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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 ejerce de columnista de opinión en La Vanguardia.

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Mentira podrida

Queremos ser intachables, pero nuestro ideal de bondad no es completo si no le añadimos un plus de audacia. Buenos pero no tontos, nos decimos. Honrados pero listos, bajo esa máxima de que «si tú no lo haces, alguien lo hará en tu lugar». Oscilamos entre el beneficio de la trampa para tener o brillar más, y la necesidad de vernos a nosotros mismos como personas honestas, ejemplares. Tanto es así que disculpamos la pequeña mentira, e incluso contamos con la aprobación del entorno: «Estoy en una reunión», dice en el gimnasio una mujer motivada, y es aplaudida por la complicidad de su entrenador. Dicen que las mujeres mienten para agradar ?también por cierta inseguridad en mostrarse como son? pero, como los hombres, lo que quieren es dar la mejor imagen de sí mismas. La primera vez que una mujer maquilla su edad se felicita por haber sido capaz, aunque luego se sienta un poco miserable y quiera rectificar sin quedar como una presumida. Porque quitarse un año, un kilo, tres novios, dos deudas o cinco arrugas no tiene demasiada importancia: lo inquietante es que uno se lo acabe creyendo. Los valores esenciales no admiten tergiversación. En tiempos de Madoff, Lehman Brothers y Correa crece la afición a las carambolas. Y lo más pasmoso es la ausencia de riesgo y moralidad. «No tengo conciencia de haber hecho nada malo» dijo el pasado jueves al dimitir Carlos Dívar. 32 viajes personales, 38.000 euros endosados al Consejo General del Poder Judicial. Sus mentiras no fueron sofisticadas: en lugar de cenas amistosas habló de cenas protocolarias y en vez de viajes por capricho aludió a invitaciones oficiales («No le hemos invitado, que nos enseñe la carta», le replicó el expresidente cántabro Miguel Ángel Revilla). Pero, ¿por qué un hombre recto, el jefe de los jueces, se empeñó en mentir hasta que la situación se hizo insostenible? Dan Ariely, profesor de Economía en la Universidad de Duke, acaba de publicar un libro sobre la mentira y la honestidad, y en él encuentro el chiste de un judío que pierde su bicicleta y va a pedirle consejo a su rabino: «Ven la siguiente semana a la sinagoga ?le dice? y cuando lleguemos al “No robarás”, observa quién te mira a los ojos. Ese será el culpable». A los siete días, el rabino preguntó: «Como un hechizo ?dijo el hombre?, cuando llegamos al “No cometerás adulterio” recordé dónde había dejado mi bicicleta». Ariely asegura que son minoría aquellos a quienes la mentira les lleva a cometer delitos graves, pero en cambio, la gran mayoría de buenas personas engaña «un poquito», sin mala conciencia, sea para parecer más joven, aparentar con un bolso de marca falso, redondear una factura o reclamar a un aseguradora. No seré yo quien amoneste la afición por las mentirijillas, pero no vaya a ser que si no desalentamos esa afición, el efecto contagioso del engaño nos acabe preparando para mayores transgresiones. (La Vanguardia)

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25 de junio de 2012
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Azul

