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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 ejerce de columnista de opinión en La Vanguardia.

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Vuelva usted mañana

El significante a menudo se contagia de su significado. Dices artesano, por ejemplo, y una pátina opalescente se extiende sobre las sílabas hasta visualizar la figura de quien sopla el cristal o enfila bordados. De igual forma, al pronunciar payés, conectas con la imagen de la siega y el tractor, y con la resignada paciencia de quien al amanecer anticipa el capricho de las nubes. Incluso al fijar el significado de periodista, emerge un afilado perfil parecido a una navaja multiusos. Pero con funcionario, una flojera de piernas invade tu campo semántico. Porque la cultura de la insidia se ha cebado con el término desde aquellos tiempos en los que el «Vuelva usted mañana» de Don Mariano ilustraba la quintaesencia de un país vago, indolente, ineficaz. Existen pocos vocablos tan antipáticos para definir un estatus laboral, por lo que creo que parte de su mala fama se debe a la propia palabra: una traducción literal del francés ?fonctionnaires? que se introdujo con el Estado liberal, en el XIX. Su razón de ser consiste en «hacer funcionar» un modelo administrativo, y aunque en algunos lares se utilice servidor público como sinónimo, a menudo se invierten los papeles, convirtiendo al ciudadano en servidor y al funcionario en demandante intransigente. Y es que hace tan sólo un año hubiera sido impensable escuchar ese baño de compasión en la calle, ese «¡pobres funcionarios!».  En España, sus connotaciones negativas proceden del retrato robot de un ser perezoso y apático que alarga el cafelito de la mañana, se muestra impertinente desde su ventanilla y a la hora en punto se levanta de su silla aunque arda Roma. Pero, además de los oficinistas, el 43% de los funcionarios tienen otro apellido profesional: médicos, profesores, bomberos o policías. La mayoría ha conseguido su plaza por méritos y con transparencia, mediante oposiciones; y a muchos de ellos además del sueldo les mueve la vocación. Sus reivindicaciones no han estado tan acotadas a la defensa de sus estatus como a denunciar las carencias y trabas que imponen los recortes. La media española, en relación con la UE, no es desproporcionada ni en número de funcionarios ni en sus sueldos. Sí lo es, en cambio, la percepción ciudadana de que emanan un sudor disolutivo. Allá los veneran, aquí hasta ahora eran detestados, aunque a menudo como efecto de una exagerada metonimia: la parte por el todo. Porque no son ellos, en verdad, los que atropellan el presente detrás de su mesa, sino la maldita burocracia, esa carga que asciende a 46.000 millones de euros, el 4,65 % del PIB, dispuesta a convertir, en plena era digital, cualquier trámite en sudoku. Y que no recortan. (La Vanguardia)

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25 de julio de 2012
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Un cadáver exquisito

