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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La literatura devuelve la vida al pasado físico

Gracias a Scott Herring, un profesor de literatura norteamericana, releo de manera distinta Las uvas de la ira, y especialmente el capítulo donde narra la huida de los Joad a través del desierto de Mojave hasta alcanzar el valle central de California, como tantos americanos que protagonizaron las migraciones internas durante la Gran Depresión. A pesar de la fama de exagerado de Steinbeck, Herring ?un apasionado del hiking y autor de Lines on the Land: Writers, Art, and the National Parks? demuestra que en el caso del viejo camión serpenteando una colina con el motor hirviendo, el escritor no hermoseaba a lo grande. Más allá del paralelismo con el éxodo judío, la descripción era literal y representaba con exactitud un problema de los coches de finales de los años treinta: sus penosos refrigeradores y anticogelantes. Los motores se calentaban, renqueaban hasta la extenuación bajo el sol del desierto, y mientras lo escribo asoma la imagen del Chrysler verde de mi padre que en los viajes largos también necesitaba hacer paradas, como los caballos. Y es que la literatura nos devuelve a esos lugares de la memoria en un estallido sinestésico capaz de palpar un tiempo vivido. En mi caso, los viajes en coche de Catalunya hasta Galicia conforman uno de los recuerdos de infancia más felices. No quería llegar nunca a destino, para seguir cobijada en aquel ensueño con el olor de cuero viejo tras la ventanilla empañada, de los Paxton mentolados que fumaba mi madre y con los cassettes de Chavela Vargas o María Dolores Pradera. Hoy no hay paxtons ni cassetes, tampoco aquel olor característico de motor recalentado. La literatura es un precioso estuche que contiene los contornos físicos del tiempo. Porque conocer el pasado, como indica Herring, significa conocer que llevaba la gente en sus bolsillos, qué hacían con las aguas residuales, dónde dormían sus perros… ¡De qué forma se ha desvanecido el olor del pasado! Primero, por la escasa importancia que ocupa la infracotidianidad, tal volátil, en el discurso social. Sólo se registra lo importante, lo trascedente, mientras la breve memoria de la vida privada se resume en un anecdotario. Segundo, porque el tiempo no es algo externo a nosotros. «Vive en nuestro interior», escribe Siri Hustvedt en Un verano sin hombres, y continúa, «Sólo vivimos el pasado, el presente y el futuro, y el presente es demasiado efímero para que seamos plenamente conscientes de él: sólo después lo recordamos y entonces lo hacemos de forma codificada, si no se disuelve en la amnesia. La conciencia es producto de la dilación.»  Sí, producto de la dilación, del maceramiento de las ideas que se alumbran. También de la reconstrucción. Las clases de literatura también son clases sobre la realidad. De lo que significa que nuestros antepasados incluso llegaran a dormir dentro de armarios. Durante toda la segunda mitad del siglo XX latió en todas las disciplinas artísticas norteamericanas, de la literatura al cine, pasando por la pintura o la música, una dicotomía: frente al análisis crítico que los teóricos, sobre todo europeos (Herring irónicamente los simplifica: «los franceses»), han aplicado a las obras artísticas, muchos autores y académicos norteamericanos proponen un acercamiento menos intelectual y más sensitivo. Da igual que pensemos en William Faulkner o John Ford, por poner dos buenos ejemplos, existe una tradición ?tan norteamericana? de enormes creadores que rechazan sistemáticamente considerarse artistas, así como cualquier interpretación «intelectualizada» de sus obras. El peregrinaje oakie desde el Dust Bowl hacía la soleada California nos remite tanto a Las uvas de la ira como a las canciones de Woody Guthrie («Atravesando las arenas del desierto ruedan ?en sus coches, evidentemente?, dejando atrás aquella vieja meseta polvorienta»). Recuperar la intrahistoria, algo cien por cien americano. Qué comían, cómo eran sus zapatos, cuánto sufrían los refrigeradores de sus vehículos en un peregrinar comparado con el que Moisés lideró hacía Israel. La Biblia es la Biblia, y en cada mesilla de motel el viajero encontrará la suya para aventajar su soledad. A día de hoy, en la Ruta 66 siguen congeladas algunas escenas de entonces, como espectros: casas abandonadas con la vajilla en la alacena, la huella de una huida desesperada, las viejas zapatillas junto a la cama. Adjunto una traducción del texto de Scott Harring, publicado en The Chronicle of Higher Education en agosto de este año.