Como si te lo quisieras beber, vestirte interiormente, llenar tu mirada del color del infinito, deslizarte a lo largo y ancho de su placidez. Siempre hay un momento en las tardes de verano, cuando baja el sol y recoges trozos de coral sobre la arena, en el que sientes que el tiempo es tuyo. No se desparrama como un cazo de leche hirviendo, ni se agazapa en forma de mil ocupaciones que a menudo te impiden mirar el azul. Ahora sientes que te pertenece. Porque el azul representa una promesa de libertad, pero también podrías trenzar un largo hilo a partir de los veranos de tu vida, esos paréntesis que te conectan con el timbre de la bici de tu infancia y los primeros zuecos de madera con un poco de tacón. Con los aprendizajes en bañador, la arena entre los libros, la toalla impregnada de coco, los amores escurridizos como peces que se enredan entre las piernas. No me canso de escribir sobre el verano, una pausa vital única. Acaso la que nos representa más de verdad como somos, sin zapatos ni maquillaje. Suele ser corto, pero en él concentramos la ilusión de un tiempo que nadie nos arrebatará. Como si las vacaciones trajeran consigo la posibilidad de empezar algo nuevo, de cambiar de gustos, de inventarnos otro destino, de desalojar las sobras del pasado que nos impiden crecer, igual que cuando la mar está revuelta, salpicada por crestas blancas que impiden ver su azul rotundo. Esa mar airada que nunca pondrás como salvapantallas. Es hora de admirar las lunas plateando sobre el agua. De encender nuevas ilusiones, pequeñas islas de deseo, que luego transportaremos a nuestro paisaje cotidiano. Este es un número rodeado de agua, desde los cuerpos olímpicos sumergidos, componiendo y descomponiendo geometrías, o la moda desfilando en blanco y oro sobre la arena planchada, hasta los trending topics que amenizan nuestros tiempos y enriquecen la manera de relacionarnos con los demás, desde el coworking hasta las cooking parties. Dicen que nadar es el nuevo running, pero se trata sobre todo de una autoafirmación de la ingravidez soñada. Entender el verano como un tiempo de descubrimiento sin dejar la hamaca. O preferir moverse, engañar rutinas, abrazar el optimismo que traen los viajes. No importa. El protagonismo es tuyo y a tu alrededor se mueve el paisaje esperando que atrapes un instante de felicidad. (Marie Claire)

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22 de junio de 2012
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Custodia partida

Desde hace años sigo con gran interés el debate acerca de la custodia compartida. Se trata de una fórmula aplicada en Francia ?hace ya una década?, así como en Suecia, Noruega u Holanda, por lo que las sociedades más avanzadas se han ido amoldando a la vasta existencia de casas «de mamá» y casas «de papá», respetando un incuestionable modelo de corresponsalidad parental. En España, ahora que el PP va a promulgarla, ha sido reivindicada con la boca pequeña por grupos políticos y, con mayor vigor, por colectivos de padres y madres separados; mientras que sus detractores ?varias asociaciones feministas de respetada trayectoria? mantienen el doble argumento de que «prima el interés particular de los padres» y que «se convierte en una instrumentalización contra las mujeres». Cierto es que su aplicación podría entenderse como un «nos partimos al niño», cuando en realidad tendría que ser un «compartimos la responsabilidad». Pocos asuntos son tan vertebradores de una sociedad como la transferencia afectiva y educacional de padres a hijos. Uno de los sentimientos universales que nos habitan al perder al padre o la madre es el de una fría soledad, la de saber que te has quedado sin alguien que creía incondicionalmente en ti. En verdad, el mapa familiar condiciona, inhibe, proyecta, e influencia la construcción psicológica de un individuo casi tanto como su biología. Cabría preguntarse cuántos niños felices ven quebrarse su cristal de colores cuando sus padres se separan. Y los utilizan. Acaso no parece tan frontal como lo acabo de escribir, porque el arte de la manipulación es soterrado y psicótico, capaz de autoengañarse y usar al hijo para que acabe siendo más de uno que de otro. De una, en el 90% de los casos. Las mujeres venimos reclamando desde el pleistoceno que el hombre se corresponsabilice de la educación y de la vida diaria de sus hijos. Para algunas, no obstante, hay un principio inamovible: los hijos son de las madres, convirtiendo así su naturaleza reproductora en ideología. Una lógica que olvida que el techo de cristal nunca se quebrará si los padres no ejercen tanto sus deberes como sus derechos. De la misma forma que se firman acuerdos matrimoniales, debería existir un compromiso de responsabilidad personal cuando dos deciden tener un hijo. El amor a veces se desvanece, pero la necesidad de acompañar, proteger y querer a un hijo es para siempre, a cuatro manos. Porque una sociedad no será madura hasta el día en que puedan diferenciarse los asuntos afectivos (y a veces dolorosos) en una pareja de su compromiso irrenunciable, vital, arduo, hermoso, como padres. Ese es el contrato no escrito que nunca debería romperse.