Los símiles meteorológicos se han convertido en un lugar común para explicar la crisis ante la evidencia de que la economía es tan incontrolable como la naturaleza. Pero afloran ya otras familias semánticas, como el vocabulario de quirófano o incluso el funerario. La cultura se desangra, decimos, agoniza. Abierta en canal, con heridas irreversibles que amenazan su democratización. Cae sobre ella un impuesto temerario dispuesto a expulsar de su feudo a los más de cinco millones de personas que no tienen un trabajo, incluso a quienes, teniendo poco, comprenden que la cultura se paga. La calle grita: «la cultura no es un lujo», aunque en verdad no sea otra cosa si entendemos el lujo como una experiencia y no como una posesión. El problema es que hoy se cae el entrecomillado al triplicarse su IVA, como el alcohol y el tabaco. Un asunto que informa con gran transparencia acerca del ideario político y moral del Gobierno.  Ni pan ni circo. Se acabó la facilidad para repartir cultura a pesar de su valor identitario. Ser espectador ?excepto para la clase media-alta? ya no podrá ser un ejercicio entendido como la manta que nos da cobijo y enaltece el ánimo. Ni como un escudo de protección, sino como un cadáver exquisito. Y ojalá fuera en el sentido surrealista de la expresión, porque un teatro o un concierto vacíos expresan mayor desolación que un edificio abandonado a medio construir, ya que allí, en aquella sala, se pretendía -con mayor o menor acierto- servir en bandeja una ración de alimento para los sentidos.  Hoy conviven en las páginas culturales de un periódico las tradicionales bellas artes, Juego de tronos, Lady Gaga y los crucigramas, en una clara muestra de su popularización, como resultado de la demanda del gran público. Sobre esta supuesta banalización, así como del impacto digital que con pasmosa naturalidad ?y a menudo con ingenio y talento? convierte al ciudadano en crítico literario, además de la función del periodismo cultural, debatían Montse Domínguez, Llàtzer Moix, Antonio Lucas, Winston Manrique o Sergio Vila-Sanjuán en la UIMP.  «Los periodistas somos vicarios de la realidad», anunció Juan Cruz en dichas jornadas, donde los asistentes firmamos un manifiesto contra las últimas medidas del Gobierno. Y más cuando «nos duermen con cuentos de terror», añadió el periodista parafraseando a León Felipe. Las manifestaciones de la semana pasada, expresando la desolación entre artistas, distribuidores y público alertan sobre la necesidad de que los periodistas culturales analicen las consecuencia de las medidas. Porque de la misma forma que los súper-IVA desatarán la economía sumergida y el fraude, es de esperar que no sólo favorezcan la piratería y las descargas, sino que aflore de nuevo aquel término tan manido de los años sesenta, una subcultura dispuesta a resucitar el cadáver o a transformarlo en vampiro. (La Vanguardia)

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23 de julio de 2012
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Fotomaniacos

Lo ves. Y quieres que prenda en tu retina. Que la imagen se fije en tu memoria. Casi antes de vivirla deseas que se convierta en recuerdo. Lo contó admirablemente Nabokov el día que, atravesando los muelles de Saint-Nazaire con su mujer y su hijo, vieron asomar entre callejuelas la chimenea de vapor que los llevaría a Nueva York, y en ese momento se lo enseñó al pequeño Dmitri, con plena conciencia de que estaban viviendo un momento clave en sus biografías, un instante que el pequeño recordaría para siempre. Entonces no existían los smartphones, ni esa pasión que tanto se ha extendido de coleccionar momentos para tener a mano el pasado. «La gente se fotografía para probar que verdaderamente existió», cantaban The Kinks. También para constatar que fueron testigos de aquel atardecer en que el sol caía sobre el mar como un huevo frito. Por supuesto, nos gusta vernos. Capturar nuestro mejor rostro para autoafirmarnos al mostrarlo, consumiendo así el sueño narcisista de poseer un nutrido repertorio de yos. Jugamos a fotografiar la vida en un afán de búsqueda, como si nos hiciera seres más completos. La cámara del teléfono se ha convertido en una extensión de nosotros mismos ocupando los espacios en blanco que antaño considerábamos como horas muertas. Hoy, más de 420 millones de teléfonos inteligentes congelan el presente y han sofisticado de tal forma las costumbres que todos llevamos nuestra intimidad a cuestas, una intimidad portátil. Desde e esa pequeña pantalla nos sentimos a salvo, protegidos y blindados con nuestra agenda, nuestra música, nuestras aplicaciones y nuestros mapas. El caso es que nos precipitamos hacia el pasado en lugar de condensar el instante. ¿Acaso nos incomoda? ¿O el tecnoestrés nos empuja a almacenar la vida en un archivo digital en lugar de vivirla cara a cara? La pasión mundana por el clic viene de lejos. También la revolución de grandes fotógrafos, como Man Ray, Lartigue, Beaton, Evans, Avedon o Dorothea Lange que han logrado desvelarnos las otras pieles de la realidad. Annie Leibovitz afirmó en una ocasión que se da por satisfecha si hace cinco fotos buenas en un año: «conozco la diferencia entre una buena foto y otras de circunstancias». Tendríamos que tomar nota. Acaso lo que nos mueve, a uno y otro lado de la cámara, es la ilusión de escapar de la vida entendida como un fundido en negro. Y en su lugar, atrapar su fugacidad. (Marie Claire)

