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Escrito por

Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante algo más de un lustro. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros así como de catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad como promotor de iniciativas plásticas recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. Siendo editor jefe para la productora de contenidos Elca, renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (U. Politécnica 1994), La ciudad moderna (IVAM, 1998), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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Todo el saber es Historia

Cerca de cincuenta años lleva el historiador José Enrique Ruiz-Domènec (Granada 1948), profesor en la UAB de Barcelona desde 1969, tratando de transformar la Historia entendida como materia humanística en un compendio de saberes multidisciplinares. Ruiz-Domènec no hace historia cultural tal como se la conoce, ni siquiera es un disciplinado seguidor de la historia de las mentalidades que conoció de la mano de su gran maestro, el genial medievalista Georges Duby. Nuestro historiador está más cerca de las interpretaciones que Michel Foucault llevó a cabo a partir de Friedrich Nietzsche, mediante claves genealógicas. Y en esa búsqueda, la erudición y la poliglosia resultan fundamentales. La cultura se convierte entonces en el artefacto superior que mejor explica a las sociedades humanas. No se trata de la cultura como enciclopedia de costumbres y habilidades técnicas que transforman las civilizaciones pre y protohistóricas, siguiendo la pista de los restos cerámicos que localizan los laboriosos arqueólogos. Como tampoco es la cultura entendida como un sistema de autoreferencias para las artes y las letras, la pátina sensible de las élites.

De lo que habla Ruiz-Domènec es de la complejidad de los procesos históricos. Primero, y no menos importante, teniendo al día los datos e interpretaciones de yacimientos y archivos, tarea particularmente decisiva en el caso de las lagunas de las que todavía adolece la arqueología de los estratos más antiguos, así como en la falta de contraste de los relatos del periodo clásico con nuevas fuentes o en el oscuro legado medieval, lleno de silencios, tópicos e imaginarios del Hollywood más poético –y folletinesco– pero escasamente riguroso.

Inmediatamente después, el historiador forjado en el último tercio del siglo XX, siquiera a modo de obligado intermedio o entremés, debe descomprimirse de las propias ópticas de la época que configuran su mirada, en particular de los mitos elevados en torno al pasado. Un tiempo, aquel, dominado por la interpretación marxista de la historia que enfatizó las cuestiones sociales y económicas. Una época, algo más actual, que ha devenido en una multiplicidad de historias, de la microhistoria a la historia de la vida privada, de la historia de las mujeres, e incluso del feminismo, a la posthistoria, de la gastrohistoria a la historia local.

Por último, hay que sumar al análisis histórico cuantos artefactos culturales puedan considerarse paradigmáticos o revolucionario-rupturistas, y en ese sentido el bagaje que aporta Ruiz-Domènec es inabarcable, de la literatura al arte, de la música al cine, las referencias que nuestro historiador incorpora a su relato historiográfico son múltiples y luminosas. Y lo son porque se adaptan dialécticamente con la suficiente coherencia y una biblioteca infinita de lecturas. Más la conciencia abierta de que, finalmente, la tarea del historiador descansa sobre la propia subjetividad que se desliza narrativamente. “Una novela del universo”, titula el editor y crítico Basilio Baltasar la presentación de la escritura de Ruiz-Domènec en la revista Claves.

A lo largo de esos cincuenta años de oficio como historiador, José Enrique Ruiz-Domènec empezó siendo un orador brillantísimo, cautivador, que enseñaba historia medieval europea en el campus de Bellaterra mediante originales seminarios que se cernían sobre personajes o acontecimientos singularísimos, desde la relectura de un ensayo capital de Duby sobre el arte cisterciense promovido por San Bernardo de Clairvaux a las teorías sobre el amor en Andrés el Capellán o el debate técnico y espiritual entre los arquitectos Gabriele Stornaloco y Jean Mignot en el Duomo de Milán que reveló un cambio del modelo de medir el tiempo. Hacia finales del siglo XX, Ruiz-Domènec había puesto en circulación una decena de libros, además de numerosas colaboraciones en revistas y publicaciones especializadas. Su figura se abría paso, pero únicamente entre sus colegas más conspicuos y entre sus numerosos alumnos. Su itinerario cultural transcurre en la privacidad de Barcelona y entre sus largas estancias en Italia, también en Francia o en los Estados Unidos, además de dejar dos memorables exposiciones en Valencia junto al profesor Eduard Mira: las dedicadas a Jaime I y, en especial, al Toisón de Oro, la última ensoñación caballeresca de la aristocracia continental.

A partir de los primeros años de la nueva centuria, dejada atrás la profecía milenarista de Stanley Kubrick, José Enrique Ruiz-Domènec no ha dejado de publicar un ensayo tras otro, además de mantener su prolífica producción de artículos para congresos y encuentros diversos. A un ritmo de un libro por año, incluso dos o más, Ruiz-Domènec se ha convertido en el más constante medievalista europeo, el equivalente historiográfico al friso cinematográfico de Woody Allen sobre la contemporaneidad. Obviamente, la voz del historiador se ha ido definiendo, cada vez más narrador e intérprete. Hasta alcanzar el grado extremo en su nueva obra, El sueño de Ulises, donde retoma trabajos anteriores fechados en los años 80 o en libros más recientes como los dedicados al Mediterráneo o a la eterna crisis de Palestina (ambos de 2004). En cualquier caso, El sueño de Ulises, con subtítulo El Mediterráneo, de la guerra de Troya a las pateras, nos devuelve a los intereses más constantes de Ruiz-Domènec: la herencia que ha depositado la cultura mediterránea en la civilización occidental.

No hay notas a pie de página, aunque sí treinta y ocho páginas de comentarios bibliográficos con más de quinientas referencias de libros, además de un índice onomástico para facilitar la lectura saltarina, actividad perfectamente recomendable, pues si bien Ruiz-Domènec propone una serie de conclusiones al largo e intenso devenir de la historia mediterránea no es menos cierto que estas son esbozos, sugerencias muy personales, brillantes fragmentos de un gigantesco puzzle. Frente a una narrativa lineal y abrumadoramente académica, por más que lúcida –aunque sin riesgo– propuesta por David Abulafia (El gran mar, 2013), El sueño de Ulises es un relato collage, más cercano al Fernand Braudel del mundo mediterráneo cuando Felipe II (1949), historia de la longue durée.

Pero donde Braudel habla de geoestrategia y estructuras, Ruiz-Domènec saca a pasear las óperas de Verdi, los paraguas de Cherburgo o el hotel Cecil de Alejandría. Claro que también circulan por sus más de quinientas páginas las figuras de reyes y reinas, como el analfabeto Carlomagno, de guerreros, papas y políticos, pero son mucho más abundantes las apariciones de filósofos y novelistas, pintores, cineastas o aventureros. Maquiavelo, Marco Polo, lord Byron comprando la romántica idea de una nueva Grecia clásica, Joyce en Trieste, Chateaubriand en la Alhambra, Zorba, Cavafis y Theo Angelopoulos –los griegos–, Camus y Curzio Malaparte, las visiones de Dante, el joven Masaccio, los hermanos Lorenzetti, la familia cremonense de los Stradivari...

La muerte de los héroes, la tragedia como origen del sujeto mítico, el viaje como fundamento del comercio: actividad que generará la mayor prosperidad de las regiones costeras antes de la llegada de los 240 millones de turistas que reciben las playas mediterráneas cada año. Una cultura de mecenas y con religiones basadas en grandes frases, cuyos ingeniosos y cosmopolitas mercaderes originan el capitalismo primigenio: frente a la tesis weberiana que lo adjudica al norte protestante. El paisaje como vivencia, la belleza como objeto de deseo y sublimación del arte, el culto sacralizador a las ninfas y luego a las vírgenes, la lógica y el orden que geometriza por parte del clasicismo, la curiosidad del viajero… herencias mediterráneas todas ellas, pero ninguna con la fuerza y recurrencia de la aventura homérica de Ulises: el regreso a casa, que no es más que la metáfora de un mundo de infinitas geografías y etnias aunque de aspecto y universo único. Unas formas de vida compartidas en medio de un trasiego de pueblos y violencias. De ahí que la vuelta al hogar, la mera existencia de ese hogar, sea el sueño motor de la existencia de Ulises y de todos aquellos que desde la era megalítica han vivido cerca del mar de las mayores penínsulas del planeta.

