariscal Mohamed Tantawi, hombre fuerte de la anterior junta, quizás fue el auténtico disparador de su caída, por más que ésta parezca deberse a las protestas -centradas de nuevo en la rotonda de Tahrir- que se sucedieron a partir de junio.

            En teoría para responder a las "exigencias de la calle", el nuevo jefe de las fuerzas armadas, Abdul Fatah al-Sisi, emitió un ultimátum -más bien una amenaza- a Morsi para que construyera un gobierno de unidad nacional. Éste respondió con un nuevo desafío, alegando la legitimidad de las votaciones que lo habían ungido en su cargo. Al cumplirse el término de 48 horas, el ejército decidió recuperar el control del gobierno y detuvo a Morsi, quien hasta la fecha permanece bajo su custodia. A los pocos días la situación se había vuelto incontrolable, con miles de jóvenes laicos celebrando el golpe, a la vez que los Hermanos Musulmanes y otras organizaciones islamistas eran perseguidas. Para justificar sus acciones, tanto unos como otros no se han cansado de invocar la misma excusa: los Hermanos Musulmanes y Morsi mantienen que fueron elegidos democráticamente -la permanente exigencia de Occidente-, mientras el ejército y los manifestantes de Tahrir justifican el golpe por la necesidad democrática de corregir los desvíos autoritarios del presidente.

            Egipto es el principal aliado de Estados Unidos en el mundo árabe debido a la paz con Israel conseguida gracias a los millones de dólares que la mayor potencia global le entrega, más que a su gobierno, a su cúpula militar (incluso en estos días no ha suspendido la entrega de equipo bélico). Valiéndose de su habitual doble discurso -poco importa que Obama sea el presidente-, Estados Unidos ni siquiera ha querido llamar "golpe de estado" a lo ocurrido y se ha limitado a expresar su preocupación por la violencia. Lo cierto es que, cuando las elecciones llevan al poder a líderes contrarios a los intereses de Occidente -en una línea que va de Hamás en Gaza al de los Hermanos Musulmanes en Egipto-, la democracia no resulta tan importante y de inmediato se encuentran subterfugios para acotarla. Si bien en el gobierno de transición hay figuras prestigiosas, quien manda es el ejército, que no ha se ha detenido a la hora de limitar la libertad de expresión o reprimir a sus enemigos eclesiásticos. Aun si otra vez cumplen su palabra y convocan nuevas elecciones, en el mejor de los casos nos encontraríamos frente a una "democracia de los generales" semejante a la de Turquía en el pasado. Es decir, una falsa democracia.

            La mayor enseñanza de los triunfos y fracasos de la mal llamada Primavera árabe es que, si no se construyen auténticas instituciones democráticas, con pesos y contrapesos específicos y límites precisos a los estamentos eclesiásticos y militares -las dos lacras que siempre han acompañado a la humanidad-, las perspectivas de un auténtico progreso en la región se verán constantemente defraudadas. Por ahora los herederos de Radamès han conseguido vengarse de los seguidores de Ramfis, pero esta óperaa aún no concluye.

 

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14 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bolaño, epidemia

El 15 de julio se cumplen diez años de la muerte de Roberto Bolaño. Reproduzco aquí dos textos que le he dedicado en mis libros Mentiras contagiosas (2008) y El insomnio de Bolívar (2009).

 

1. El último latinoamericano

 

Tras una larga enfermedad, Roberto Bolaño murió el 14 de julio de 2003. Ese día, cerca de la medianoche, se volvió inmortal. Cierto: poco antes había empezado a paladear eso que las revistas del corazón llaman las mieles de la fama, o al menos de esa fama lerda y un tanto escuálida a la cual aspira un escritor. Apenas unos días atrás, en Sevilla, donde se aprestaba a leer su casi siempre mal citada o de plano incomprendida conferencia "Sevilla me mata", él mismo se había apresurado a buscar un ejemplar del periódico francés Libération porque le dedicaba la primera plana de su suplemento, y ya sabemos que para cualquier escritor latinoamericano -y Bolaño, pese a ser el último, lo era- no existe mayor celebridad que los halagos pedantes y un punto achacosos de la izquierda intelectual francesa. Como todo escritor que se respete, Bolaño se reía a carcajadas de las mieles de la fama y se pitorreaba de la izquierda intelectual francesa, pero el sabor almibarado de los artículos y críticas que lo ponían por los cielos endulzó un poco sus últimos días. En resumen: antes de morir, Bolaño alcanzó a entrever, con la ácida lucidez que lo caracterizaba, que estaba a punto, a casi nada, de convertirse en un escritor famoso pero, aunque era consciente de su genio -tan consciente como para despreciarlo-, quizás no llegó a imaginar que muy poco después de su muerte, que también entreveía, no sólo iba a ser definido como "uno de los escritores más relevantes de su tiempo", como "un autor imprescindible", como "un gigante de las letras", sino también como "una epidemia" y como "el último escritor latinoamericano". Pero así es: murió Bolaño y murieron con él, a veces sin darse cuenta -aún hay varios zombis que deambulan de aquí para allá-, todos los escritores latinoamericanos. Lo digo clara y contundentemente: todos, sin excepción.

            Lo anterior podría sonar como una típica boutade de Bolaño, y podría serlo: murió Bolaño y con él murió esa tradición, bastante rica y bastante frágil, que conocemos como literatura latinoamericana (marca registrada). Por supuesto aún hay escritores nacidos en los países de América Latina que siguen escribiendo sus cosas, a veces bien, a veces regular, a veces mal o terriblemente mal, pero en sentido estricto ninguno de ellos es ya un escritor latinoamericano sino, en el mejor de los casos, un escritor mexicano, chileno, paraguayo, guatemalteco o boliviano que, en el peor de los casos, aún se considera latinoamericano. Fin de la boutade.

            Bolaño conocía perfectamente la tradición que cargaba a cuestas, los autores que odiaba y los que admiraba, los cuales en no pocas ocasiones eran los mismos. No los españoles (que despreciaba o envidiaba), no los rusos (que lo sacudían), no los alemanes (que le fastidiaban), no los franceses (que se sabía de memoria), no los ingleses (que le importaban bien poco), sino los escritores latinoamericanos que le irritaban y conmovían por igual, en especial esa caterva amparada bajo esa rimbombante y algo tonta onomatopeya, Boom. Cada mañana, luego de sorber un cortado, mordisquear una tostada con aceite y hacer un par de genuflexiones algo dificultosas, Bolaño dedicaba un par de horas a prepararse para su lucha cotidiana con los autores del Boom. A veces se enfrentaba a Cortázar, al cual una vez llegó a vencer por nocaut en el último round; otras se abalanzaba contra el dúo de luchadores técnicos formado por Vargas Llosa y Fuentes; y, cuando se sentía particularmente poderoso o colérico o nostálgico, se permitía enfrentar al campeón mundial de los pesos pesados, el destripador de Aracataca, el rudo García Márquez, su némesis, su enemigo mortal y, aunque sorprenda a muchos, su único dios junto con ese dios todavía mayor, Borges.

            Bolaño, cuando todavía no era Bolaño sino Roberto o Robertito o Robert o Bobby -no sé de nadie que lo llamara así, pero da igual-, creció, como todos nosotros, a la sombra de esa pandilla todopoderosa y aparentemente invencible, esos superhéroes vanidosos reunidos en el Salón de la Justicia que montaban en Barcelona o en La Habana o en México o en Madrid o dondequiera que su manager los llevase. Bolaño los leyó de joven, los leyó de adulto y tal vez los hubiese releído de viejo: nombrándolos o sin nombrarlos, cada libro suyo intenta ser una respuesta, una salida, una bocanada de aire, una réplica, una refutación, un homenaje, un desafío o un insulto a todos ellos. Todas las mañanas pensaba cómo torcerle el pescuezo a uno o cómo aplicarle una llave maestra a otro de esos viejos que, en cambio, dolorosamente, nunca lo tomaron en cuenta o lo hicieron demasiado tarde.

            Si hemos de pecar de convencionales, convengamos con que la edad de oro de la literatura latinoamericana comienza en los sesenta, cuando García Márquez, que aún era Gabo o Gabito, pregunta: ¿qué vamos a hacer esta noche?, y Fuentes, que siempre fue Fuentes, responde: lo que todas las noches, Gabo, conquistar el mundo. Y concluye, cuarenta años más tarde, en 2003, cuando Bolaño, ya siendo Bolaño, se presenta en Sevilla y anuncia, soterradamente, casi con vergüenza, que su nuevo libro está casi terminado, que la obra que al fin refutará y completará y dialogará y convivirá con La Casa Verde y Terra Nostra y Rayuela y sí, también, con Cien años de soledad, está casi lista, aun si ese casi habrá de volverse eterno porque Bolaño también presiente que no alcanzará a acabar, y menos aún a ver publicado, ese monstruo o esa quimera o ese delirio que se llamará, desafiantemente, 2666.