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8 de diciembre de 2011
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Rebeldes y burgueses

El vigilante de la sala parece un hombre tranquilo que mira a un punto fijo mientras Pedro Almodóvar, subido a unos tacones, y Fabio McNamara, con una chaquetilla de torero, cantan y chillan desde una pantalla gigante. La escena pertenece a un programa de La edad de oro, emitido por TVE. Y hoy forma parte de la nueva colección permanente del Centro de Arte Reina Sofía: De la revuelta a la posmodernidad (1962-1982). Veinte años en los que nos hemos hecho mayores a pesar de la omnipotencia infundada por el horóscopo, los yogures y las hormonas. Le pregunto al guardia si está entretenido. Me responde que ya son demasiadas repeticiones de la actuación como para interesarse mientras podría estar pensando: «Estas mamarrachadas». El número, musicalmente rudimentario, se deja admirar. Sorprende la irreverente frescura de aquellos modernos ochenteros, cuando, hace veinte años, dos hombres maquillados como mujeres en un escenario resultaban una provocación. Nada que ver con el prefabricado Marilyn Manson. La rebeldía era tierna, una pose frente al aburguesamiento que escapaba de los guiones clásicos. Un «que nadie nos diga cómo tenemos que gastar o malgastar la vida». El sentimiento más pujante ante la magnífica colección del museo orquestada por Manuel Borja-Villel procede de la evidente defunción de la neovanguardia. Aquello que fue tan rabiosamente novedoso hoy es antiguo; aun así, conserva la tozudez de provocar, la obsesión por ser absolutamente moderno. En la sala, la alarma de seguridad del muro de Sol LeWitt, un gorgojeo, se confunde con los trinos de las cotorras ?vivas? que protagonizan una instalación del grupo Tropicália y el visitante camina sobre arena de playa, en el centro de Madrid. No hay distanciamiento con la obra sino una desdramatización: no busques más allá del ahora, «lo que ves es lo que hay», un encuentro físico con el arte que desplaza la figura romántica del artista. La gente, más que mirar, se queda pensando, como si intentara desentrañar un jeroglífico. Hasta que percibe el grito que se amaga detrás de cada obra. «Los sesenta son algo más que la patria del inconformismo, son la plantilla comercial de nuestros tiempos, un prototipo histórico para la construcción de máquinas culturales que transforman la alienación y la desesperación en conformismo», escribe Thomas Frank en La conquista de lo cool. El libro llega a España más de una década después de su publicación, aunque su tesis sigue vigente: la revolución contracultural incentivó al mercado y provocó el nacimiento del consumismo moderno con un claro mensaje: «Si quieres ser único, compra lo mismo que los demás». En publicidad, hay ejemplos de cómo la transgresión se ha ido convirtiendo en docilidad: desde los eslóganes para que fumaran las mujeres, bien reflejados en la cuarta temporada de Mad men, hasta las canciones contra la guerra de Iraq en los anuncios de Nike. O Lennon, Dylan o Marley, que continúan sonando con ecos protestones, sólo que ahora envolviendo a mujeres de Madison Avenue. No hay más que ver la última iniciativa de El Corte Inglés: una planta dedicada al arte para vender obras a plazos, a fin de que todo el mundo pueda lucir un buen cuadro en casa y pagarlo como un electrodoméstico. Toda revolución cultural que se levanta para matar al padre e instaurar un arte puro acaba acomodándose y es adoptada como signo de estatus una vez que se ha desvanecido su vigencia. Incluso el espíritu asambleario de los indignados ya se ha contagiado y sirve para vender tarifas planas, eso sí, con épica: «La gente ha hablado y esto es lo que nos ha pedido», dice la voz en off de Telefónica, jugando con fuego.

(La Vanguardia)

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7 de diciembre de 2011
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¿Ignorantes pero felices?