La Historia es saber, o, mejor dicho, todo el saber es Historia, dice Gabriel Tortella en un reciente artículo. Y en esa lid, el historiador Ruiz-Domènec hace tiempo que se aureola como un verdadero sabio de nuestro tiempo, siempre desde una habitación con vistas al Mediterráneo del pasado para desvelar nuestro presente. ¿Conoces la tierra donde florecen los limoneros?, se preguntaba Goethe, verso retomado por la jardinera Helena Attlee para contar la historia de la citricultura italiana, sin olvidar que un patio con naranjos y azahares es el equivalente al paraíso porque constituye toda una metáfora de la infancia y del amor, la energía que da origen al hogar y al espíritu que regresa a la casa. Caminos de vuelta no exentos de peligros y pérdidas, como la liquidación de las ciudades cosmopolitas, el cisma entre las riberas norte y sur del mar, las salvajadas y ordalías impulsadas durante las cruzadas, las heridas del nacionalismo a la civilidad mediterránea, las guerras balcánicas y las balcanizaciones, la muerte en una patera…

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26 de febrero de 2022
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Benidorm está de vuelta

La fórmula estaba en casa, en los archivos. Televisión Española lleva varias temporadas revisando la historia de la música popular a través de sus antiguos programas en play-back gracias al éxito en la 2 de Cachitos de hierro y cromo, con la voz en off, guasona, de Santiago Segura. Sin embargo, no acertaba ni una con el festival de Eurovisión. A pesar de ser uno de los países menos euroescépticos y más dado a la jarana musical, Eurovisión nos viene castigando de manera humillante desde hace lustros. Ni un mísero point las más de las veces, sin que influyera el entusiasmo por lo nuestro de José Luis Uribarri y sus posteriores seguidores. Ninguno sabía quién era Charpentier, autor del tedeum que sirvió de sintonía durante muchos años a las conexiones con la unión europea televisiva.

La relación de los cantantes ligeros españoles con el festival ha llegado a ser tan frustrante para la música en nuestra lengua patria que provoca, en el espectador más joven, una reacción muy freak e irrespetuosa frente a Eurovisión. La elección de Rodolfo Chikilicuatre y su Chiki chiki en 2008 fue la culminación de esta entre burlesca y surrealista actitud ante las galas más horteras del viejo continente, siguiendo una de las grandes cosmovisiones hispánicas, la del pícaro descreído. De hecho, el ánimo desatado por la gran teta de Rigoberta Bandini se sitúa en la misma longitud de onda. El feminismo alcanza su punto más venusiano.

La crisis melódica española, no exenta del cariz idiomático, fulminados por el éxito anglosajón en expresión muy de Luis García Montero, era compartida por otros países mediterráneos de larga tradición musical, como Italia. La RAI italiana, tras retirarse doce años de la pérfida Eurovisión, se encomendó al legendario festival de San Remo para terminar ganando el año pasado con un tema punk muy del gusto juvenil: La falsa asimilación del underground en la salita de casa. Es entonces cuando RTVE ve la luz y desempolva el festival de Benidorm, ciudad playera que fue cuna de los primeros bikinis españoles y la libertad sexual, donde animaron sus veladas en el Delfín o el Don Pancho artistas como Manolo Escobar, el Dúo Dinámico o Conchita Velasco, y en cuyo festival hicieron apariciones estelares desde Julio Iglesias a Raphael o Bruno Lomas.

Benidorm competía en aquellos años 60 con el festival del Mediterráneo de Barcelona, donde emergían artistas como Torrebruno, Nana Moskouri o la eurovisiva Salomé, con la que ganó junto a Raimon y Se’n va anar  en 1963, cantando en catalán/valenciano. La música, todavía, era políticamente inofensiva. Más de medio siglo después, en cambio, las panderetas en otros idiomas periféricos del trío gallego Tanxugueiras fueron derrotadas a pesar de su conexión popular.

Así que la idea de resucitar el festival de Benidorm como preámbulo a Eurovisión ha sido acogida con entusiasmo de la audiencia. La propia RTVE ha llevado a cabo una gran apuesta. A pesar del mediocre nivel de las canciones y de los intérpretes que han participado en la reedición, ha tirado la casa por la ventana con una producción moderna y sofisticada. El grafismo televisivo y la puesta en escena con coreografías singulares para todos los concursantes eran de un nivel increíble. Cada tema podría confundirse con un escenario vanguardista de Calixto Bieito para una ópera de Wagner en Bayreuth.

Felicidad por el festival que comparte la patronal hotelera de Benidorm, Hosbec, posiblemente la más atrevida de las organizaciones empresariales. Como también lo hace la Generalitat Valenciana, cuyo secretario autonómico de turismo, Francesc Colomer, superando los prejuicios progres, ha decidido invertir el presupuesto público en cuantos intangibles puedan ayudar a mantener el negocio del turismo, que representa una cuarta parte de la riqueza autonómica.

Benidorm ha sido siempre una no ciudad, una especie de Las Vegas del Mediterráneo, dedicada al monocultivo del turismo en todas sus vertientes. Turismo para todos, sin importar la procedencia o las creencias. Un melting pot  interclasista alabado por urbanistas como Mario Gaviria y José Miguel Iribas, enloquecida metrópolis para el genial arquitecto holandés Winy Maas, y a la que su ahijado político Eduardo Zaplana trató de redimir con un parque de atracciones, urbanizando solares al norte de la autopista. Tal vez recuperar también el Mediterráneo de Barcelona coadyuvara a sofocar las tensiones nacionalistas. El pueblo que canta unido permanece unido, y en España no sabemos cantar desde que las coplas y los boleros pasaron de moda.

Mientras esto sucede en los carriles populistas, conviene retomar la colección dedicada a la música seria por la editorial Acantilado. Lo más detox. La biografía de Beethoven, de Jan Swafford, un libro monumental de más de 1.400 páginas y sin concesiones a la mitomanía. O el viaje casi espeleológico de sir John Eliot Gardiner, a través de la obra de Johan Sebastian Bach, en La música en el castillo del cielo. La pasión ilustrada y el aburrimiento protestante. La música, mayúscula, filosofía y consuelo en palabras de Ramón Andrés, pero también, como apunta el melómano Joaquín Arnau, “una forma de conservar la irrenunciable reserva de libertad”.

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30 de enero de 2022
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Profecías de la ciencia, ficción y sátira

El divulgador científico Adolfo Plasencia, autor de un extenso libro de entrevistas a investigadores para el MIT, me pone en copia los últimos artículos que ha recopilado sobre los avances en el conocimiento de los mecanismos del cerebro, el humano. Entiendo poca cosa a pesar de tratarse de escritos de amplia difusión. Uno de esos papeles explica lo que es el conectoma, algo así como el mapa de las conexiones entre los 86.000 millones de neuronas que compondrían un cerebro adulto. Tantas como estrellas en la galaxia. Apenas se sabe nada de su funcionamiento, pero el artículo es capaz de fijar un número muy redondo de neuronas. ¡Bendita ciencia!

El conectoma, sin embargo, no afecta a la memoria pero sí a la personalidad. Tampoco conocemos dónde reside la memoria, el archivo de nuestra vida, porque no ocupa un único territorio, sino que depende también de las relaciones interregionales. Las cercanías. A lo largo de ese mapa o conectoma, que además es cambiante, dinámico, el mencionado artículo cuantifica las conexiones sinápticas en más de 100 billones. El autor del reportaje posee una calculadora extraordinaria, muy apreciable desde luego.

