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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El club de los billonarios

Canosos y bronceados, con gafas de cristales azulados o variaciones de Ray Ban; los ojos pequeños igual que dos chinchetas, tan inquietos como sus cuentas suizas; la voz ronca, casi inaudible. «Acérquense ustedes, yo no levanto la voz. Que grite este si quiere», dijo Flavio Briatore, dirigiéndose al intérprete, en la presentación de su nuevo club marbellí. Porque tanto él como los Abramovic, Trump o Hilton pertenecen a ese tipo de ricos que sólo levantan la voz cuando el champán está caliente. No se trata de una especie en extinción, pues su vigor no entiende de crisis ni de formalidades y éticas. Mientras abren sus generosas alforjas para la familia y amigos, mandan a sus gorilas por la puerta de atrás para dejar las cosas claras con quien se haya atrevido a toserles. Su séquito está acostumbrado al maltrato psicológico, y en lugar de rebelarse, aguarda propinas de billetes verdes o lilas que estos hombres a los que el dinero ha convertido en seres paranoicos reparten para limpiar la culpa y poder dormir en la paz en su dormitorio blindado con permiso de armas. Además de sus guardaespaldas, cuyo componente estético cada vez es más importante a fin de establecer castas entre los otros intocables, los acompañan mujeres que, a pesar de la voluptuosidad de sus curvas y de sus labios perfilados, no logran arrancarse el mohín de fastidio: de nada importa que sus brillantes sean proporcionales al tamaño de sus tetas, ni que en su alienante ociosidad traten a sus mascotas como bebés y a sus bebés como mascotas. Y aguardan en silencio un par de posibles destinos: los brazos de otro millonario o el psiquiátrico. Hace unos días, por azar, vi salir a Mr. Eurovegas del hotel Mandarín. Bronceado y sonriente, exudando poder e intriga y escoltado por una decena de hombres que paraban el tráfico y hacían fotos a los edificios del paseo de Gràcia con gran concupiscencia. La estela de Adelson y su dejarse querer trae consigo el cascabeleo del dinero vomitado por los sofisticados milloncetes de Las Vegas. Al igual que las mansiones donde los grifos gotean oro y el servicio lleva trajes de Raph Lauren gozan de una gran aceptación en ¡Hola!, la exhibición de la riqueza se muestra tan impúdica e incorregible como antes de la gran hecatombe. Porque hace unos años, los billonarios con ansia de mostrar sus billones resultaban personajes pintorescos, en el mejor de los casos. Hoy representan los restos del naufragio, y aunque rayen en la obscenidad y los consideremos puro vintage, no sabemos si es preferible que se escondan o que paseen sus excesos con absoluta transparencia para recordarnos que esta crisis no es la crisis de todos. (La Vanguardia)

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11 de julio de 2012
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Donde nace el amor