Por fin, y desde la ciencia, alguien se dedica a indagar en una vieja leyenda: «La ignorancia es felicidad». En cuatro palabras se representa un mundo donde los sentimientos son músculos anestesiados y la conciencia un pájaro volando. La incómoda sensibilidad ante los problemas ajenos que distrae del propio oficio del vivir. Cinco estudios realizados por la Sociedad Americana de Psicología en plena bofetada de la crisis financiera revelan que mucha gente prefiere ignorar los problemas sociales y que esa es la mejor forma de confiar ciegamente y depender de sus gobiernos. Sorprende, por un lado, la ausencia de un espíritu crítico, pero sobre todo la falta ya no de compromiso con el bien común, sino de curiosidad. Vivir en la inopia, desatender los lazos con un mundo desajustado e incluso evitar estar informados en la era de la información parecen actitudes inmaduras y poco ejemplares, aunque enraizadas e incluso aceptadas en sociedad. Me llegan los ecos de aquellos debates de bachilleres que nos apasionaban y nos hacían tomar partido: el arte comprometido frente al arte por el arte, la sed de justicia social o la torre de marfil, Bertolt Brecht o Thomas Mann. Mientras algunos biólogos sostienen que el altruismo está programado en los genes, como recuerda Richard Sennett en El respeto ?una lectura de máxima actualidad a pesar de que el libro tenga ocho años?, muchos son los filósofos que han demostrado que no puede haber compasión sin solidaridad. Cierto es que la compasión nunca debería sustituir a la justicia, y que la piedad a menudo significa desigualdad como manifestaba Hannah Arendt, quien dedicó su tesis doctoral a san Agustín y los significados del amor al prójimo, la caridad y la benevolencia como formas de acercarse a Dios. O de amarse a uno mismo. En la calle, algunos indigentes empiezan a robar comida. No tiran de los bolsos ni buscan el iPhone, tan sólo un par de bolsas del supermercado que te arrebatan de las manos. A los comedores sociales, que este año han duplicado su demanda, como el de San Vicente de Paúl en la calle Martínez Campos de Madrid, cada vez acude más gente en traje y corbata. La fragilidad con la que se mece el Estado de bienestar prepara de nuevo el camino hacia la caridad de los nuevos pobres. Las sociedades modernas se han acostumbrado a que la prosperidad sea lo natural, también los servicios públicos, sin cuestionar su utilización y las trampas habituales que se cometen contra el sistema, desde un dinerito en negro hasta eliminar el IVA. Ignorar el sufrimiento ajeno se inscribe en la dinámica de la fatiga de la compasión; el engorroso asunto de la injusticia mundial empuja al sálvese quien pueda. Pero cerrar los ojos para ser más felices representa uno de los mayores insultos, no sólo hacia los demás, sino hacia la propia inteligencia. (La Vanguardia)

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5 de diciembre de 2011
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Los muros mentales

A menudo establecemos un confín invisible pero preciso para marcar nuestro territorio. Un sombreado imaginario que demarca nuestro lado de la cama, nuestro lugar en la mesa, nuestros estantes del armario. Los espacios propios confieren seguridad, y más cuando son tácitamente respetados, porque procuran un sentimiento parecido al de transitar por la vida con una casilla asignada. En las primeras viviendas modernas, la casa era el living, un único espacio donde se comía, se dormía y se amaba. En las aldeas, hace cuarenta años, aún existían casas de ese tipo, sin rastro de vida privada. Recuerdo que estuve en una de ellas, no sin cierto terror: un inmenso comedor que parecía un hospital, con cuatro o cinco camas dispuestas una al lado de la otra en las que mayores, enfermos y niños dormían sin secretos porque aún no había anidado la fantasía de una habitación propia. Junto a la progresiva extinción del espacio común, representado sucintamente por el comedor, empezaron a proliferar viviendas de pasillos interminables, angostos y sombríos; la espina dorsal, el sendero doméstico que separaba derecha e izquierda asignando estancias a los diferentes miembros de la familia, apremiados en algún momento del día por una razonable fuga social. Casas con múltiples paredes que fueron aliviando su opacidad a finales del siglo XX, cuando lo doméstico adquirió lo diáfano como ideal y surgieron los primeros lofts. Ahí estaba resumido el paradigma de la posmodernidad: un espacio multifuncional, con tendencia al vacío, sin cortinas en las ventanas y con la bañera en medio del dormitorio, y una sobrevaloración de los metros cúbicos representada por los techos altos. Una respuesta romántica, en definitiva, ante la asfixiante falta de espacio de las metrópolis. Hoy hemos vuelto a las puertas y a los tabiques. A los compartimentos y a las casillas. También a los muros mentales que levantamos para mantener nuestro recalcitrante individualismo a pesar de hallarnos bajo la mirada panóptica de infinidad de cámaras y pantallas. Leía anteayer en The New York Times que las vallas y los muros están de moda. No sólo los físicos, los que se levantan para endurecer y electrificar las fronteras con México, sino los invisibles, como nuestro instinto territorial. Los que dividen, clasifican y legitiman las diferencias, como el nuevo telón de acero económico que Merkel y Sarkozy planean para la UE. Muros que en tiempos de incertidumbre producen una sensación de seguridad y tranquilidad, de orden y geometría para los que están dentro. El resto, extramuros. Desde la muralla del emperador Adriano, construida para defender la civilización romana de los bárbaros pictos, hasta el muro de los lamentos en Jerusalén, las de Constantinopla o la Gran Muralla china se levantaron bajo el influjo de una poderosa idea: protegerse. Hace apenas veintidós años que se derribó el muro de Berlín, parecía nacer un nuevo mundo. Pero la abolición de viejas fronteras trajo nuevas servidumbres y también nuevas fronteras. El autor del artículo al que me he referido, Costica Bradatan, profesor de Filosofía en la Universidad de Texas, asegura que tras un repaso histórico, las paredes deben ser consideradas como una bendición: «Un muro es siempre una provocación, y la vida sólo es posible como respuesta a las provocaciones; un mundo sin muros pronto ser convertiría en algo viejo y pasado». Pero al igual que en la película de Buñuel El ángel exterminador, o en Bartleby, el escribiente apostado contra una pared noche y día, el tabique que retiene a sus protagonistas sólo existe en su cabeza. Los muros reales nos protegen o nos separan. Los mentales nos extravían.