(La Vanguardia)

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20 de junio de 2012
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Cautivos

De nuevo, la cultura del eufemismo secuestra el lenguaje político, y las ironías no se hacen esperar, sobre todo en la prensa internacional, que tan a menudo acusa la dificultad de nuestro país en reconocer sus propios problemas, aireando su espíritu pusilánime. «Tú dices tomate, yo digo rescate», ironizaba Time, en un juego de palabras que emulaba el standard de los Gershwin Lets’call the whole thing off, inspirada por las diferentes pronunciaciones anglosajonas de tomato o pyjamas. La psicología popular sostiene que para solucionar un problema el primer paso es reconocerlo, huir de la inmadura obstinación que tan sólo lo prolonga hasta la agonía. Y ante el estrepitoso drama financiero de nada sirven los juegos de palabras. Porque no hay que pasar por alto cómo el verbo rescatar, a menudo conjugado para expresar un acto de supervivencia o la superación de una tragedia romántica, se ha desplazado hacia la economía hasta el extremo de que, después de la «acción y efecto de rescatar», la segunda acepción del diccionario de la RAE nada tenga que ver con un naufragio o una princesa encerrada en una mazmorra, sino con dinero contante y sonante. No así en el DIEC, que no recoge esta semántica economicista. La propia evolución del término ilustra de qué manera ha girado el mundo, alterando el significado de las palabras; el lenguaje al servicio de las mudanzas. Según el Coromines, la fecha tardía de la voz castellana ?en la edad media se decía redemir? sugiere la posibilidad de que se tomara del catalán rescatar (tratar de coger) en el siglo XIII. En el 2008, la palabra del año según el diccionario on line Merriam-Webster, que mide la cantidad de consultas, fue bailout, lo que demostraba que una gran cantidad de estadounidenses no entendía bien el término. Hay quien asegura que dicho significado de rescate proviene de ese bailout que también expresa la acción de saltar de un avión en llamas. El caso es que ahí está, cada vez más alejada del espíritu romántico y de la prolífica relación entre el alma creadora y la naturaleza, tan glosada gracias al virtuosismo musical. Las llamadas óperas de rescate ?denominadas así porque su argumento gira en torno a la salvación de un cautivo? demostraban como el ser humano vive a merced de las fuerzas irracionales del universo. Hoy le tememos más a la economía en mayúsculas que a los azarosos rugidos del universo. Su indiscutible hegemonía y sus fuerzas, no irracionales pero sí oscuras, sustituyen el conflicto de la imposibilidad del amor por la carencia de dinero líquido. Pero, mientras tanto, seguiremos alimentando en nuestro tierno imaginario la figura de un salvador ?sea príncipe, princesa o incluso gobierno? capaz de rescatarnos del foso de los dragones.

(La Vanguardia)

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13 de junio de 2012
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Ese placer tan ruin