La ciencia derriba mitos. El pensamiento mágico los alienta. De manera muy distinta, ambos bracean por hallar un sentido a todo aquello que transforma, engrandece o anula nuestra existencia. La una palpa la materia, pródiga en diseccionar los mecanismos vitales y atribuirles un origen y una localización. El otro recorre un viaje inmaterial para desasirse del pragmatismo y encontrar respuestas personalizadas y a menudo complacientes, pero casi siempre misteriosas. La ciencia nos dice ahora: señores y señoras, ya sabemos dónde se origina el amor, y sintiéndolo mucho vamos a derribar su mito romántico. Porque el amor nace allí mismo donde estalla el deseo sexual o donde se cocina la adicción, según sostiene una investigación publicada en The Journal of Sexual Medicine. Después de analizar las respuestas bioquímicas y neuroendocrinas que generamos en determinadas zonas del cerebro tanto con el amor como con el deseo, un grupo de científicos ha concluido que el sentimiento amoroso se retroalimenta a través de la recompensa, como lo hacen las drogas en los adictos. El pensamiento mágico exalta los cielos derretidos en rosa y las fuentes cristalinas que acompañan el dulce extravío de los amantes. Todo parece orquestado por una fuerza superior, que la ciencia identifica y ubica en nuestro cerebro. Y asegura que ante el amor su comportamiento es menos dependiente de la presencia física de otra persona que en la atracción sexual. Cierto es que el amor es un sentimiento totalizador que a menudo nos exilia de la realidad, pues en ella no encuentra morada ni reposo. Su manera de declinarlo carece método porque su objetivo es abstracto, flexible y complejo. Claro que los hay redondos y espaciosos, pero también atormentados y oscuros, frustrantes, invasivos. A menudo la gente afirma: «Pero eso no es amor aunque lo llamen así». «Amores tóxicos», dicen, a modo de titular resultón, como si la humanidad en cuestiones de amoríos pudiera repartirse entre sanos y enfermos, satisfechos, insatisfechos, hipócritas o ingenuos. Los científicos confiesan que ha sido muy difícil ubicar el lugar exacto donde surge el amor, porque, a diferencia de la ira o el placer, se trata de un asunto que involucra muchas áreas del cerebro. Y de ello podríamos extrapolar que no es tu corazón sino tu sistema límbico el que acabará decidiendo el origen de tal sentimiento. Hemos pasado del amor espiritual entendido como un sentimiento elevado, a la prosa de la química, que incluso ha llegado a considerar la pasión como un mal constipado. Ahora, atentos al laboratorio, quedamos expuestos ante el patrón biológico que disecciona el ideal amoroso cultivado por nuestro imaginario. Y quién sabe ya si la pasión y la razón pueden ser una pareja bien avenida, la primera entendida como el motor capaz de hacerlo despegar, la segunda como el controlador que determina la travesía.

(La Vanguardia)

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9 de julio de 2012
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Los antifrágiles

Hay una constante en los lugares que decidió pintar Edward Hopper: la provisionalidad. También la vida que pasa de lado. En el Museo Thyssen, estos días la gente se amontona frente a sus raíles, que tienden hacia el infinito y producen tanta paz como desasosiego al plasmar cuán inalcanzable es el mundo. Pasa lo mismo con las habitaciones de hotel donde la claridad de la ventana neutraliza el olor a cerrado. No hay reconstrucción literal de la realidad en sus cuadros, sino recuerdo. Como si arrastrara hasta el lienzo edificios abandonados, moteles de carretera y estaciones de tren: los no-lugares de su tiempo que ejercen de cinta aislante. Escucho a dos mujeres preguntarse qué le preocupa al autor, esa sensación angustiosa entre la incomunicación y la parálisis, dicen, y me interrogo acerca de la tan glosada soledad de sus personajes. ¿Por qué nos fascina tanto Hopper? ¿Por qué sus cuadros han ilustrado tantas portadas de libros? Aparte de su halo cinematográfico, nos atrapa la impasibilidad con la que sus protagonistas se acomodan a una vida sin certidumbres. Y a pesar de su aparente vulnerabilidad, se muestran antifrágiles, pues esperan sin esperar, miran sin ver, puede que incluso amen sin sentir. Tienen algo de indoloros. E incluso en la evocadora visión de una barca sobre azules merodea la sombra de un miedo latente que en cualquier momento puede estallar y partir la realidad en mil pedazos. «Por qué elijo determinados temas y no otros es algo que no sé, a menos que sea porque los percibo como el mejor medio para sintetizar mi experiencia interior», leo en sus escritos, recién publicados por Elba. Hopper alude siempre a la expresión de su subconsciente, a su mundo interior, más que a un proceso intelectual. Vivimos hoy unos tiempos en los que se rehabilita la expresión «vida interior», tan asociada a la espiritualidad. Porque anida en ella el recogimiento y la identificación de emociones que a menudo escurren el bulto si no se diseccionan. A mi alrededor, la gente cuenta que practica la meditación, el bikram yoga, el jogging o el surf. Buscan desconectar del mundo para conectarse con ellos mismos. Escapar para aumentar su capacidad de resistencia. Acerados, más blindados al sufrimiento, acaso menos sentimentales, los antifrágiles serán los que mejor se adapten a los nuevos tiempos, asegura Nassim Taleb en el prólogo de su nuevo libro, Antifragile. Porque está cuajando una nueva sensibilidad, menos asertiva y más escéptica, decidida, fuerte y atractiva, que no sólo supera los golpes, sino que mejora con ellos. Y que apuesta por una visión de la vida como la obra de arte que ya adelantó Hopper hace casi un siglo.