Lo más interesante –o peliculero, si se prefiere–, es que ya existen compañías en California que congelan el conectoma del cerebro para conservarlo y resucitarlo cuando exista tecnología avanzada para ello. Se congela matando a la persona, segundos antes de morir, introduciendo congelante, literalmente. En el conectoma, suponen estos científicos del business, se encuentra todo el dispositivo de la personalidad del individuo, su yo, en definitiva. El conectoma o la inmortalidad.

Otro de los artículos habla de las redes neuronales y los trabajos de los científicos computacionales para crear un algoritmo que permita el aprendizaje de la inteligencia artificial. Eso, dicen, ya lo han conseguido, pero ahora lo que pretenden con ayuda de los neurólogos es que funcione en un cerebro biológico, y ahí se han atascado porque están convencidos de que se aprende mediante retropropagación, que tampoco sé muy bien de qué se trata. Al parecer, uno de los mecanismos cerebrales consiste en vaticinar lo que vamos a sentir, no en sentir mediante los sentidos. Como un predictor de percepciones. ¿Se acuerdan de aquel relato de ciencia-ficción de la película Minority Report basada en Philip K. Dick en donde una máquina se adelantaba a la realidad?

Todo esto suena a chino más que a ciencia-ficción, aunque hay gente que está convencida del poder omnímodo del hombre. El filósofo israelí Yuval Noah Harari, por ejemplo, es el principal profeta de esta teoría. También cree que la ciencia nos dotará de un poder cuasi divino con el que se alcanzará el umbral de la inmortalidad. Mientras tanto, vende millones de libros de su Homo Deus, una breve y más que optimista visión del mañana humano. Aunque la realidad, de momento, es que no sabemos curar la esquizofrenia, ni el autismo, dos de los malestares que produce la deformación del conectoma. Ni siquiera podemos hacemos cargo socialmente de los enfermos mentales.

Hace escasos días, dos emprendedores multimillonarios norteamericanos, se enzarzaban en una delirante discusión. El creador de Facebook anunciaba un futuro radicalmente lúdico a través de la creación de un mundo digital paralelo, Metaverse le ha llamado. Contestaba el dueño de Tesla, para quien ese paraíso de pantallas y manipulaciones ópticas no le despierta el mínimo interés porque lo suyo es enviar satélites reales a Marte antes de la próxima década. Y dos científicos españoles afirmaban en El País que en unos diez años los humanos llevarán sensores injertados en la cabeza. Supongo que no serán para restablecer la cordura.

En sentido contrario a todas estas panoplias cientifistas, la película de las felices fiestas navideñas, No mires arriba, en Netflix, propone un final apocalíptico para la humanidad. El film, con un extraordinario Leonardo Di Caprio, no satiriza a la ciencia, todo lo contrario, sino los intereses espurios de una serie de políticos y multinacionales, cuya demencia y estupidez alcanza cotas impredecibles. Don’t Look Up, pone a parir la deriva actual de la comunicación, desbordada por oligofrénicos personajes dominantes en las redes sociales y programas de televisión donde todo son risas y chistecitos sin atención por lo verdaderamente noticioso. La estupidez convertida en entrevistas y humoradas televisivas.

El año 2021 ha dejado muchas huellas en ese sentido. El entretenimiento ha vencido al rigor de la historia –y a la misma ciencia– a pesar del gigantesco esfuerzo que la industria farmacológica ha desarrollado para combatir la pandemia y la seriedad con la que discutimos de educación pública. La humanidad rendida ante el virus no tenía conciencia de su fragilidad. Como quiera que la historiografía no se ocupaba de la vida cotidiana –no lo hizo hasta el último tercio del siglo XX–, no se tenía conciencia de la debilidad microbiana que hizo colapsar imperios y épocas ante las oleadas de peste negra, viruelas y gripes mal llamadas españolas. Solo se constataba el desastre que provocaron las epidemias occidentales cuando la colonización de América, una hecatombe demográfica.

Así que 2021 iba a ser el año de la recuperación económica, pero en realidad nos ha traído vacunas e historia, una perspectiva relativista. De tal suerte que nadie se atreve a vaticinar cómo será el 2022. Debía ser el de la gastronomía y el turismo de calidad, pero todo vuelve a estar en el aire. ¿Será posible recuperar la normalidad o lo que se avecina va a ser radicalmente distinto? ¿Cuánto tardaremos en volar con automóviles autónomos propulsados por electricidad como en el Blade Runner de 2019, imaginado también por Dick? ¿O la nueva geopolítica del gas de Putin y los argelinos nos va a dejar sin calefacción en cuanto llegue el frío invernal, si es que llega, dado el cambio climático que derrite el Ártico?

Como buena sátira, No mires arriba cuenta con un demoledor guion (Adam McKay ha ganado dos Óscar como guionista): la crisis científica nos pillará gobernados por idiotas, controlados por empresas tecnológicas, en manos del big data y la memez televisiva y social. ¡Vaya augurio! Otro ruso, tan irreverente para la cultura y la política como Vladimir Nabokov, ya dijo que “la sátira es una lección”. En cualquier caso, afirmaba el autor de Lolita, “nunca sabremos cuál es el origen de la vida, ni la naturaleza del espacio y el tiempo, ni la naturaleza de la naturaleza, ni la naturaleza del pensamiento”. El flotador es siempre literario.

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8 de enero de 2022
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Escohotado se despide desde Ibiza

Conocí a Antonio Escohotado gracias a Enrique Ocaña y un amigo. Estaban tratando de organizar algo similar a un master o curso sobre las drogas en la facultad de Psicología de Valencia y querían traer a Escohotado a dar una conferencia sobre el tema. Ocaña consultaba a Escohotado sobre sus traducciones de Ernst Jünger y le pidió el prólogo para su ensayo sobre el escritor alemán, Más allá del nihilismo. Para “Escot”, como le llamaban ambos, Tormentas de acero era uno de los libros nucleares del pensamiento moderno. Un texto memorialístico situado lejos de una aproximación ideológica a la historia bélica.

Vino entonces al Club Diario Levante y su charla se centró en las drogas. Estábamos al principio de la década de los 90, y Escohotado ya se había labrado una leyenda en torno al mundo de los estupefacientes. Conectamos entonces hablando de otras cuestiones, de política y de filosofía de la historia sobre todo. Y de fútbol. Intercambiamos nuestros teléfonos y no tardé demasiado en volver a llamarle. Le invité a un curso de verano sobre Ética y periodismo en la Uned de Dénia, junto a Javier Pradera, Eduard Mira, el mítico director del Nouvel Observateur, Jean Daniel, y el por entonces director del General Press Council británico, que fue el último. Ocurrió poco antes de que el propio Escohotado trajera a Jünger a nuestro país en compañía de Albert Hofmann, el químico suizo que experimentó con el ácido lisérgico mientras estudiaba los alcaloides que se derivaban de un hongo del centeno.

Escohotado era profesor de Sociología en la Uned y había escrito un manual muy voluminoso sobre Filosofía y Metodología de las Ciencias (1987). Empecé a leerlo esos días de julio en Dénia tras obtenerlo de la librería universitaria. El manual era deslumbrante. Escohotado mostraba una erudición fuera de lo común sobre el pensamiento clásico griego y en torno a la filosofía de la ciencia. Por aquel entonces los análisis de Michel Foucault para profundizar en la genealogía del pensamiento a partir de los caminos abiertos por Nietzsche estaban en boga, pero solo algunos pequeños grupos de historiadores como Georges Duby y sus seguidores de los Annales habían recorrido esos senderos. Todavía no se había publicado la Historia de la vida privada (1987) de Duby y Philippe Aries, aunque el propio Foucault había indagado en la historia de la locura (1961) y en la del sexo (1976). La aproximación del propio Ocaña al dolor (1997), resultaría sin embargo mucho más epistemológica y académica que historiográfica y genealógica.