 

2. Todos somos Bolaño

 

Somos una pandilla de escritores jóvenes, o más bien de escritores un tanto traqueteados, incluso viejos o casi decrépitos, aunque sí bastante inmaduros, todos menores de cuarenta años, reunidos en otro congreso de escritores jóvenes -jóvenes por decreto, insisto-, en la fría y acogedora ciudad de Bogotá. Treinta y ocho escritores (falta uno de los invitados) listos para discutir sobre un tema soso y vano como el futuro de la literatura latinoamericana, signo evidente de que los organizadores del encuentro no saben que, desde la muerte de Bolaño, la literatura latinoamericana ya no tiene futuro sino sólo pasado, un pasado bastante elocuente y rico, todo hay que decir. Los treinta y ocho que estamos allí, en Bogotá, admiramos la ciudad y admiramos la forma de bailar de las chicas locales -tarea muy bolañesca- y, mientras tomamos mojitos y aguardientes, nos comportamos como colegiales, quizás porque desearíamos ser colegiales. Ajeno a nuestra apatía, el público insiste en preguntarnos por el futuro de la literatura latinoamericana, por su presente (que en teoría encarnamos), y por los rasgos que nos diferencian de nuestros mayores, es decir de los escritores latinoamericanos que tienen más de treinta y nueve años, once meses y treinta días. Nos miramos los unos a los otros, confundidos o más bien perplejos de que a alguien le preocupe semejante tema, procuramos no burlarnos -a fin de cuentas somos los invitados, el presente y el supuesto futuro de la literatura latinoamericana-, y respondemos, a media voz, lo más educadamente posible, que no tenemos la más puñetera idea de cuál es nuestro futuro y que hasta el momento no hemos encontrado un solo punto común que nos una o amalgame o integre -fuera de nuestro amor por Bogotá y por los mojitos-, pero como a nadie le convencen nuestras evasivas, por más corteses que sean, nos esforzamos y al final encontramos un punto en común entre todos, un hilo que nos ata, un vínculo del que nos sentimos orgullosos, y entonces pronunciamos en voz alta, envanecidos, sonrientes para que las fotografías den cuenta de nuestras dentaduras perfectas de escritores latinoamericanos menores de cuarenta, su nombre.

            Bolaño, decimos. Bolaño.

            El paraguayo admira a Bolaño, los argentinos admiran a Bolaño, los mexicanos admiramos a Bolaño, los colombianos admiran a Bolaño, la dominicana y la puertorriqueña admiran a Bolaño, el boliviano admira a Bolaño, los cubanos admiran a Bolaño, los venezolanos admiran a Bolaño, el ecuatoriano admira a Bolaño, vaya, hasta los chilenos admiran a Bolaño. Poco importa que en lo demás no coincidamos -excepto en nuestra fascinación por los mojitos y el aguardiente-, que nuestras poéticas, si es que tan calamitosa expresión aún significa algo, no se parezcan en nada, que unos escriban de esto y otros de aquello, que a unos les guste encharcarse en la política, y a otros abismarse en el estilo, y a otros nadar de muertito, y a otros hacer chistes verdes o amarillos, y a otros irse por la tangente, y a otros machacarnos con detectives y asesinos seriales, y a otros más darnos la lata con la intimidad femenina o masculina o gay: todos, sin excepción, queremos a Bolaño.

            ¿Extraño, verdad? Creo que a Bolaño le hubiese parecido aún más extraño, aunque también hubiese aprovechado para darse un baño en las aguas de nuestro entusiasmo, qué le vamos a hacer. Porque lo más curioso es que, en efecto, los escritores que tienen más de treinta y nueve años, once meses y treinta días  -con las excepciones de algunos hermanos mayores, en especial el trío de rockeros achacosos formado Fresán, Gamboa y Paz Soldán- por lo general no admiran a Bolaño, o lo admiran con reticencias, o de plano lo detestan o les parece, simple y llanamente, "sobrevalorado" (su palabra favorita). Si no me creen, vayan y hagan el experimento ustedes mismos: busquen un escritor menor de cuarenta (los encontrarán sin falta en el bar de la esquina) y pregúntenle por Bolaño: más del ochenta por ciento, no exagero, dirá que es bien padre o güay o chévere o maravilloso o genial o divino. Y luego pregúntenle a un escritor mayor de cuarenta (los encontrarán en el bar de enfrente o en un ministerio o en una casa de retiro) y verán que en el ochenta por ciento de los casos tiene algún reparo que hacerle, o varios, o todos. En esta época que detesta las fronteras generacionales, que desconfía de las clasificaciones, de los libros de texto, de los manuales académicos, de los críticos mamones, en fin, en esta época que reniega de esa entelequia que sólo los más bellacos siguen denominando canon, resulta que los menores de cuarenta aman a Bolaño con pasión. Ante un fenómeno que se aproxima a lo paranormal y que posee innegables tintes religiosos -Bolaño para Presidente, God save Bolaño, Bolaño es Grande, YoªBolaño- cabe preguntarse, evidentemente, ¿por qué?

 

3. Retrato del agitador adolescente

 

Ahora todos conocemos la prehistoria: cuando era joven y todavía no era Bolaño y vivía exiliado en la ciudad de México, Roberto o Robertito o Robert o Bobby participó en una pandilla o mafia o turba o banda -por más que ahora sus fanáticos y unos cuantos académicos despistados crean que fue un grupo o un movimiento literario-, cuyos miembros tuvieron la ocurrencia de autodenominarse "infrarrealistas". Una pandilla o mafia de jóvenes iracundos, de pelo muy largo e ideas muy raras, macerados en alcohol y las infaltables drogas psicodélicas de los setentas, que se dedicó a pergeñar manifiestos y poemas y aforismos y sobre todo a beber y a probar drogas psicodélicas y, de tarde en tarde, a sabotear las presentaciones públicas de los poetas y escritores oficiales del momento, encabezados por ese gurú o mandarín o dueño de las letras mexicanas, el todopoderoso, omnipresente y omnisciente Octavio Paz.

            Luego de vagabundear por los tugurios de la colonia Juárez o de la colonia Santa María la Ribera, de echarse unos tequilitas o unos churros (de marihuana: nota para el lector español), Mario Santiago y Robertito Bolaño se lanzaban a la Casa del Lago y, cuando el grandísimo e iracundo Paz o alguno de sus exquisitos seguidores se aventuraba con un poema sobre el ying y el yang o la circularidad del tiempo, irrumpían en el recinto y, sin decir agua va, lanzaban sus bombas fétidas, sus consignas, su chistes y aforismos para dejar en ridículo al susodicho o susodichos, o al menos para hacerlos trastabillar y maldecir y ponerse rojos de coraje. Estos happenings, que sólo en los sesenta podían ser vistos como modalidades extremas de la vanguardia o como guerrillas poéticas efectivas, apenas tenían relevancia y sólo algún periodicucho marxista o universitario reseñaba las fechorías cometidas por esos mechudos que atentaban, sin ton ni son, contra las glorias de la literatura nacional.

            El México de entonces bullían las imitaciones de enragés y situacionistas franceses, las imitaciones de angry young men británicos, las imitaciones de jipis gringos, y nadie se tomaba demasiado en serio sus exabruptos (excepto Paz, que solía tomarse un té de tila cada vez que pensaba en ellos). Lo más probable es que nunca nadie hubiese vuelto a acordarse de las acciones y payasadas de los infrarrealistas -con excepción de Juan Villoro y Carmen Boullosa, sus pasmados contemporáneos-, de no ser porque veinte años más tarde, cuando Bolaño estaba a punto de convertirse en Bolaño, se le ocurrió volver la mirada hacia sus desmanes adolescentes y con esa burda argamasa construyó su primera gran novela, Los detectives salvajes, trasformando a esos jóvenes inadaptados en personajes románticos (maticemos: torpemente románticos) o al menos en algo así como héroes generacionales para los jóvenes de los noventa, tan desencantados y torpes como ellos, sólo que con menos huevos.

            Tras veinte años de incubación, Bolaño desempolvó los recuerdos desvencijados de su juventud mexicana, de sus amigos malogrados, de esos poetas de pacotilla, e inventó la última épica latinoamericana del siglo xx. Los realvisceralistas que pululan en las páginas de Los detectives salvajes son unos perdedores tan patéticos como sus antepasados infrarrealistas pero, maquillados con las ingentes dosis de literatura que Bolaño se embutió a lo largo de veinte años, encontraron una cálida acogida entre los jóvenes latinoamericanos de los noventa, para quienes se transformaron en símbolos postreros de la resistencia, la utopía, la desgracia, la injusticia y una renovada fe en el arte que entonces no abundaba en ningún otro lugar (y mucho menos en el realismo mágico de tercera y cuarta y hasta quinta generación).

            Cuando Los detectives salvajes vio la luz en 1998, la literatura latinoamericana se hallaba plenamente establecida como una marca de fábrica global, un producto de exportación tan atractivo y exótico como los plátanos, los mangos o los mameyes, un decantado de sagas familiares, revueltas políticas y episodios mágicos -cosa de imitar hasta el cansancio a García Márquez-, que al fin empezaba a provocar bostezos e incluso algún gesto de fastidio en algunos lectores y numerosos escritores. Frente a ese destilado de clichés que se vanagloriaba de retratar las contradicciones íntimas de la realidad latinoamericana, Bolaño opuso una nueva épica, o más bien la antiépica encabezada por Arturo Belano y Ulises Lima: una huida al desierto después de tantos años de selvas; la búsqueda de otro barroco tras décadas de labrar los mismos angelitos dorados; una idea de la literatura política lejos de los memorandos a favor o en contra del dictador latinoamericano en turno (bueno, reconozcamos que Fidel sobrevivió a Bolaño). No fue poca cosa. Esta novela mexicana escrita por un chileno que vivía en Cataluña fue ávidamente devorada por los menores de cuarenta, quienes no tardaron en ensalzarla como un objeto de culto, como un nuevo punto de partida, como una esperanza frente al conformismo mágicorrealista, como una fuente inagotable de ideas, como un virus que no tardó ni diez años en contagiar a miles de lectores que por fortuna no estaban vacunados contra la escéptica rebeldía de sus páginas.