(La Vanguardia)

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4 de julio de 2012
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El botiquín de la Srta. Pepis

 

Creemos tan desesperadamente en el futuro que, al tragarnos una pastilla, a menudo sentimos que contiene el aliento de la vida. Tanto si es un placebo como si no, la promesa de la calma se extiende al sentir cómo discurre por la garganta el sabor amargo del medicamento. Queremos paliar nuestras carencias y abundancias, desde la falta de sueño y la sobreexcitación hasta la jaqueca que espesa las horas o que sobreviene en las horas espesas. Y nuestra sociedad hipocondriaca y medicalizada bracea por corregir el desequilibro que a menudo nos atrapa. Antes, la gente tenía en casa un botiquín, y allí en un pequeño armario blanco con su cruz roja colgado en la pared se almacenaban cuatro frascos para la tos, el dolor de cabeza o la acidez de estómago, además de la mercromina. Hoy, el despliegue es infinitamente superior. Y la química, más sofisticada. Se han multiplicado oferta y demanda, y han surgido nuevas patologías. Porque para respirar, dormir, tranquilizar, digerir o desinflamar, nos hemos acostumbrado a recurrir a una ayuda que compense nuestro déficit permanente. Con el tiempo también hemos aprendido a autorrecetarnos, perdiéndole el miedo al prospecto casi siempre amenazador. Nos recomendamos una marca de comprimidos con la misma fruición que un libro, y el boca a oreja ha instaurado un nuevo apetito consumista, de forma que aquello que tendría que ser excepcional ha acabado por convertirse en un apéndice indivisible de nuestra sociedad enferma ?aunque mucho más saludable que en épocas anteriores?. Ahora, el medicamentazo llega sin información previa y, lo que es peor, sin aclimatación. Sobre los pensionistas, las viudas que apenas llegan a final de mes y los simpapeles cae una nueva angustia para la cual se tendrán que pagar el remedio. El portavoz de Sanidad del PP asegura que se excluyen fármacos que «sólo alivian síntomas». Pero ¿qué es una enfermedad sino un puñado de síntomas que nos conectan con nuestra soledad de animal herido? Si bien es cierto que el copago es un mal menor con el que podemos salvar al sistema de salud pública, el despilfarro de recetas y los falsos pensionistas ?se calcula que hay cerca de 200.000? no pueden significar un perjuicio para los más débiles. A las sonoras obviedades y palabras huecas de la ministra Mato, que superan con creces los comentarios de Sara Carbonero («no es lo mismo una persona que no está enferma en su consumo de medicamentos que una persona que no está enferma»), se suma ahora un despropósito convertido en lista de fármacos defenestrados. Justo cuando Obama ha logrado que el Supremo ratifique su histórica reforma de la salud, aquí se racanea para salvar nuestra sanidad universal de la que tanto hemos presumido. Y a todo ello se añade esa recomendación ministerial tan naif: que rebusquemos en la botica de la abuela, o por qué no, en el botiquín de la Srta. Pepis.

