Joana Bonet
Ocurren cosas inexplicables, como vivir durante más de quince años en una ciudad y ser incapaz de definir el carácter de su gente sin recurrir a los tópicos. Estoy hablando de Madrid. De su excitación mórbida y de los garbanzos del cocido, de la hilera de pantalones rojos con mocasín que llenan las terrazas del Bernabeu o del olor a libros de segunda mano de los jóvenes antisistema de Sol, azuzados por los ultracastizos que siguen empeñados en que España se rompe por culpa de vascos y catalanes. ¡Y de los perroflautas! Pero caben muchas ciudades entre el Rastro y el Viso, entre Leganés y la Moraleja. Desde los restos arqueológicos de una corte reaccionaria hasta la militancia obrera o el vuelo libre de los artistas en el irreproducible arte de la tertulia, sea en el Español o en la terraza del Gijón ?hace cinco días amenazada de cierre y antes de ayer declarada bien de interés cultural?. Así es Madrid, un viaje de ida y vuelta.
Espléndida y caótica, abierta y enseñoreada, en Madrid siempre se siente la nostalgia del mar. Tan sólo desde sus límites, como el balcón de las Vistillas, puedes tener la ilusión de un horizonte lejano, aunque nunca llegará el salitre. Hace apenas veinte años, la capital de España era una ciudad deslavazada, el mobiliario urbano resultaba un atentado contra la decencia, no existían los gimnasios spa ni los hoteles boutique como en la vanguardista Barcelona, los taxis olían a infierno y los diseñadores huían. Cierto es que ha sufrido en silencio su infernal geografía, el páramo amarillento que la rodea, su alejamiento del flujo marítimo o fluvial, siempre sinónimo de tolerancia y progreso. Arrinconada en ese altiplano ?es la segunda capital más alta de Europa, después de Andorra la Vella? que la hiela en invierno y la recalienta en verano, sin tregua para admirar el paso de las estaciones, hoy Madrid reluce pero de nuevo se queda sin primavera. Y no es una figura literaria, sino una seña de identidad.
La capital de España vive su bochorno sin transición: el despeñamiento de Bankia con su oso del madroño y sus banqueros con botones dorados, el hinchado déficit de la comunidad o las declaraciones de una incandescente Aguirre (tan brava que cuando llegó a Sol corrió a feminizar el baño instalando unas bombillas en el espejo, como en un camerino) cuestionan su modelo de neocentralismo patrio. Porque como bien argumenta Enric Juliana en su nuevo libro, Modesta España. Paisaje después de la austeridad (RBA), Madrid arremete contra la arquitectura autonómica ya que, además de capital de la España eterna, quiere ser el centro de todo, a imitación del gran París. Menos mal que ahora podrá endulzar la amarga hiel con el sueño olímpico, entre Tokio y Estambul, y ojalá logre acceder por fin a la primera división. Fuera complejos. Sería la mejor noticia para Madrid, pero también para la periferia.
(La Vanguardia)