            Sin que Bolaño lo quisiera, o tal vez queriéndolo de una forma tan sutil que resulta incluso perversa, Los detectives salvajes ocupa entre los menores de cuarenta el lugar que para los mayores de cuarenta tuvo Rayuela. Habrá que esperar, eso sí, para saber si en cuarenta años nosotros, los ahora menores de cuarenta, volvemos a Los detectives salvajes sin sentirnos tan decepcionados como los mayores de cuarenta que han vuelto a leer Rayuela. Como dice un amigo, sólo el tiempo lo verificará.

 

4. Queremos tanto a Roberto

 

A fines de 1999 Bolaño ya se había convertido en Bolaño: además del laboratorio llamado La literatura nazi en América y de algunos textos menores o que en todo caso a mí me parecen menores, había publicado dos obras maestras: un milagro de contención, fiereza e inteligencia, Estrella distante, en mi opinión su mejor novela breve, y Los detectives salvajes. Había ganado el Premio Herralde y el Premio Rómulo Gallegos. Todo el mundo empezaba a hablar de Bolaño, y más después de sus viajes a Chile donde, como chivo en cristalería, decidió vengarse de un plumazo de todos sus compatriotas -y en especial, no sé por qué, del pobre Pepe Donoso-, con algunas excepciones que debían más a su excentricidad que a su patriotismo (Parra, Lemebel), y donde protagonizó un sonado y vulgar rifirrafe con Diamela Eltit por desavenencias gastronómicas y odontológicas y no, como podría esperarse, por desavenencias literarias (aunque Bolaño tenía serios problemas para diferenciar lo cotidiano de lo artístico, o de hecho creía que lo cotidiano era, con frecuencia, lo artístico). 

            En los años siguientes, Bolaño escribió libros excelentes (Nocturno de Chile, su tercera obra maestra), escribió libros regulares (Amuleto, Amberes) y, como cualquier gran escritor, también escribió libros francamente malos (la insufrible Monsieur Pain, los irregulares Putas asesinas y El gaucho insufrible). De hecho, voy a decir algo que los fanáticos de Bolaño no me van a perdonar: a mí no me gustan los cuentos de Bolaño; es más, creo que Bolaño no era muy buen cuentista, aunque tenga un par de cuentos memorables. Confieso que siempre he tenido la impresión de que los cuentos de Bolaño al igual que, en otra medida, sus poemas, eran con frecuencia esbozos o apuntes para textos más largos, para la distancia media que tan bien dominaba y para las distancias largas que dominaba como nadie. Por eso me parece un despropósito continuar destripando su computadora para publicar no sólo los textos que el propio Bolaño nunca quiso publicar, sino incluso fragmentos, cuentos y poemas truncados, pedacería que en nada contribuye a revelar su grandeza o que incluso la estropea un poco -como si cada línea salida de la mano de Bolaño fuese perdurable.

            Recapitulo: tras la publicación de Los detectives salvajes y hasta el día de su muerte, Bolaño publicó una tercera obra maestra, Nocturno de Chile, donde avanzaba en su fragorosa inmersión en el mal que habría de llevarlo a 2666; publicó varias recopilaciones de cuentos que a algunos les gustan pero a mí no; publicó otras novelas cortas; y sobre todo se dedicó a preparar en cuerpo y alma, como si estuviera condenado -porque estaba condenado-, el que habría de convertirse en su último libro, su obra definitiva, su canto del cisne: esa novela que dejó inconclusa pero que siempre dijo que quería publicar aún de forma póstuma -a diferencia de los retazos y las notas de la lavandería-, la "monumental", "ciclópea", "inmensa", "inabarcable" (los adjetivos obvios que le concedió la crítica) e impredecible 2666.

            Aunque su temprana muerte provocó que Bolaño no escribiese tantos libros como planeó (y como hubiésemos querido sus lectores), es el creador una obra lo suficientemente amplia, rica y variada como para que cada escritor, cada crítico y cada lector encuentre en ella algo estremecedor o novedoso. Así, los amantes de la prosa, los que tienen oídos musicales y los obsesivos de la retórica pueden sentirse maravillados por su estilo, ese estilo un tanto desmañado pero nunca afectado o manierista (una tara española que él detestaba y de la cual huía), ese estilo lleno de acumulaciones, de polisindetones, de coordinadas y subordinadas caóticas, ese estilo que, como cualquier estilo personal, es tan fácil de admirar como de imitar (y de parodiar u homenajear, como intento en estas líneas). Otros, en cambio, los amantes de las historias, los defensores de la aventura, los posesos de la trama, se descubren fascinados por sus relatos circulares y un tanto oníricos, llenos de detalles imprevistos, de digresiones y escapes a otros mundos, de incursiones paralelas, llenos, incluso, de una especie de suspenso que nada tiene que ver con la novela policíaca que Bolaño tanto detestaba (aunque menos que al folletín). Otros más, los amantes del compromiso, esos que no se resignan a ver la literatura como una entretención, como un pasatiempo de eruditos, como un vicio culto, encuentran en los textos de Bolaño esa energía política que se creía extinta, esa voluntad de revelar las aristas y los meandros y las oscuridades del poder y del mal, ese ejercicio de crítica feroz hacia el statu quo, esa nueva forma de usar la literatura como arma de combate sin someterse a ninguna dictadura y a ninguna ideología, esa convicción de que la literatura sirve para algo esencial. Unos más, ese reducido pero cada vez más poderosa secta de adoradores de los libros que hablan de otros libros, los enfermos de literatura, los autistas a quienes la realidad les tiene sin cuidado, los hinchas de la metaliteratura de Vila-Matas, de la metaliteratura de Piglia, e incluso de la metaliteratura (que a mí me parece subliteratura) de Aira, también hallan en Bolaño una buena dosis de citas, de oscuras referencias literarias, de metáforas eruditas, de meditaciones sobre escritores excéntricos. Vaya, hasta quienes aún disfrutan con los fuegos de artificio de la experimentación formal sienten que Bolaño les guiña un ojo con riesgos formales, paradojas y ambigüedades sintácticas, con su amor por la incertidumbre y el caos, que ellos estudian al microscopio y luego explican aludiendo a los fractales, a la relatividad y a la física cuántica, a los árboles rizomáticos y a otras palabrejas aún más raras, tan del gusto de estructuralistas, postestructuralistas, deconstruccionistas y demás -istas, que a Bolaño tanto fascinaban (no por nada él fue infrarrealista e inventó a los realvisceralistas) y de las que, como es evidente, siempre se desternilló.

 

5. El oráculo de Blanes

 

En Sevilla, en el congreso de jóvenes escritores al que asistió en 2003 y que terminaría por ser su última aparición pública, un escritor joven se acercó a Bolaño, el maestro indiscutible, el sabio y el aeda, y le preguntó con ingenuidad y veneración y respeto qué consejo podía darle a los escritores jóvenes, no sólo a quienes estaban allí reunidos para escuchar sus profecías, sino a los escritores jóvenes de todos los países y de todas las épocas. Y Bolaño, que siempre buscaba desconcertar a sus interlocutores -y en especial a los críticos- respondió algo como esto: les recomiendo que vivan. Que vivan y sean felices. A sus fanáticos más recalcitrantes, a aquellos que lo veneran como al nuevo demiurgo de la literatura, quizás les moleste esta anécdota verídica (muchos testigos podrían comprobarla). A mí me fascina. Bolaño intuía que iba a morir muy pronto y susurraba que, más allá de la fama y más allá de los libros y más allá de la literatura, está eso: la vida. La vida que a él se le acababa, la vida que entonces él ya casi no tenía.

 

6. 2666: bomba de tiempo

 

Murió Bolaño y a los pocos meses nació 2666, su obra más ambiciosa y vasta y arriesgada, su maldición y su herencia. Pese a su estado más o menos inconcluso (imagino que Bolaño habría pulido sus páginas hasta cansarse), es una de las novelas más poderosas, perturbadoras e influyentes escritas en español. Aclaro: aunque en algún momento el propio Bolaño sugirió separar sus distintas partes a fin de obtener alguna ventaja económica para su familia, 2666 sólo puede leerse completa, sus más de mil páginas de un tirón, dejándose arrastrar por la marea de su escritura, su avalancha de historias entrecruzadas, el torbellino de sus personajes, el tsunami de su estilo, el terremoto de su crítica, y jamás como cinco novelitas de tamaño más o menos aceptable. Durante los años en que se consagró a redactar 2666, Bolaño quizás intuía que se trataba de un proyecto insensato e imposible, de una empresa superior a sus fuerzas, o por el contrario quizás 2666 lo mantuvo con vida hasta el límite de sus fuerzas, más o menos sano, durante esos años, pero en cualquier caso el dolor y la premura y la nostalgia ante la vida que se esfuma impregnan cada una de sus páginas.