(La Vanguardia)

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2 de julio de 2012
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Nuestra basura

No hay imagen más cotidiana, pero a la vez tan contradictoria, como la de guardar el cubo de basura bajo el fregadero. Porque evidencia con gran plasticidad el contraste entre la higiene y la mierda. Cierto es que existe una primera correspondencia entre ambos planos: los platos sucios en el superior, los desechos, en el inferior. Pero mientras bajo el grifo el agua devuelve la dignidad a la vajilla, las sobras del día se ocultan y se olvidan al igual que la muerte. El efecto liberador que produce la limpieza pasa por la sensación de pequeña eficacia que nos alivia al recoger las sobras y tirarlas. Y que nos ayuda a olvidar el hecho de que algo que fue se transforme en nada. La materia tiene esas ventajas a diferencia de la conciencia: desde el budismo hasta el psicoanálisis han ejemplificado la necesidad de identificar nuestros pensamientos basura y, en lugar de querer echarlos a un cubo, convivir con ellos de la forma más indolora posible. Nadie en su sano juicio piensa en su basura, pero nunca habíamos utilizado con tanto ímpetu esta palabra como adjetivo, desde la comida basura hasta los bonos subprime, la telebasura e incluso la cultura trash, que ha dado lugar a vanguardias efímeras y subversivas. En más de una ocasión algún periodista voyeur no ha perdido la ocasión de fisgar en la papelera de su «objetivo» y ha hallado verdaderas joyas, pues allí permanecen las huellas de nuestros hábitos, además de aquello de lo que queremos desligarnos. Concienciados de la necesaria sostenibilidad ecológica, los españoles hemos aprendido a reciclar, porque en el primer mundo todo detritus tiene que ser debidamente tratado: en 15 años hemos pasado de recuperar un 5% de los envases a casi un 70%. Y es que no hay asunto que indigne más a los vecinos que la suciedad, el olor agrio que exhalan los contenedores rebosantes de bolsas que asoman sus excrecencias, o el incivismo que no reconoce el espacio público como propio. La alcaldesa de Madrid, asfixiada por las deudas, ha anunciado que también se ahorrará en la recogida de basuras. A diferencia del norte de Europa, en la mayoría de nuestras ciudades ?igual que en París, Roma o Lisboa? los residuos orgánicos se recogen a diario porque tanto nuestro clima como nuestra dieta lo justifican. Se pone el acento en la eficiencia para «conseguir mejores resultados a menor precio», pero esta medida, que de ninguna manera puede basarse en cuentas cortoplacistas, debe respetar tanto la conciencia medioambiental como nuestra cultura mediterránea, en la que los cubos de agua y el fregado siempre han representado ese trance purificador que tanta falta nos hace. ¿Quién nos iba a decir que también habría que racionar la limpieza?

(La Vanguardia)

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27 de junio de 2012
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Mentira podrida

Queremos ser intachables, pero nuestro ideal de bondad no es completo si no le añadimos un plus de audacia. Buenos pero no tontos, nos decimos. Honrados pero listos, bajo esa máxima de que «si tú no lo haces, alguien lo hará en tu lugar». Oscilamos entre el beneficio de la trampa para tener o brillar más, y la necesidad de vernos a nosotros mismos como personas honestas, ejemplares. Tanto es así que disculpamos la pequeña mentira, e incluso contamos con la aprobación del entorno: «Estoy en una reunión», dice en el gimnasio una mujer motivada, y es aplaudida por la complicidad de su entrenador. Dicen que las mujeres mienten para agradar ?también por cierta inseguridad en mostrarse como son? pero, como los hombres, lo que quieren es dar la mejor imagen de sí mismas. La primera vez que una mujer maquilla su edad se felicita por haber sido capaz, aunque luego se sienta un poco miserable y quiera rectificar sin quedar como una presumida. Porque quitarse un año, un kilo, tres novios, dos deudas o cinco arrugas no tiene demasiada importancia: lo inquietante es que uno se lo acabe creyendo. Los valores esenciales no admiten tergiversación. En tiempos de Madoff, Lehman Brothers y Correa crece la afición a las carambolas. Y lo más pasmoso es la ausencia de riesgo y moralidad. «No tengo conciencia de haber hecho nada malo» dijo el pasado jueves al dimitir Carlos Dívar. 32 viajes personales, 38.000 euros endosados al Consejo General del Poder Judicial. Sus mentiras no fueron sofisticadas: en lugar de cenas amistosas habló de cenas protocolarias y en vez de viajes por capricho aludió a invitaciones oficiales («No le hemos invitado, que nos enseñe la carta», le replicó el expresidente cántabro Miguel Ángel Revilla). Pero, ¿por qué un hombre recto, el jefe de los jueces, se empeñó en mentir hasta que la situación se hizo insostenible? Dan Ariely, profesor de Economía en la Universidad de Duke, acaba de publicar un libro sobre la mentira y la honestidad, y en él encuentro el chiste de un judío que pierde su bicicleta y va a pedirle consejo a su rabino: «Ven la siguiente semana a la sinagoga ?le dice? y cuando lleguemos al “No robarás”, observa quién te mira a los ojos. Ese será el culpable». A los siete días, el rabino preguntó: «Como un hechizo ?dijo el hombre?, cuando llegamos al “No cometerás adulterio” recordé dónde había dejado mi bicicleta». Ariely asegura que son minoría aquellos a quienes la mentira les lleva a cometer delitos graves, pero en cambio, la gran mayoría de buenas personas engaña «un poquito», sin mala conciencia, sea para parecer más joven, aparentar con un bolso de marca falso, redondear una factura o reclamar a un aseguradora. No seré yo quien amoneste la afición por las mentirijillas, pero no vaya a ser que si no desalentamos esa afición, el efecto contagioso del engaño nos acabe preparando para mayores transgresiones. (La Vanguardia)

