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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

Friedrich Nietzsche

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Por un saber alegre (Elogio a la Gaya Ciencia)

Ir llorando por el camino de la verdad

tiene menos mérito que ir sonriendo”

-Ramón Eder, Ironías-

¿Por qué no podemos plantearnos un saber alegre?

¿Por qué adoptamos una actitud trágica ante el drama del saber y al referirnos a él lo relacionamos que el sufrimiento y hasta con la desesperación? ¿Porqué su camino no tiene fin? Tampoco tiene fin la ignorancia, y la ignorancia sí que es un precipicio lleno de agujeros negros.

Al fin y al cabo el único puente que nos tiende el abismo es el conocimiento, y sólo a través del conocimiento el abismo empieza a esclarecer algunos de sus misterios. Pero ese esclarecimiento no tendría que ser visto como una horrible bajada a los infiernos del que nadie puede regresar riéndose. ¿Ni siquiera de sí mismo?

Pero recapacitemos. ¿Por qué se describe tan a menudo el camino del saber como un viaje muy doloroso y en buena medida inútil, algo parecido a un sendero lleno de zarzas y sepulcros? ¿Para apartarnos de él?

Los que lo han podido experimentar, saben el placer que da entregarse al pensamiento, fuera de los horarios y los trabajos ordinarios, especulando sobre los hechos de la vida cotidiana y los hechos de la historia casi al mismo tiempo, adentrándose en el misterio del hombre y sus contradicciones… No es un camino de dolor: nunca lo ha sido. Es una camino lleno de emocionantes sorpresas, lleno de fuego y de deseo, que te obliga a descender al infierno para casi al mismo tiempo elevarte al cielo.

Nada hay más placentero que permanecer días enteros en las moradas filosóficas.

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30 de abril de 2025
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La historia según Casandra

Atenas en invierno… La mejor estación para visitarla. Hay turistas, pero se trata de pequeñas hordas desnortadas. Aún no han llegado las masas con su poder de devastación y puedes tomar un café con cierta calma, mientras miras a tu alrededor. Esta vez llevo conmigo los libros de Ana Iriarte, que me ayudan a ver la Grecia de la antigüedad con ojos nuevos. Miro la Acrópolis, el ágora, el mercado, las calles industriosas, y retrocedo hasta la Atenas de Platón: a sus hombres, sus mujeres, sus niños, sus esclavos. ¿Un ejercicio de anacronismo? No; más bien un ejercicio de memoria, pues esas figuraciones del pasado que describen los libros de Iriarte están basadas en hechos y en textos concretos. No son una especulación novelesca. Veo en su mirada un equilibrio fundamental, que me permite acercarme a Grecia con amplitud teórica: la necesaria para respirar y abrir de verdad las puertas del pasado. Todo está cotejado y demostrado, pero la mirada se ensancha en lugar de cerrase. Iriarte expande la interpretación, poniendo en juego el pasado y el presente, y abriendo puertas. Es experta en localizar omisiones en el relato griego, y sabe en qué momentos estratégicos los griegos niegan la figura de la mujer. A veces la omiten cuando resulta más inverosímil: en el momento de la creación de una ciudad o del mundo. La creadora ausente de la creación, como vino a decir Nicole Loraux.

Ana Iriarte se educó en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, donde la historia y la antropología estaban tan vinculadas que eran en realidad la misma materia. La historia se podía abordar como un conjunto de estructuras, en las que contaba todo: la paz, la guerra, el parentesco, los esclavos, el sexo, las presencias, las ausencias, los mitos, los ritos, la religión, la política, recorriendo todo el espectro formal del fenómeno. Y de esa manera, trabajó durante ocho años junto a Nicole Loraux, su tutora, si bien estilísticamente Iriarte es más expresiva que su maestra, y ya desde el principio evitó toda forma de barroquismo lacaniano. Es una excelente narradora, sin por eso quebrar las leyes de la ortodoxia universitaria, que acaba siendo una exigencia en el mundo en el que se mueve.

Mientras tomo café griego en un establecimiento decimonónico de la plaza Omonia, recuerdo su primera obra: Las redes del enigma. Es un libro sobre los vínculos de la mujer con la palabra enigmática, centrados en la figura de Casandra. Siempre he creído que en Ana Iriarte se trataba de una cuestión personal, además de general, y que veía en Casandra algo más que una profetisa obligada a vaticinar con acierto y a no ser creída. Ana veía en Casandra una metáfora de la condición femenina de cualquier época, y fundamentaba su visión en pruebas textuales, demostrando que el saber de los profetas griegos se basaba en una técnica que no era reconocida en las mujeres que se dedicaban al mismo oficio. Las mujeres no profetizaban sirviéndose de una gramática específica, ellas lo hacían guiadas por el frenesí, por la posesión, por el entusiasmo, según los antiguos griegos. Circunstancia que implicaba negar a la mujer un saber propio, acercando su figura a las dimensiones de la locura y al ardor de la posesión.

En Democracia y tragedia: la era de Pericles, su segundo libro, muestra la ciudad tal y como se representa en el escenario del teatro de Dioniso. Es el libro más próximo a las visiones de Nicole Loraux, pero Iriarte deja más claro que Loraux el vínculo entre teatro y democracia, dos sistemas de representación paralelos que solo se iluminan si atendemos a la relación especular que los vincula. En De amazonas a ciudadanos, su tercer libro, descodifica el poder masculino en Grecia, a la vez que cuestiona la historicidad del matriarcado vasco, si bien lo hace desde la premisa de que todos los pueblos acaban creando su propia mitología.

Su último ensayo, Feminidades y convivencia política en la antigua Grecia vivifica mi viaje de invierno por Grecia, porque destruye el tópico literario de la reclusión de la mujer, de su estatismo y su pasividad. Una revelación que también transforma el universo masculino. Ana Iriarte demuestra que las mujeres de la antigua Grecia llevaban una vida callejera bastante activa, y que en el hogar había mucha elasticidad en el reparto de espacios, de forma que hombres y mujeres frecuentaban con naturalidad los mismos lugares de la casa, alejándonos de la creencia de que las damas permanecían todo el tiempo en el gineceo. La división del mundo urbano entre un espacio interior femenino y un espacio exterior masculino queda desmentida tanto por el texto de Iriarte como por las representaciones pictóricas y literarias que la autora invita a ver. Revisando los textos canónicos, la autora muestra que, en muchos momentos, no era raro que el lecho conyugal estuviese habitado por las llamas del deseo. El reencuentro de Ulises y Penélope es la mejor definición de ese deseo tan carnal como definitivo.

Pienso en ello mientras me pierdo por calles populosas y calles desiertas, en el lento y enrojecido atardecer. Iriarte me ayuda a reconocer la doble negación de la mujer griega que se ha observado en los historiadores y los escritores, proclives a mostrar una imagen sencillamente absurda de la feminidad helena. El problema de visiones tan erradas es que le quitan mucha viveza a la historia. Si te hacen creer que las mujeres no podían salir a la calle, llega a ti una imagen muy pobre de la ciudad. Acercarse a Atenas desde este libro es ver una explosión de vida plural, es ver otra Atenas, me digo a mí mismo cuando me acerco al Mercado Central, de aspecto oriental y pródigo en toda clase de artículos: cientos de corderos despellejados, toneladas de pescado

fresco, frutas de la tierra… Las voces de mezclan, se agreden, se elevan a mi alrededor como en un coro en el que destacan los timbres femeninos. Salgo del mercado por la calle Eviripidou, y me dejo envolver por la fragancia de las especias y las voces femeninas ofreciéndome azafrán, espliego, canela. ¿Fue siempre así? El libro de Iriarte nos indica que el antiguo mercado de Atenas estaba gobernado por las mujeres. Algunas de ellas pasaron a la historia. O a una historia que quedaba en la penumbra de lo indefinido, y que solo ahora empieza a iluminarse con verdadero contenido y verdadera materia: la de la vida misma, con todo su colorido, con toda su grandeza.