            Desde su publicación en 2004 han comenzado a decirse cientos de cosas distintas y contradictorias sobre 2666, se han tejido en torno a ella otras miles de páginas, algunas lúcidas, otras banales, otras absurdas, otras simplemente azoradas,  sobre este inmenso libro que se esfuerza por escapar a las clasificaciones y a los adjetivos (pero no a la acumulación de adjetivos). Hay quien mira 2666 como quien se asoma a un abismo o un espejo empañado; quien considera que es una gigantesca glosa al Boom o una negación del Boom o el sabotaje extremo del Boom; quien glorifica su feroz denuncia política o deplora sus trampas literarias o su ambición o su soberbia o su inevitable fracaso; quien encuentra en sus páginas la mayor decantación del estilo y las obsesiones de Bolaño o quien denuncia el manierismo en el estilo y la repetición constante de las mismas obsesiones de Bolaño; quien bucea en ella en busca de galeones hundidos y quien la escala como una cumbre nevada y mortal; quien no tolera su injurioso y procaz recuento de atrocidades y quien se carcajea con sus atajos y sus salidas de tono; quien estalla de indignación ante su desmesura -señalar, ni más ni menos, el posible secreto del mundo- y quien se perfuma con sus metáforas hilarantes y grotescas; quien se asfixia en sus desiertos y quien se hunde poco a poco en sus pantanos; quien se empeña en desentrañar sus sueños -los sueños menos verosímiles de la literatura en español- y quien, de plano, se salta páginas y páginas; quien al terminar su lectura se convierte en fiel discípulo del bolañismo -otra religión del Libro- y quien de plano abandona la fe y se dedica, más prudentemente, a la orfebrería o el arte conceptual, que es casi idéntico. Y esto es así porque apenas han pasado tres o cuatro años desde su publicación; porque, como Bolaño sabía como lo sabía Nietzsche, su obra fue escrita con la certeza de que sería póstuma; porque lectores y escritores y críticos apenas han comenzado a saquear sus cavernas, a remover sus arenas, a desbrozar sus tierras, a desecar sus marasmos, a civilizar sus selvas, a alimentar a sus fieras, a clasificar a sus artrópodos, a vacunarse contra sus plagas, a resistir sus venenos. Y porque, como su título anuncia, 2666 fue escrita como una bomba de tiempo destinada a estallar, con toda su fuerza, en 2666.

            Lástima que, como él, nosotros tampoco lo veremos.

 

7. Epidemia

 

En Sevilla, donde se disponía a leer "Sevilla me mata", pero donde no alcanzó a leer "Sevilla me mata" frente a una docena de escritores jóvenes -jóvenes por decreto vuelvo a decir- que lo admiraban y envidiaban y lo escuchaban como a un mago o a un oráculo, una noche Bolaño repitió, una y otra vez, el mismo chiste. Un chiste malo. Un chiste pésimo. Un chiste de esos que no hacen reír a nadie. Un tipo se le acerca a una chica en un bar. "Hola, ¿cómo te llamas?", le pregunta. "Me llamo Nuria". "Nuria, ¿quieres follar conmigo?" Nuria responde: "Pensé que nunca me lo preguntarías". Cinco, diez, veinte variaciones del mismo tema. De ese tema fútil, banal, insignificante. De ese chiste malo. De ese chiste pésimo. De ese chiste que no hace reír a nadie. Pero los escritores jóvenes congregados en Sevilla lo escuchaban arrobados, seguros de que allí, en alguna parte, se oculta el secreto del mundo.

 

8. Posdata. Bolaño, perturbación

 

            Nunca desde el Boom y, para ser precisos, desde que García Márquez publicó Cien años de soledad en 1967, un escritor latinoamericano había gozado de una celebridad tan inmediata como Roberto Bolaño: tras su éxito en español -premios Herralde y Rómulo Gallegos, y su conversión en gurú de las nuevas generaciones- fue objeto de un reconocimiento unánime por parte de la crítica francesa, su fama se contagió entonces al resto de Europa y por fin, un lustro después de su muerte, explotó en Estados Unidos, uno de los medios literarios más cerrados e impermeables a las literaturas extranjeras. La publicación en inglés de 2666 a principios de 2009 se convirtió en la quintaesencia del delirio bolañesco -y de la construcción de un nuevo icono global-: miles de copias vendidas, artículos a cual más elogiosos en todos los medios -incluyendo el NYT, la NYRB y el New Yorker, detonadores de la fama y la moda intelectuales- y la puesta en marcha de una leyenda ligada a sus excesos vitales y a su temprana muerte. Por si ello fuera poco, paralelamente sus herederos abandonaron la agencia de Carmen Balcells, mítica cofundadora del Boom, para pasar a ser representados por Andrew Wylie, alias El Chacal, el agente literario neoyorquino que concentra más premios Nobel y autores de culto por metro cuadrado (y que ha anunciado ya la recuperación de una novela que Bolaño dejó entre sus papeles).

            Más arriba he intentado barruntar las posibles causas de la abrumadora fascinación que Bolaño ejerce entre los escritores y lectores más jóvenes, pero allí me limitaba al campo hispanoamericano, mientras que la aparición de la edición inglesa de 2666 marca un nuevo hito en esta apabullante canonización (en el doble sentido del término). Tras revisar buena parte de las reseñas y artículos publicados en los principales medios literarios estadounidenses, no dejó de sorprenderme que su lectura de Bolaño y, en especial, la reinvención de su figura, no tuviesen nexo alguno con la recepción de Bolaño en español. No sostengo, como algunos críticos españoles e incluso algunos amigos suyos, que el Bolaño gringo sea una falsificación, un producto del márketing, una reinvención forzada o un simple malentendido: por el contrario, acaso el poder telúrico de sus textos radica en las diversas interpretaciones, a veces contrastantes u opuestas, que pueden extraerse de sus libros. Pero su entronización por la crítica estadounidense sí revela, en cambio, otro fenómeno: no sólo el Bolaño leído y recreado por esta poco o nada tiene que ver con su lectura en español, sino que al parecer ninguno de sus panegiristas se tomó siquiera la molestia de leer lo que la crítica hispanohablante había venido diciendo de Bolaño -casi siempre con la misma admiración- desde hace más de una década. Al llegar intempestivamente a Estados Unidos y convertirse de pronto en un autor de culto, Bolaño cruzó el desierto, atravesó la frontera y escapó de la migra literaria, pero no pudo llevar consigo a ninguno de sus familiares: en conjunto, los críticos estadounidenses se vanaglorian de su hallazgo, como si fueran los arqueólogos responsables de desenterrar a Bolaño del olvido, sin tomar en cuenta el mundo real -y no sólo el ambiente mitológico tramado por ellos- que marcó la andadura de Bolaño.

            Pocos autores tan eruditos y conscientes de su lugar en la literatura mundial, y especialmente en la latinoamericana, como el escritor chileno: cada uno de sus textos es una doble respuesta -valdría la pena decir: una bofetada- a la tradición o más bien a las tradiciones que lo obsesionaban. Nada de ello aparece, por supuesto, en las lecturas de la crítica estadounidense. Para un mexicano como yo, que además tuvo la oportunidad de conversar con Bolaño en decenas de ocasiones, no deja de resultar extravagante que un libro plagado de referencias a la historia literaria mexicana como Los detectives salvajes -en mi opinión, un ring de box en el que Bolaño ajusta cuentas con su pasado- pudiese ser leído, comprendido y disfrutado en un medio que las ignora por completo. Y, sin embargo, así ocurrió: su éxito en Estados Unidos fue absoluto. ¿Qué significa esto? Acaso que se trata de un libro tan universal -y tan abierto- que los guiños eruditos pierden importancia; o acaso que los prejuicios y la superficialidad de la lectura estadounidense son mayúsculos. Bolaño no ha sido ensalzado en inglés por ser latinoamericano o chileno, ni por sus vínculos con esta parte del mundo -la sensación es que podría haber sido tailandés o kuwaití- sino por otras razones, tanto literarias como extraliterarias, y su caso no es comparable ya, en ninguna medida, al de García Márquez -o, en otro extremo, al de Isabel Allende-, sino sólo al de Haruki Murakami, la única estrella literaria capaz de hacerle competencia en inglés.

            Si algo destaca en la recepción crítica de Bolaño en Estados Unidos, es la evaluación -o directamente la reinvención- que esta lleva a cabo de su figura como escritor. El novelista Jonathan Lethem, en su bombástica reseña en el New York Times, marcó la pauta:

 

En un estallido de imaginación ya legendario en la literatura contemporánea en español, que rápidamente se volvió internacional, Bolaño, en la última década de su vida, escribiendo con la urgencia de la pobreza y su pobre estado de salud, construyó un notable cuerpo de cuentos y novelas precisamente a partir de esas dudas: que la literatura, que él reverenciaba como un penitente ama (y se levanta contra) un dios elusivo, puede articular y dar significado a las bajas verdades que él conoció como rebelde, exiliado, adicto [...].

 

            Más allá de la discusión sobre si Bolaño había sido aficionado o no a la heroína, ninguna de las críticas de sus libros en lengua española se empeñó en destacar su figura de "rebelde, exiliado, adicto". (Por si fuera poco, durante esa última década Bolaño jamás vivió "en la urgencia de la pobreza", sino en una modesta vida de clase media suburbana, infinitamente más plácida que la de decenas de inmigrantes latinoamericanos en Cataluña). Sin duda la relación entre la vida y la obra posee un encanto mayor en Estados Unidos que en ninguna otra parte, pero el énfasis en la supuestas o reales penurias del autor han resultado clave a la hora de interpretarlo (y, obviamente, de venderlo). El mundo literario estadounidense se ha visto obligado a construir un rebelde radical a partir de un simple malentendido: confundir a un narrador en primera persona con su autor. Bolaño, que durante los últimos años de su vida tuvo una vida más o menos plácida y normal, no llena de lujos pero sí arropada por un reconocimiento casi simultáneo a la publicación de sus primeros libros (La literatura nazi en América y Estrella distante en 1997 y Los detectives salvajes en 1998), se ha visto transformado en uno de esos escritores furiosos, descastados y despreciados por sus contemporáneos que, sólo a través de una férrea lucha individual, logran convertirse en artistas trágicos, en héroes póstumos: un nuevo ejemplo del mito del self-made man.