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25 de junio de 2012
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Azul

Como si te lo quisieras beber, vestirte interiormente, llenar tu mirada del color del infinito, deslizarte a lo largo y ancho de su placidez. Siempre hay un momento en las tardes de verano, cuando baja el sol y recoges trozos de coral sobre la arena, en el que sientes que el tiempo es tuyo. No se desparrama como un cazo de leche hirviendo, ni se agazapa en forma de mil ocupaciones que a menudo te impiden mirar el azul. Ahora sientes que te pertenece. Porque el azul representa una promesa de libertad, pero también podrías trenzar un largo hilo a partir de los veranos de tu vida, esos paréntesis que te conectan con el timbre de la bici de tu infancia y los primeros zuecos de madera con un poco de tacón. Con los aprendizajes en bañador, la arena entre los libros, la toalla impregnada de coco, los amores escurridizos como peces que se enredan entre las piernas. No me canso de escribir sobre el verano, una pausa vital única. Acaso la que nos representa más de verdad como somos, sin zapatos ni maquillaje. Suele ser corto, pero en él concentramos la ilusión de un tiempo que nadie nos arrebatará. Como si las vacaciones trajeran consigo la posibilidad de empezar algo nuevo, de cambiar de gustos, de inventarnos otro destino, de desalojar las sobras del pasado que nos impiden crecer, igual que cuando la mar está revuelta, salpicada por crestas blancas que impiden ver su azul rotundo. Esa mar airada que nunca pondrás como salvapantallas. Es hora de admirar las lunas plateando sobre el agua. De encender nuevas ilusiones, pequeñas islas de deseo, que luego transportaremos a nuestro paisaje cotidiano. Este es un número rodeado de agua, desde los cuerpos olímpicos sumergidos, componiendo y descomponiendo geometrías, o la moda desfilando en blanco y oro sobre la arena planchada, hasta los trending topics que amenizan nuestros tiempos y enriquecen la manera de relacionarnos con los demás, desde el coworking hasta las cooking parties. Dicen que nadar es el nuevo running, pero se trata sobre todo de una autoafirmación de la ingravidez soñada. Entender el verano como un tiempo de descubrimiento sin dejar la hamaca. O preferir moverse, engañar rutinas, abrazar el optimismo que traen los viajes. No importa. El protagonismo es tuyo y a tu alrededor se mueve el paisaje esperando que atrapes un instante de felicidad. (Marie Claire)

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22 de junio de 2012
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Custodia partida