Feminidades y convivencia política en la antigua Grecia es un libro que también resulta clave para ahondar en el proceso antropológico que ha ido caracterizando a nuestra sociedad, ya desde la invención del “individuo ciudadano”, que tiene como origen la figura del páter o “sujeto social” con todas sus prerrogativas diferenciales y todas sus potestades, y sobre el que se va a apoyar la democracia. Iriarte muestra que el tapiz deseante de Atenas se rompía por muchas partes, dando cabida a formas de identidad sexual que iban más allá de la dicotomía hombre/mujer. El culto al deseo en Grecia, así como la búsqueda del placer, fue mucho más plural de lo que creemos. Para empezar, el homoerotismo y la heterosexualidad confluían a menudo armónicamente, configurando un mundo de múltiples sexualidades que recuerda más nuestro presente que nuestro pasado cristiano.

Está oscureciendo cuando dejo atrás las inmediaciones del mercado y me sorprendo en medio de una calle por la que pululan los travestís. La noche se llena de figuraciones andróginas bajo las luces cetrinas y rojas, entre música desfalleciente y palabras resbaladizas. ¿Algo nuevo? No. El libro de Iriarte obliga a abrir la mirada a formas de sexualidad intermedias, flotantes y desconcertantes, que se desplegaban en la antigua Grecia, por el ancho espacio que dejaban las fronteras entre la masculinidad y la feminidad canónicas y, por otro lado, va indicando cuáles fueron los modelos que se irían imponiendo entre nosotros.

La selección de textos con la que Iriarte cierra el libro me permite ver cómo la “ideología griega” se abrió a planteamientos igualitarios, a matrimonios llenos de deseo que aspiraban a la “fusión integral”, a la revocación de los espacios domésticos demasiado encorchetados, a los vínculos entre matrimonio y polis, al planteamiento de formas de divorcio igualitarias, a la emergencia de todas las formas de sexualidad, y a la aparición periódica de mujeres que negaban los repartos hegemónicos de los roles sexuales, sociales y hasta militares.

Iriarte me informa del continuo juego de negación/afirmación de la naturaleza femenina que caracterizó la mirada política griega, así como sus deslizamientos y sus fronteras, cuya perfecta exposición me obliga a un continuo ejercicio de reflexión. En sus momentos más conclusivos, señala que, de todos los modelos que flotaban en la seda social, solo triunfaría y se afianzaría el más duro, vinculado al poder del páter, quizá porque ideologías posteriores reforzaron lo que ya estaba ahí, dándole aún más atribuciones y potestad. Pocos libros he leído tan esclarecedores sobre Grecia, y a la vez tan oportunos como el que acabo de comentar.

El día de mi partida de Atenas, me acerco al teatro de Dioniso, pisando con emoción en las piedras que tantos pisaron antes que yo. Bajo el sol de invierno me detengo ante el círculo mágico, y dejo volar mi imaginación. De pronto, empiezo a escuchar el rumor del público de la antigüedad, cuando llega la escena culminante de la tragedia Agamenón de Esquilo. Casandra proclama que el rey va a ser asesinado, en un lenguaje sincopado y exclamativo, como si estuviese en trance:

–¡Morada detestada por los dioses! ¡Cómplice de crímenes y suplicios innumerables! ¡Degollación de un marido! ¡Suelo humedecido por la sangre!

Pero Agamenón no la oye; ha sobrepasado las puertas del palacio y avanza hacia la muerte. Desde el principio, Ana Iriarte vio en Casandra una clave de la historia, vinculada a la desconfianza que provoca la palabra de la mujer. Nadie mejor que Casandra representó ese papel en la mitología griega. Iriarte nunca ha dejado de lado a Casandra. Es una figura totémica que le cuenta al oído la historia. Y claro, la historia en voz de Casandra es otra historia.

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10 de marzo de 2025

La actriz Lola Herrera representando Cinco horas con Mario-1979

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La larga sombra de Cinco horas con Mario

 

Leitmotivs

En Cinco horas con Mario el teatro de la vida se dobla como en Hamlet. En la obertura y el epílogo asistimos al teatro del mundo, y en el monólogo de la viuda al teatro de la intimidad. En el teatro del mundo reina la objetividad de la tercera persona, y en el teatro de la intimidad reina el yo desbocado y propio de monólogo interior. Por ambos teatros, de naturaleza sofocante, circulan las repeticiones y los leitmotivs, que le dan a la novela cierto aire musical y creando una espiral: la espiral de la emoción pero también la del conocimiento, pues en cada nuevo regreso de los temas principales se añaden nuevos elementos de información, que permiten conocer cada vez mejor a los personajes de este drama familiar.

Autopsias

He hablado del yo desbocado de la viuda, y al hacerlo me asalta una pregunta. ¿El monólogo de Carmen es una narración desde el yo o una narración desde el tú, como en La modificación de Michel Butor? La mejor respuesta sería decir que nos hallamos ante un monólogo donde el yo y el tú se reparten, de forma más bien beligerante, todo el territorio de la narración de Carmen.

La genialidad de Delibes, y su originalidad, es haber colocado un cadáver ante el personaje que habla, de ese modo el monólogo halla un centro inmóvil desde el que poder desplegar toda clase de variaciones sobre el mismo tema, como en una compleja y alucinante pieza de jazz, el jazz de la conciencia herida y enloquecida. En el interior mismo de esa pieza tan reiterativa como musical se van a llevar a cabo tres autopsias: la de Mario, la de Carmen y la de la sociedad en la que les ha tocado vivir.

A las tres autopsias indicadas cabe añadir una más: la de la misma novela. Fue Ortega el que dijo que una novela es una autopsia cuando el autor, en lugar de referir “lo que el personaje es”, consigue que “lo veamos con nuestros propios ojos”. Lo que define una autopsia no es la operación de descuartizar un cadáver sino el hecho de que esa operación es vista, es observada y claramente constatada por el forense. En Cinco horas con Mario no hace falta que el autor nos describa el mundo en el que viven los personajes ni hace falta que los defina. Están presentes, los vemos, los oímos: parecen circular en torno a nosotros. El autor evita los juicios morales o de otra índole: les basta con dejar que hablen a los personajes, que hablen unos de otros y de sí mismos. Tampoco hace falta que nos presente a Carmen. Nos basta con asistir a su monólogo para ver con precisión quirúrgica su parte viva y su parte muerta.

Narración oblicua

Antes de que apareciera Cinco horas con Mario, el lector podía encontrar novelas en primera persona donde el narrador hablaba de sí mismo, como en El Lazarillo, o hablaba fundamentalmente de otro, como en El gran Gatsby. El resultado de ambos procedimientos podía ser muy irónico, pero esa ironía se duplica en Cinco horas con Mario por la sencilla razón de que el narrador principal, además de hablar del otro, habla mal. Carmen no se dedica a hacer ditirambos de Mario. Lo suyo es más bien la antiapología, consiguiendo un efecto bumerán muy parecido al que Esquilo consigue en Los persas, pues en ambos casos se trata de hacer hablar al enemigo, y Carmen está hablando de Mario como de su marido, cierto, pero también como de su enemigo mortal, en un último y extenuante enfrentamiento con él. El retrato que recibimos de Mario es un negativo que se positiva en la mente del lector, que hace de cámara oscura.

De la incomunicación

Uno de los problemas a los que nos enfrenta Cinco horas con Mario es el abismo de la incomunicación, a través de la figura emblemática de la mujer que habla sola en la noche, o que habla ante alguien que ya no puede responder a sus preguntas ni aliviar su angustia existencial.

Carmen y el difunto parecen haber conformado un matrimonio que, visto desde fuera, podría resultar ejemplar, pero observado desde la interioridad de la mujer que habla, que vomita, que se irrita y se revela contra el muerto, sospechamos que siempre se interpuso entre sus almas y sus cuerpos el demonio de la incomunicación. No hablan la misma lengua, nunca la hablaron. Lo comprobamos al escuchar a Carmen y al detectar en ella algo parecido a una oblación de la conciencia crítica, que tendría mucho que ver con otra clase de oblaciones que se dieron trágicamente en las mujeres de su generación, circunstancia que convierte la novela en un análisis invertido de un momento fronterizo en nuestra historia social y moral, por lo que tiene de inauguración de un tiempo nuevo y de clausura de otro. El desgarro entre lo que se apunta y lo que fenece divide el alma de Carmen y colma de penosas contradicciones su discurso. Por un lado está su queja de mujer esclavizada que, como diría Adorno, se le ha “inutilizado” su belleza, y por otro lado se obstina en defender unos límites que ni le corresponden ni corresponden ya a la sociedad que la rodea. Más que anclada en el pasado está crucificada en él.