            Bolaño, pues, como el último revolucionario o el postrer heredero de Salinger o los Beats: no es casual que la otra figura latinoamericana ensalzada paralelamente a la suya en Estados Unidos sea la del edulcorado Che Guevara de Benicio del Toro y Steven Soderbergh. Los dos encarnan, al menos en su versión gringa, dos reductos de fiereza y desafío, dos profetas dotados de fe ciega en sus respectivas causas -en un caso el arte, en otro la política-, modelos ideales para una sociedad amilanada y descreída como los Estados Unidos de George W. Bush.

Aunque nadie se haya atrevido a señalarlo, en el fondo las razones de su ascenso no son tan distintas de las que motivaron el de García Márquez cuarenta años atrás: para el mundo desarrollado, uno y otro han sido espejos de un exotismo necesario, y el paso del realismo mágico al realvisceralismo suena, de pronto, casi previsible; en ambos casos "lo político" ha sido clave para llamar la atención de los apacibles lectores gringos, por más que el compromiso de izquierdas de uno poco tenga que ver con la ácida crítica pospolítica del otro; y, por último, los dos han sido recibidos como una bocanada de aire fresco -en otras palabras, de salvajismo- frente a la civilizada abulia contemporánea.

            Luego de una década de reinar como paradigma único de los nuevos escritores latinoamericanos, la entronización -no hay que llegar a decir "manipulación"- de Bolaño en Estados Unidos y, por ende, su rápida inclusión en el canon oficial, ha representado una severa perturbación entre nosotros. Como era de esperarse, muchos de quienes lo ensalzaron al límite mientras fue un autor minoritario ahora señalan los peligros de su acelerado upgrade al mainstream y, mientras unos se aprovechan de su fama e insisten en presentarse como sus confidentes o continuadores, otros ponen en cuestión un éxito que no puede parecerles sino sospechoso.

            El caso Bolaño marca un punto de inflexión para la literatura latinoamericana. Porque, si bien es unánimemente adorado por la mayor parte de los nuevos escritores, ninguno ha continuado la relación que el chileno mantenía con la tradición hispanoamericana. Decenas de jóvenes imitan su estilo desmañado, sus historias "fractales", sus juegos y bravatas estilísticas, sus tramas como callejones sin salida, sus delirantes monólogos o su erudición metaliteraria, pero ninguno, en cambio, ha buscado el diálogo o la guerra con sus predecesores -con la vasta trama que va del modernismo al Boom- que se encuentra en el centro de casi todos sus libros.

            Bolaño representa, pues, uno de los puntos más altos de nuestra tradición -de esa telaraña que va de Rayuela a 2666- y a la vez una fractura en su interior. Es difícil saber si este quiebre será definitivo, pero por lo pronto todos los signos apuntan a un cataclismo: aunque fuese de una manera rebelde y subversiva, radicalmente irónica, Bolaño seguía asumiéndose como un escritor latinoamericano tanto en el sentido literario como político del término; después de él, nadie parece  conservar esta abstrusa fe en una causa que comenzó a extinguirse en los noventa. Los seguidores o imitadores de Bolaño no siguen o imitan su espíritu, sino sus procedimientos retóricos, vacíos para siempre de la excéntrica militancia política que él ejercía.

            No es una casualidad que Bolaño, un chileno afincado en España, escribiese cuentos y novelas mexicanos, chilenos, uruguayos peruanos o argentinos con la misma naturalidad y convicción: no se trataba sólo de copiar las peculiaridades lingüísticas de cada lugar -mero ejercicio de memoria y buen oído- sino de crear libros que en verdad lidiasen con la tradición de cada uno de estos países. Si los miembros del Boom escribían libros centrados en sus respectivos lugares de origen con la vocación de convocar la elusiva esencia latinoamericana, Bolaño hizo justo lo inverso: escribir libros que jugaban a pertenecer a las literaturas de estos países y que terminaban por revelar la fugacidad del concepto. Impostando las voces de sus coterráneos, Bolaño se asumió como el último latinoamericano total, capaz de suplantar él solo a toda una generación de escritores. O, en otro sentido, su imitación de distintos acentos e idiosincrasias, llevado al extremo de la parodia (por ejemplo la argentinidad en el maravilloso relato "El gaucho insufrible") escondía una hilarante crítica hacia la propia idea de literatura nacional.

            A partir de Bolaño, escribir con la solemne fe bolivariana del Boom se ha vuelto imposible: he aquí una de las rupturas capitales que marca su obra. Ello no significa que América Latina haya desaparecido como escenario o centro de interés, pero sí que empieza a ser percibida con ese carácter posnacional, desprovisto de una identidad fija, propio del mundo globalizado de principios del siglo xxi. Y Bolaño es, en buena medida, el responsable de esta mutación.



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13 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ciudadanos

En el primer capítulo de Newsroom, la nueva serie de Aaron Sorkin, el célebre comentarista Will McAvoy (Jeff Daniels) aparece en un panel universitario para hablar sobre su trabajo cuando una estudiante -alta y rubia- le pregunta, con la candidez y suficiencia que se asocia a sus compatriotas, por qué considera que Estados Unidos es la nación más grande del planeta. McAvoy evade la cuestión con un par de chistes pero, creyendo entrever en el público a su antigua novia y productora, responde con brutalidad: "No lo es". Y, tras humillar a la chica, se lanza en una perorata sobre los motivos de esta debacle.

 Aunque nadie pone en duda las dimensiones de la libertad y el progreso alcanzados por Estados Unidos, nada resulta más chocante para quien ha vivido en este país -o para quienes comparten con él una frontera de dos mil kilómetros- que la grandilocuente retórica en torno a su identidad, encarnada en la pregunta y en la actitud de la estudiante, pero que se advierte en todos los ámbitos. Sus habitantes se sienten profundamente orgullosos de sus logros -de habitar, como reza su himno, the land of the free-, por más que la historia de Estados Unidos sea la de una larga y azarosa lucha por la libertad -y la igualdad- de aquellos que, en un momento u otro, se hallaban en los márgenes de la sociedad y no eran considerados parte de los "valientes" que habían fundado la nación.  

Por más admirables que resulten en el contexto de la época, tanto la Declaración de Independencia de 1776 como la Constitución de 1787 señalaron la libertad e igualdad entre los hombres -siempre y cuando fuesen eso, hombres blancos mayores de edad. Tendrían que pasar casi ocho décadas y una guerra civil antes de que se aboliese a esclavitud -sin que ello significase la igualdad entre negros y blancos, conseguida hasta el último tercio del siglo pasado. Siempre en un escalón inferior, las mujeres no consiguieron la plena ciudadanía hasta 1920, con la aprobación de la Decimonovena Enmienda. Y todavía hoy los jóvenes de entre 16 y 21 años pueden ser juzgados como adultos -e incluso ejecutados como tales- pero no pueden consumir alcohol.

Más preocupante resulta la condición de otras minorías: homosexuales y extranjeros. El falso debate sobre el carácter conservador del matrimonio resulta irrelevante en estos términos: si dos personas, del sexo que fuere, deciden mantener una unión formal con consecuencias a largo plazo, la ley no tendría por qué restarles ese derecho. Del mismo modo que tampoco debería negarle a dos hombres o dos mujeres la posibilidad de adoptar. El reciente dictamen de la Suprema Corte de Justicia es un gran paso en este sentido; por desgracia, la plena normalización depende en buena medida de cada estado. (En México se vive la misma situación: matrimonio igualitario y capacidad de adopción en el DF, y discriminación en el resto del país).

Poca naciones conceden tan pocos derecho a los extranjeros (no por nada llamados aliens) como Estados Unidos. Herederos de un concepto restrictivo de que proviene del Imperio Romano, la ciudadanía se convierte en nuestros días en el principal pretexto para la discriminación. De nuevo: pese a los siglos que han transcurrido desde su Constitución y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, aún no hemos sido capaces de asentar que la ciudadanía -y los derechos que conlleva- han de ser aplicados a todos los seres humanos que viven y trabajan en una comunidad, sin importar su lugar de nacimiento.

En contra de lo que proclama el discurso patriótico -Estados Unidos como melting pot-, la reacción del medio blanco protestante contra los inmigrantes ha sido una constante en su historia. Irlandeses, italianos y judíos fueron vistos en el pasado como amenazas y sufrieron duras restricciones de entrada (lo cual impidió la salvación de miles de judíos durante la segunda guerra mundial, por ejemplo). Lo mismo ocurre hoy con los mal llamados "inmigrantes ilegales", en especial de origen mexicano: 11 millones de personas que contribuyen a diario a la economía estadounidense.

Tras años de negarse a verlos -o de expulsarlos a mansalva-, el senado al fin aprobó una propuesta de reforma que podría concederles la ciudadanía luego de cumplir numerosos trámites y de pasar largos años en un limbo jurídico. La política, lo sabemos, es el arte de lo posible, y en este caso este camino ha sido el único conseguida por los sectores más progresistas del país -a cambio, eso sí, de un nuevo plan para "sellar la frontera" que contempla otro de esos siniestros muros que son uno de los mayores símbolos de la discriminación en el planeta. Y ni así los republicanos parecen sentirse satisfechos.

Pese a su tono provocador, McAvoy dijo que Estados Unidos ya no era la nación más grande del planeta, pero podría volver a serlo. Para esos 11 millones, la aprobación de esta ley sería una gran victoria, pero la sólo idea de que para ello es necesario pactar la construcción de un muro reforzado demuestra la perversión implícita en el lema "the land of the free".