Desde hace años sigo con gran interés el debate acerca de la custodia compartida. Se trata de una fórmula aplicada en Francia ?hace ya una década?, así como en Suecia, Noruega u Holanda, por lo que las sociedades más avanzadas se han ido amoldando a la vasta existencia de casas «de mamá» y casas «de papá», respetando un incuestionable modelo de corresponsalidad parental. En España, ahora que el PP va a promulgarla, ha sido reivindicada con la boca pequeña por grupos políticos y, con mayor vigor, por colectivos de padres y madres separados; mientras que sus detractores ?varias asociaciones feministas de respetada trayectoria? mantienen el doble argumento de que «prima el interés particular de los padres» y que «se convierte en una instrumentalización contra las mujeres». Cierto es que su aplicación podría entenderse como un «nos partimos al niño», cuando en realidad tendría que ser un «compartimos la responsabilidad». Pocos asuntos son tan vertebradores de una sociedad como la transferencia afectiva y educacional de padres a hijos. Uno de los sentimientos universales que nos habitan al perder al padre o la madre es el de una fría soledad, la de saber que te has quedado sin alguien que creía incondicionalmente en ti. En verdad, el mapa familiar condiciona, inhibe, proyecta, e influencia la construcción psicológica de un individuo casi tanto como su biología. Cabría preguntarse cuántos niños felices ven quebrarse su cristal de colores cuando sus padres se separan. Y los utilizan. Acaso no parece tan frontal como lo acabo de escribir, porque el arte de la manipulación es soterrado y psicótico, capaz de autoengañarse y usar al hijo para que acabe siendo más de uno que de otro. De una, en el 90% de los casos. Las mujeres venimos reclamando desde el pleistoceno que el hombre se corresponsabilice de la educación y de la vida diaria de sus hijos. Para algunas, no obstante, hay un principio inamovible: los hijos son de las madres, convirtiendo así su naturaleza reproductora en ideología. Una lógica que olvida que el techo de cristal nunca se quebrará si los padres no ejercen tanto sus deberes como sus derechos. De la misma forma que se firman acuerdos matrimoniales, debería existir un compromiso de responsabilidad personal cuando dos deciden tener un hijo. El amor a veces se desvanece, pero la necesidad de acompañar, proteger y querer a un hijo es para siempre, a cuatro manos. Porque una sociedad no será madura hasta el día en que puedan diferenciarse los asuntos afectivos (y a veces dolorosos) en una pareja de su compromiso irrenunciable, vital, arduo, hermoso, como padres. Ese es el contrato no escrito que nunca debería romperse.

(La Vanguardia)

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20 de junio de 2012
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Cautivos

De nuevo, la cultura del eufemismo secuestra el lenguaje político, y las ironías no se hacen esperar, sobre todo en la prensa internacional, que tan a menudo acusa la dificultad de nuestro país en reconocer sus propios problemas, aireando su espíritu pusilánime. «Tú dices tomate, yo digo rescate», ironizaba Time, en un juego de palabras que emulaba el standard de los Gershwin Lets’call the whole thing off, inspirada por las diferentes pronunciaciones anglosajonas de tomato o pyjamas. La psicología popular sostiene que para solucionar un problema el primer paso es reconocerlo, huir de la inmadura obstinación que tan sólo lo prolonga hasta la agonía. Y ante el estrepitoso drama financiero de nada sirven los juegos de palabras. Porque no hay que pasar por alto cómo el verbo rescatar, a menudo conjugado para expresar un acto de supervivencia o la superación de una tragedia romántica, se ha desplazado hacia la economía hasta el extremo de que, después de la «acción y efecto de rescatar», la segunda acepción del diccionario de la RAE nada tenga que ver con un naufragio o una princesa encerrada en una mazmorra, sino con dinero contante y sonante. No así en el DIEC, que no recoge esta semántica economicista. La propia evolución del término ilustra de qué manera ha girado el mundo, alterando el significado de las palabras; el lenguaje al servicio de las mudanzas. Según el Coromines, la fecha tardía de la voz castellana ?en la edad media se decía redemir? sugiere la posibilidad de que se tomara del catalán rescatar (tratar de coger) en el siglo XIII. En el 2008, la palabra del año según el diccionario on line Merriam-Webster, que mide la cantidad de consultas, fue bailout, lo que demostraba que una gran cantidad de estadounidenses no entendía bien el término. Hay quien asegura que dicho significado de rescate proviene de ese bailout que también expresa la acción de saltar de un avión en llamas. El caso es que ahí está, cada vez más alejada del espíritu romántico y de la prolífica relación entre el alma creadora y la naturaleza, tan glosada gracias al virtuosismo musical. Las llamadas óperas de rescate ?denominadas así porque su argumento gira en torno a la salvación de un cautivo? demostraban como el ser humano vive a merced de las fuerzas irracionales del universo. Hoy le tememos más a la economía en mayúsculas que a los azarosos rugidos del universo. Su indiscutible hegemonía y sus fuerzas, no irracionales pero sí oscuras, sustituyen el conflicto de la imposibilidad del amor por la carencia de dinero líquido. Pero, mientras tanto, seguiremos alimentando en nuestro tierno imaginario la figura de un salvador ?sea príncipe, princesa o incluso gobierno? capaz de rescatarnos del foso de los dragones.