Más tarde Escohotado publicó otro ensayo magistral, Rameras y esposas (1993). Le llamé para decírselo. Aquel libro le entroncaba con los grandes antropólogos, incluso con los más poéticos como Octavio Paz. De Mircea Eliade a Joseph Campbell. Pero en cambio le seguían llamando para hablar de alucinógenos y otras hierbas, cuando en realidad su relación con las drogas no era sino un camino de conocimiento, la de un historiador de lo sagrado. Su espíritu libertario y sus ganas de pelear contra la estulticia y el poder hicieron el resto. Era divertido, a veces lunático, deportivo, sensual y lúcido, mucho. Una de aquellas noches en Dénia, junto con Eduard Mira, nos dedicamos a los cánticos y ebriedades. Entonamos el It’s a Long Way to Tipperary en la nocturnidad mediterránea camino de no sé dónde.

Cuando años después le invité a mi boda me dijo que lo intentaría. Me había llamado un día en Valencia para enseñarme un extraño psicótropo sintético que se cortaba como si fuera aluminio muy frágil. Le dejé con una amiga. Estaba absorto preparando lo que me anunció como “una crítica de la razón roja”, había trazado un camino en busca de "aquello que pasa desapercibido por no tener nada de historia, como los sentimientos, el amor, la conciencia, los instintos...", como solicitaba Foucault, a través del "saber minucioso, gran cantidad de materiales apilados, paciencia".

Los tiempos siguientes transcurrieron entre confesiones libertinas, recuerdos personales ibicencos e intentos muy serios de una metafísica emparentada con la ontología impenetrable de Zubiri. En 2008 empezaría a publicarse Los enemigos del comercio, cuya edición completa culminaría en 2017. Tres gruesos volúmenes para desentrañar las relaciones de la política y la economía más allá del marxismo, o por decirlo a su manera, una genealogía del propio Marx y del pensamiento economicista contemporáneo a partir de las relaciones materiales y mentales, y por lo tanto políticas y religiosas, del hombre con los principios de la propiedad y del intercambio. Los orígenes de la vida postribal y su continua reconstrucción a lo largo de la historia.

Llevo varias semanas aislado. Por el Covid y por los encargos de escritura. No me había enterado del fallecimiento de Antonio Escohotado (1941-2021) hace apenas un mes y pico. En noviembre y en Ibiza. Más allá de las drogas. Escohotado era un gran pensador, serio y documentado, un antropólogo filosófico dedicado a esclarecer la construcción de las mentalidades, la óptica histórica de las ideas. Nuestro Sloterdijk. Pero la filosofía española sufre una grave problemática que la devalúa. No trasciende en nuestro país y, en consecuencia, es difícil que sea tenida en cuenta más allá de los Pirineos. ¿Subsiste la maldición de Heidegger a Víctor Farias sobre la falta de profundidad del idioma castellano? No creo que esa sea la cuestión. El español es una buena lengua para el relato –la historia– aunque resulte farragoso para la hermenéutica. Ahora bien, en un país que liquida la filosofía del bachillerato cómo va a ser posible prosperar con el pensamiento. España –que no la novelística Latinoamérica–, España ha dado sólidos filósofos y divulgadores de lo trascendente en el último tercio del siglo XX y es justo que el país los reconozca, empezando por Escohotado y siguiendo por Eugenio Trias, Fernando Savater, Xavier Rubert de Ventós, Rafael Argullol, Félix de Azúa, Jacobo Muñoz, Emilio Lledó o Salvador Pániker…

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6 de enero de 2022
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Pulsión de fútbol y pulsión de cine

En su ensayo titulado Mas allá del principio del placer, publicado hace casi justo un siglo, el eminente Sigmund Freud convino en definir dos categorías de pulsiones humanas, entendiendo como pulsión una excitación psicológica tal que se termina percibiendo como física y que el individuo trata de calmar, reprimiéndola o satisfaciéndola. Pues bien, Freud habló de una pulsión de vida, que también podemos entender como sexual o erótica, y de una pulsión de muerte que comprende las actitudes destructivas y violentas tanto contra uno mismo como contra los demás.

De un modo más simple, una pulsión de vida sería cualquiera que derivase en la autoconservación de uno mismo, de su prole e incluso de la especie, una pulsión de supervivencia en suma. La pulsión de muerte no solo agruparía todas las actitudes violentas sino también las inútiles, la pérdida de tiempo, el despilfarro de la existencia, incluyendo el mero entretenimiento.

A lo largo de mi vida he creado una especie de mitología propia respecto de las actividades más constantes que he llevado a cabo. Y de entre todas ellas he destacado siempre dos de ellas como usualmente antitéticas, de tal suerte que cuando me dedicaba con intensidad a una, la otra menguaba, contradiciéndose al modo freudiano. Quiero referirme al fútbol y al cine. A una le he conferido categoría de pulsión de vida y a la otra de muerte. Al fútbol me he dedicado no como practicante sino como aficionado, hooligan al fin y al cabo siquiera sea del sillón-bol frente al televisor de Movistar o de Gol. Y al cine, también, como mirón, adicto del mismo modo tanto a las películas como a las buenas series.

Desde la preadolescencia que, a temporadas, he consumido cine casi compulsivamente. Quise, incluso, ser director de cine como a los dieciocho, y empecé en la escritura en tiempos remotos ejerciendo de crítico junto a personajes tan cinematográficos como Sigfrid Monleón, Rafa Ferrando, un malogrado escritor local que firmaba sus críticas como Tallulah Banked, o Abelardo Muñoz, aspirante valenciano a Stendhal. Terminé de cinéfilo, viendo programas dobles y hasta triples en cines de reestreno o en las primeras filmotecas, coleccionando revistas: la Cartelera Turia de los 70 la debo tener al completo ya no sé dónde, el Fotogramas donde escribía Molina Foix y José Luis Guarner, Dirigido Por, Casablanca, en la que me publicaron un buen reportaje junto a unos artículos firmados por Miguel Marías y por Fernando Trueba, director entonces incipiente tras su Ópera prima, en 1980.

La cinefilia terminaba declinando y, a partir de los años universitarios, con cada declive sustituía las películas por el fútbol. Seguía entonces el campeonato, veía los partidos, comprobaba las clasificaciones… Arrastrado por la molicie de la liga, dejaba de acudir al cine. Eso era antes de que amanecieran los vídeo-clubs en los 90. Algún que otro día acudía al campo de Mestalla, incluso recuerdo una noche que llevé a un Valencia-Nantes al sociólogo Sami Naïr y nos quedamos embobados con Pedja Mijatovic. Más tarde me pidieron que escribiera las contracrónicas de los partidos en el periódico. Durante dos temporadas iba cada domingo al estadio –entonces siempre se jugaba en domingo por la tarde, tras la paella, y los miércoles competíamos en Europa–, muchas veces con el bueno de Álvaro Oyarbide, un cocinero navarro, sobrino de Zalacaín y de Príncipe de Viana, y con Vicent Todolí, el curator internacional de la Tate, a quienes les dejaba el pase Zubizarreta, el gran portero. Hasta que, de nuevo, dejaba el fútbol y volvía al cine.

Desde aquellas experiencias para mí el cine siempre fue y es pulsión de vida, una forma de contar historias, de reflexionar y narrar. Nunca es entretenimiento. Vives otras vidas, acumulas la experiencia de los demás, como en la literatura, a modo de lectura fácil de los libros. Me refiero al buen cine y a la buena literatura, y lo son si provocan esa metamorfosis, por eso son vida. El fútbol, en cambio, aún cuando en ocasiones incorpore metáforas sobre la vida, deviene pulsión de muerte, una forma de pasión entre romántica e improductiva. Me refiero al fútbol desde la mirada pasiva; pues como práctica, al igual que el resto de los deportes, resulta vivificante, del mismo modo que la literatura sobre fútbol, hablo de Mario Benedetti, del guardameta Albert Camus, incluso del Wittgenstein que filosofaba con el juego del balón desde su refugio en Cambridge. Escribir bien de fútbol es vida, e incluyo las excelentes crónicas de los partidos, en especial las británicas. Hasta los delirios psicoanalíticos de Vicente Verdú, quien comparaba el gol con un orgasmo, proceden de una pulsión de vida.