 

Twitter: @jvolpi

 



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7 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mañana de carnaval

Aunque movimientos semejantes habían comenzado a producirse por doquier en los meses previos, nadie imaginaba que el país -modelo de estabilidad en América Latina- pudiese verse contaminado por la rebelión. Además, todo el mundo  estaba tan concentrado en preparar la justa deportiva como para preocuparse por nimiedades. Incluso cuando a principios del verano se iniciaron las primeras manifestaciones, brutalmente desmanteladas por la policía, los políticos locales se negaron a ver en ellas otra cosa que disturbios pasajeros que no tardarían en ser controlados. Hasta que la represión dio lugar a nuevas manifestaciones que volvieron a ser reprimidas en una espiral que culminaría el 2 de octubre con la masacre de centenares de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas.

            Un sinfín de elementos separa las protestas ocurridas en México en 1968 de las que estos días se suceden en Brasil -no en balde han pasado 45 años-, pero aun así no deja de sorprender que ocurran poco antes de que el gigante sudamericano esté a punto de convertirse en el centro de atención del planeta con motivo del Mundial de Futbol y de los Juegos Olímpicos. Como sabemos, en este nivel el deporte jamás es sólo el deporte, sino un escaparate para que el anfitrión se desnude frente al mundo.

En el México de los sesenta, el gobierno creyó ver en la Olimpíada la oportunidad de presumir nuestros progresos: de allí que estuviera dispuesto a hacer lo que fuere para que nada la empañase. Desde hace años, Brasil no se ha cansado de promoverse como nueva potencia planetaria, al lado de China, Rusia e India, y su hasta ahora popular gobierno de izquierda quiso ver en las competencias la confirmación de su fuerza económica y política. Por desgracia, lo que inevitablemente ocurre en estos casos -y aquí la analogía con México vuelve a funcionar- es que, cuando todas las energías de un país se vuelcan en una operación de relaciones públicas y negocios privados tan apabullante como ésta, las desigualdades y problemas sociales nunca resueltos se tornan de pronto más visibles y chocantes.

Quizás haya pocos elementos en común entre los rebeldes mexicanos de los sesentas -atenazados por las pugnas ideológicas de la Guerra Fría y el autoritarismo priista, animados por el rock'n'roll, la contracultura y el espíritu pacifista de los jipis-, y los rebeldes brasileños de nuestros días -articulados esencialmente a partir de las redes sociales-, pero los emparienta el drástico rechazo a que sus dirigentes empeñen todos sus recursos en satisfacer a los mercados y a la opinión pública internacional mediante el derroche deportivo cuando asuntos más urgentes -la falta de democracia en el México del 68; la inequidad que persiste en el Brasil de hoy- continúan sin ser resueltos o, peor, son deliberadamente enmascarados en aras de exponer una imagen impoluta ante las cámaras.

Frente al desafío de los estudiantes mexicanos, Díaz Ordaz optó por la violencia que culminó en Tlatelolco. Dilma Rousseff, víctima ella misma de la represión de esas épocas, ha querido ofrecer el talante opuesto, reconociendo la validez de las protestas y satisfaciendo rápidamente algunas de sus demandas -por ejemplo, al detener el alza en los transportes-, e incluso pretendió dar un salto adelante al proponer un congreso constituyente capaz de renovar las estructuras del país, pero ni así ha logrado contentar a los jóvenes que abarrotan las calles de Brasil (y que, paradójicamente, tanto se parecen a quien era ella décadas atrás), y sólo ha cultivado el unánime rechazo de la oposición.  

A los analistas internacionales les encanta señalar que ninguna ideología concreta parece animar a los rebeldes brasileños, pero en el México del 68 sucedía lo mismo: sólo un pequeño grupo se identificaba con el comunismo, de la misma forma que hoy sólo unos cuantos albergan ideas radicales derivadas de los movimientos antiglobalización. Como entonces, buena parte de la sociedad brasileña ha salido a las calles para exhibir su repudio no a ciertas medidas de un régimen que en general se ha caracterizado por su combate a la pobreza -de allí el lema "no se trata de 20 centavos"-, sino a un sistema global que, incluso con gobiernos de izquierda, no cesa de privilegiar a los intereses de los grandes capitales. Por eso la reacción de Rousseff no ha encontrado demasiada simpatía entre los manifestantes: muy a su pesar, ella ya no es la guerrillera idealista de su juventud, sino parte de un "complejo económico-turístico-industrial" que, como se ha visto, en realidad no controla.

Aunque pérfidamente derrotada en Tlatelolco, la protesta mexicana del 68 terminó por inducir algunos de los cambios democráticos más importantes de México. Al menos debemos esperar que la protesta brasileña -como antes el 11-M y Occupy Wall Street o en estos días la revuelta turca- contribuyan a trastocar un modelo que, escudándose en su carácter democrático, no ha dejado de estar al servicio de unos cuantos.

 

Twitter: @jvolpi



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30 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los persas

Según cuenta Heródoto en sus Historias, en el año 480 antes de nuestra era el cuarto emperador de los persas, Xerxes el Grande, reunió uno de los ejércitos más numerosos de que se tuviera noticia y se dispuso a conquistar Grecia en represalia por el apoyo proporcionado por espartanos y atenienses a la rebelión de las ciudades jonias. Tras la batalla de las Termópilas -estilizada en el cómic 300 de Frank Miller y retomada en la burda película de Zach Snyder-, en la cual un pequeño grupo de heroicos soldados comandado por Leónidas, rey de Esparta, resistió el avance enemigo antes de ser aniquilado, los persas parecían encontrarse en una situación idónea para acabar definitivamente con sus rivales.

 

Víctima de la hubris -al menos según la versión de Esquilo en Los persas- Xerxes no tuvo empacho en incendiar Atenas y prosiguió su avance por mar y por tierra, indiferente al odio que concitaba entre sus nuevos súbditos. En contra de todas las predicciones, su enorme flota fue destruida por las naves de Temístocles en la batalla de Salamina, y posteriormente su armada volvió a sufrir estrepitosas derrotas en Platea y Micale. Aunque los griegos se preciaban de haber terminado con la amenaza persa de esta forma, los historiadores modernos juzgan que en realidad las hostilidades terminaron de manera negociada con la llamada Paz de Calias.

Desde esos lejanos tiempos, los persas quedaron dibujados no tanto como bárbaros, sino como miembros de una civilización misteriosa y ajena, caracterizada por su ritos incomprensibles y su boato decadente, imposible de ser asimilada conforme a nuestros patrones. Para los griegos, Persia se convirtió en una obsesión y en un enigma, un lugar agreste frente al cual no podía sentirse sino desconfianza y temor. No deja de asombrar que dos mil quinientos años después el "mundo occidental" continúe teniendo la misma imagen de Irán, la potencia sucesora de la antigua Persia. 

            Convertida al Islam en el sigo VII de nuestra era, esta nación nunca dejó de defender un carácter particular dentro del orbe islámico -la fe chií y una lengua y una literatura propias-, distanciándose tanto de los modelos europeos como de sus vecinos árabes. Férreamente independientes, durante los siglos IX y X los iraníes desarrollaron una de las culturas más vibrantes de la historia, plena de avances científicos y artísticos, y en realidad nunca fueron dominados directamente, excepto por unos años durante la segunda guerra mundial a manos de británicos y rusos.

            Aun así, la mutua incomprensión ha prevalecido siempre en las relaciones entre Occidente e Irán. Más cerca de nosotros, Estados Unidos inauguró su temple imperial al organizar el golpe de estado contra el Dr. Mohammed Mossaddeq, el primer ministro nacionalista, democráticamente elegido, que había comenzado a modernizar el país y había decretado la nacionalización del petróleo. Desde entonces, como en tantos otros lugares (piénsese en Bin Laden), la CIA se encargó de crear a los propios monstruos que terminarían por amenazarlo.

            Estados Unidos no dudó en apoyar el régimen cada vez más autoritario del shah Mohammed Reza Pahlavi, el cual sobrevivía gracias al todopoderoso SAVAK, uno de los servicios secretos más cruentos de la época. Aun así, el descontento popular culminó en una revuelta que envió al shah al exilio -durante unos meses en Cuernavaca- y entronizó como líder supremo de la República Islámica a Ruhollah Jomeini, quien instauró una auténtica teocracia que en mucho recuerda al poder absoluto que disfrutaron Xerxes o Darío.

            Nadie duda que el régimen islámico, con su férreo dogmatismo y su antisemitismo militante, es uno de los sistemas políticos más anacrónicos del planeta, pero los prejuicios que desde hace siglos cargamos contra los antiguos persas no deben cegarnos frente a una sociedad mucho mas compleja y refinada que su gobierno y que no merece ser caracterizada como parte del Eje del Mal. Como ha quedado demostrado, cada vez que Estados Unidos se ha alzado soberbiamente contra Irán -como cuando alentó al Irak de Saddam Hussein a derrocar a Jomeini-, el resultado ha sido catastrófico.

            En los últimos años, la presión de Occidente contra los reformistas culminó en la elección del ultrarradical Mahmud Ajmadineyad, quien no sólo se caracterizó por sus histéricas salidas de tono, sino por ser el artífice del fraude electoral de 2009 que provocó numerosas protestas cívicas. La elección del clérigo moderado Hassan Rohaní, con más del 50 por ciento de los votos, da cuenta de que la sociedad iraní ha decidido dar un drástico giro a su política. En contra de todas las predicciones, hoy se ofrece una posibilidad de un diálogo menos crispado entre Irán y Estados Unidos sobre su programa nuclear y otros temas sensibles, como Siria. Esperemos que en esta en esta ocasión los ancestrales prejuicios entre persas y occidentales no se resuelvan en otra batalla, sino en un acuerdo negociado como la Paz de Calias. 