¿Por qué la gente, después de criticar a alguien, de poner de manifiesto su reprobación y su desagrado, siente una especie de bienestar? Sí, me refiero a una sensación placentera de aquellas que incluso hacen aflorar un movimiento de mandíbula, como si la boca se hiciera agua, acompañado de un aire de falsa dignidad. Repasemos la escena: entre dos o más personas se produce la chispa de complicidad propia de quienes empatizan gracias a un hilo brioso, aunque endeble, que les permite poner verde a quien no les escucha. Ni asomo de mala conciencia, acaso una leve sombra: «Igual estamos siendo injustos…», dicen. Siempre hay una voz más alta, la de quien limpia culpas y ratifica argumentos para estimular el regocijo, pero sobre todo para sentir una gozosa autoafirmación. Porque en definitiva ese es el principal beneficio de la crítica ajena. Quedarse tan satisfecho como después de comer un risotto. Nada que ver con la autocrítica que te aherroja y te encoge para luego engrandecerte. El chismorreo venenoso que se vierte sobre el vecino va creando un espacio común en el que resulta fácil desproveerlo de atributos. Al inicio se tantea, con ciertos miramientos, hasta que el interlocutor asiente y entonces ya no hay piedad que valga. La estructura siempre suele ser la misma: una minúscula circunstancia da pie a poner un nombre en el centro de la mesa, como a un pavo. Pero antes de trocearlo y deglutirlo, se exponen los hechos tal y como se explica una receta. Y al igual que cuando uno lleva una escayola descubre la cantidad de gente escayolada que hay en la vida, quienes empiezan a criticar perciben que algo les une, aunque sea la insidia. Los alemanes poseen una palabra para representar la derivación de la crítica más ruin: schadenfreude. El término se ha adoptado como cultismo en muchas lenguas, acaso por la imparable inclinación humana hacia eso que la cultura popular española resumía como «alegrarse del mal ajeno». Y es que hoy, la schadenfreude está presente en el orden del día. «Le está bien merecido», dicen los criticones con postiza beatería sobre aquellos que tenían mucho y se quedaron sin nada. La tendencia malsana a criticar y regodearse en los fracasos ajenos demuestra, según varios estudios, una autoestima por los suelos. Pero también implica un «ya lo decía yo», esa imperiosa necesidad de llevar razón, de caminar por el sendero correcto y de ser respetado. Veamos si no cómo Alemania secretamente se regocija de nuestra asfixia financiera o de cómo a España le produce alivio que Grecia esté en la cola. Cierto es que una sociedad madura necesita de una red capaz de neutralizar la envidia latente y de compadecerse ante la desgracia ajena. Porque hay formas de criticar que casi son liberadoras, peccata minuta, pero quienes se frotan las manos ante la estrepitosa caída al abismo de su propio país, eso hay que hacérselo mirar.

(La Vanguardia)

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11 de junio de 2012
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Pecados capitales

La primera vez que visité Amsterdam no reparé en uno de sus numerosos carriles para bicicletas, y avanzaba con la misma parsimonia que traía la radiante mañana junto a los muelles hasta que el avinagrado timbre de una aún más avinagrada mujer me increpó para que desalojara su vía. A nadie le gusta sentirse echado, recibir una bofetada imaginaria o un mohín de desprecio; cuando ocurre nuestro instinto se rebela y se protege, llegando a creer que tenemos razón aunque estemos infringiendo una norma. A menudo necesitamos contar hasta diez para reconocer que en verdad molestábamos. Porque irrita tanto que una bicicleta pase rauda por encima de la acera como que una familia con niños ocupe el carril bici y esté dispuesta a llegar a las manos si les tocas el timbre ?y no digamos si rozas a sus retoños?. La división entre quienes van sobre dos ruedas y quienes prefieren sus dos piernas ha encendido una controversia que, lejos de fomentar una conducta cívica y respetuosa, agranda intransigencias y fobias. La convivencia es uno de los asuntos más sagrados de la vida en comunidad. Nos educan en el respeto, pero la búsqueda de un beneficio inmediato a menudo significa que nos olvidemos del otro y perdamos el sentido de «espacio público». No hay peor acercamiento humano que el de la desconsideración. Eso pienso cuando entro en un taxi con la radio a todo gas y una peste a porcino. O cuando en un restaurante el aire acondicionado quiere competir con un iglú, y en pleno verano debes pedir una manta zamorana. Pero eso no es todo, te rodean mesas gritonas que ni perciben la presencia ajena. Y qué decir de aquellos que vociferan a grito pelado asuntos que preferirías desconocer. O de quienes, cuando se sientan a tu lado, en el cine o el tren, empiezan a hacer ruiditos nasales y sin miramientos desalojan tu codo del reposabrazos. También están aquellos que bostezan con la boca abierta mientras te hablan: me pasó una vez en una entrevista de trabajo, y no había nada más impúdico que mirar al personaje, que, mientras resumía su oferta, me mostraba la epiglotis como si se desnudara. Aunque la peor de todas las desconsideraciones a menudo parte de un sentimiento infértil, si bien humano poco admirable: la envidia. Ese punzón que agita y corroe, que mancha reputaciones, crea falsos mitos y convierte la infamia en verdad. Nada que ver con el arte de la crítica, que sostiene que para apreciar lo uno tienes que cargarte lo otro. Sustituye la cortesía por la desconfianza y la amabilidad por los rebuznos. Como si no pudiéramos ser capaces de admirar, respetar o tolerar a nuestros propios contemporáneos. Ni lo niños se chinchan tanto.