(La Vanguardia)

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30 de noviembre de 2011
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Ellos, valientes; ellas, complacientes

La igualdad entre hombres y mujeres está garantizada en 139 países del mundo como claro indicador de civilización y progreso que ha desactivado una tradición mal entendida, la que aprovisionó de corsés a unas y de máscaras a otros a fin de cumplimentar un papel social afortunadamente hoy trasnochado. Por ello, cada vez es más doloroso aceptar que entre los jóvenes se perpetúen estereotipos, e incluso que se aprecie un retroceso. No me refiero sólo a esos tecnosexuales que aligeran cada vez más los compromisos, curtidos consumistas con una mirada más pragmática que idealista. En Mis universidades cuenta Maxim Gorki que en sus tiempos de proletariado un perista le dijo: «Tú eres un idealista». «¡Idealista!, ¿qué quiere decir idealista?». «Uno que no tiene caprichos ni envidias, sólo curiosidad». Entre las chicas, la curiosidad abre boca con las Bratz, continúa con Hannah Montana y todas esas celebrities que acaban detenidas en Melrose Avenue por conducir borrachas, y acaba solidificándose en una versión disneychannel del cuento de hadas: la joven incomprendida que acaba siendo rescatada por su príncipe, hermoso pero sobre todo rico ?lo que en otros tiempos se llamaba un buen marido? y que siempre, siempre, paga la factura del restaurante. Esa es la espectacular visión del mundo licuado que centenares de muchachas exhiben en sus espacios virtuales, las nietas de quienes quisieron despedazar a Barbie ahuyentándola de la vida de sus hijas y hoy ven como, en una pesadilla diabólica, se ha ido reconstruyendo y ha terminado clonándose bajo un cerrado aplauso, y no sólo llenando los patios de colegio o las puertas de las discotecas, sino dando las noticias económicas de Bloomberg. En las aulas de secundaria arrasan las llamadas populares o guays. Su mayor diversión consiste en representar una vida social activa en la que hay que cambiar constantemente de maquillaje, además de competir febrilmente por los favores de los muchachos. Volver al clásico intercambio de cromos: belleza por poder, entrega por estatus, toallas con las iniciales bordadas por manutención, hijos por diamantes y, a las malas, pensión compensatoria. En el estudio sobre juventud y papeles difundido el pasado viernes con motivo del día Contra la Violencia de Género, se reincide en que más allá de las leyes, desterrar los monolíticos papeles de género puede tardar, como mínimo, una generación. El 44% de las chicas cree que para realizarse necesita el amor de un hombre: el chico debe protegerla, ella complacerle; los celos son una prueba de amor. Y sí, ellos son agresivos y valientes porque «forma parte de su naturaleza», mientras que ellas son tiernas y sumisas. Hasta que un día, las más afortunadas agarren el bolso y salgan a la calle a comerse el mundo sin haber digerido sus propias frustraciones. ¡Una generación más!