Cuanto más nos sumergimos en su monólogo, más nos sentimos evolucionando en una ciénaga de peces ciegos, que se cortan el paso unos a otros, se rozan, se atraen y, sobre todo, se repelen. Un universo líquido y a la vez lleno de redes que aíslan a los individuos, un pantanal lleno de compartimentos estancos del que ni siquiera los saca la muerte. Por un lado se observa cierta fluidez pulsional, cierto discurrir soterrado de todas las pasiones del cuerpo y del alma, y por otro lado se detecta una gran rigidez en el pensar y en el discurrir de los seres, que rara vez llegan a comunicarse, que rara vez llegan a expresar su materia y su conciencia, y que a pesar de su obstinación en ocultar lo que discurre por debajo, nunca llegan a lograrlo de verdad, creando movimientos muy desconcertantes bajo la bruma espesa de sus existencias.

Esa capacidad de narrar la imbricación entre el fondo y la forma de los personajes, entre el río subterráneo y el río manifiesto, hermana a Delibes con Faulkner, y da a algunas de sus novelas una hondura abisal.

¿Se están comunicando desde algún lugar o en algún lugar los personajes de Cinco horas con Mario? La maestría objetiva y objetivadora de Delibes está en presentar, en el seno mismo de la estructura Carmen/Mario, el grado más elevado y dramático de incomunicación, anunciado ya en el desencuentro mortal de la noche de bodas. ¿Quiero con ello decir que todo en ellos es incomunicación? En modo alguno. Somos todos peces en una misa pecera: habitamos la misma sustancia en la que a menudo no es fácil separar la atracción de la repulsión, las fuerzas desintegradoras del odio de las fuerzas integradoras del amor, como se ve continuamente en la novela.

De la conciencia

Seguramente son muchas las etapas que conducen desde el estado en que un ser humano afirma su existencia al estado en que afirma su conciencia. Entre uno y otro momento angular hay muchos escalones, y quizá solo son posibles los encuentros profundos con los seres que experimentan los mismos estados angulares entre la existencia y la conciencia. Todo lo demás se reduce a desacuerdos tan definitivos y aplastantes como pueden ser los acuerdos. Pero no nos asustemos ante semejante fatalismo. Acabo de traducir a román paladino pensamientos que nos llegan desde el mundo de los pitagóricos, en Occidente, y de los budistas, en Oriente. Se trata de formas mitológicas, más que filosóficas, de explicar los encuentros y los desencuentros que jalonan nuestras vidas, y que se hacen bien presentes en Cinco horas con Mario y en el mundo retratado en la novela: un mundo lleno de escalones sociales, férreamente defendido por los que más se benefician de él, pero también un mundo lleno de escalones morales y escalones de conciencia que niegan, desde su mecánica interna y externa, la raíz misma de los escalones sociales y su siniestra permanencia. Esa lucha encarnizada de pulsiones e ideas, de prejuicios y de juicios, de fuerzas mayores y menores, de sentimientos encontrados y encontradas aversiones, de deseo y de conciencia es muy frecuente en la narrativa de Delibes y alcanza uno de sus puntos más álgidos en Cinco horas con Mario y en su última novela, El hereje. Dos caras de una misma moneda, dos tiempos de una misma melodía en la que venturosamente se implican la conciencia del narrador y la conciencia del lector: bodas químicas que solo puede propiciar la gran literatura existencial, esa que halla en Miguel Delibes uno de sus más entrañables y lúcidos maestros.

Delibes empezó su carrera con una novela muy bien escrita que fue dejando una sombra tan larga como su título, pero más larga es todavía la sombra de la novela que acabo de comentar. La he vuelto a leer y ha sido como si la leyera por primera vez. No he notado su vejez, solo he notado su aliento, sus prodigiosas elipsis y sus silencios, su tempo exacto y rítmico: su desnudez, su sencillez, su modernidad y su clasicismo.

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12 de diciembre de 2024
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Confucio (2)

Confucio no ha sido un pensador correctamente estudiado en el siglo XX, pero eso está cambiando, y el poder lo vuelve a considerar un maestro. Su descrédito lo decretó el marxismo chino, que decidió aniquilarlo desde el primer momento quizá porque en el marxismo de Mao había mucho confucionismo, más del que quisiera el mismo Mao, y quizá también porque era muy fácil convertir a Confucio, pensador de los tiempos heroicos, en legitimador de una sociedad feudal y aristocrática.

Por eso hasta en las historias de China de la época posmaoísta se refieren a él como a un filósofo de antepasados “nobles y esclavistas”, que a pesar de su buena fe defendía una sociedad al servicio de “la nobleza esclavista”. Es obvio que todas las antiguas noblezas eran esclavistas, insistir en ello es querer introducir en el tejido de la historia toneladas de ideología, y es también caer en ese anacronismo, tan común en nuestro tiempo, de juzgar los hechos del pasado con la moral del presente.

Pero dejando al margen esas intromisiones de la moral marxista en la visión de la antigua nobleza, hasta en esas historias oficiales y oficialistas reconocen que en la enseñanza de Confucio se reflejaba la intención de ennoblecer a la plebe, animándola a intervenir en política, por eso muchos de sus discípulos eran plebeyos.

Se suele oponer habitualmente el confucionismo al taoísmo, ¿con razón? Como elemento peculiar, el taoísmo lo basó todo el la dialéctica binaria y en el principio de contradicción, pero tanto la lógica binaria como el principio de contradicción son también utilizados por Confucio, amante de las paradojas. La prueba de que Confucio utilizaba la contradicción en su sistema se detecta en una sentencia suya que dice:

A quien haya mostrado una de las caras del problema, si no sabe deducir las otras tres caras, le borraré sin miramientos de entre mis alumnos.”

Lo que evidencia que exigía ver un problema desde cuatro ángulos opuestos cuyos enfoques había que sintetizar en uno solo. Operación que recuerda las enseñanzas de los sofistas.

Como pedagogo Confucio prefirió ser “el que trasmite, no el que crea; el que ama y tiene fe en los antiguos”. Actitud que en este caso lo aproxima a San Isidoro y su proyecto etimológico y de restauración del pasado, en una época en que imperaba el olvido y la aniquilación sistemática de la memoria.

Era un enamorado de la antigüedad, como Platón había sido un enamorado de la antigüedad homérica de la que le separaban cuatro siglos, pero ese amor por la antigüedad tenía ya las características del amor hacia el pasado que puede sentir un historiador, y como los historiadores Confucio pensaba que “debíamos estudiar la antigüedad para comprender el tiempo presente”.

La obra de Confucio, como desenterrador del pasado, fue ejemplar, y en lugar de convertirse él mismo en un cronista, narrado cuando había leído y oído desde un punto de vista más o menos personal, prefirió, como señala Tsui Chi, compilar documentos históricos y poético auténticos. Dicho de otra manera: se comportaba como un estudioso de la literatura que en lugar de juzgar la literatura de la Edad Media se encargara de recopilar sus mejores textos poéticos, jurídicos, prácticos, científicos, así como un catálogo de sus costumbres y ceremonias sociales. Desde esa perspectiva hemos de juzgar sus grandes textos: El célebre Yijing o Libro de las Mutaciones, el Canon de la Historia, el Libro de las Odas, el Libro de los Ritos, y los Anales de primavera y otoño Confucio no opina, Confucio deja que hablen los documentos, y nos permite a la vez hablar con ellos. No quiere darnos una visión personal del pasado (y que por ser personal podría derivar hacia actitudes tendenciosas), prefiere que juzguemos nosotros mismos el pasado atendiendo a las palabras que empleaban en el pasado y a las costumbres que eran comunes en el pasado.

Tanto el confucionismo como el taoísmo fueron filosofías de la prudencia, una prudencia que parecía necesaria en tiempos de una imprudencia tan generalizada, jalonada de continuos derramamientos de la sangre que dibujaban una panorama en el que desaparecía por doquier el tabú de matar y la vida humana se devaluaba hasta límites de pesadilla.