(La Vanguardia)

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6 de junio de 2012
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Injusticia al descubierto

Laura, 43 años, latinoamericana, pobre, emigra a Italia porque su familia política le ha conseguido un trabajo. Y ante sí se abre la promesa de un minúsculo futuro. A su llegada la espera otro guión, el de la extorsión y el engaño: le quitan el pasaporte y la obligan a prostituirse, hasta que una noche salta de un coche en marcha y huye a España. Llega a Madrid hecha pedazos y al minuto es identificada como una simpapeles. La recluyen en un centro de internamiento de extranjeros (CIE) y de nada sirve que denuncie la explotación sexual de la que ha sido víctima, ni su disponibilidad a colaborar con las autoridades a fin de desactivar una red que aún opera con soltura. A pesar de la credibilidad de sus acusaciones, es amenazada con la expulsión a su país de origen, donde la espera la banda de proxenetas dispuesta a vengar el honor del clan. La primera pegunta que se hace Women’s Link ?una organización internacional que trabaja en favor de los derechos humanos desde una perspectiva de género? es tan simple como compleja: por qué una mujer víctima de tantas violaciones de derechos fundamentales es encerrada en un precario CIE, en lugar de otorgarle el estatus de refugiada. La segunda pregunta, no menos relevante, trata de averiguar por qué España vulnera el convenio del Consejo Europeo sobre la lucha contra la trata. Esta causa, como tantas, ha sido llevada ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por Women’s Link, que este miércoles celebra en Barcelona la IV edición de sus premios Género y Justicia al Descubierto. Pero aunque se les llame premios, en realidad son el resultado de una investigación que reconoce la excelencia de los pronunciamientos en relación con la equidad dentro de procesos judiciales, pero que también denuncia la excrecencia. Aquellas historias en las que muchas mujeres ven como su dignidad queda anulada (si sobreviven). Recuerdo a Carlos Fuentes, ese autor que fue grande por sus obras pero también por comprometerse con su tiempo, el verano pasado en Formentor, cuando recibió el premio de las Letras. Ante una decena de periodistas se interrogaba acerca de cómo era posible que Centroamérica soportara la ausencia de una política incapaz de frenar esa imparable escalada de violencia estéril que sigue considerando el cuerpo de la mujer como un mero objeto a disposición de la crueldad de sus verdugos. De las razones por las que tantos estados se cruzan de brazos ante un feminicidio tan aleatorio como impune. En realidad, quienes se merecen un premio son las personas que trabajan día a día en esta y otras organizaciones ?como la fundación de Somaly Mam en Camboya o la activista hondureña Dina Meza?, mujeres y hombres que viven amenazados aunque no les mueva la ideología ni un interés personal, sino la reivindicación de la justicia que debería ajustar el mundo. (La Vanguardia)

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4 de junio de 2012
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Traición en Roma