En esas estábamos cuando el genial poeta valenciano, Carlos Marzal, ha dado a luz un libro sobre fútbol. El título ya es revelador, Nunca fuimos más felices (Tusquets, 2021). Pulsión de vida. Se trata de un compendio de pequeñas anotaciones, a modo de diario o agenda, sobre las circunstancias del autor en torno al deporte del balompié. Como jugador pasional, como aficionado relajado y como padre de un joven jugador que pudiera, tal vez, caminar hacia la gloria deportiva. Unas remembranzas, en suma, que deambulan por la vida y en donde el fútbol es escusa, un punto de apoyo personal y memorialístico para repasar, en especial, los gozosos años juveniles y las aventuras domésticas de la paternidad.

El libro, sin embargo, termina con un capítulo especial y más largo. Como una prórroga interminable donde Marzal narra las vicisitudes emotivas del accidente futbolístico que llevó a la parálisis, y luego a la muerte, a uno de sus mejores amigos, el también escritor, Antonio Cabrera. Una extraordinaria persona, un brillante pensador y fino literato. Un desastre; la historia de un siniestro contada de modo catártico, un relato necesario para poder tranquilizar la pulsión de muerte mediante la reafirmación de la vida. El instante más perplejo.

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16 de noviembre de 2021
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¿Locos?

A finales de 1989, una de las hijas del escritor Eduardo Haro Tecglen, se suicidó arrojándose por el balcón. Fue una más de las tragedias vitales de quien se presentó ante los demás como un viejo progresista republicano, un rojo de armas tomar a juicio de sus conocidos. Haro tuvo seis hijos con su mujer y también prima, Pilar Yvars Tecglen, cuatro de los cuales fallecieron prematuramente. El sida y la locura fueron sus causantes. La reacción de Haro fue tremenda. Uno de sus artículos, que todavía puede consultarse en el archivo digital de El País, se tituló “La psiquiatría ante sí misma”, y en él ajusta cuentas con la práctica psicológica moderna.

En aquella pieza periodística cargada de trilita, Haro Tecglen recuerda como el pensamiento liberador del siglo XX culpó a una sociedad alienante y discriminadora de las pérdidas de razón de sus ciudadanos. Ya no había locos ni perturbados. Era la sociedad, la política, la jerarquización y la dominación la que desarreglaba a las personas. En consecuencia, había que suprimir instituciones como los manicomios, aquellos frenopáticos de represión. La antipsiquiatría iría incluso más allá pidiendo la disolución de la familia convencional. Un médico italiano, Franco Basaglia, abrió de par en par las puertas del psiquiátrico de Trieste en 1977, dio por terminada la reclusión de los enfermos mentales y propugnó su renovada socialización. Poco a poco se cerraron todos los hospitales de salud mental italianos, y luego los españoles. Hace 35 años que una ley general de Sanidad dio por abolidos los manicomios en España.

Haro reflexionó sobre aquel movimiento. Habla en su artículo de las más de 400 depresiones catalogadas por algunos investigadores, de cómo determinadas prácticas psiquiátricas fueron calificadas como autoritarias porque los locos, en definitiva, daban respuestas sanas a sociedades enfermas. “En los centros psiquiátricos sociales –escribía Haro–, los internamientos apenas existen, o dan el alta en pocos días con la recomendación de que el enfermo continúe su tratamiento en un ambulatorio. No acuden. Una forma de la enfermedad consiste en no reconocerla y en, como queda dicho, que los enfermos atribuyan su propio comportamiento extravagante a que están psiquiatrizados”. Hace más de treinta años de aquel inolvidable artículo en el que Haro terminó culpando del suicidio de su hija a aquella psiquiatría antipsiquiátrica, loca.

No hará ni unas pocas semanas, mi prima, Carmina Lagardera, viuda vigorosa y ya jubilada tras más de cuatro décadas ejerciendo el magisterio en el colegio de las Dominicas de Xàtiva, escribió un lacónico comentario en el whatsapp familiar compartido: “Mi hijo Beto ha fallecido”. Rápidamente la llamé, pero no me contestó hasta pasados unos días. Fue entonces cuando todos sus cercanos supimos el calvario que había vivido durante los últimos años con su hijo, un niño tranquilo, listo y habilidoso que empezó a padecer crisis insospechadas a partir de la adolescencia, y al que tras muchas idas y venidas a la medicina oficial le supieron diagnosticar que padecía TLP, trastorno límite de la personalidad. En inglés BPD, o sea, Borderline Personality Disorder and Emotion Dysregulation.

El problema del TLP es que abarca un complejo ámbito de conductas extremas, generalmente con muy mala relación con los demás y escasa capacidad de control emocional. Digamos, de un modo muy simplificador, que no son locos aparentes sino personajes que en diversas circunstancias rozan lo estrambótico, individuos de personalidad extrema. Obviamente, la convivencia con ellos es muy difícil por no decir imposible, aunque existen muchos grados patológicos y en según qué estados hay tratamientos eficaces. Un problema en algún punto parecido al de las personas que sufren trastorno bipolar, los antiguos maníacos depresivos, cuya conducta es todavía más oscilante que en los episodios del trastorno de la personalidad. En cualquiera de los casos o grados, la TLP no es ninguna broma; hablamos de un rango más allá de la aparente normalidad en individuos muy complejos, a menudo extraordinariamente inteligentes, y que pueden confundirse con malestares depresivos o con la inmadurez emocional de síndromes como, por ejemplo, el de asperger.

Mi prima Carmina lo intentó todo para sanar a su hijo. Recorrió consultas, ambulatorios y hospitales sin éxito. Nadie le supo explicar cómo actuar, nadie supo recomendarle una asistencia especializada, un centro de atención… Tan solo encontró refugio y comprensión en otros seres humanos que se encontraban en su misma situación. Los familiares de los pacientes, como en tantas otras ocasiones, crearon una asociación, la ASVATP, formada por enfermos y familiares y cuya fuente de conocimiento ni siquiera es española sino británica, la NEABPD Spain. Ellos no necesitan más leyes sanitarias por más que se ciñan a la salud mental. Saben que, en un mundo moderno cada vez más complejo, donde los comportamientos regulados por largas tradiciones y pensamientos más o menos espirituales, mitológicos y religiosos han ido desapareciendo, las conductas inadaptadas se multiplican. Todos estamos enfermos y no tenemos cura, pensaba Sigmund Freud ya en el siglo pasado, solo podemos aspirar a sobrellevarlo de la mejor manera. Mi prima Carmina, una mujer de coraje me ha pedido que escriba sobre su caso para que la gente sepa qué ocurre en el centro de la vida cuando aparecen historias esquivas.

Carmina tuvo que convivir con su hijo bajo el signo del TLP. Le dejó su casa en Xàtiva porque la convivencia llegó a ser imposible. El niño se hizo joven y adulto, amagó con el suicidio en un par más de ocasiones. Su inadaptación con el mundo iba en aumento, la respuesta sanadora de la sociedad no existió. Aquellos viejos psiquiátricos represivos no fueron sustituidos por nada, el Estado salvífico delegó los enfermos a sus familias sin crear centros especializados, más humanos. La medicación con opioides y benzodiacepinas ha sido su única derivación, y vuelta a casa, a socializarse. Cuando, en realidad, todavía apenas sabemos casi nada sobre el equilibrio bioquímico que regula nuestra actividad neurológica. Mi prima Carmina quiere ser testigo ante todos nosotros de una problemática humana, demasiado humana pero muy veraz por más que desconocida para nuestra seguridad social. Al menos, en la familia Lagardera tenemos la fortuna de contar con una prima valiente y firme ante el curso de la vida.