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28 de noviembre de 2011
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Leonardo con sol

Londres a 15 grados, con un sol enredado entre bruma pero sol al fin y al cabo, que refulge sobre los edificios blancos de South Kensington, abrillanta los puentes del Támesis y estalla en los escaparates de Harrods decorados con juguetes antiguos con un lujoso aire de desván. Desde las siete de la mañana, en Trafalgar Square, bordeando The National Gallery, hay largas colas de gente con gorro y anorak. En este mundo cada vez más gaseoso que líquido, que no acierta a desnudar sus múltiples capas, como una cebolla, la gente es capaz de madrugar un sábado para admirar a Leonardo da Vinci. El sistema de la moda ha colonizado los museos. Son los nuevos templos, un lugar adonde ir y sentirse mejor persona, como si el influjo del pintor-intelectual que fue Leonardo nos produjera un inmensurable beneficio espiritual. «Dime qué consumes y te diré quién quieres ser, y cómo quieres sentirte». Consumir cierto tipo de objetos contribuye a definir simbólicamente nuestra identidad. Lo importante no es la posesión en sí misma, sino la carga simbólica que asociamos a ella que, en definitiva, nos hará sentir personas más exclusivas. Siento, luego existo. Hace un par de años, mientras contemplaba Las cuatro estaciones de Cy Twombly en el MoMA de Nueva York, sentí un intenso aroma de flores blancas, y a la vez escuché un grito. Un alarido desgarrador, mientras los ojos se mecían entre las manchas amarillas del otoño de Twombly y el olfato despertaba con los jazmines que volatizaban su dulzor. Yoko Ono había instalado una perfomance en el hall. Un micrófono y la invitación a los transeúntes para vaciarse gritando. Y un poderoso ambientador exhalaba notas olfativas. Los sentidos se desplegaron en bloque aquella mañana de domingo: vista, oído y olfato convergían a la búsqueda de una experiencia estética. Lo mismo que me ocurre esta mañana de sábado en The National Gallery, frente a la reproducción de La última cena. Basta la ilusión de esos empolvados que escapan de la piedra, la luz envolvente, «la exploración de Leonardo sobre la apariencia de las formas, cuestionando los principios que rigen las modalidades sensoriales de toda observación emprírica, minuciosa y precisa», escribe Larry Keith, sobre la búsqueda de la perfección de Leonardo. La vida moderna, con sus fragilidades, ha dado fe de que no existe garantía: que estudies y por ello obtengas un puesto de trabajo, que te perfumes y por ello seas admirada, que ames y por tanto seas amada. No siempre existe una correspondencia con el valor de tus actos. El amor no es duradero. Vence la inmediatez sin moderar las expectativas. O todo o nada. Por ello, las promesas de intensidad se han convertido en uno de los valores más absolutos de hoy en día. Aprovechar Londres con sol. Leer a media tarde Trabajos forzados (Impedimenta) y la ardua vida de los escritores: el salón de belleza de Colette, Orwell lavaplatos, Gorki pinche de cocina, el agente de seguros Frank Kafka. Al atardecer, descubrir las velas de ámbar de Annick Goutal en ese desván lujoso, puro oxímoron, llamado Harrods. Y acabar el día sintiendo de nuevo calor en la sien, el aguijón stendhaliano, al contemplar La última cena de Leonardo aún con la incómoda certeza de no distinguir el original de la copia.

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26 de noviembre de 2011
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Genios con esmoquin