  Me gusta observar a esas personas casi invisibles que asisten a los mandatarios. Son difíciles de identificar, mudos, o en todo caso susurrantes, pero siempre alerta. Su principal función es actuar según la necesidad, desde sostener un bolso hasta abrir una puerta o tener a mano una caja de Gelocatil. Suelen colocarse allí donde literalmente se expande la sombra de su jefe, esquinados y menguantes frente a la corpulencia de los escoltas. A menudo guardan el teléfono del poderoso en cuestión; también recogen los libros que les regalan y son el brazo que sostiene el paraguas, como hacía Paoletto, el mayordomo infiel de Ratzinger. Paolo Gabriele tenía el privilegio de oler la intimidad del Papa al abrir sus sábanas blancas. Desde ayudar a vestirlo a prepararle la infusión o revolver entre sus cajones. Porque Gabriele había sido elegido como depositario de una palabra noble: confianza. En su reverso: traición. En los 25 siglos transcurridos entre el desvío ético de Efialtes, aquel pastor de Tesalia que reveló al rey persa Jerjes I el camino alternativo al paso de las Termópilas, y la deslealtad de Gabriele ?apodado ya Il corvo (el cuervo)?, la traición no ha hecho más que sofisticarse. Tanto es así, que el llamado ya VaticanLeaks parece una fusión del hacker Assange y la trama vaticana del El Padrino III. Y si no, fijémonos en los detalles: desde la nanocámara utilizada para fotografiar los documentos a las sospechas de que Paoletto no es sino la cabeza de turco en un complot organizado por cardenales contrarios a Benedicto XVI, extremo negado por el portavoz de la Santa Sede, el padre Lombardi. Desde la traición de Judas en el huerto de los Olivos; la Divina Comedia, en la que Dante la cataloga como «el pecado más monstruoso de todos los posibles»; o la obra de Shakespeare, cuyo Macbeth la definió con unas palabras que el tiempo ha hecho canónicas ?«hay puñales en las sonrisas de los hombres; cuanto más cercanos, más sangrientos»?, la traición ha sido siempre el puñal que ha amenazado uno de los lazos más preciados y frágiles en las relaciones humanas: la lealtad. Dicen que el Papa está apenado, no tanto por las filtraciones sino por sentir tan cerca el engaño de quien fue su devoto servidor. En una ocasión, Esther Koplowitz comentaba que lo más doloroso de la desaparición de El columpio de Goya no había sido el robo en sí, sino que lo cometiera gente «de confianza». Porque no hay sentimiento más venenoso que la decepción: descubrir que al otro lado, quien creías que te daba cobijo te empujaba hacia la intemperie. Y ni Dios en la tierra se libra.

(La Vanguardia)

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30 de mayo de 2012
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Madrid sin primavera

  Ocurren cosas inexplicables, como vivir durante más de quince años en una ciudad y ser incapaz de definir el carácter de su gente sin recurrir a los tópicos. Estoy hablando de Madrid. De su excitación mórbida y de los garbanzos del cocido, de la hilera de pantalones rojos con mocasín que llenan las terrazas del Bernabeu o del olor a libros de segunda mano de los jóvenes antisistema de Sol, azuzados por los ultracastizos que siguen empeñados en que España se rompe por culpa de vascos y catalanes. ¡Y de los perroflautas! Pero caben muchas ciudades entre el Rastro y el Viso, entre Leganés y la Moraleja. Desde los restos arqueológicos de una corte reaccionaria hasta la militancia obrera o el vuelo libre de los artistas en el irreproducible arte de la tertulia, sea en el Español o en la terraza del Gijón ?hace cinco días amenazada de cierre y antes de ayer declarada bien de interés cultural?. Así es Madrid, un viaje de ida y vuelta. Espléndida y caótica, abierta y enseñoreada, en Madrid siempre se siente la nostalgia del mar. Tan sólo desde sus límites, como el balcón de las Vistillas, puedes tener la ilusión de un horizonte lejano, aunque nunca llegará el salitre. Hace apenas veinte años, la capital de España era una ciudad deslavazada, el mobiliario urbano resultaba un atentado contra la decencia, no existían los gimnasios spa ni los hoteles boutique como en la vanguardista Barcelona, los taxis olían a infierno y los diseñadores huían. Cierto es que ha sufrido en silencio su infernal geografía, el páramo amarillento que la rodea, su alejamiento del flujo marítimo o fluvial, siempre sinónimo de tolerancia y progreso. Arrinconada en ese altiplano ?es la segunda capital más alta de Europa, después de Andorra la Vella? que la hiela en invierno y la recalienta en verano, sin tregua para admirar el paso de las estaciones, hoy Madrid reluce pero de nuevo se queda sin primavera. Y no es una figura literaria, sino una seña de identidad. La capital de España vive su bochorno sin transición: el despeñamiento de Bankia con su oso del madroño y sus banqueros con botones dorados, el hinchado déficit de la comunidad o las declaraciones de una incandescente Aguirre (tan brava que cuando llegó a Sol corrió a feminizar el baño instalando unas bombillas en el espejo, como en un camerino) cuestionan su modelo de neocentralismo patrio. Porque como bien argumenta Enric Juliana en su nuevo libro, Modesta España. Paisaje después de la austeridad (RBA), Madrid arremete contra la arquitectura autonómica ya que, además de capital de la España eterna, quiere ser el centro de todo, a imitación del gran París. Menos mal que ahora podrá endulzar la amarga hiel con el sueño olímpico, entre Tokio y Estambul, y ojalá logre acceder por fin a la primera división. Fuera complejos. Sería la mejor noticia para Madrid, pero también para la periferia.