Nos referimos al terrible período de los Reinos Combatientes (479 a. de J.C.-221 a. de J.C.) del que surgieron, como urgente y a la vez asentada oposición a la barbarie, el confucionismo y el taoísmo. Fueron tiempos en que, si nos atenemos a las crónicas de la época, la vida sólo era “agitación y oscuridad”. Los antiguos rituales de cohesión sólo eran caricaturas del pasado, y todos los estados feudales que rodeaban la capital imperial crecían cada vez más, como enormes sanguijuelas alimentándose ya del corazón del imperio Tcheu. Un periodo gobernado por los señores de la guerra que habían olvidado todas las normas del espíritu caballeresco, dominados únicamente por la pasión por el poder.

Es en esa tesitura en la que hay que ubicar la importancia que Confucio dio a los ritos, y que luego ha servido como arma arrojadiza contra él, pues ha sido siempre mal interpretada, y hasta los que defienden a Confucio no perciben la clave de por qué insistió tanto en los ritos. Y es que más que pretender reglamentar de nuevo la conducta de los chinos con el objeto de poner los cimientos formales y morales un nuevo imperio, poderoso, ordenado y cívico, lo que quería era crear elementos de cohesión, que muchas veces podían ser de carácter ritual. Para entenderlo basta con que nos situémonos en el territorio de la antropología y nos preguntemos qué es exactamente un rito. Y bien, un rito es siempre una ceremonia que sirve para conexionar. Esto es antropológicamente observable en todas las culturas: todo rito es una ceremonia de cohesión, por eso las culturas poco cohesionadas carecen casi de ritos: de ceremonias de cohesión que no sólo son verificables en la especie humana.

En una época de desconexión generalizada, de barbarie y de olvido de todo el saber del pasado, ¿no era necesario insistir en la importancia de las ceremonias de cohesión? ¿No era necesario tomarse en serio la formación de los individuos, inculcándoles valores como el respeto, las buenas maneras, la suavidad en el trato, la buena educación en suma? ¿No era acaso totalmente necesario? ¿Y ahora no lo es?

Y mientras el confucionismo iba extendiendo sus tentáculos por China, fundamentalmente debido a la labor docente del maestro, que en algunos períodos llego a ser un maestro errante, también se iba extendiendo el taoísmo, otra vía de oposición a la barbarie de carácter más naturalista que el confucionismo, que le daba poca importancia a los ritos, mas no hay que olvidar que con el tiempo también el taoísmo se lleno de ceremonias de cohesión y de fórmulas inmodificables en su expresión, si bien podían interpretarse de varias maneas.

Obviamente, la vía de Confucio era más voluntariosa. Exigía participar de verdad en el tejido social, y de muchos de sus textos se deduce que Confucio creía, como Aristóteles, que el hombre es un ser social. La vida de Confucio es la prueba de que en todo momento encarnó esa creencia. Fue un hombre tremendamente social, como Sócrates, y como el filósofo griego comía moderadamente pero podía beber mucho, aunque nunca se emborrachaba, si nos fiamos de lo que más tarde dijeron sus discípulos.

Como muchos maestros de su época y de otras culturas, la vida de Confucio estuvo presidida por la paradoja, y resulta que su obra más personal, y que más atañe a su persona, no la escribió él: lo hicieron sus discípulos. No escribir sobre su propia vida fue también el proceder de Sócrates, que dejó ese papel para Jenofonte y Platón. Algo semejante ocurrió con Buda, Jesucristo y Mahoma.

Supongo que es una actitud basada en el poder del discurso verbal, en la capacidad de dejar grabado en las cabezas de los que escuchan lo que estás diciendo. Digamos que se trata de maestros que no necesitan escribir porque su pensamiento queda grabado en las cabezas de los que han escuchado. En lugar de escribir sobre un papel, escriben sobre el cerebro de los demás, y confían que cuando mueran, sus discípulos sólo tendrán que ponerse a escribir lo que recuerdan, y toda la doctrina del maestro surgirá entera, como si estuviese resucitando de entre los muertos.

Con Confucio ocurrió eso, y especialmente con Las analectas, redactadas por sus discípulos directos, y donde podemos asistir, de una forma discontinua y relampagueante, a muchos momentos de la vida de Confucio y, sobre todo, a muchas reflexiones y conclusiones derivadas de esos momentos. Por ejemplo:

Avanzaba rápido, como alado…”

No comía alimentos en mal estado…”

Cuando había mucha carne sólo comía la necesaria para el arroz. Sólo con el vino no tenía medida, pero nunca se emborrachaba.”

Si el príncipe le enviaba un animal vivo lo ponía a pastar.”

En la cama se tendía como si fuese un cadáver. No quería modales formales en su casa.”

Cambiaba de expresión si de repente sonaba un trueno o soplaba súbitamente una ráfaga de viento.”

Belleza: lo que asciende, planea y luego regresa al nido.”

Las sentencias citadas están recogidas de lugares diferentes del libro, y en ellas el lector puede observar que todo cabe en la vida de Confucio y de todo se habla de forma alegre, desenvuelta y desordenada. De pronto vemos al maestro comiendo, de pronto recibiendo un regalo, de pronto lo vemos caminando, de pronto escuchamos una de sus definiciones de la belleza, de una naturalidad emocionante.

¿Y ya sólo por eso no tendríamos que estar agradecidos a este pensador de hace dos milenios y medio que, tras el ostracismo al que le sometió el maoísmo y sus secuelas, vuelve a estar presente en China y fuera de ella?

Muchos de los momentos de las Analectas tienen algo de diálogos platónicos de la primera época, y se observa el sistema de preguntas y respuestas que caracterizó a toda la filosofía antigua, tanto oriental como occidental. Las analectas comienzan con dos preguntas, y las preguntas se van a ir sucediendo a lo largo de la obra. Elegimos algunas: “¿Cómo puede un hombre ocultar sus verdaderas inclinaciones?” “¿Quieres una definición del conocimiento?” “¿Qué significa sacrificio?” “¿De qué sirven las ingeniosidades verbales?” “¿Para qué necesitas la conversación brillante?”, y así sucesivamente. Al igual que Platón, Confucio pretendió una redefinición del mundo, y como vivió en un período rabiosamente aristocrático, su filosofía tiene en cuenta el poder de la nobleza y su capacidad para cohesionar hombres y lugares. No podía ser de otra manera. Pero dignifica considerablemente la naturaleza humana y por primera vez en China vemos en él un intento claro y sereno de nivelación laica al postular que los hombres son iguales por naturaleza y sólo se diferencian por lo que aprenden, que sería lo mismo que decir que sólo se diferencian por todo lo que les injerta la cultura en la que nacen y viven.

También encontramos en las Analectas numerosos y zigzagueantes retratos del maestro. El más hermoso, concebido para desbaratar los tópicos que los taoístas hacían circular acerca de Confucio, lo define así:

Era tan entusiasta, tan intenso, que se olvidaba de comer, y tan feliz que ignoraba sus problemas y no se enteraba del paso del tiempo”.

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25 de noviembre de 2024
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Confucio (1)

Mientras en China transcurría la vida de Confucio y sus discípulos, en la India florecía el pensamiento budista y en Grecia se estaba desplegando el pensamiento de los filósofos presocráticos. Fue un período de grandes pensadores que parece extenderse de un lado a otro de ese continente único y continuo que solemos dividir artificialmente en dos: Europa y Asia.

Conforman la primera expresión de lo que se podría llamar pensamiento laico, y son los fundadores de un saber no sacralizado que se podía y se debía transmitir: por ejemplo a través de la enseñanza. Por eso los filósofos tanto chinos como griegos de aquel momento solían fundar escuelas. Platón tuvo su academia a las afueras de Atenas, donde presumiblemente se enseñaba, además de geometría, política, retórica, buenas costumbres, y Confucio (Kong Kiu) también tuvo su escuela, tras haber pasado varios años primero trabajando como administrador de un silo y más tarde como administrador agrario.

Nacido en el 551 a. de J.C. y muerto en el 479, se dice que fue un niño serio y pacífico y que a los diecisiete años tenía una gran reputación entre sus amigos. He comprobado que esa reputación no la ha perdido entre los más próximos, ya que en Qufu, su ciudad natal, todos se consideran descendientes de Confucio y son muchos los que se apellidan Kong.