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20 de julio de 2012
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Un rayo de sol

Cuando el avión cierra sus puertas y el asiento de tu lado queda vacío. Cuando en la radio del taxi, una mañana tonta, suena una vieja canción que te gusta y que casi habías olvidado. O cuando vas a pagar, con mala conciencia, y la cajera te dice que esa prenda tiene un 30% de descuento. Cuando alguien que no conoces te saluda, otro lo llama por su nombre, y al despedirte tú lo repites tres veces aunque no sepas quién es. Cuando un día te pruebas unos zapatos que te molestaban y descubres que ya no te duelen. O cuando llenas tu maleta de libros con la esperanza de leerlos todos, aun sabiendo que no lo harás.  Cualquiera de nosotros podría enumerar su particular colección de «momentos de inadvertida felicidad». Así titula Francesco Piccolo un breve libro que ahora publica Anagrama y que hace dos años enamoró a Italia. El autor, guionista del gran Nani Moretti, que ya demostró ser un agudo observador con Escribir es un tic, recoge en su original dietario sin fechas una colección de epifanías que consiguen que la gris realidad resplandezca. Me recuerda a George Perec o Joe Brainard, e incluso trae un eco de las Aguas de março de Jobim y Elis Regina. Piccolo encuentra un buen repertorio de razones que esbozan el sentido de la vida. A veces con cinismo, otras con fineza, o humor absurdo y lúcido, consigue que emerjan sobre el papel esos detalles insignificantes pero capaces de mitigar el angst existencial. He aquí algunos ejemplos del libro que enumeran con audacia lo insospechado e imprevisible que pervive en la cotidianidad: «Los gestos automáticos y rápidos de los farmacéuticos cuando envuelven los medicamentos», «girar la cabeza de golpe cuando se baila un baile latino», «las parejas que llevan muchos años juntas y juegan a las cartas en silencio, por la noche», «cuando mi mujer se pone una camiseta mía», «cuando se murió el canario», «todos los documentales, excepto los dedicados a la gente que cambia de sexo».  Al igual que marcar en la agenda los asuntos pendientes nos ayuda a sentirnos mejor persona, como resguardándonos del atropello del presente, aparte de procurar una liberadora sensación de eficacia, lo infracotidiano -todos aquellos paréntesis, hallazgos, lugares comunes, manías e incluso corazonadas- nos hace buena compañía. Y roza los pliegues de una intimidad que en tiempos tumultuosos parece desenfocada. No son tiempos para grandes esperanzas, pero el pulso de la vida nos tiende a diario un anzuelo: el de identificar esos momentos de felicidad inadvertida que ahora, en plena intemperie nacional, son el mejor agarradero para seguir levantándose de la cama.

(La Vanguardia)

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18 de julio de 2012
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Progreso, prohibido el paso

