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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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El nombre

En el principio fue el nombre, se nos ha dicho desde hace milenios, y el nombre ocultó la oscuridad y dio forma verbal al deseo. Antes de iniciar su escultura, Pigmalión ya tenía un nombre que mostraba y ocultaba sus pulsiones y sus anhelos: Galatea; y antes de traernos al mundo, nuestros padres ya tienen en la cabeza nuestro nombre.

Se supone que la desnudez fundamental sería el momento de nacer, pero no es cierto, porque ya antes de nacer nos están vinculando a un estereotipo, el primero de una larga cadena que limitará nuestra existencia y nos acercará a los objetos fabricados en serie.

Fijémonos en el recién nacido: un nuevo viviente gime y tiembla. Es un animal lleno de pulsiones inconscientes que merman su libertad desde el principio, pero no está desnudo. Nada más nacer le acoplarán el nombre que tenían pensado para él: un nombre que consideramos personal, a pesar de que se puede repetir con mucha frecuencia a nuestro alrededor.

El niño se llamará David. Parece un asunto inocente, pero detrás de David vemos un rey que tocaba el arpa y cantaba salmos. Un rey que mató a su mejor amigo porque quería quedarse con su mujer, de la que se había enamorado. Un rey sabio y totémico, que conoció la maldad y la bondad en todas sus variantes. Resulta muy hermoso, pero un día el muchacho necesitará interpretar su nombre y se interesará por la historia del rey arpista y hasta podrá plantearse la posibilidad de imitarlo y proyectar en él su ambición.

No es la peor opción querer convertirse en un nuevo David, pero en ese acto tan presuntamente natural como asignar un nombre a alguien, estamos ya interviniendo en su destino, aunque solo sea con una metáfora.

 

Ya tenemos un nombre. Nuestro cuerpo empieza a encarnar un símbolo. Es una forma noble de decirlo. En realidad empezamos a encarnar una repetición y un estereotipo.

 

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8 de septiembre de 2020
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Dimensiones en conflicto

Amemos el seno hirviente de la vida con todas sus con­secuencias, pero sepamos qué somos, cómo nos han hecho y cómo nos hacemos.

Amemos la existencia, pero no ignoremos sus abis­mos ni los elementos que la constituyen.

Amémonos a nosotros mismos y amemos a los otros, pero sepamos qué tejidos inestables conforman nuestra materia y las sustancias que se mezclan, funden y con­funden con la nuestra.

Amemos nuestros sueños, pero no ignoremos el flui­do volátil y resbaladizo del que están hechos.

Bebamos de la copa dorada de la dicha, y hasta de la copa amarga de la desgracia, pero examinemos en la medida de nuestras posibilidades el vino que las colma y el elixir, a veces salutífero, a veces venenoso, que se mez­cla con el mosto, para que lo que parecía de una dulzu­ra exquisita no se trasforme en acidez desgarradora.

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25 de agosto de 2020
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Diario del confinamiento (13) Yo soy otro

Los chinos de la antigüedad describían las épocas parecidas a la nuestra como dimensiones pobladas por los demonios de la confusión. Caen corporaciones y gobiernos. A veces la naturaleza ha destruido íntegramente un sistema. Los nuevos historiadores lo saben y lo tienen muy en cuenta. Y una cosa parece cierta: el miedo está provocando más víctimas que la misma epidemia, sin olvidar que es la epidemia la causa del miedo a la exterioridad y a la interioridad: la estructura de la enfermedad convertida en círculo vicioso. Me lavo las manos como si fuesen mis enemigas, portadoras de muerte. Mi cuerpo se convierte en un territorio inquietante, que no parece mío. Mi cuerpo se puede contagiar sin saberlo: mi cuerpo es necio y ajeno.

 

Algo se nos está escapando de esta pandemia: a todos, también al poder. El mundo que conocemos y que nos contiene, nació con las masas y las necesita. Es la cultura de las masas. Mueve frívolamente masas: de trabajadores, de consumidores, de espectadores, de competidores. ¿Si le quitas las masas qué deviene? No lo sabemos, pero todo indica que se convierte en un ente desesperado, errático, desestabilizador. Vigilemos con mucha atención los movimientos de la bestia. No son los pasos del Minotauro ni los de Moloch. Son nuestros pasos. Una masa gigantesca de pisadas conformando una red, como pensaba Milgram. Son nuestros pasos. ¿Hacia donde se dirigen? No tengo ni la más remota idea. Veo de dónde venimos, pero eso no me permite saber a dónde vamos. Dejo ese trabajo para los profetas y los locos.