Estuve en Qufu en 1997. Se trataba de una ciudad de provincias pequeña si se la comparaba con otras: una ciudad que se podía abarcar, de una gran viveza y bastante hospitalaria. Por la noche, cuando casi todos salían a cenar en los chiringuitos callejeros, se creaba una atmósfera tan agradable que a uno le daban ganas de quedarse siempre allí. Uno de los lugares más interesantes de Qufu es su cementerio. Como allí todos se consideran descendientes de Confucio, el cementerio es en realidad el frondoso y húmedo y vasto camposanto de la milenaria familia Kong o familia de Confucio.

Nada más entrar, después de cruzar una larga avenida de cipreses tan viejos que perecen milenarios, se experimenta una mareante sensación de eternidad. La interminable sucesión de losas escritas, algunas de hace siglos, otras recientes, de flores muertas, de fragancias de incienso, de árboles de copas verdinegras, de pájaros, de sombras, de fantasmas, te libera por unos instantes del sentido de realidad y entras a formar parte de un sueño: el de la rueda del deseo girando incesantemente y generando vida y muerte al mismo tiempo a lo largo de cientos de generaciones: por un instante de una densidad irrepetible, formas parte de la familia Kong.

No sé cuanto tiempo estuve recorriendo el cementerio de la familia Kong. Me dejaba llevar por las emociones, por el canto de los pájaros, por la fisonomía de los árboles, por la blancura o la negrura de las tumbas. Me dejaba llevar por el pasado.

Al atardecer dejé atrás el jardín de los muertos y estuve recorriendo la residencia de la familia de Confucio, donde habían vivido los descendientes directos del pensador. El último de ellos, poderoso terrateniente, había muerto en 1919 dejando a una de sus concubinas embarazada. Tuvo un hijo varón pero fue envenenado y la familia directa de Confucio desapareció para siempre tras haber llegado a la generación setenta y siete. Pero queda su casa, reedificada en el siglo XVI y de seis mil habitaciones. Casi una ciudad llena de luces y sombras: un laberinto en el que perderse con facilidad y en el que debieron ocurrir muchos hechos confesables y muchos inconfesables.

Dormí en un hotel que se hallaba justamente en el flaco occidental de la residencia, circunstancia que me hacía creer que me hallaba en una de las alcobas de la casa de la familia Kong, en la que perfectamente se habían podido perder los pasos del último descendiente del maestro.

Esa noche, antes de dormirme, empecé a leer a Confucio de otra manera, como si estuviese más cerca de mí, en aquella grieta del tiempo llamada Qufu.

De pronto, los primeros aforismos de las analectas (en la traducción de Ezra Pound con matizaciones mías) me sonaban de otra forma, con más ritmo, más sentido y más intensidad:

1. Él dijo: ¿No es agradable estudiar y poner más tarde en práctica lo aprendido?

2. ¿No es una delicia que lleguen amigos de lugares lejanos?

3. Le dejaba imperturbable que los hombres lo ignoraran, lo cual indica también qué grande era su educación.”

Tres aforismos que comunican tres pensamientos y tres consejos: Dedícate al estudio con placer, y con placer pon en práctica lo que sabes, regocíjate de ver de vez en cuando a los amigos (sobre todo si vienen de lejos y pueden hablarte del ancho mundo), y demuestra tu formación permaneciendo imperturbable ante la falta de reconocimiento de los demás. Como en tiempos de Confucio la plebe era una clase poco reconocida, estaba indicando también que no lamentases tu plebeyez porque un plebeyo bien formado tenía poco que envidiar a un príncipe. Por eso llegó a decir: “Los hombres son todos semejantes por naturaleza, sólo difieren en los hábitos que contraen.” Pensamiento que chocaba contra los principios diferenciales que imponía la aristocracia de su época.

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10 de noviembre de 2024

Editorial Anagrama

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La «Trilogía documental» de Vicente Molina Foix

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Hacía tiempo quería hablar de la Trilogía documental de Vicente Molina Foix y lo voy a hacer ahora, que acabo de leer la tercera novela del tríptico. Utilizaré algunas notas que he ido tomando a lo largo de la lectura, evitando las que eran meramente anecdóticas o se referían a aspectos muy parciales de las novelas.

Empiezo por la primera: El abrecartas. Se trata de una novela muy lograda además de difícil, por la variedad de registros que se articulan con esa fluidez propia del gran estilo. Todo en ella son cartas que se entrelazan, que difieren, que coinciden, que se combaten y finalmente se apagan, para volver a arder y volver a apagarse siguiendo una oscilación muy pensada pero que resulta mágica y envolvente. El abrecartas abarca un largo período que va desde los años veinte a los años ochenta del siglo pasado. Al principio el relato parece un mosaico desquiciado pero poco a poco vamos advirtiendo las conexiones que acabarán formando un todo, a lo largo de un viaje material y espiritual que pasa por Granada, la Granada de Lorca, México, Barcelona, Valencia, Marruecos, Montevideo, y Alicante, donde entrevemos el rastro de la familia del autor, de los que le antecedieron en el tiempo … Dentro del mosaico de personajes en el que destacan los autores de la generación del 27, vemos deslizarse la sombra del siniestro Fonseca, que deja una huella especial en el lector. Se trata de un personaje nunca del todo desenmascarado, como si hubiese sesgos del mal de naturaleza incomunicable y tan reales que parecen fuera de la realidad. Los sentimientos y las ideas que circulan por las cartas, a veces de una intimidad sofocante, a veces más fáciles de llevar, dan una idea esférica del mundo, crean, desde el mismo desgarro, una cierta redondez que me agrada especialmente. También puede verse como una obra musical: sería una sinfonía con ciertos elementos voluntariamente atonales y coros conformados por voces que a veces se conjugan, a veces se combaten, y van construyendo, capítulo a capítulo, lo que Proust llamaba el “inmenso edificio del pasado.”

El abrecartas abre las puertas a la trilogía y la dota de profundas raíces en la historia. En las tres novelas predomina el género epistolar, al que Molina Foix le ha dado un nuevo aliento, tan brillante como eficaz, tan eficaz como esclarecedor, para asombro de los lectores del presente.

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El joven sin alma es la segunda novela del tríptico y hace además de fondo existencial a la primera y la tercera novela, pues en ella vemos al joven que fundamentó, con su crecimiento, tanto el relato que le precede como al que le sucede. En El joven sin alma asistimos a los encuentros y desencuentros del núcleo duro de los Novísimos: Gimferrer, Carnero, Terence Moix, Ana María Moix, Leopoldo María Panero y el mismo Vicente. Los vemos, los escuchamos a través de una prosa variada, elástica, comunicativa, que al final te deja casi sin respiración, cuando notamos el aliento de Ana María Moix, que derrama su alma a borbotones de luz y de niebla. Se necesitaba una novela que contase la intrahistoria de los Novísimos, apoyándose además en un estilo consistente, que nos permite sentir el aliento vital de dos almas desdichadas: Ana María Moix y Leopoldo María Panero, que navegan como barcos a contracorriente entre sombras, alimañas, y sentimientos que naufragan y en los que vemos un boquete abierto hacia la locura. Y todo ello narrado con una ecuanimidad y una elegancia bien raras en nuestra letras, a través de un narrador que se desdobla, estableciendo un nuevo juego de espejos que se complementa con los laberintos igualmente especulares de las dos novelas anteriores. Lo más poderoso de El joven sin alma es esa dialéctica infernal que describe, cuando los sentimientos no coinciden con los deseos y el alma con el cuerpo, cuando el amor no brota donde tendría que brotar y una realidad misteriosa se impone al deseo, y en cierto modo lo mata, creando enormes tragedias subterráneas.

Observamos tanto en esta novela como en la siguiente el deseo de algunos personajes en vincular a los Novísimos con la generación del 27, pasando por encima del miasma gris de nuestra larga, muy larga posguerra. Tan larga que parecía la historia de la eternidad. Era una tentación saltársela y tanto entonces como ahora yo les daba la razón a los Novísimos y como lector me iba alejando del realismo social, que Benet consideraba “tabernario”.