Tantas confesiones rodeados de los tapices de los gobelinos y de las cortinas brocadas, verde y oro, de la residencia del embajador de Francia. Alexander McQueen, hace nueve años, bebiendo vodka como si tuviera frío. Y susurrándome acerca de la enorme presión a la que estaba sometido entre los ejecutivos imposibles y la libertad creativa. Recuerdo sus palabras sobre sus comienzos difíciles, su espíritu anarquista y su fe revolucionaria. También sobre la Cruz de la Orden del Imperio Británico que le impuso la Reina Isabel II y su chaqué, sin asomo de irreverencia, «feliz de hacer felices a mis padres». McQueen fue nuestro primer Prix de la Moda. Toda una declaración de intenciones. Un genio insolentemente provocador golpeado por la tragedia, que dejó una inmensa huella. Con él construimos los cimientos para celebrar cada año una verdadera cumbre de la moda internacional en Madrid. Y con el espíritu de Marie Claire: reunir, mezclar e inspirar. Ya empiezo a escuchar las risas y los frous-frous en los jardines de la Residencia de Francia. El flequillo bohemio de Bruno Delaye, el embajador que tan gentilmente nos acoge en su casa. «La mejor fiesta de todos los tiempos fue “El banquete”, tal y como lo relató Platón ?nos contó el diplomático?; la primera noche se emborrachan todos, por la mañana, ni se acuerdan de lo que han hecho y se citan de nuevo diciendo: “Bueno, nos hemos pasado, reunámonos realmente para estar juntos y charlar”. Y hablan hasta el amanecer sobre Eros, el amor, y de esa discusión sale el maravilloso texto del pensador griego, fundamental en la filosofía occidental, donde dice que el amor procede de la búsqueda de la belleza». Sí: sin excesos ni amnesias, esa es la fiesta que deseamos. De la que quedó prendida la risa sonora de Alber Elbaz, con sus pantalones cortos y su esmoquin azul noche. Un hombre dulce y exacto, un ejemplo de sutileza que esculpe detalles sobre el cuerpo sin hacer ruido. O el allure mundano de otro de nuestros Prix, Stefano Pilati, otro abanderado de la nueva elegancia que llena de significado una palabra aparentemente tan vacía como chic. Cómo olvidar las manos enguantadas de Karl Lagerfeld, su curiosidad terrenal y su espíritu renacentista, reconciliándose ante mis narices con Clauda Schiffer después de diez años de silencios mal entendidos. O a Linda Evangelista, Alberta Ferretti, Frida Giannini, Carolina Herrera. Cuando estás a su lado, te sobra o te falta algo. Son mujeres que proyectan equilibrio a su alrededor, así como una actitud firme y creativa. En el jardín de invierno de la embajada de Francia, cada noviembre, se muestra cuántos rostros de la moda, la elegancia y el compromiso conforman la excelencia. Recuerdo cuando Naomi Campbell recibió un cerrado aplauso al dedicar su premio a todas las modelos de raza negra. O a Roberta Armani, Ali Hewson ?la mujer de Bono?, Lauren Bush, o Luciano Benetton demostrando que moda y solidaridad pueden tener un sentido oceánico. Nuestro álbum de fotos da probadas muestras de que necesitamos sentir el aguijón de la belleza, reivindicar una poética del mundo, sobre todo de la creación, y exaltar a las musas para sentir su aliento. Este año Haider Ackermann, Elie Saab, Irina Shayk, Tony Ward, Elisa Sednaoui, Ángel Schlesser, el grupo Puig Moda y María Reig serán nuestros homenajeados. Y formarán parte de la memoria que escribimos cada año, cuando la familia de Marie Claire se enfunda las plumas y el esmoquin para premiar el talento. (Marie Claire, diciembre de 2011)

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24 de noviembre de 2011
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¿Quién mueve los hilos?