 

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24 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El ojo de Dios

Corría el mes de febrero de 1943 cuando el coronel Carter Clarke, jefe de la Rama Especial del Ejército responsable del Servicio de Inteligencia de Señales, ordenó establecer un pequeño proyecto para examinar los cablegramas diplomáticos que la embajada soviética en Washington y el consulado soviético en Nueva York enviaban a Moscú desde estaciones de radio clandestinas. Hasta entonces, Clarke había concentrado sus esfuerzos en quebrar los métodos criptográficos de alemanes y japoneses sin preocuparse por vigilar a sus aliados rusos, pero los rumores según los cuales Stalin se disponía a firmar una paz por separado con Hitler lo llevaron a cambiar de estrategia. La tarea se reveló más ardua de lo previsto: la Unión Soviética empleaba un sistema de encriptación en dos fases y sus analistas no lograron desentrañar sus mensajes hasta 1946, cuando la guerra había terminado. Los cables en ningún momento se referían a una posible negociación con los nazis, pero en cambio demostraban que la URSS poseía una formidable red de espionaje incrustada en las principales agencias del gobierno estadounidense.

Si bien en 1939 la modesta Rama Especial del Ejército apenas contaba con una docena de especialistas, para 1945 empleaba ya a 150 trabajadores entre criptógrafos, analistas, lingüistas y expertos en señales de radio, y se había mudado al antiguo colegio para señoritas de Arlington Hill, en Virginia, de donde tomó el nombre con el que sería conocida hasta que en 1952 adopto su actual denominación: Agencia de Seguridad Nacional (NSA), que en la actualidad es parte del gigantesco complejo de Fort Meade, en Maryland, y para la que laboran unos 30 mil empleados.  

            A diferencia de la CIA o el FBI, cuyas maniobras han sido retratadas en miles de novelas y películas, la NSA se ha preocupado por escapar al escrutinio público, convertida en la más opaca de las agencias de inteligencia de Estados Unidos. Esta invisibilidad desapareció hace unos días, cuando Edward J. Snowden, un joven experto en informática, reveló que la NSA no sólo se dedicaba a capturar y descifrar información de fuentes extranjeras, potencialmente peligrosas para Estados Unidos, sino que sus herramientas tecnológicas le permitían tener acceso a todas las comunicaciones realizadas a través de las grandes empresas de comunicación, incluyendo Google, Apple, Microsoft, Yahoo!, Verizon, YouTube, Facebook y Skype.

            De inmediato la discusión pública se ha centrado en discernir si Snowden es un héroe, capaz de sacrificar su libertad por sus ideas, o un traidor que renunció a los más elementales principios de lealtad en un arranque de orgullo. Más allá de sus intenciones, su declaración de que le era imposible vivir en un mundo constantemente vigilado debería bastar para conducir la discusión al lugar que en verdad le corresponde: la tensión entre seguridad y libertad que enfrentan todas las sociedades democráticas.

            Lo cierto es que las declaraciones de Snowden no constituyen una revelación particularmente asombrosa, y más bien confirman algo que no sólo los fanáticos de la conspiración intuían desde hace mucho: que, con las armas tecnológicas actualmente disponibles, los gobiernos son capaces de inmiscuirse en cualquier comunicación llevada a cabo en el orbe. Los detractores de Snowden, incluidos numerosos miembros de la administración Obama, se empeñan en señalar que los programas de espionaje de la NSA no son ilegales y que ésta sólo lleva un inventario de los intercambios electrónicos sin inmiscuirse en su contenido. Explicación fútil, pues es claro que si la posee esa base da datos con nuestros mensajes y llamadas no es para hacer estadísticas, sino para buscar indicios de actividades ilegales.

            Al filtrar algunos detalles del programa PRISM, Snowden ha exhibido la desfachatez con la cual las grandes empresas tecnológicas y el gobierno estadounidense se han aliado para controlar a sus usuarios -sin conocimiento de éstos. Nadie duda que irrumpir en la vida privada pueda prevenir diversos delitos -o descubrir actos de espionaje, como los del círculo de Washington hallado por Clarke y sus criptógrafos-, pero esta intrusión en la intimidad, sin una orden judicial explícita, constituye una temible violación a nuestros derechos. Más escandalosa que el odio de la administración Obama hacia los delatores -Manning, Assange, Snowden, etc.-, es la encuesta del Washington Post y el Pew Center según la cual el 56% de los estadounidenses aceptan que la NSA lleve un inventario de sus comunicaciones. Lo peor que puede ocurrirle a una democracia es que sus ciudadanos renuncien voluntariamente a su libertad o su privacidad porque el gobierno los ha convencido de que sólo así pueden sentirse a salvo. Hoy abundan las analogías simplonas con 1984, pero en este sentido la comparación no es absurda: la victoria del Gran Hermano no ocurre cuando un régimen decide vigilar sin tregua a sus ciudadanos, sino cuando éstos lo consideran normal.

 

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16 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El soldado y el poveretto

Severamente herido por los franceses al defender Pamplona en 1521 -mientras, en el otro lado del mundo, otro soldado español, Hernán Cortés, conquistaba México-Tenochtitlan-, Ignacio de Loyola sufre una repentina conversión. Entregado en su convalecencia a la lectura de Ludolfo de Sajonia y Santiago de la Voragine, no decide dejar atrás su experiencia militar, como señalan sus hagiógrafos, sino ponerla al servicio de un nuevo señor mucho más poderoso que el rey de España. Más adelante insistirá en que su modelo fue san Francisco de Asís, aunque en realidad no podría haber dos próceres de la Iglesia más opuestos, tanto en sus propósitos religiosos como en sus estilos de vida.

            Mientras el poveretto apenas escapó de ser tachado de hereje en una época marcada por las condenas contra los mendigos errantes que no cesaban de cuestionar el boato y la corrupción de curas, obispos y papas, la cofradía de Ignacio, bautizada con el término bélico de Compañía de Jesús, apenas tardó en ser aprobada por el papa Paulo III, quien creyó descubrir en los nuevos y aguerridos soldados de Cristo a un cuerpo rigurosamente entrenado para frenar la expansión del protestantismo en Europa.

            Pocas órdenes religiosas resultan más contrastantes que franciscanos y jesuitas, por más que sus fundadores coincidiesen en su fervor místico. Si los ayunos del de Asís lo condujeron a experiencias de comunión directa con la divinidad -la neurociencia ha demostrado que la privación de alimento puede causar alucinaciones tan vívidas como los psicotrópicos-, las interminables jornadas de autoexamen puestas en marcha por el de Loyola eran capaces de provocar cambios neurológicos equivalentes en un proceso que apenas se aleja del lavado de cerebro. La mayor diferencia entre ambos se halla, como señaló Roland Barthes en su Sade, Fourier, Loyola (1971), en la manía clasificatoria del vasco. La obsesión por dirigir minuciosamente la vida interior de sus seguidores dio lugar a sus célebres Ejercicios espirituales (1548), esa suerte de psicoanálisis avant-la-lettre destinado a que cada uno de sus discípulos examinase sin tregua sus pecados y se entregase a esa obediencia castrense que habría de mantenerlo sujeto a los dictados de sus superiores.  

            Frente a la férrea disciplina que Ignacio exigía a sus soldados, las arengas hippies de Francisco suenan casi conmovedoras. Anhelar la pobreza o amar a cada una de las criaturas de la Tierra no se contaban entre las prioridades del primer general de los jesuitas. De allí que, a lo largo de su azarosa historia, su orden jamás haya escapado a la sospecha y a la inquina de infinitos adversarios. Responsable de reinstaurar el catolicismo en Polonia y Lituania tanto como de extender su misión evangelizadora hasta China, la India, Quebec, Paraguay o California, los jesuitas no tardaron en ser vistos como una iglesia dentro de la iglesia, una sociedad secreta cuya ambición por el poder competía con la de papas, reyes y ministros. De allí que, forzado por los ministros de España y Portugal, el papa Clemente XIV decidiese suprimir la orden en 1773, una providencia que duró hasta 1813, cuando Pío VII revirtió el decreto de su antecesor.

            Desde entonces, los jesuitas han gozado de una celebridad que sólo el Opus Dei o los Legionarios de Cristo lograron arrebatarle en las postrimerías del siglo XX: la de siniestros conspiradores y hábiles políticos, maestros en el arte de la manipulación y la dialéctica. No es casual, por ello, que su máxima autoridad sea conocida con el nombre de Papa Negro. Sin embargo, no fue sino hasta el año pasado, cuatro siglos y medio después de su fundación, que un jesuita por fin llegó a ocupar el Trono de San Pedro.

            Como insigne miembro de su orden, Jorge Bergoglio conoce esta historia a la perfección y su pontificado tiene que ser estudiado bajo la particular lógica jesuítica. Así se explica que, igual que san Ignacio, la primera decisión del purpurado argentino haya sido la de imitar a san Francisco, al menos en apariencia y nombre. Si a ello se suma su repentina vocación hacia los pobres (despojada del matiz izquierdista que numerosos jesuitas próximos a la Teología de la Liberación le concedieron en décadas pasadas) y su publicitada renuncia a los oropeles de su cargo, la conversión del jesuita en franciscano parecería completa. Sólo que lo que ésta revela en realidad es la argucia estratégica tradicionalmente asociada con los miembros de su orden. Frente al laicismo y los escándalos de pederastia -equivalentes a las amenazas de la Reforma-, la Iglesia requería un soldado. Un soldado dispuesto a disfrazarse de humilde pastor para emprender una nueva cruzada evangelizadora, en especial entre los pobres y los latinoamericanos, su último caldo de cultivo. Si la intención del colegio cardenalicio fue encontrar a un líder capaz de paliar el creciente desprestigio de la Iglesia, hasta el momento el astuto papa jesuita ha comenzado a cumplir con creces su objetivo.  