(La Vanguardia)

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28 de mayo de 2012
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?Mascherano y Keita son mis ?niñitas??

Guardiola, camisa blanca, corbata estrecha, con esos aires mod, se rasca como si eso le ayudara a pensar pero no vacila ni un segundo para decir, acaso con un mohín de provocación: «Son mis niñitas». Umm. Nadie se ríe en la sala de prensa. 5-0 contra el Villarreal. Guardiola habla con su tono bajo, comedido, que se hace más ronco cuando toca asuntos emocionales. O viscerales. Aunque lo visceral en Guardiola siempre es racional. Incluso su «puto amo». Maestro midiendo registros y contextos, rey del aforismo y de las frases con sustancia en esas ruedas de prensa donde el lenguaje suele clonarse, Pep ha creado su marca gracias a sus tácticas futbolistas, pero también a su verbo, su cadencia y su retórica. Sin guiones previsibles. Pero regresemos a sus niñitas. «¿Hablará en serio?». Hay que aguardar sin cachondeo a que continúe la frase. Porque a Guardiola se le consiente hablar como un padrazo. Incluso que se cargue el mito de la virilidad futbolera de un plumazo, excluyendo los sinónimos que siempre señalan a hombretones de alma musculada. No obstante, él mismo parece sorprendido. Vacila, se agarra a los puntos suspensivos y al final remata: «Son… son dos soles de jugadores». Ni cracks ni gladiators. Dos soles. Y ahora viene la pregunta previsible: ¿Guardiola ha feminizado el fútbol? Sus tan glosados valores, como la empatía, el reconocimiento a sus jugadores o el aprendizaje en la humildad (y en la derrota), bien han demostrado que se puede sustituir la testosterona por la inteligencia. También, como algunas mujeres, ha conseguido tener ojos en la espalda. Y en las antípodas de los machotes casposos, el estilizado Guardiola ha construido su discurso sobre la determinación y el espíritu de equipo, sin escudarse en la frialdad del método. Pero a diferencia de gran parte de las mujeres, siempre ha sabido comunicar su mentalidad de ganador: autoconfiado, con una aplastante seguridad que le permite interrumpir su discurso para rascarse la barba o el párpado. La que le hace parecer natural, mesuradamente sensible, eficaz, libre de lastres y códigos de barras. Pero lo más importante no son sus niñitas, ni sus soles, sino la segunda parte de la frase. Que después de 13 títulos siga buscando el «sentido de esta profesión», el sentido de la vida. (La Vanguardia)

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26 de mayo de 2012
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