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El invitado amargo, cierra la trilogía. Se trata de una narración dual en la que intervienen dos autores, Vicente Molina Foix y Luis Cremades: entre los dos van trazando el relato de una relación compleja y apasionante, con sus luces cenitales y su oscuridad manifiesta, y que atañe a lo incomunicable. Lo asombroso es que El invitado amargo cierre una trilogía tan personal como única, sirviéndose de otro autor: Luis Cremades, que hasta entonces no tenía demasiada experiencia como prosista pero que acierta plenamente. La generosidad de Molina Foix es evidente, y también lo arriesgado de su apuesta: confiar en alguien que hasta entonces había sido únicamente un poeta. La jugada salió redonda, y entre las dos voces conforman una sonata alucinante. Juraría que es algo que nadie ha hecho jamás, y que redunda en la originalidad profunda de la trilogía. Ya dije en una ocasión que El invitado amargo es, sin la menor duda, la mejor novela dual que he leído en mi vida, donde podemos adentrarnos en los laberintos de dos seres que se cruzan, luchan y establecen un pensamiento realmente dialéctico con dos polos en litigio, que convergen gracias a la escritura, y gracias a la memoria que la fecunda y la sustenta.

Pensaba Platón que la amistad y el amor tenían que ser alianzas emocionales para llegar a una verdad común, por encima incluso de la complicidad en los deleites de la carne y en las asechanzas del deseo. La novela El invitado amargo de Vicente Molina Foix y Luis Cremades es para mí la materialización más poderosa y esclarecedora de ese hermoso proyecto filosófico, pues a través de su relato dual, donde cada autor va tejiendo sus capítulos de forma alterna, se va construyendo una sorprendente verdad común (la novela en sí), en la que se mantiene el suspense que poseyó a los autores y que pasa directamente al lector, pues ha de advertirse que Vicente y Luis fueron escribiendo la novela como una sucesión de “epístolas” donde el capítulo de Vicente era respondido por el de Luis, y el de Luis por el de Vicente. Ninguna de los dos sabía de antemano lo que iba a escribir el otro, por eso el libro se convierte en una exploración del ser de cada uno y en un desentrañamiento del papel que representaron en el tejido amoroso que los conjugó y que en cierto modo los hermanó para siempre. La novela está tan bien configurada y tan honestamente tramada, que no tiene precedentes en nuestra literatura, o al menos yo no los he encontrado.

Acerca de esta gran aventura literaria, que lo tuvo ocupado unos diez años, Vicente Molina Foix dijo: “Ya no más documentos. No más falsa realidad, falsa historia mezclada con la verdad. No más ficción del yo. Estas tres novelas me han dado la imagen de mí mismo que necesitaba.” J.F.

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14 de octubre de 2024
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La razón

No culpemos a la razón de las atrocidades que se hacen en su nombre. Sólo produce monstruos la sinrazón, y sobre todo cuando se disfraza de razón pragmática. La razón es una potencia del alma, y los antiguos entendían por razón algo parecido a lo que hoy entendemos por conciencia (conciencia de la situación y conciencia moral, así como la capacidad de pensar sobre ello).

Hablo desde mi experiencia: la razón nunca me condujo a ningún extravío ni a ninguna forma de inhumanidad. Otra cosa es el inconsciente, y la tenebrosa tierra de nadie más allá de la conciencia y el inconsciente donde flotan los fantasmas más turbios de la mente humana, y más determinantes.

Decir que la razón produce monstruos es deformar su esencia, dándole poderes y atributos que pertenecen al inconsciente y a la pulsión. Otra forma de caer en la sinrazón.

La razón solo produciría monstruos si tejiese razonamientos basados en falsas premisas, pero entonces ya no sería razón, sería locura. Es lo que ocurría con los “razonamientos” raciales de los nazis, estaban todos basados en falsas premisas y su razonar era solo un simulacro de la razón.

Protejamos nuestra razón, que es una potencia en peligro de extinción.

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30 de septiembre de 2024
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Jünger & Escohotado

En la novela Eumeswil, Jünger nos presenta a un narrador que es, dependiendo de la situación, un Trabajador, un Anarca, un Emboscado y un Gran Silencioso. Me atrevería a definir a Escohotado siguiendo las mismas figuras, que lo emparentan mucho con el protagonista de una narración donde la utopía y la distopia vienen a ser la misma cosa.

1.Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Trabajador.

Decía Jean-Michel Palmier que el fundamento que hace posible la figura histórica del Trabajador de Jünger no hay que buscarlo en el idealismo alemán sino en Nietzsche y en su voluntad de poder. He ahí la clave para acercarse a Escohotado: diríase que el destino de Escohotado se concretó en su voluntad de desarrollar potencias y en la alegría de conseguirlo. Contaba Deleuze, basándose en Espinosa, que la alegría llega cuando conseguimos colmar una potencia y desplegarla hasta extremos que ni siquiera nos atrevíamos a imaginar. La tristeza, por el contrario, sería sentirse despojado de una potencia que habíamos creído que estaba a nuestro alcance, y que se ha desvanecido misteriosamente. Tiempo tuvo Escohotado de experimentar los dos extremos de esa balanza emocional, pero exhibió siempre un vitalismo tan contundente y nabokoviano que uno tiende a creer que en él pesó mucho más la alegría que la tristeza, porque para Antonio el trabajo era la fiesta secreta que le permitía desarrollar sus potencias. En todos sus escritos sentimos su aliento y su respiración en el ritmo de sus frases, en el vaivén de sus ideas, en las intromisiones del narrador cuando menos te lo esperas, creando tejidos textuales donde la información general se mezcla con la personal, siguiendo un camino en zigzag que el lector siente como materia viva, fluida y de una acidez suave pero muy penetrante. Antes de arañar acaricia, y pelea consigo mismo y con el lector. A veces es torrencial, otras veces muy conciso, otras conjetural, otras explícitamente estadístisco, otras árido, pero nunca tanto como para resultar molesto si sigues de verdad la línea de su pensamiento y no te obsesionas con algunos momentos de su discurso.

Su amor a la fiesta y su espíritu dionisíaco no le impidieron dejar tras él una obra considerable. La vida le deparó placeres y sobresaltos que gestionó y destiló como un alquimista.

2. Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Emboscado.

Dice Jünger al comienzo de La emboscadura:

«Irse al bosque», «emboscarse», lo que detrás de esas expresiones se esconde no es una actividad idílica. Antes al contrario, el lector de este escrito habrá de disponerse a emprender una travesía que da que pensar, una caminata que conducirá no sólo allende los senderos trillados, sino también allende los límites de este libro.”

Ahí quería llegar siempre Escohotado, a los límites de su narración, de sus creencias, y fue naturalmente un emboscado. La tumultuosa Ibiza podía ser el lugar del emboscamiento si tienes una casa lejos del mundanal ruido, si bien el ruido forma parte de la naturaleza. Y también la furia.

Su recorrido por la jungla de las drogas tiene que ver con el emboscamiento, pues las drogas pueden ser buenas amigas del emboscado, permiténdole además cartografiar la experiencia del viaje. A pesar de empezar su trayectoria filosófica como aristotélico, o quizá por eso, Escohotado siempre estuvo abierto a la experiencia de los límites.

3.Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Anarca.

Recordemos al Anarca de Eumeswil. Además de ser un historiador distante y lúcido, muy preocupado por ciertas figuras y momentos de la historia, trabaja de camarero para el tirano por las noches, en una especie de pub que el Cóndor ha instalado en algún lugar de su castillo. Está cerca del príncipe pero lo mira con distancia, como si para él el Cóndor fuese solo una figura estructural. En sus últimos tiempos, Escohotado anduvo bastante cerca de los príncipes del comercio. Algunos lo iban a visitar y hasta posponían el viaje en el avión privado para poder conversar más tiempo con Antonio. Me gustaría saber qué pensaba exactamente él en ese y otros momentos. El Anarca de Eumeswil es bastante simpático, pero sospechamos que solo muestra a los demás la punta de su iceberg personal. Quiero pensar que Escohotado hacía algo parecido.

En Los enemigos del comercio vemos un duelo singular de altos vuelos. Escohotado contra Marx en las arenas del Coliseo filosófico. Puede parecer un ensayo pero uno lo siente como una gigantomaquia que traspasa la vida real. Marx escribió tres tomos de su Capital, Escohotado le responde con tres tomos de su Comercio. A Escohotado le gustaba el juego, la geometría y las simetrías. Escohotado quiere mirar a Marx de frente, como la persona que fue, no como la que él creyó que era. Puede oler el humo de sus puros, su sudor en la biblioteca de Londres, cuando escribía El Capital. Escohotado señala a Marx y lo agrede con frases lapidarias:

-El marxismo es la religión del no ser. Parece que hay sustancia, parece que hay naturaleza, pero es el reino de la nada.