El despegue de la clase media en España se inició el día en que un grupo de vecinos se quedaron de pie frente a un televisor viendo cómo matrimoniaban Fabiola y Balduino de Bélgica. «Vamos a empezar a vivir bien», se dijeron los abuelos ante aquel moño enmarcado por una diadema de visón de Paola de Lieja y admirados por los prodigios tecnológicos como el seiscientos o la llegada del paracetamol. Las playas en verano y el boom del turismo, los yogures para criar hijos más sanos, los electrodomésticos ?y las enciclopedias? a plazos, la promesa de un salario decente, de una vivienda digna, de una educación garantizada. A la conjunción de la conquista del espacio público y el sueño de un espacio propio se le llamó progreso. Y en el vocabulario de las llamadas clases populares se introdujo una palabra que antes sólo era privilegio de los pudientes: ocio. Por aquel entonces, Pertegaz cambió el color de los uniformes de las azafatas de Iberia del azul falangista a un afrancesado burdeos. Ya no era imprescindible escuchar Radio Montecarlo para saber qué ocurría en el mundo. Y una primera euforia tradujo el afán en consumo, mientras que el sentido de retribución perdía su inmovilismo, tan antiguo como el libro del Eclesiastés y la «vana recompensa del esfuerzo». No tardó en expandirse la creencia de que la justicia social no tenía marcha atrás. Hoy suenan las trompetas que auguran la ralentización de una sociedad en bancarrota, al tiempo que se constata que el progreso cae de nuevo del lado de los poderosos. Nunca habíamos vivido tan bien, pero la convulsión financiera sólo entiende de endeudamiento insostenible y desuniversalización de derechos básicos. Simon Kuper razonaba hace unos días en un lúcido artículo en Financial Times que «mientras los pioneros socialistas soñaron con conquistar el ocio para los trabajadores, la nueva concepción del progreso está acabando con él: hoy las fiestas son para cerrar negocios, no se pueden entender los cafés sin un portátil y el sexo es una oportunidad de quemar calorías». El pragmatismo atenta contra la esperanza de que la generación de nuestros hijos viva mejor que nosotros. Y las nuevas medidas del Gobierno amenazan el mantenimiento de la clase media, la principal beneficiaria de la construcción del Estado de bienestar ?que impulsó el desarrollo de nuestras sociedades de primera? y que ahora se tambalea. En cambio, emergen en India, Brasil, China o Angola importadores de la occidentalización del término, aunque aún esté por ver la forma que tomará en contacto con su afán de prosperidad y sus características político-económicas. Y lo que es más significativo: de su desarrollo dependerá el nuestro. Para unos, vivimos el «adelgazamiento» de la clase media; para otros, su ocaso. El progreso no se detiene, no, pero a partir de ahora será coto privado.

(La Vanguardia)

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16 de julio de 2012
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El club de los billonarios

Canosos y bronceados, con gafas de cristales azulados o variaciones de Ray Ban; los ojos pequeños igual que dos chinchetas, tan inquietos como sus cuentas suizas; la voz ronca, casi inaudible. «Acérquense ustedes, yo no levanto la voz. Que grite este si quiere», dijo Flavio Briatore, dirigiéndose al intérprete, en la presentación de su nuevo club marbellí. Porque tanto él como los Abramovic, Trump o Hilton pertenecen a ese tipo de ricos que sólo levantan la voz cuando el champán está caliente. No se trata de una especie en extinción, pues su vigor no entiende de crisis ni de formalidades y éticas. Mientras abren sus generosas alforjas para la familia y amigos, mandan a sus gorilas por la puerta de atrás para dejar las cosas claras con quien se haya atrevido a toserles. Su séquito está acostumbrado al maltrato psicológico, y en lugar de rebelarse, aguarda propinas de billetes verdes o lilas que estos hombres a los que el dinero ha convertido en seres paranoicos reparten para limpiar la culpa y poder dormir en la paz en su dormitorio blindado con permiso de armas. Además de sus guardaespaldas, cuyo componente estético cada vez es más importante a fin de establecer castas entre los otros intocables, los acompañan mujeres que, a pesar de la voluptuosidad de sus curvas y de sus labios perfilados, no logran arrancarse el mohín de fastidio: de nada importa que sus brillantes sean proporcionales al tamaño de sus tetas, ni que en su alienante ociosidad traten a sus mascotas como bebés y a sus bebés como mascotas. Y aguardan en silencio un par de posibles destinos: los brazos de otro millonario o el psiquiátrico. Hace unos días, por azar, vi salir a Mr. Eurovegas del hotel Mandarín. Bronceado y sonriente, exudando poder e intriga y escoltado por una decena de hombres que paraban el tráfico y hacían fotos a los edificios del paseo de Gràcia con gran concupiscencia. La estela de Adelson y su dejarse querer trae consigo el cascabeleo del dinero vomitado por los sofisticados milloncetes de Las Vegas. Al igual que las mansiones donde los grifos gotean oro y el servicio lleva trajes de Raph Lauren gozan de una gran aceptación en ¡Hola!, la exhibición de la riqueza se muestra tan impúdica e incorregible como antes de la gran hecatombe. Porque hace unos años, los billonarios con ansia de mostrar sus billones resultaban personajes pintorescos, en el mejor de los casos. Hoy representan los restos del naufragio, y aunque rayen en la obscenidad y los consideremos puro vintage, no sabemos si es preferible que se escondan o que paseen sus excesos con absoluta transparencia para recordarnos que esta crisis no es la crisis de todos. (La Vanguardia)