(La Vanguardia)

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13 de junio de 2012
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Ese placer tan ruin

¿Por qué la gente, después de criticar a alguien, de poner de manifiesto su reprobación y su desagrado, siente una especie de bienestar? Sí, me refiero a una sensación placentera de aquellas que incluso hacen aflorar un movimiento de mandíbula, como si la boca se hiciera agua, acompañado de un aire de falsa dignidad. Repasemos la escena: entre dos o más personas se produce la chispa de complicidad propia de quienes empatizan gracias a un hilo brioso, aunque endeble, que les permite poner verde a quien no les escucha. Ni asomo de mala conciencia, acaso una leve sombra: «Igual estamos siendo injustos…», dicen. Siempre hay una voz más alta, la de quien limpia culpas y ratifica argumentos para estimular el regocijo, pero sobre todo para sentir una gozosa autoafirmación. Porque en definitiva ese es el principal beneficio de la crítica ajena. Quedarse tan satisfecho como después de comer un risotto. Nada que ver con la autocrítica que te aherroja y te encoge para luego engrandecerte. El chismorreo venenoso que se vierte sobre el vecino va creando un espacio común en el que resulta fácil desproveerlo de atributos. Al inicio se tantea, con ciertos miramientos, hasta que el interlocutor asiente y entonces ya no hay piedad que valga. La estructura siempre suele ser la misma: una minúscula circunstancia da pie a poner un nombre en el centro de la mesa, como a un pavo. Pero antes de trocearlo y deglutirlo, se exponen los hechos tal y como se explica una receta. Y al igual que cuando uno lleva una escayola descubre la cantidad de gente escayolada que hay en la vida, quienes empiezan a criticar perciben que algo les une, aunque sea la insidia. Los alemanes poseen una palabra para representar la derivación de la crítica más ruin: schadenfreude. El término se ha adoptado como cultismo en muchas lenguas, acaso por la imparable inclinación humana hacia eso que la cultura popular española resumía como «alegrarse del mal ajeno». Y es que hoy, la schadenfreude está presente en el orden del día. «Le está bien merecido», dicen los criticones con postiza beatería sobre aquellos que tenían mucho y se quedaron sin nada. La tendencia malsana a criticar y regodearse en los fracasos ajenos demuestra, según varios estudios, una autoestima por los suelos. Pero también implica un «ya lo decía yo», esa imperiosa necesidad de llevar razón, de caminar por el sendero correcto y de ser respetado. Veamos si no cómo Alemania secretamente se regocija de nuestra asfixia financiera o de cómo a España le produce alivio que Grecia esté en la cola. Cierto es que una sociedad madura necesita de una red capaz de neutralizar la envidia latente y de compadecerse ante la desgracia ajena. Porque hay formas de criticar que casi son liberadoras, peccata minuta, pero quienes se frotan las manos ante la estrepitosa caída al abismo de su propio país, eso hay que hacérselo mirar.

(La Vanguardia)

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11 de junio de 2012
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El Boomeran(g)
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