Asombra que en cuatro frases dichas con naturalidad aparezcan referencias a los presocráticos, a Aristóteles, a Marx y a la filosofía existencial. Escohotado ha sorbido tanto a Marx, se ha adentrado tanto en él, que en algún momento se producen unas bodas químicas de naturaleza paradójica y Escohotado empieza a desbocar sus ideas en un estilo tan poliédrico como el del Marx, como si quisiera acabar con él usando un látigo parecido, si bien para decir lo contrario. Es un efecto narrativo y a la vez es pura voluntad de poder, de poder liquidar a Marx, que en otro tiempo fue su padre espiritual. La lucha tiene cierta estructura novelesca. Hay un tejido de razones pero también de emociones.

Uno puede llegar a creer que Escohotado ve más enemigos del comercio que los que ha tenido y tiene, pero esa es otra historia que excede el espacio de este artículo. En Escohotado me interesa más el combate, pues solo en el combate, en su acción envolvente, se ejerce la voluntad de poder. ¿Quién gana el litigio? Es difícil saberlo. Parecía que el marxismo estaba muerto pero ha regresado, en su forma más radical, a través de algunas variantes de la deconstrucción, y su influencia es notable en el mundo académico y estudiantil, tanto en Europa como en América.

Nos queda una figura, la última, que la vamos a formular en forma de interrogación.

4.¿Como el narrador de Eumeswil, Antonio Escohotado fue un Gran Silencioso?

El Gran Silencioso es uno de los conceptos más atractivos de la última fase de Jünger. Está estrechamente vinculado a las otras figuras, al Trabajador, al Emboscado y al Anarca, pues los tres son silenciosos. Todos actúan y observan, pero solo el Emboscado, el Anarca y el Gran Silencioso defienden su libertad como fieras sutilísimas.

El Gran Silencioso sería la figura que cierra, o que “encuaderna”, en el sentido lacaniano del término, las otras figuras de Jünger y las culmina vinculándolas al Gran Silencioso de verdad: al Ser de Sein und Zeit. En el gran silencio del Emboscado se va destilando la flor del pensamiento. Si nos fijamos en Escohotado, advertimos que sólo a través de muchas horas de silencio se hace posible la travesía que llevó a cabo, si bien cuando dejaba atrás los libros podía convertirse en un discípulo de Trimalción y echar la casa por la ventana. Dicho lo cual, me aventuro a indicar que de todas las figuras de Jünger, la del Gran Silencioso es la que peor cuadra con Escohotado, sobre todo si pensamos en lo mucho que se prodigó en los medios de comunicación, pero entraba dentro del sistema de alternancias que Escohotado había establecido entre el silencio y la palabra.

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12 de julio de 2024
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Nadia: la escritura sobre el agua de Nuria Claver

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Nadia es un libro sobre un abismo que nunca está lejos. Estuvo al borde de la cuna cuando éramos niños, estuvo al borde de la cama más tarde, y más tarde tuvo su mejor cobijo en las simas del corazón. Sí, en el corazón de Nadia que se parte en voces igual que una fuente de montaña que se rompe y se rompe mientras baja, para llegar intacta al río. La voz quebradiza del primer poema, la voz conjetural, la voz de profetisa que desgarra las sombras, es la misma voz que en el último poema le roba sonidos a la conciencia y escucha el ruido de las palabras cuando se precipitan desde los acantilados del alma, cuando renacen, cuando estallan, cuando se suicidan.

2

Nadia es una sombra, un fantasma, un alter ego, un instrumento de cuerda, un espejo mágico donde poder ver la ruta desierta en la que no existe ni pasado, ni futuro, ni presente resbaladizo. Un espejo que aniquila el tiempo e inaugura el reino de Nadia, que es el reino de la noche donde florecen las voces menos corrompidas del ser, más cortantes y más cristalinas, que a veces llegan al lector como caricias heladas que le rescatan del silencio que reina en el vacío, que reina en el abismo que estuvo junto a la cuna y después junto a la cama, y después junto al alma y toda su cohorte de deseos, de ascensos, de descensos, de abominaciones.

3

Mece tus pupilas en el recóndito infinito ¿estás?

Caer en el fondo todo está en silencio

¿Quién podría nombrar? honda es la ausencia

Dime que no hay nada bajo tierra que los pies descansan sobre un hueco

Caer no sería tan violento

¿Estás? Silencio

He aquí uno de los poemas centrales de Nadia. Lo destaco porque tiene la pureza de un poema de Celan. Parece una balada irracional que no halla ni tiempo ni espacio para sostenerse, pero es un poema sobre el abismo, una vez más. Cada estrofa es una apuesta y una paradoja dentro de su brevedad. Si miras la infinita interioridad que tanto le asustaba a Pascal, si la miras, ¿no te perderás? ¿Seguirás estando donde estás? Y si te tiras, ningún problema, pues todo está en silencio, un silencio innombrable, lleno de su propia ausencia. No hay nada bajo la tierra y danzamos sobre la panza de un río. No sería tan violento caer. ¿Estás ahí? Nadie responde, todo es ausencia, todo es silencio. El arte de confundir se mezcla aquí con el intento de expresar lo inexpresable.

4

El río de Heráclito, el río de Celan y el río de Nadia parecen el mismo río del que hay que explorar el corazón, y es que la segunda parte del libro se titula justamente El corazón del río. El agua se agita y habla con la misma voz que Nadia en esa zona turbulenta del libro. Es un río que sentimos como real, por la forma en que a veces está descrito, pero sobre todo es un río interior, de límites muy difusos, lleno de recodos felices y recuerdos peligrosos, que funcionan como ecos que llegan de muy lejos y del propio corazón.

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Que llegan de muy lejos o de muy cerca, como los secretos. ¿De dónde llegan? ¿Cuál es su origen? ¿Cuál es el origen de los secretos? La voz de Nadia lo dice en el poema titulado justamente Secretos:

Golpeáis, insistentes, las paredes de mi mente dejo que me inunden vuestros ecos os dejáis oír para que jamás os nombre mi boca, celosa, se abre, tiembla…

Qué oscuras secuencias Qué emocionantes las horas a las que debí gratitud porque fueron eternas

Qué sórdidos entreactos

Qué extraordinarios los días que amé por amar y disfruté de un gozo sin sombras

Qué oscuras vigilias, qué delirantes sus haces de luz pálida y fiera

Qué lenta la espera tras el fulgor del deseo, la niebla y el miedo Giraba la rueda, la suerte cambió ¿La dicha era eterna?

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La dicha no es eterna y es mucho más fugaz que el corazón del río y el corazón del fuego. Tras el río de Heráclito, que viajó a la región del ser, hace epifanía el fuego, que se apodera de las últimas estancias del poemario, unido a la lluvia, a veces ácida a veces amable y purificadora. Concluyo este paseo por los parajes de Nadia con Fuegos, uno de los poemas más rotundos del libro, y también más conclusivos.

Sus labios se estrellaron contra el frío sus brazos se perdieron en la niebla las noches se agotaron en suspiros

Junto al horror de no ver a nadie nació el deseo de incendiarse

Tan hondo es el temor de girar a solas en el espacio, que es destino del hombre arder como es su destino apagarse

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Nadia es un libro sobre un abismo que nunca está lejos. Estuvo al borde de la cuna cuando éramos niños, estuvo al borde de la cama más tarde, y más tarde tuvo su mejor cobijo en las simas del corazón y en el centro del ser.

Nadia es la escritura sobre el agua de Nuria Claver.