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11 de julio de 2012
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Donde nace el amor

La ciencia derriba mitos. El pensamiento mágico los alienta. De manera muy distinta, ambos bracean por hallar un sentido a todo aquello que transforma, engrandece o anula nuestra existencia. La una palpa la materia, pródiga en diseccionar los mecanismos vitales y atribuirles un origen y una localización. El otro recorre un viaje inmaterial para desasirse del pragmatismo y encontrar respuestas personalizadas y a menudo complacientes, pero casi siempre misteriosas. La ciencia nos dice ahora: señores y señoras, ya sabemos dónde se origina el amor, y sintiéndolo mucho vamos a derribar su mito romántico. Porque el amor nace allí mismo donde estalla el deseo sexual o donde se cocina la adicción, según sostiene una investigación publicada en The Journal of Sexual Medicine. Después de analizar las respuestas bioquímicas y neuroendocrinas que generamos en determinadas zonas del cerebro tanto con el amor como con el deseo, un grupo de científicos ha concluido que el sentimiento amoroso se retroalimenta a través de la recompensa, como lo hacen las drogas en los adictos. El pensamiento mágico exalta los cielos derretidos en rosa y las fuentes cristalinas que acompañan el dulce extravío de los amantes. Todo parece orquestado por una fuerza superior, que la ciencia identifica y ubica en nuestro cerebro. Y asegura que ante el amor su comportamiento es menos dependiente de la presencia física de otra persona que en la atracción sexual. Cierto es que el amor es un sentimiento totalizador que a menudo nos exilia de la realidad, pues en ella no encuentra morada ni reposo. Su manera de declinarlo carece método porque su objetivo es abstracto, flexible y complejo. Claro que los hay redondos y espaciosos, pero también atormentados y oscuros, frustrantes, invasivos. A menudo la gente afirma: «Pero eso no es amor aunque lo llamen así». «Amores tóxicos», dicen, a modo de titular resultón, como si la humanidad en cuestiones de amoríos pudiera repartirse entre sanos y enfermos, satisfechos, insatisfechos, hipócritas o ingenuos. Los científicos confiesan que ha sido muy difícil ubicar el lugar exacto donde surge el amor, porque, a diferencia de la ira o el placer, se trata de un asunto que involucra muchas áreas del cerebro. Y de ello podríamos extrapolar que no es tu corazón sino tu sistema límbico el que acabará decidiendo el origen de tal sentimiento. Hemos pasado del amor espiritual entendido como un sentimiento elevado, a la prosa de la química, que incluso ha llegado a considerar la pasión como un mal constipado. Ahora, atentos al laboratorio, quedamos expuestos ante el patrón biológico que disecciona el ideal amoroso cultivado por nuestro imaginario. Y quién sabe ya si la pasión y la razón pueden ser una pareja bien avenida, la primera entendida como el motor capaz de hacerlo despegar, la segunda como el controlador que determina la travesía.

(La Vanguardia)

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9 de julio de 2012
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Los antifrágiles