De nuevo, un término tan literario como abismo aflora en primera plana de la actualidad. Se utiliza sin mesura, aunque también sin intención poética. La imagen de una negritud indefinida, la frontera entre los contornos posibles y la nada. Nos acompaña el lenguaje catastrofista durante este año: hundimiento, debacle, precipicio… junto a una jerga técnica que el ciudadano, ayudado por la pedagogía de los medios, utiliza con progresiva desenvoltura: prima de riesgo, keynesianismo, default. La palabra que titula la primera década del siglo XXI es sin duda mercados. En plural, cobijada tras su sombrío anonimato. Dicen mercados cuando podrían decir bancos, de forma que el sujeto se esconde tras la suma de fuerzas abstractas responsables de que el dinero emprenda una caída en picado o aliente una remontada. Pero, sobre todo, ha conseguido que pasemos de lo físico a lo intangible. La economía ha ganado la partida a la política y ha tecnificado tanto el discurso público que sólo los tecnócratas ?que el mercado coloca al frente de los estados aparcando incluso transitoriamente la decisión de las urnas? parecen capacitados para manejar las arcas públicas mientras gobiernan un futuro incierto que Merkel cifra en diez años. El pensador de moda Jeremy Rifkin asegura que sólo el talento y la empatía, un compromiso activo que nos hace parte de una experiencia colectiva, nos sacarán de esta crisis. Pero hay que restar el declive del liderazgo que dominaba la retórica emocional y que ha sido eclipsado por el desplome de sus utopías. Así, ha emergido el profesional de la política, por dejación de aquellos que conseguían contagiar la esperanza con las metáforas de sus discursos. «Hoy no hay ningún líder idealista y esto conduce a la desazón de los indignados, esa especie de minirrevolución ciudadana por todo el mundo», asegura el consultor político Luis Arroyo, que ha llevado a cabo un estudio para la Fundación Ideas que pronto verá la luz. En él se llega a una curiosa conclusión: el 90% de los españoles está de acuerdo en la intervención estatal para evitar la acción de los especuladores. Y sin embargo la misma abrumadora mayoría se muestra contraria a ello si dificulta el libre funcionamiento del mercado. ¿Hallará Rajoy, que ha prometido poner en práctica un paquete de medidas anticrisis exprés, el dorado punto medio para encauzar la recuperación? ¿O será una pieza más de la economía globalizada que dicta medidas y tumba gobiernos? La prueba concluyente de la acumulación de poder en unas pocas manos la ofrece un estudio publicado en New Scientist que viene a confirmar a través de las matemáticas los eslóganes de los indignados en todo el mundo: un selecto grupo, menos de un 1% de las empresas multinacionales, tienen en sus manos el poder financiero mundial. Se llaman JP Morgan, Goldman Sachs, Meryll Lynch, Deutsche Bank, Credit Suisse… El propósito de la investigación era trascender la ideología para identificar empíricamente las redes de poder. Y no es que su acumulación desproporcionada sea negativa en sí misma, indica el estudio, lo más peligroso es la conexión entre estas compañías, de forma que contagian sus oscilaciones a la economía global moviendo los hilos del planeta. Nunca habíamos visto tan borroso, ni habíamos sentido reptar con tanta intensidad la incertidumbre a nuestro alrededor. La realidad nos empequeñece, por eso es tiempo de simplificar las rutinas y volcarse en los afectos desplazando ambiciones por placeres sencillos. Contemplar cómo avanza el invierno y cómo va emblanqueciendo el amanecer a pesar de que oscilemos entre números rojos y negros, mientras de nuevo nos decimos menos es más. (La Vanguardia)

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23 de noviembre de 2011
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Cultura, crisis y telebasura

En pleno fragor de la crisis económica, cae el consumo de alimentos como no lo hacía desde hacía más de cincuenta años e incluso bebemos menos cerveza. Pero en cambio en estos tiempos de vacas flacas existe una actividad que ha crecido: el año pasado fue el de mayor consumo televisivo de las dos últimas décadas. Comodín y refugio ante la adversidad, un chute de estímulos catódicos que distrae hasta el punto de que la realidad parece mucho más ajena que la vida de aquellos que van desfilando por la pantalla, y la multiplicación de pantallas, canales ofertas y formatos, han logrado que hoy sea fácil tener una televisión a la carta en la palma de la mano. Bill Gates pronosticó en el 2007 el fin de la televisión. Dijo que ocurriría al son del auge imparable de YouTube, pero han pasado ya cuatro años y, pese a la crisis publicitaria y a los agoreros, la televisión sigue siendo la abeja reina de los medios, colándose incluso entre los trending topics de las redes sociales. Baudrillard la consideraba «el paradigma de la transmisión en la cultura de masas». Pero ¿es la televisión un medio para la pedagogía y la cultura? ¿O sólo en el ámbito público, como La 2 y Canal 33, que aúnan calidad y buen gusto? «No entiendo por qué informaciones relacionadas con series como The wire o Mad men no aparecen en las páginas de cultura», decía Álex Martínez Roig, director de contenidos de Canal+, en la mesa sobre televisión del III Foro de Industrias Culturales de la Fundación Santillana. A la vez, el presidente de Fapae mostraba su descontento con el mapa actual de las cadenas y la creatividad: «Tengo un amigo que dice que la televisión es una gran fuente de cultura porque cada vez que la encendían en casa, se iba a la habitación de al lado a leer un libro». Cierto es que los canales no son escuelas, sino empresas con cuentas de resultados, pero, como reflexiona Basilio Baltasar, director de la fundación, «la audiencia masiva, cautivada por la banalidad (y a veces por la perversidad), obliga a notables profesionales de la televisión a recelar de la cultura; este es otro de nuestros logros contemporáneos». El equilibrio entre la difusión cultural y el entretenimiento es inestable, y se hace añicos con una de las particularidades de nuestra televisión: la telebasura, terreno en el que, como afirmaba The Guardian, los españoles somos líderes mundiales. El representante de Mediaset, Javier López Cuenllas, afirmó que denunciar la telebasura «está socialmente bien visto», y se preguntaba por qué no se habla de ella cuando hay una televisión que manipula continuamente en sus informativos. No ha sido el caso de TVE durante el Gobierno de Zapatero pensé, en el que los equipos de informativos han trabajado con independencia y pluralidad y han ganado premios internacionales por su excelencia. Ojalá un cambio de gobierno no signifique que la telebasura se cuele también en los telediarios.