 

 

 

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19 de agosto de 2020
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Lo más asombroso

 

Lo más asombroso de esta vida es que además de trucar los naipes cuando jugamos con los otros, también los trucamos cuando jugamos con nosotros mismos.

Hacer trampas con uno mismo es una locura muy extendida que te conduce a un laberinto: el de tus propias trampas narrativas.

En ese laberinto lleno de pasillo y puertas siempre confías que vas a encontrar una salida. Cruzas un pasillo, abres una puerta. ¿Dónde estoy? En otro pasillo que concluye en otra puerta. Lo cruzas, la abres: otro pasillo más, y otra puerta.

Puedes pasar así media vida, recorriendo tu propio laberinto y creyendo que estás recorriendo el mundo.

Un día, de pronto, abres otra puerta más. Esta vez sí parece la salida... Y lo es: tras la puerta se despliega un cementerio donde celebran un funeral. Te acercas a la comitiva, miras el ataúd de cristal que deja ver la cara del muerto: es tu cara, es tu cuerpo.

Hay gente que muere sin haber nacido, y gente que muere antes de morir y que nunca ha poseído su vida.

Y gente que cuando vive, vive, y muere cuando muere. Como debe ser, sin falsificar demasiado la vida, ni falsificar demasiado la muerte.

 

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3 de agosto de 2020
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No llegamos al mundo como libros en blanco

 

No llegamos al mundo como libros en blanco. Ni el más elemental viviente llega al mundo como papel inmaculado.

Vemos la primera luz con los ojos de un cuerpo que será el nuestro, provisto de un código genético y un sistema nervioso sobre el que sí será posible escribir, y sobre el que escribirán, con mayor o menor pericia, con mayor o menor sensibilidad, con mayor o menor crueldad, los que ya estaban vivos antes que nosotros.

Digamos mejor que llegamos al mundo como un papel ya pautado sobre el que poder plasmar una melodía: la nuestra.

En esa melodía intervendrán los demás, sobre todo al comienzo, pero llegará un momento en que también nosotros mismos le iremos añadiendo frases a la música, siempre problemática y a menudo desigual, de nuestra estructura vital.

Hay mucha niebla cuando vemos la primera luz. Llegamos a un territorio de brumas acumuladas desde hace milenios y fórmulas coaguladas que a menudo ahogarán en nosotros todo indicio de verdadera identidad, obligándonos a vivir en el olvido de nuestro propio ser, y a menudo la ración de dolor será muy superior a la ración de placer. Y muchas veces, esa excesiva dosis de sufrimiento va a depender más de cómo hemos ido configurando nuestro ser que de las situaciones explícitas que irán jalonando nuestros pasos por la vida.

Apenas cumplimos los tres años, ya estamos provistos de todas las herramientas que la cultura pone a nuestra disposición, si bien no siempre vamos a saber utilizarlas, y con frecuencia se volverán contra nosotros como escorpión que lanza el aguijón contra su propio organismo.

Muchos seres no llegan a ser, muchos vivientes jamás conquistan una vida digna y razonablemente feliz. La vida es un arte muy difícil, pero ¿qué arte no lo es?

Este libro trata de ese arte y de cómo modificar nuestro destino cuando por razones diversas, y a menudo sin querer, nos acercamos a abismos que ni siquiera imaginábamos. Para asimilar ese arte que tanto puede transformar nuestra existencia, que tanto puede iluminar nuestra vida, será necesario hacer un viaje por los códigos fundamentales del ser humano. Hay caminos que surgiendo de la niebla conducen a la niebla, y hay caminos que, surgiendo de esa misma niebla, van llegando a tierras donde la bruma no es tan densa y uno puede palpar, como se palpa un cuerpo amado, las dimensiones más habitables de la existencia.

-Introducción de La posesión de la vida-

 

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20 de julio de 2020
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La ondulación

La ondulación es el movimiento fundamental de la naturaleza”, decía Isadora Duncan.

Hace algún tiempo estuve viendo la exposición temporal que hay sobre ella en París. Mientras examinaba las levísimas huellas que dejaron sus pasos por la tierra (algunas fotografías no demasiado buenas, carteles de sus espectáculos, cuadros y esculturas inspirados en ella, una breve secuencia cinematográfica en la que se la ve dando unos pasos en un jardín lleno de gente) pensaba en la ondulación.

Los taoístas le hubiesen dado la razón a Isadora Duncan, ellos también creían en la ondulación de la naturaleza, en la ondulación de la materia, en la ondulación del ser.

¿Y la estrella danzarina de la que hablaba Nietzsche no era acaso la estrella de la ondulación?

¿La ciencia de las caricias no tendría que ser sobre todo ciencia de la ondulación?

La ciencia de las palabras también.