 

 

 

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11 de octubre de 2021
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Tres películas y un libro para entender (algo) Afganistán

No he tenido demasiado acceso a la literatura afgana. Su realidad siempre se ha narrado desde el lado extranjero. Por eso la sorpresa fue mayúscula cuando conocí la escritura de Khaled Hosseini. Su novela, Y las montañas hablaron (Salamandra, 2013), es un fascinante relato que se inicia en las estribaciones del doliente Hindukush. En realidad, Hosseini es un afgano privilegiado, hijo de un diplomático de carrera, que terminó asilado en California, donde cursó la carrera de medicina. No sé a día de hoy si Hosseini ha ejercido la medicina o ha seguido su pulsión novelística. Escribe en inglés aunque su lengua materna es esa especie de persa o farsi que se habla en Afganistán. Ha vendido miles de ejemplares y con razón. A veces los best sellers contienen valores serios para seducir a los lectores. Es el caso de Hosseini, un escritor de nervio, emotivo y profundo, sensible y descriptivo. Sus primeras novelas, de enorme éxito, eran más lacrimógenas: Y las montañas hablaron vive en equilibrio, mantiene la emotividad con lucidez. Se trata de un libro de aliento épico en el alma de personajes perdidos. No hay mejor fresco de la extrema cotidianidad en ese país montañoso, uno de los más agrestes del planeta, cruce baldío de caminos y religiones. Allí se muere por nada, por una tierra polvorienta habitada por alacranes y alimentada con cuajos de leche de cabra. Todavía desconozco la traducción española de su último libro, Sea Prayer.

Mientras llega recuperamos a Rudyard Kipling, sus impagables retratos de la aventura colonial británica. Uno de ellos se encuentra muy bien ilustrado en la excelente colección de la editorial Nordica, El hombre que pudo reinar, publicado originalmente en 1888 y llevado al cine con maestría por John Huston en 1975. Kipling se basó en historias reales de soldados y oficiales británicos perdidos por mundos olvidados para imaginar la aventura de dos de ellos en Kafiristán, un territorio perdido de Afganistán, más allá del paso del Noroeste por el que anduvo el ejército macedonio de Alejandro. La película, con los impecables y encanallados Sean Connery y Michael Caine desvela un territorio inhóspito, tan estúpido como violento, sin sombra de la concupiscencia occidental, sin honor ni complejos.

Otro film, menor pero muy bien documentado y también con grandes actores –Tom Hanks lo es, y también Julia Roberts, y no digamos el malogrado Philip Seymour Hoffman–. Se trata de La guerra de Charlie Wilson (dirigida por un excelente profesional, Mike Nichols, en 2007), basada en hechos más o menos reales. A saber, de cómo el comité de defensa del Congreso norteamericano termina apoyando a la guerrilla afgana contra los soviéticos gracias a la secreta ayuda israelí que proporciona a los muyaidines los lanzacohetes de propulsión individual con los que derribar los helicópteros y tanques rusos. La película, de aires progresistas, termina culpando al Congreso de los EEUU por financiar una guerra sin dar continuidad a la paz, sin financiar las escuelas que Charlie Wilson quiere introducir en Afganistán. Lo harán, y no lo cuentan en Hollywood, los wahabitas saudíes inundando de madrasas toda la frontera pakistaní, de Peshawar al Waziristán.

La tercera película para entender el largo conflicto afgano es una producción de Netflix, Máquina de guerra. Un film sin proyección comercial que deviene en una ácida comedia. Una comedia bélica, si eso es posible, superior incluso a aquella famosa Mash de Alan Alda. Protagonizada por el mejor Brad Pitt, narra la historia del general norteamericano que envía Obama a retirar las tropas de Afganistán. El general termina enredado en una trama militar paternalista y lejos de evacuar el país pedirá más refuerzos para terminar la “democratización” del territorio asiático. Un reportaje lunático de la revista Rolling Stone acabará con la carrera de Brad Pitt, cuyas escenas dialogando con los líderes tribales pastunes resultan impagables.

“Máquina de guerra –explicaba el periodista pakistaní Ahmed Rashid en un artículo publicado por El Mundo– nos ayuda a entender por qué la contrainsurgencia está fallando, por qué se extiende el terrorismo, y por qué las guerras han destruido tantos países. Ayuda a entender por qué, tras 16 años, Washington todavía debate sobre el número de soldados a desplegar”. Han pasado 20 y estos días leemos y vemos por televisión, cómo van las cosas en el desastre de Kabul.

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29 de agosto de 2021
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Revisar la historia desde la demagogia ultranacional

Ir o no ir a que te palpen la cara retóricamente, esa es la cuestión que debía plantearse la diplomacia española con la visita real a la toma de posesión del nuevo presidente del Perú. Se trata de un maestro de escuela procedente del duro altiplano y reconvertido en líder de la izquierda peruana, cuyas raíces ya no se nutren del sueño maoísta revolucionario que representaba Sendero Luminoso.

En Perú, como en el resto de la América Latina, la utopía marxista teñida de animadversión colérica contra los Estados Unidos, la que inundó el continente en los años 60 y 70 del siglo pasado, ha dado paso a una reivindicación del indigenismo. Y dado que no cabe ninguna autocrítica respecto de la construcción del nuevo imaginario nacional peruano, se echa mano de los sueños románticos: un supuesto pasado edénico hasta la llegada de los malvados españoles, culpables y genocidas. Del guerrillero romántico al indio solidario en paz con la naturaleza.

El relato anticolonial y proincaico de Pedro Castillo no tuvo conmiseración del rey de España, Felipe VI, cortésmente presente para refrendar a un político que ha ganado las elecciones por la mínima, que tiene a limeños, liberales y conservadores totalmente en contra y que apenas ha podido configurar un gobierno estable ante los mercados económicos dada su decisión de apoyarse en el ala más radical de la formación que le propuso para la presidencia. Felipe de Borbón y Grecia, de espíritu más germánico que su padre, aguantó sin rechistar el chaparrón y volvió a España. Su progenitor, acordémonos, ya tuvo que mandar callar al autócrata Hugo Chávez, en pleno “vocinglerío” bolivariano del comandante venezolano.

En México, del mismo modo, la conmemoración del quinto centenario de la llegada de Cortés a Tenochtitlán, resulta ser un evento reivindicativo del pasado mexica y narración antiespañol, hasta el punto que el populista López Obrador ha solicitado del monarca Borbón que pida perdón por los desmanes de la hispanización. Más al norte, incluso, la corriente anticolonial recorre América, donde se criminaliza a Cristóbal Colón y al mismísimo frailuno mallorquín Junípero Serra por todos los males y pobrezas que sufren los hispanos. Suerte que además de fobia antiespañola en los USA la cuestión nuclear sigue siendo la racial afroamericana, sobre la que pesa toda la culpa inmoral de la esclavitud. El revisionismo de la historia que el problema de la negritud plantea se puede llevar por delante a figuras capitales como Thomas Jefferson o al mismísimo George Washington, íntimo amigo del alicantino Juan de Miralles, comerciante de Petrel y dedicado al textil y al transporte de esclavos entre otras prácticas mercantiles. En cambio, la actividad de los barcos negreros fletados por valencianos y catalanes, entre otros, con bases en puertos de Canarias o en Sevilla, resultan algunos de los episodios más silenciados de nuestro pasado.

Ese interés por legitimarse a través de la historia resulta, pues, un fenómeno universal, provocado por los avances en la igualdad de las personas, lo que genera un pensamiento simplificador que requiere buscar culpables para exonerar al nuevo grupo que se incorpora al liderazgo social de cualquier conducta criminal en el pasado. El proceso suele ir acompañado de una ensoñación sobre los mundos primitivos, y así, del mismo modo que el romanticismo alemán o el inglés recrearon leyendas germánicas o ciclos artúricos, los indígenas latinoamericanos piensan en una especie de feliz socialismo precolombino tanto entre las tribus incas como entre las colectividades mayas que soñó Miguel Ángel Asturias en su novela Hombres de maíz.