(La Vanguardia)

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21 de noviembre de 2011
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El intelectual herido

Dicen que las mujeres tenemos fama de quejarnos. Ese lamento de que no por prosperar en la vida, alcanzar objetivos y acertar por fin con el color de pelo, lograremos ser más felices. Algunas ensayistas norteamericanas, como Susan Pinker, han querido demostrar que a pesar de las conquistas obtenidas, las mujeres occidentales toman más antidepresivos que nunca y aún y así su optimismo es fungible. Pero gracias al profesor Jordi Gracia, descubro que existe un colectivo que supera con creces al de las mujeres quejumbrosas: los intelectuales. En El intelectual melancólico. Un panfleto (Anagrama), Gracia apunta contra la egolatría y la frustración de quienes pasean engreimiento clasista y amargura vital. Leí sus páginas sin dejar de subrayar: “La melancolía no es un estadio fijo ni se alcanza (necesariamente) en el último paso de una vida fecunda; de hecho es sobre todo un estado de ánimo que predice el desfondamiento de las esperanzas de hacer de la sociedad ?o de todo Occidente?, el bosque rico de imaginación, fuerza creadora y atadura a la tradición que ha sido siempre y ya no va a ser más». Esas cantinelas: todo tiempo pasado fue mejor; la fatal decadencia del presente. El “nunca ha habido tanta miseria de autores, el nivel más bajo de la historia contemporánea”. Para terminar arrojando la toalla porque se acabaron la alta cultura y el buen gusto. Pero, ¿hay razones para tan negro réquiem? Jordi Gracia, en un punteo mortífero y eficaz, alcanza a dibujar un ser verdaderamente temible, un tipo que mira por encima del hombro a todo dios, incluso a Martin Amis o Philip Roth, un ser que desprecia todo lo que se publica . Aquél, dice el autor, que fue un joven iconoclasta y se ha convertido en un adulto resentido por el fracaso de su utopía; el que tiene fobia a internet y sus libros se encuentran en el último e inalcanzable estante de la librería aún con la etiqueta del precio en pesetas. Y sacude mi ingenuidad, e imagino que la de tantos autores ingenuos, cuando al esbozar la estampa del intelectual emprenyat asegura que este critica de oídas, con datos sacados de las charlas con sus sobrinos.   No fue hasta después de leer el libro cuando me enteré de que este panfleto irritado y virulento se debía a un duelo bajo el sol, o más exactamente, a un desencuentro de claustro universitario. Pero que la idea proceda de un rifirrafe entre eruditos no invalida la defensa de un espíritu constructivo y respetuoso, lejos del resentimiento de quienes actúan como si ejercieran la más elevada autoridad moral, una especie de superyo social, aunque aislado del espacio público. Cierto es que las inclemencias del paso del tiempo, o de la química, pueden abonar el carácter endiablado de quien critica la miseria intelectual del presente mientras se dedica a lo que se acaba haciendo a cierta edad: autoplagiarse. Pero ni todas las mujeres son un paño de lágrimas ni todos intelectuales se creen Goethe. Si bien se ha argumentado con profusión el declive de la fama, la vida que se inicia para aquellos que fueron celebridades ?los deportistas, por ejemplo, cuando ya no pueden seguir compitiendo y su nombre tan sólo figura en la historia o como comentarista de televisión?, la decadencia del intelectual tiene menor bibliografía, salvo que se haya sido Gertrude Stein. Afortunadamente existen voces que, más allá de lamentos infértiles, fomentan la disidencia y el espíritu crítico frente a las alianzas empresariales y editoriales que anteponen el marketing a la calidad. Y que contribuyen a reafirmar el orgullo y la autoestima de un país que necesita más que nunca aliviarse con el manto de la cultura. Aun sabiendo que un genio nace cada cien años.

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16 de noviembre de 2011
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El Boomeran(g)
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