Y tendría que ser igualmente ondulación el pensamiento.

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3 de julio de 2020
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Diario del confinamiento (12) Masas y masas

Una falsa noticia, o mejor, una noticia desplazada ha causado pánico en la red: la que hace referencia a la aparición de un nuevo virus: el Nipah, más letal que el Covid19. Todo indica que las muertes provocadas por el Nipah y divulgadas estos últimos días ocurrieron en la India, en el año 2018, y no ahora. En cualquier caso, se trata de otro virus que anda por ahí, que halla su mejor albergue en los murciélagos fruteros, y que fue detectado por primera vez en 1998, en Malasia. En el 2004 ya estaba en Bangladesh, desde donde pasó a la India.

¿Nos hallamos en el siglo de las pandemias?

Desde que leí a McLuhan, hace ya bastante tiempo, tendía a defender la globalización, y juraría que aún la defiendo, pues la veo como inevitable (y oponerse a lo inevitable es de necios), pero una cosa parece rotundamente cierta: la globalización es el campo más abonado de la historia para que cualquier epidemia se pueda convertir en pandemia. ¿Solo la globalización? No, también abonan ese campo las megaciudades y la cultura de masas.

Los virus quieren colmenas y masas bien apretadas. Los virus han hallado su edad dorada en nuestra época. La globalización es para ellos la gran panacea, el cuerno de la abundancia. Me lo dice un amigo epidemiólogo con cierto sentido del humor: “Hemos creado la globalización para los virus, no para nosotros. Esas entidades que ni parecen vivas ni parecen muertas acabarán siendo las dueñas de la Tierra. Los virus son la sed de replicación: generan masas a velocidades de pesadilla, y las masas buscas a las masas, por mera ley de la simpatía. Nos hicieron para los virus: somos su grandiosa y extensa residencia”. Mi amigo es terrible. Ha bebido un poco y su lengua se suelta peligrosamente. Yo prefiero no prestarle atención.

Volviendo a la razón: más que a la globalización en sí, la socióloga Saskia Sassen culpa de lo que nos está pasando a la invasión/destrucción que hemos ejercido sobre la naturaleza. Creo que han sido ambas cosas a la vez: la invasión de territorios donde los virus podían expandirse sin llegar a nosotros, y el haber convertido el mundo en una apretada aldea.

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19 de junio de 2020
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Diario del confinamiento (11) El síndrome de Antígona

Antígona es un mito que oculta en su textura una mordiente ironía. Morir por salvar una vida tiene su lógica, pero no parece tenerla morir por enterrar a alguien, y sin embargo la tiene, pues el entierro y el duelo son, además de ceremonias, procedimientos psicológicos necesarios. Entre los antiguos griegos el duelo solía durar tres días regidos por el silencio, que ayudaba a internalizar la figura del muerto. Tras el duelo se celebraba un banquete, que tendía a ser muy alegre.

El proceso por el que pasa Antígona ilustra perfectamente tanto las vicisitudes de un duelo como las perturbaciones por no llevarlo a cabo. A Antígona le obsesiona el hecho de que su hermano Polinices permanezca insepulto en el lugar donde fue abatido, a merced de las aves carroñeras. Lo imagina suplicando un poco de piedad desde las dimensiones de la muerte. Los griegos participaban de la creencia, muy común en la antigüedad, de que los muertos que no habían sido enterrados se convertían en almas errantes. Ha pasado el tiempo, pero en muchos aspectos seguimos fieles a esa creencia, y por eso es fácil entender el sufrimiento de los que no encuentran los cadáveres de sus muertos: la tragedia de la familia de Marta del Castillo. ¿Dónde está Marta? Hasta que no encuentren su cadáver será un alma errante y sin cobijo. Los responsables de provocar y mantener ese sufrimiento desmedido merecen lo peor y tienen el alma mucho más negra que la desesperación de los que anhelan su descanso en una tumba con nombre y con fechas.

En la Antología Palatina, que además de ser un poemario es una colección de epitafios, encontramos poemas muy significativos. Siempre me acuerdo de los versos que nombran a un joven marino llamado Tarsis, que se sumergió para soltar un ancla que se había quedado enganchada en una roca, y que tuvo un destino muy singular, pues fue enterrado tanto en la tierra como en el mar, al ser en su mitad devorado por un cetáceo, de forma que una parte de su cuerpo se quedó bajo el agua y otra parte descansó bajo la tierra. Los caminantes que leían el epitafio de Tarsis se veían enfrentados a una paradoja trágica. ¿El cuerpo entero de Tarsis había conquistado el descanso eterno o solo su mitad? Las creencias religiosas pueden ser muy irracionales, pero las suele guiar una lógica de la contradicción que hiela el corazón.