Hay una constante en los lugares que decidió pintar Edward Hopper: la provisionalidad. También la vida que pasa de lado. En el Museo Thyssen, estos días la gente se amontona frente a sus raíles, que tienden hacia el infinito y producen tanta paz como desasosiego al plasmar cuán inalcanzable es el mundo. Pasa lo mismo con las habitaciones de hotel donde la claridad de la ventana neutraliza el olor a cerrado. No hay reconstrucción literal de la realidad en sus cuadros, sino recuerdo. Como si arrastrara hasta el lienzo edificios abandonados, moteles de carretera y estaciones de tren: los no-lugares de su tiempo que ejercen de cinta aislante. Escucho a dos mujeres preguntarse qué le preocupa al autor, esa sensación angustiosa entre la incomunicación y la parálisis, dicen, y me interrogo acerca de la tan glosada soledad de sus personajes. ¿Por qué nos fascina tanto Hopper? ¿Por qué sus cuadros han ilustrado tantas portadas de libros? Aparte de su halo cinematográfico, nos atrapa la impasibilidad con la que sus protagonistas se acomodan a una vida sin certidumbres. Y a pesar de su aparente vulnerabilidad, se muestran antifrágiles, pues esperan sin esperar, miran sin ver, puede que incluso amen sin sentir. Tienen algo de indoloros. E incluso en la evocadora visión de una barca sobre azules merodea la sombra de un miedo latente que en cualquier momento puede estallar y partir la realidad en mil pedazos. «Por qué elijo determinados temas y no otros es algo que no sé, a menos que sea porque los percibo como el mejor medio para sintetizar mi experiencia interior», leo en sus escritos, recién publicados por Elba. Hopper alude siempre a la expresión de su subconsciente, a su mundo interior, más que a un proceso intelectual. Vivimos hoy unos tiempos en los que se rehabilita la expresión «vida interior», tan asociada a la espiritualidad. Porque anida en ella el recogimiento y la identificación de emociones que a menudo escurren el bulto si no se diseccionan. A mi alrededor, la gente cuenta que practica la meditación, el bikram yoga, el jogging o el surf. Buscan desconectar del mundo para conectarse con ellos mismos. Escapar para aumentar su capacidad de resistencia. Acerados, más blindados al sufrimiento, acaso menos sentimentales, los antifrágiles serán los que mejor se adapten a los nuevos tiempos, asegura Nassim Taleb en el prólogo de su nuevo libro, Antifragile. Porque está cuajando una nueva sensibilidad, menos asertiva y más escéptica, decidida, fuerte y atractiva, que no sólo supera los golpes, sino que mejora con ellos. Y que apuesta por una visión de la vida como la obra de arte que ya adelantó Hopper hace casi un siglo.

(La Vanguardia)

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4 de julio de 2012
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El botiquín de la Srta. Pepis

 

Creemos tan desesperadamente en el futuro que, al tragarnos una pastilla, a menudo sentimos que contiene el aliento de la vida. Tanto si es un placebo como si no, la promesa de la calma se extiende al sentir cómo discurre por la garganta el sabor amargo del medicamento. Queremos paliar nuestras carencias y abundancias, desde la falta de sueño y la sobreexcitación hasta la jaqueca que espesa las horas o que sobreviene en las horas espesas. Y nuestra sociedad hipocondriaca y medicalizada bracea por corregir el desequilibro que a menudo nos atrapa. Antes, la gente tenía en casa un botiquín, y allí en un pequeño armario blanco con su cruz roja colgado en la pared se almacenaban cuatro frascos para la tos, el dolor de cabeza o la acidez de estómago, además de la mercromina. Hoy, el despliegue es infinitamente superior. Y la química, más sofisticada. Se han multiplicado oferta y demanda, y han surgido nuevas patologías. Porque para respirar, dormir, tranquilizar, digerir o desinflamar, nos hemos acostumbrado a recurrir a una ayuda que compense nuestro déficit permanente. Con el tiempo también hemos aprendido a autorrecetarnos, perdiéndole el miedo al prospecto casi siempre amenazador. Nos recomendamos una marca de comprimidos con la misma fruición que un libro, y el boca a oreja ha instaurado un nuevo apetito consumista, de forma que aquello que tendría que ser excepcional ha acabado por convertirse en un apéndice indivisible de nuestra sociedad enferma ?aunque mucho más saludable que en épocas anteriores?. Ahora, el medicamentazo llega sin información previa y, lo que es peor, sin aclimatación. Sobre los pensionistas, las viudas que apenas llegan a final de mes y los simpapeles cae una nueva angustia para la cual se tendrán que pagar el remedio. El portavoz de Sanidad del PP asegura que se excluyen fármacos que «sólo alivian síntomas». Pero ¿qué es una enfermedad sino un puñado de síntomas que nos conectan con nuestra soledad de animal herido? Si bien es cierto que el copago es un mal menor con el que podemos salvar al sistema de salud pública, el despilfarro de recetas y los falsos pensionistas ?se calcula que hay cerca de 200.000? no pueden significar un perjuicio para los más débiles. A las sonoras obviedades y palabras huecas de la ministra Mato, que superan con creces los comentarios de Sara Carbonero («no es lo mismo una persona que no está enferma en su consumo de medicamentos que una persona que no está enferma»), se suma ahora un despropósito convertido en lista de fármacos defenestrados. Justo cuando Obama ha logrado que el Supremo ratifique su histórica reforma de la salud, aquí se racanea para salvar nuestra sanidad universal de la que tanto hemos presumido. Y a todo ello se añade esa recomendación ministerial tan naif: que rebusquemos en la botica de la abuela, o por qué no, en el botiquín de la Srta. Pepis.