La corriente de revisionismo demagógico recorre el continente y sitúa en serio peligro los intereses empresariales y culturales españoles, como ya ocurriera en Argentina, entre otros motivos porque además de suponer un relato que desacredita la obra española en América, la nueva historia que elabora esa neoizquierda latina es el componente que justifica y legitima su posición política. No todos los latinos piensan que España fue una metrópoli cruel y desalmada, ni mucho menos, pero algunos políticos fomentan ese sentimiento antiespañol para que les facilite el camino hacia el poder.

La solución a este nuevo escenario americano no debe consistir en buscar alianzas con los sectores más reaccionarios y ultraderechistas que durante décadas han dominado autárquicamente el continente. Todo lo contrario. El felipismo fue muy inteligente en sus relaciones hispanoamericanas, y hasta Manuel Fraga fue brillante en su recordado periplo por la Cuba castrista. Se trata más bien de recuperar el prestigio del país desde el rigor, lo que supone un conjunto de políticas muy amplias que, en estos momentos, parecen ausentes.

Para empezar, las estrategias americanas de España deberían constituir un asunto de Estado, que uniera en un frente común a los grandes bloques ideológicos del país, dejando a un lado tanto el prochavismo de la antigua Podemos como el ultraespañolismo de Vox. España ha de consensuar una sola voz para apoyar a las verdaderas fuerzas democráticas latinas, al tiempo que se ha de favorecer la integración de sus inmigrantes en nuestro país, invertir en cultura allí, fomentar la redistribución económica, la reinversión de los beneficios y la constante presencia de políticos, intelectuales y creadores para poner en valor el patrimonio común más honorable.

La historia debe revisarse, claro está, pero sabiendo contextualizarla, huyendo de posiciones maniqueístas o de usos aviesos. Resulta obvio que España actuó como una potencia colonial y que murieron millones de indios, aunque más por culpa de las nuevas enfermedades europeas que por la fuerza de las armas, a las que, no lo olvidemos, se unieron muchas tribus sojuzgadas por los estados teocráticos anteriores a la llegada de carabelas y galeones.

Fue un catalán, Xavier Rubert de Ventós, quien escribiera El laberinto de la hispanidad, una reivindicación de la colonización española de América, donde también se construyeron ciudades, catedrales o universidades, donde lejos de reagrupar a las partidas indias en reservas como hicieron los anglosajones, los españoles se mezclaron con ellas y dieron lugar al fenómeno del criollismo, además de escuchar las arengas éticas de Bartolomé de las Casas o la reivindicación del derecho indígena por parte de Francisco de Vitoria. Y todo eso, ya sería hora de que los españoles lo aprendiésemos a narrar para mejorar la cada día más deteriorada imagen de la civilización hispana. Porque en su tiempo fueron escritores españoles, precisamente, los que inauguraron una literatura testimonial denunciando las vilezas morales que cometieron los propios conquistadores hispánicos.

A estas alturas, y en todos los órdenes nacionales, no hay otro camino que una nueva miscelánea por más que perdamos identidades locales. Ese fue el rumbo que tomaron escritores contemporáneos como Augusto Roa Bastos, cuya visión alucinada de la aventura colombina procedía de un mundo de cruces y entreveramientos culturales y mitológicos como los anotados por Octavio Paz. Ahora a lo que asistimos –por televisión– es a una oleada de emigrantes atléticos que actualizan el mito del mestizaje en torno al deporte: una tenista negra que enciende la antorcha olímpica japonesa, saltadores y gimnastas de color caribeño que compiten por España, magrebíes y centroafricanos que juegan al fútbol o al baloncesto por Francia, el hijo de un americano de color y una italiana que corre más que nadie los cien metros lisos, turcos que ya son alemanes, gambianos convertidos en daneses o griegos negros de más de dos metros arrasando en las pistas de la NBA… Pero en España, por lo que parece, no nos enteramos, o mejor, no lo reflexionamos, salvo cuando nos despiertan con provocadoras emisiones por twitt. Todavía no hemos aprendido a entender qué es eso de ser español, o ser cualquier otra cosa, hoy.

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3 de agosto de 2021
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De repente, un novelón en valenciano

Desde su configuración la novela como género literario admite recursos narrativos prácticamente infinitos. Existen grandes corrientes temáticas, no obstante, que apuntan a modo de subgéneros más o menos obvios, desde las novelitas de pulp fiction al noir.

Hay caminos más íntimos pero igualmente clásicos y prolíficos, como las novelas de iniciación, de aprendizaje, la Bildungsroman que dicen los alemanes tomando un rotundo galicismo: la pérdida de la inocencia que transcurre en el mundo contemporáneo desde la infancia a la adolescencia, la juventud, el sexo y los desengaños de toda condición. Tantas cosas que solo existen desde la revolución industrial.

La modernidad, que no la vanguardia, ha dado obras maestras en dicho capítulo, como El guardián entre el centeno, el Retrato del artista adolescente, Demian, El joven Torless, Ada o el ardor, Rojo y negro, David Copperfield… y buena parte de las historias femeninas de Jane Austen o de las hermanas Brontë que tan bien viene reeditando en castellano la colección clásica de Alba editorial. En cambio, la literatura vanguardista, como la música del mismo frente, han resultado carreteras sin salida.

Existen también novelas de la tierra cuyo paisajismo ha fructificado mucho mejor en el cine. Entre mis películas favoritas de este capítulo: Dersu Uzala, Siberiada, Los emigrantes, Las aventuras de Jeremiah Johnson, El renacido, La llamada salvaje, La hija de Ryan, El hombre tranquilo, No man’s land, A años luz…

El relato audiovisual, sin embargo, no favorece los ambientes urbanos. La ciudad funciona de modo superior en la literatura, tal vez porque las historias verdaderamente intensas son siempre humanas, proporcionan mitos y leyendas antropomorfas, tienen poco que ver con la arquitectura.

Una cervecería corriente y moliente, sin valor estético alguno pero visitada en su juventud por James Joyce, se convierte en un espacio de culto para mitómanos del autor de Dublinesses, quien precisamente escribió esta obra entre los cafés literarios de la Trieste de Italo Svevo. Lo mismo ocurre con la Lisboa de Pessoa, el Brooklyn de Auster, el París de Cortázar, la manniana Muerte en Venecia alcanzando el Lido, la Barcelona de Mendoza o el Madrid de Ramón Ayerra.

Una ciudad que no trascienda literariamente no es una ciudad ni es nada que diría el fundador de Planeta, el legendario José Manuel Lara. La ciudad novelada llegó a ser una obsesión en algunos escritores del periodo naturalista. Emile Zola y sus obras sobre la misma París, Marsella o Roma. Oviedo que no existiría sin su Clarín. Blasco Ibáñez que igual narraba la epopeya de un pescador de la Albufera como la de un jornalero agrícola o un tendero del Mercado Central de Valencia.

Y es precisamente a raíz de Blasco, de su negación como escritor vigente, y también en el entorno menestral del Mercado ubérrimo de Valencia, el cuerno de la abundancia bajo sus bóvedas de modernismo agrarista, que una joven novela está causando furor en la capital levantina. Noruega, de Rafael Lahuerta.

Lahuerta ha escrito una obra cenital. La gran novela de la ciudad histórica, de su decadencia a lo largo de los años 70 y 80 fruto del ensanche de la metrópoli y la llegada de legiones de turistas y cruceros. Ese es el contexto en el que su protagonista, un aspirante a escritor como el Martin Eden de London, irá desvelando el paso de la adolescencia en grupo a la subjetividad juvenil, salto decisivo en un novelista.

Noruega es un novelón, y así lo palpan los lectores, pues de boca en boca ha alcanzado ya una segunda edición a pesar de su publicación por una modesta editorial, Drassana, y hacerlo en un valenciano coloquial, perfectamente entendible por cualquiera. Lahuerta espera que alguna de las grandes editoras se interese por lanzarlo en castellano, o bien que el mercado catalán acepte su libro original plagado de modismos sureños.