Volvamos a Antígona. En parte porque se trata de una obra en la que Sófocles desplegó toda su sensibilidad lírica y trágica, creando un tejido dramático muy consistente, con personajes bien trazados y líneas de fuerza llenas de electricidad y de sentimiento, ha llegado hasta nosotros intacta y resplandeciente, y suele estar muy en boga en épocas bélicas y en períodos castigados por alguna epidemia. No es de extrañar que en plena Guerra Civil, Salvador Espriu concibiese una sublime versión de Antígona. Cuando se aborda la problemática de Antígona es fácil recurrir a los lugares comunes sobre la ley humana y la ley natural, dos entelequias que pueden propiciar mucha retórica vana. Resulta más esclarecedor atender a la urdimbre psicológica de la obra y sumergirse en las pesadillas que devastan la conciencia de Antígona. No es que la princesa tebana decida seguir la ley del corazón incumpliendo las órdenes del tirano Creonte, que es además su tío. Lo que le ocurre a Antígona es inseparable de nuestras relaciones con la muerte. Todo difunto tiene un doble entierro: el que se lleva a cabo cuando lo colocamos bajo tierra, y el que se va desarrollando en nuestra cabeza, y es bueno que ambos entierros coincidan en el tiempo. Cuando el primero no se da, el segundo tampoco, y el muerto se convierte en un fantasma peligroso, que vendrá a visitarnos en la duermevela.

En los últimos tiempos, regidos por leyes despiadadamente económicas, se ha tendido a descuidar el duelo y a no darle importancia. Tal proceder se debe, entre otras cosas, al rechazo cada vez más patológico que nos provoca la muerte, normalmente ausente de todos los discursos de ahora, y uno se pregunta si negar la muerte no implica también negar la vida. Pasar por alto el duelo solo provoca trastornos psicológicos, de muy hondo calado, pues no acabamos de enterrar al muerto nunca, y caemos de verdad en el síndrome de Antígona, como han debido de caer los familiares de las víctimas de la epidemia.

Los que no pudieron acompañar a sus muertos en su última hora habrán experimentado el mismo dolor que Antígona, cuando desde el corazón del sueño el fantasma de su hermano acudía a ella y le decía que no quería convertirse en un alma errante y que solo ella podía propiciarle el descanso eterno con sus manos, sus lágrimas y su afecto. Es una forma de verlo, la otra, más definitiva, sería pensar que es ella la que no puede descansar, y ella la que ni está viva ni está muerta hasta que no entierre de verdad a su hermano. En tiempos como los que corren, entendemos su situación y su postura mejor que nunca.

 

-Publicado en El País, 29/5/20-

 

 

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2 de junio de 2020
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Diario del confinamiento (10) Cambios que se avecinan

No soy de los que creen que este virus lo va a cambiar todo, pero tampoco me incluyo entre los que piensan que no va a cambiar nada.

Ya se observan movimientos que indican modificaciones de cierto calado. La burbuja inmobiliaria, por ejemplo, podría desplazarse de la ciudad al campo. Pasar la pandemia en una casa con jardín no es lo mismo que pasarla en una colmena.

También se anuncian cambios en el universo agrícola. De la excesiva dependencia de los productos extranjeros, podríamos deslizarnos hacia lo que los franceses llaman la “soberanía alimenticia”, y resucitar tierras fértiles (y ahora abandonadas) por la imposibilidad que tienen muchos agricultores españoles de competir con las grandes cadenas importadoras, que están aniquilando la variedad y alimentándonos con productos envenenados. Un fenómeno que podría beneficiar mucho a la España vacía (me niego a emplear el palabro “vaciada”, que se me antoja abyecto y más despectivo y escamoteador que “vacía”).

Hablo solo de la punta del iceberg. Muchos más cambios se avecinan, algunos de carácter dramático. La confianza en el rebaño (sí, rebaño, otra palabra que los inquisidores del lenguaje quieren prohibir), va a desaparecer.

Se anuncia en el horizonte social un cierto miedo a la masa. ¿También esta prohibido decir masa? Bueno, mejoremos la semántica: miedo a la multitud, a la muchedumbre, a las conglomeraciones de almas y de cuerpos. Miedo a la gran otredad.

El problema es que vivimos en sociedades de masas. ¿Otro modelo que podría cambiar? Dejemos pasar el tiempo mientras a la pandemia vírica se unen ya otras dos plagas: los trastornos mentales y la ansiedad. Además de los suicidios inducidos por ese fármaco en el que un demente francés creyó ver la panacea universal.

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16 de mayo de 2020
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