 

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7 de junio de 2024
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Las tribulaciones de Jack Kerouac

Algunos escritores conforman geografías que se pueden recorrer. A veces las buscas pero otras veces te salen al paso como recuerdos de una vida que no has vivido. En París se pueden recorrer los espacios por los que se deslizó Proust, pero también por los que se movió Kerouac. Tardé mucho en darme cuenta de que el primer hotel de la capital francesa donde estuve trabajando como portero de noche, el hotel du Vieux-Paris, había sido el de la generación Beat. Mientras estuve en él nadie lo comentaba, pero la última vez que pasé por París se me ocurrió volver al viejo hotel de mis años jóvenes y lo vi lleno de fotos de la generación Beat. El nuevo dueño valoraba ese momento de la historia del hotel, y lo utilizaba como gancho publicitario. Hablé con él, y mientras tomábamos bourbon, me contó que en la misma barra sobre la que reposaban nuestras copas, se había apoyado Kerouac cuando llegó a Francia para investigar sus orígenes familiares. En aquella feliz ocasión el escritor había tenido una iluminación que él mismo se encargaría de referirnos en Satori en Paris.

Kerouac tenía muchas iluminaciones, y le sobrevenían sobre todo cuando estaba borracho. Cuentan que en Nueva York tuvo más de cien iluminaciones, tanto en la Horatio Street, donde pasaba épocas junto a Gregory Corso y sus camellos y panteras, como en el Corner Bistro, uno de los bares con más solera de Nuevas York, donde sirven excelentes cervezas y todos los whiskys americanos que puedas imaginar. Todavía se nota que fue el bar de los beats. Sus camareros practican la buena filosofía de la tolerancia, y el ambiente siempre resulta tan bohemio como familiar. Enseguida te sientes como en casa, mientras miras desde la ventana la apacible Jane Street, como la miraba en otro tiempo Kerouac.

Me contó una vez un escritor que toda esa fiesta que describe Kerouac en Los vagabundos del dharma, se llevó a cabo en Nueva York, pero que la trasladó a San Francisco porque narrativamente funcionaba mejor. Me asombró esa revelación. Hasta los escritores más realistas buscan el efecto literario, y Kerouac lo buscó siempre.

Recuerdo haber leído Los vagabundos del dharma a los diecisiete años, a la sombra de una barca de pescadores en Vilanova i la Geltrú. Eran los años setenta del siglo pasado. No había turistas en Vilanova; estaba solo en aquella playa descuidada y llena de barcas, tras haber recorrido el norte de Italia. Leyendo Los vagabundos percibí que el orientalismo de la generación Beat había sido más profundo de lo que parecía. Kerouac manejaba muy bien el dialecto budista. No era ninguna broma, aunque llegaba a aburrir un poco con tanta jaculatoria. Dos partes de la novela me conmovieron especialmente: la visita a la casa de su familia, en la América profunda, y la etapa en la que el narrador sube a la montaña y se convierte en guardabosques. En ambos momentos llegas a escuchar la respiración del silencio, y la prosa de Kerouac se torna profunda y musical. Desde la intimidad de aquella playa de Vilanova era fácil viajar a los bosques de América con un guía tan fabuloso. El opio no hubiese tenido sobre mí un efecto tan narcótico.

Desde Vilanova, me traslado otra vez a Nueva York mucho más rápido que en un avión, a la velocidad del deseo, a esa vertiginosa velocidad llego a la Gran Manzana para reunirme con Jack, o con algunos de sus representantes en la tierra. Suele frecuentar el Corner Bistro un poeta español que a cambio de una copa te explica todo lo que hay que saber sobre la generación Beat y muy especialmente sobre Jack Kerouac.

Nuestro amigo piensa que Jack era un ingenuo con cierta vena lírica pero sin verdadera capacidad para crear una tragedia de nuestro tiempo, una verdadera tragedia. Fitzgerald había dicho: “Dadme un gran personaje y escribiré una gran tragedia”. Kerouac tenía buenos personajes pero, a diferencia de Henry Miller y del mismo Fitzgerald, ya no creía en los grandes relatos, y había empezado a deslizarse hacia la muerte sin darse cuenta. Sus últimos años fueron patéticos. Algunos periodistas televisivos conseguían que pareciese un payaso reaccionario y bobalicón. Era dueño de un estilo jazzístico y resultón, pero su pensamiento desfallecía, no era un verdadero pensamiento. Probablemente no lo necesitaba. Hay novelistas que no piensan, o que cuando piensan comienzan a hacerlo peor. Jack lo hacía peor cuando pensaba, mucho peor, y su buen amigo Corso le dio un consejo: “No pienses, Jack. Te perderás. Yo nunca pienso cuando escribo”.

Así que Jack ya no pensaba nunca, ni cuando escribía ni cuando no escribía, y eso acaba pasándote factura. Con ese proceder, acabas descuidándote, y te dan enseguida la medalla de oro de la estupidez. A Jack se la dieron. Antes que a él, ya se la habían dado a Fitzgerald, otro genio que pasaba por ser un perfecto idiota los últimos años de su vida.

Jack bebía mucho todos los días, con una avidez desbordantemente dionisíaca. La gente ignoraba que en realidad era la reencarnación de Dionisio en una tierra de promisión en la que nunca había faltado el alcohol, ni siquiera en los años más odiosos de la Ley Seca

Los periodistas esperaban a que Jack se embriagase para hablar con él. Kerouac era más divertido cuando se emborrachaba, pero también más estúpido. Una cosa no iba sin la otra. La famosa dialéctica de los opuestos que se juntan. Lo peor de Jack era eso, sus amigos lo comentaban en el Corner Bistro, lo peor de Jack era lo indisolublemente unidas que estaban en él la genialidad y la idiotez. Parte de su encanto emanaba de esa suerte de alquimia no tan rara en América.

Al principio, muy al principio, Kerouac soñó con ser un emisario de la América profunda, luego soñó con ser el emisario de su propia generación, moviéndose por el maravilloso triángulo de Paris, San Francisco y Nueva York. Los reyes del mambo guiados por él. Y en algún momento trágico quiso representar al patriota. Stella, su última esposa, se lo dijo bien claro: “Jack, cuando uno empieza a hablar de la patria está acabado”.

El núcleo duro de la generación Beat no era patriota. Se lo impedía su sentido del honor. Se trataba de ser dignos, nada más, y eso implicaba denunciar la indignidad de América. El patriotismo no formaba parte de la identidad Beat. Ya solo por eso, se ubicaban a miles de años luz de Whitman, aunque venerasen al poeta de las hojas de hierba y de las masas.

Los miembros más solventes y reflexivos de la pandilla Beat (porque, como la generación del 27, eran en realidad una pandilla), sentían que a veces Jack les traicionaba con sus peroratas insoportables, pero lamentaron su muerte mucho más que la prensa estadounidense, que siempre lo había tratado con desprecio y que hizo lo mismo al confirmarse que Kerouac había cambiado definitivamente de residencia.

Supongo que cuando se fue echaron en falta su calor, sus talento, su increíble sentido de la amistad. Había sabido retratar como nadie a su generación, y entre ágiles fraseos y turbulentos fracasos había conseguido darle a sus narraciones un aire levemente épico. Era lo suficientemente astuto como para saber que la novela o recurre periódicamente a la épica, o desaparece como género. En ese y otros aspectos, su aliento fue muy positivo, y yo se lo agradeceré siempre.

Acabo mi geográfica personal de Kerouac en Madrid. Era la época en que asistía el rodaje de Carne trémula de Almodóvar, y pasaba por una calle junto al rectángulo verde del canal de Isabel II. Allí se hallaba un bar llamado Jack Kerouac, en el que me detenía todos los días. Su dueño era un amante de toda la obra de Kerouac, y a deferencia del poeta del Corner Bistro, no le gustaba que hablasen mal de Jack. Conocía muchos momentos de la vida del escritor: su infancia en Lowel, la revelación divina que tuvo a los seis años, cuando oyó a Dios decirle que le esperaban décadas de desdicha, que moriría sumergido en dolores espantosos, pero que se salvaría. Y salvado está, por supuesto. Nadie va a poner en duda que Jack se ha salvado. Por eso puede inspirar a personas muy diferentes.

El dueño del bar acaricia los libros de Kerouac publicados por Anagrama y me dice: “Para mí ha sido siempre una estrella que hace más soportable esta puta negrura. Jack miraba como a mi me gusta mirar, con suave profundidad, como si tocase jazz. Qué quieres que te diga, tenía muy buen oído, conocía la materia que se traía entre manos, y se podía permitir el lujo de la bondad. ¿Te apetece otra copa del bourbon que más le gustaba a Jack?”

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28 de abril de 2024
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El Boomeran(g)
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