Al respecto caben algunas reflexiones. La primera que Cataluña es endogámica en casi todos los niveles, incluyendo el literario. En el micromercado de las letras catalanas, que al menos existe como un pequeño mercado, no parecen caber los autores valencianos salvo entre minorías pírricas o cuando el escritor de turno se pasa el día en TV3 declarando su amor y su fe soberanista. Cataluña piensa en términos mentalmente expansivos y ortodoxamente ideologizados cuando habla de los Países Catalanes, pero en realidad ni entiende ni acepta la insularidad ni el sur de su propia cultura, demasiado diversa y criolla para convivir con la idea de una singularidad independiente.

El caso del cantante de Xàtiva, Raimon Pelejero, Al vent, es revelador al respecto: residente en Barcelona desde hace más de cuarenta años, considerado un genuino representante de la cançó catalana, pero conocedor de la realidad valenciana, se manifestó contrario al proceso independentista unilateral, por lo que padeció una excomunión en toda regla por parte del sanedrín nacionalista.

Lahuerta, por lo demás, es un buen ejemplo de convivencia fértil entre dos lenguas y dos culturas en un mismo territorio, cuya vecindad en todos los órdenes hace innecesarias más explicaciones sobre las contaminaciones lingüísticas. El individualismo valenciano, libre de posicionamientos políticos, tiende a la coexistencia cultural. De hecho, podría ser un buen ejemplo de cohabitación entre la castellanidad y la catalanidad a poco que se le propusieran los políticos en un gran acuerdo regional que afinara la enseñanza lingüística.

El autor de Noruega es todo un abanderado de ese tipo de mixturas. De joven fue el dirigente de la peña futbolística de la Universidad Politécnica, el llamado Gol Gran de Mestalla, donde cada domingo de partido se desplegaba una pancarta gigante con algún aforismo inteligente sobre el fútbol como materia de los sueños y emociones, escrita en castellano o valenciano, indistintamente. Igual citaban a Benedetti que cantaban como una de Pau Riba.

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2 de julio de 2021
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La patria a examen

La que se ha armado por una columna periodística y su inclusión en un examen de selectividad valenciana (ahora llamada PAU). A los examinadores se les ocurre dar a leer la pieza “Elogio de los equidistantes” publicada en La Razón por el periodista televisivo Vicente Vallés, rostro conocido ahora en Antena 3. En el artículo, y utilizando como argumento las posiciones moderadas del escritor republicano Manuel Chaves Nogales, se critica a quienes ahora descalifican la Transición política y su programa de reconciliación entre las dos Españas, las dos más extremas sobre las que Chaves Nogales quiso guardar distancias en defensa de la convivencia democrática entre diferentes. Junto al texto de Vallés se les preguntaba a los futuros universitarios “¿en qué consiste para usted ser patriota?”.

Pues bien, desde que se produjeran estos hechos académicos no he dejado de oír los más variopintos argumentos en contra de la idoneidad de la pregunta, formulados, paradójicamente, desde el atrincheramiento ideológico cargado de prejuicios a ambos lados. Los he oído desde la orilla más conservadora poniendo a caldo al profesorado por tratar de descubrir los sentimientos patrióticos del alumnado, dado que en nuestro entorno político todavía se confunde patria con franquismo. La maniobra examinadora, según una visión derechista, pretendería lavar el cerebro de aquellos jóvenes que se consideran patriotas españoles envueltos en banderas rojigualdas.

Pero igualmente resulta reveladora la posición desde la izquierda que se vislumbra tras el comunicado emitido por el comisario político de la enseñanza en CCOO del País Valenciano, que analiza el asunto de manera inversa: según el sindicalista, la pregunta buscaba desautorizar las opciones políticas que critican la Transición (Podemos, es evidente), utilizando a un periodista, Vallés, de “marcado sesgo” anti izquierdista, y cuyos argumentos estarían basados “en un claro falseamiento de nuestra historia democrática, repetidos por la pseudohistoriografía neofranquista: la equiparación entre República y sublevados que no se sostiene de ninguna forma con el conocimiento científico-histórico disponible”.

Como quiera que, en efecto, tenemos a nuestro alcance –y los alumnos del Bachillerato, también– un amplio arsenal de conocimientos (en plural) históricos (que no científicos) así como historiográficos, gnoseológicos y psicosociales… la pregunta, a un servidor, le parece de lo más pertinente, por más que difícil para un alumnado cuya instrucción oficial se ha cursado en los manuales de enseñanza.

Porque, precisamente, rebuscar en la etimología latina de patria o en el uso y abuso del término patria nos llevaría a una genealogía muy ilustrativa de cómo las nociones, cargadas de ideología, se construyen a lo largo de la historia. La patria es de tal idoneidad al respecto que, precisamente, fue elegida como lacónico título de la novela de Fernando Aramburu, relato de los años de plomo en una comunidad vasca azotada por la violencia sin compasión que se exigía a los patriotas.

La patria es la tierra de los padres para los romanos, la inscripción PP, que terminó por distinguir a los defensores de Roma, Cicerón el primero de ellos por sus célebres escritos contra el despotismo de Catilina –cuya traducción cayó en mi selectividad, la primera, en 1975–. Y ya no reaparece hasta finales de la Edad Media, largo periodo durante el que fueron azotados los confines por tribus móviles cuya comunidad se construía por los lazos de la sangre y no por los del suelo. La patria constituyó también la gran comunidad cristiana, bajo la hegemonía del Padre, y tras el monarquismo absolutista tendrá, del mismo modo, connotaciones antiregalistas.

Los americanos que se revuelven contra el imperialismo inglés son patriots (hay una conocida película de Mel Gibson al respecto), y también lo son los hijos de la patria que marchan de Marsella a París entonando el Canto de guerra para el ejército francés del Rhin. La patria está muy documentada en la historia de las revueltas catalanas, cuyos independentistas de todas las épocas siempre han tratado de conseguir buenos textos para su causa, incluyendo la Oda a la patria de Aribau a la que cambiaron el nombre para darle esa coloratura nacionalista que tanto buscaban. Patria, en este caso la valenciana, que también surge en el Himno Regional, en el tramo final de los vixcas, con letra entre morisca y wagneriana de Maximiliamo Thous.

Una patria que no deja de ser similar a la de la Marcha de Otamendi: Por Dios, por la Patria y el Rey / Carlistas con banderas. / Lucharemos todos juntos. / Todos juntos en unión. Que emocionaba tanto a Francoque la declaró himno oficial del Estado Español junto a la Marcha Real y el Cara al sol. Ese Estado Español que gusta decir, término creado por Dionisio Ridruejo para evitar hablar de República y de Reino en el momento de la invasión de las tropas sublevadas desde África. Ridruejo, el alter ego de Chaves al otro lado del espectro.

Da para mucho, sin duda, un comentario de texto sobre la patria. Da para citar a Jürgen Habermas –el penúltimo filósofo marxista– y su difusión del concepto de “patriotismo constitucional” en su particular intento por desarbolar el nacionalismo de las garras de la derecha, Secuencia similar a la que en Francia, tras el magisterio de Ernest Renan –¿Qué es una nación?–…, han desarrollado pensadores procedentes del Mayo del 68, de André Glucksmann a Bernard-Henri Lévy culminando con Alain Finkielkraut defendiendo la identidad colectiva pero hostigados por el nihilismo de las partículas elementales de Michel Houellebecq. Y en nuestro país, Fernando Savater, defensor de los derechos civiles individuales frente a las patrias.

La patria da incluso para un sonado fake en internet, el que atribuye un falso soneto patriótico al liberal Espronceda: Oye patria mi aflicción. Los versos son de un tal Bernardo López aprovechando al Espronceda que escribió una elegía a la patria y un himno al sol. Y hasta la patria rapeante del grupo musical Facto Delafé y las Flores Azules, barceloneses, para quienes la patria es el amor. ¿Da de sí para un examen?

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15 de junio de 2021
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