 

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9 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La violencia en el espejo

Si bien la película aún no se ha estrenado en las salas mexicanas, numerosos observadores ya nos han puesto sobre aviso de las atrocidades que contiene, reconcentradas en los largos minutos en que, en un primerísimo primer plano, los espectadores nos veremos obligados a contemplar una secuencia en la cual un individuo debe soportar que le quemen los testículos. El premio al mejor director concedido por el Festival de Cannes a Amat Escalante por Heli (2013) no ha contenido las rabiosas o escandalizadas quejas de quienes asumen que este aparente regodeo en la tortura no hará sino exacerbar la violencia que persiste en nuestro país.

            No es la primera vez que Escalante es increpado por mostrar el horror de maneras tan directas como escalofriantes: baste recordar que en Los bastardos (2008), galardonada como mejor película en el Festival de Morelia, una mujer recibe un disparo que le descerraja la cabeza en dos mitades. Desde luego, las acusaciones contra el director mexicano no son las primeras en aparecer en los medios contra otras representaciones artísticas de la violencia que, a ojos de quienes las esgrimen, enrarecen aún más las terribles condiciones de seguridad que padecemos. En el fondo, el argumento contra las películas de Escalante reitera el empleado por el gobernador que trató de impedir la radiodifusión de narcocorridos: la idea de que las representaciones imaginarias de la violencia aumentan la violencia, o que la exaltación de los delincuentes en una pieza musical -o en una película o en una novela- se convierte en un aliciente para que un mayor número de jóvenes esté dispuesto a aventurarse en una carrera delictiva.   

            A la pregunta sobre si la violencia en la ficción contribuye a generar conductas violentas en la realidad, la respuesta que dan la mayor parte de los expertos en ciencias cognitivas es un condicional. Dado que nuestros cerebros no están diseñados para diferenciar las imágenes que provienen de la realidad de aquellas que surgen de la imaginación -excepto al asociarlo con una percepción precisa-, una exposición continuada a escenas violentas en libros, películas, series o videojuegos sin duda puede volvernos más insensibles y puede lanzarnos a imitar o repetir esos modelos que ya hemos vivido a través de estas ficciones. Este tendencia no implica, sin embargo, que los aficionados a los filmes gore o a los videojuegos de guerra por fuerza se vayan a transformar en mercenarios o asesinos seriales. Y, por ello, resulta absurdo pensar que la mejor manera de combatir el crimen radique en censurar estas manifestaciones.

Asumir que la prohibición de corridos que exaltan a los capos del narcotráfico o limitar las escenas hiperviolentas en el cine o la televisión es una medida efectiva contra cárteles y mafias no sólo es una muestra de inocencia política, sino del más puro cinismo. Frente al dilema entre censurar obras artísticas que podrían aumentar nuestra afición por la violencia, y proteger la libertad de expresión, las autoridades siempre deberían de decantarse por la segunda, pues ésta constituye una de sus obligaciones primordiales.

            Como señala el sociólogo francés Michel Maffesoli, la violencia es consustancial a las comunidades humanas -y a la suerte de la civilización- y, en lugar de simplemente negarla o silenciarla, como se ha intentado en vano en distintos momentos de la modernidad, tendríamos que aprender a considerarla una parte esencial de las fuerzas que animan nuestra vida social. De allí que las representaciones de la violencia en el arte, incluso las más grotescas y explícitas -como la ejecución de la mujer estadounidense en Los bastardos o la brutal secuencia de tortura en Heli-, adquieran un carácter casi ritual que no sólo nos permite sublimar nuestros instintos de muerte, como querría el psicoanálisis, sino asumir, con todo su horror, su presencia entre nosotros. Gracias a la inclusión de la violencia en los territorios del arte -de La Ilíada a Los fusilamientos del 3 de mayo y de Guerra y paz a Apocalypsis Now- hemos podido aquilatar su verdadera dimensión y, sobre todo, comprender mejor sus causas y sus consecuencias, así como los motores que se hallan detrás de ella.  

            Sólo los niños deberían conservarse al margen del constante bombardeo de imágenes violentas en televisión y videojuegos, pues éstas no hacen sino inculcarles patrones de agresión cuando sus cerebros aún no han recibido suficientes antídotos -modelos éticos y morales, ejemplos de altruismo y cooperación- que les permitan contrarrestarlos por sí mismos. En todos los demás casos, tendríamos que exigir que, en vez de preocuparse por censurar a Los Tigres del Norte o rasgarse las vestiduras frente a películas que en teoría no hacen más que perturbar la imagen de México como Heli -de protegernos contra la ficción-, políticos y comentaristas estén más pendientes por denunciar, combatir y limitar la injusticia y la impunidad que campea en nuestras calles.

 

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2 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La vida en México

Nacidos en 1932 y 1939, mis padres pertenecen a la generación cuyas ilusiones sobre sí mismos -y el futuro de nuestro país- se forjaron durante el llamado milagro mexicano de los cincuenta. Hijo de un italiano que había combatido al lado de Pancho Villa durante la Revolución, mi padre siempre reivindicó como su primer orgullo haber sido el primer miembro de su familia en convertirse en "profesionista" -una palabra que hoy suena casi anticuada pero que entonces acarreaba consigo no sólo las esperanzas de una vida más o menos confortable, sino de una respetabilidad que resultaba aún más relevante en términos simbólicos.

            Formado en el rigor académico de la vieja escuela clínica francesa, mi padre obtuvo su título de médico cirujano en la Universidad Nacional Autónoma de México en 1956, una institución que no abandonaría sino hasta el momento en que las normas burocráticas lo obligaron a jubilarse luego de haber sido profesor a lo largo de treinta y siete años. Para ser sinceros, a mi padre nunca le importó el dinero: lo único que le apasionaba era la cirugía (su mayor placer consistía en operar por la tarde mientras escuchaba música clásica), su familia y sus pequeñas aficiones: Victor Hugo y los grandes novelistas franceses del siglo XIX, la ópera italiana, Agustín Lara y colorear pequeñas figuras femeninas de plomo -una colección de desnudos que no dejaba de contrastar con su férreo conservadurismo y que aún constituye la principal atracción turística de su vieja casa en la colonia Postal.

            Convencido de su vocación humanista y de servicio, se consagró a ejercer su trabajo en el ISSSTE y, a diferencia de muchos de sus colegas, jamás quiso montar una consulta privada, convencido de que su labor en la medicina pública -y su ingreso en la Academia Mexicana de Cirugía- le garantizarían una vida tan interesante desde el punto de vista profesional como apacible desde el económico. Aun así, no dejó de participar en el movimiento médico de 1966 y atestiguó la represión del 68 desde la Clínica Tlatelolco. Cuando en esa misma época al fin se casó con mi madre, secretaria trilingüe de una empresa española, estaba convencido de que su trabajo ímprobo, que realizaba con toda su energía, le reservaría una vida más o menos tranquila en los años venideros.

            Hasta que se sucedieron las crisis de 1976, 1982 -acaso la más devastadora para esa incipiente clase media ilustrada-, 1988 y 1994, y las ilusiones de progreso se desvanecieron de inmediato. Ni con tres trabajos simultáneos -en el ISSSTE, la UNAM y el Departamento del Distrito Federal- mi padre acumulaba lo suficiente para darse lujos de ningún tipo, que por otro lado nunca le importaron. Cuando por fin decidió abandonar la cirugía, convencido de que sus dedos, otrora ejemplo de una agilidad de concertista, ya no respondían a sus designios, obtuvo una pensión que por pudor no pienso airear, pero que traducida a términos europeos lo convertiría en lo que allá denominan un mileurista. Al mirarlo hoy, a sus ochenta y dos años, desengañado por completo de ese sueño mexicano que animó a su generación, me invade una súbita tristeza al comprobar que hoy nada queda de esa fe en el progreso individual y colectivo.

            Hablo de mis padres porque no puedo no hablar de ellos, aunque sepa que no son sino un casos entre miles, los de muchos de sus contemporáneos que, tras esforzarse por darle a este país lo mejor de sus vidas, hoy viven no sólo en la desilusión, sino en la zozobra. Hace unos meses, mis padres fueron víctimas de un primer asalto: el engaño de una banda de vivales que parece especializarse en aprovecharse de los viejos. Un falso operador de Cablevisión tocó a su puerta, los engañó con una credencial chapucera y les robó joyas y aparatos electrónicos mientras un cómplice los distraía frente al televisor.

            Luego, como miles de personas en nuestro país, han debido acostumbrarse a recibir llamadas de individuos que se anuncian como miembros de los Zetas, quienes los insultan y amenazan, haciendo que ya no puedan sentirse seguros en la pequeña casa de la colonia Postal donde viven desde hace más de medio siglo. El último fraude ha sido, sin embargo, el más devastador. Mi madre acudió a una sucursal de Banamex, le entregó su tarjeta a la cajera y cuando ésta se la "devolvió", no reparó en que pertenecía a otra persona y era falsa.

            A partir de ese momento, la trama criminal incrustada en el banco vació sus ahorros de toda la vida en compras de equipos de cómputo y disposiciones en cajeros automáticos -lo que indica que poseían su número secreto y la habilidad de autorizar compras constantes sin que nadie rechistara. En Banamex les han dicho que lo más probable es que en dos meses recuperen su dinero, pero lo que de seguro nadie podrá reintegrarles la fe en la última institución en la que tenían confianza.

 

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26 de mayo de 2013
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