(La Vanguardia)

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2 de julio de 2012
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Nuestra basura

No hay imagen más cotidiana, pero a la vez tan contradictoria, como la de guardar el cubo de basura bajo el fregadero. Porque evidencia con gran plasticidad el contraste entre la higiene y la mierda. Cierto es que existe una primera correspondencia entre ambos planos: los platos sucios en el superior, los desechos, en el inferior. Pero mientras bajo el grifo el agua devuelve la dignidad a la vajilla, las sobras del día se ocultan y se olvidan al igual que la muerte. El efecto liberador que produce la limpieza pasa por la sensación de pequeña eficacia que nos alivia al recoger las sobras y tirarlas. Y que nos ayuda a olvidar el hecho de que algo que fue se transforme en nada. La materia tiene esas ventajas a diferencia de la conciencia: desde el budismo hasta el psicoanálisis han ejemplificado la necesidad de identificar nuestros pensamientos basura y, en lugar de querer echarlos a un cubo, convivir con ellos de la forma más indolora posible. Nadie en su sano juicio piensa en su basura, pero nunca habíamos utilizado con tanto ímpetu esta palabra como adjetivo, desde la comida basura hasta los bonos subprime, la telebasura e incluso la cultura trash, que ha dado lugar a vanguardias efímeras y subversivas. En más de una ocasión algún periodista voyeur no ha perdido la ocasión de fisgar en la papelera de su «objetivo» y ha hallado verdaderas joyas, pues allí permanecen las huellas de nuestros hábitos, además de aquello de lo que queremos desligarnos. Concienciados de la necesaria sostenibilidad ecológica, los españoles hemos aprendido a reciclar, porque en el primer mundo todo detritus tiene que ser debidamente tratado: en 15 años hemos pasado de recuperar un 5% de los envases a casi un 70%. Y es que no hay asunto que indigne más a los vecinos que la suciedad, el olor agrio que exhalan los contenedores rebosantes de bolsas que asoman sus excrecencias, o el incivismo que no reconoce el espacio público como propio. La alcaldesa de Madrid, asfixiada por las deudas, ha anunciado que también se ahorrará en la recogida de basuras. A diferencia del norte de Europa, en la mayoría de nuestras ciudades ?igual que en París, Roma o Lisboa? los residuos orgánicos se recogen a diario porque tanto nuestro clima como nuestra dieta lo justifican. Se pone el acento en la eficiencia para «conseguir mejores resultados a menor precio», pero esta medida, que de ninguna manera puede basarse en cuentas cortoplacistas, debe respetar tanto la conciencia medioambiental como nuestra cultura mediterránea, en la que los cubos de agua y el fregado siempre han representado ese trance purificador que tanta falta nos hace. ¿Quién nos iba a decir que también habría que racionar la limpieza?

(La Vanguardia)

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27 de junio de 2012
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