Dice Felipe Benítez Reyes en su poema "Catálogo de libros raros, agotados y curiosos: "Todos los libros llevan un estigma de olvido". Para espantar esos olvidos, para espantar ese estigma, convoco en este pregón a los que aman los libros. A los que han sabido hacerlos llegar a ferias cómo esta para que otros, como nosotros, los rescaten de su olvido.
No puedo recordar cómo empezó esta pasión tan duradera, civil y benigna, este voluntario oficio de buscador por casetas, estanterías, mesas, rastros o trastiendas de libreros de viejo, de antiguo o de ocasión. A veces los recuerdos son cómo notas a pie de página, cómo esas leves e impulsivas escrituras en que armados de lápiz y apuntando en los márgenes, dejamos en los libros que hemos leído: el tiempo las va desdibujando o, sencillamente, lo que un día señalamos con pasión, se transforma en algo críptico e incomprensible también para nosotros que creímos dejar esas marcas contra el olvido.
La plácida enfermedad del buscador, y poseedor, de libros suele manifestar sus primeros síntomas en edad temprana. Crece con los años, se va haciendo más compleja, tiene brotes incontrolados, es resistente a tratamientos y, finalmente, queda estigmatizada como una rara e incurable enfermedad. Un apacible malestar con el debemos saber vivir. De la misma manera que hay que saber convivir con nosotros mismos: los acumuladores de libros. Y, lo que no es tan fácil, hay que enseñar a otros las maneras de poder compartir la vida con gente como nosotros y nuestras circunstancias. Con nosotros y nuestras amantes: los nuevos y viejos libros. Con los libros encontrados, desordenados, que habitan en montañas caseras, salen de las estanterías, avanzan por los pasillos, se cuelan en espacios privados y aprenden la convivencia con algún orden o en perfecto estado de desorden. Ese caos ordenado con el que debemos convivir.
Entre mis recuerdos infantiles conservo algunos momentos, algunas mañanas, en las que mi padre me había soltado la mano: estaba buscando entre esos montones de la mesa de ofertas algún libro de ocasión en la Cuesta de Moyano. Era maestro y le gustaba leer. Es decir... estaba condenado a comprar entre los libros de saldo. Que la vida era un saldo lo empezamos a comprender más tarde. Entonces solamente éramos un niño al que han soltado la mano, al que han otorgado unos momentos de libertad, en medio de un mundo rodeado de libros y de tebeos. Ilustradas historias que nos llevaban al misterio, las aventuras y a los imaginarios placeres de creernos libres y con un futuro apasionante.
Yo entonces prefería los quioscos, espacios emocionantes como ancladas naves piratas, de tentaciones sin banderas, dónde, además de conseguir pipas, palomitas o chicles se podían cambiar cuentos que olían a nuevo los días de fiesta; o que tenían el pedigrí de las cosas usadas, y abusadas, los días de diario y calderilla. Cuentos de nuestra infancia, universos poblados de historias bélicas, detectivescas, familiares, legendarias o aventureras.
Después de haber pasado horas felices entre universos contados en viñetas, deseabas seguir leyendo, querías más, querías otras dosis, otras fugas. Había llegado la televisión y, aunque muy divertida y sorprendente, entraba en conflicto con nuestro deseo de continuar las lecturas, fueron las dos grandes tentaciones que convivieron en nuestros años adolescentes. Había otras, pero nos desviarían por paraísos perdidos, nos perderíamos entre añoranzas de inocentes novias de nuestro pasado efímero. Los libros eran más nuestros. Más míos, más independientes y más fáciles de manejar que una televisión que tantas veces se compartían con familia y vecinos. Los libros eran unos cómplices, unos amigos que servían para salir de viaje, de acompañarte al baño, aislarte en el salón o seguir con ellos hasta que, a escondidas, terminabas por llevártelos a la cama. Fieles amigos que comparten sus secretos con los tuyos en aquellas horas de nocturnidades, de luces apagadas y linternas bajo las sábanas.
La televisión era una luz social que comenzaba a colarse en nuestras vidas. Era lo comunal, vecinal, familiar, abierto y, por suerte, con sus horas limitadas. Nosotros, los lectores de Zipi y Zape, de la familia Ulises y de Tintin, los amigos de las aventuras, teníamos que continuar nuestras búsquedas entre líneas para seguir tras tesoros, espejos, islas, naves, estepas, praderas o ciudades en las que alguna vez seríamos felices.
Nuestros libros eran nuestras propias habitaciones con vistas. Ya no teníamos que caminar de la mano de nuestro padre. Incluso ya éramos aquellos descubridores de algunos secretos de nuestros padres que se pretendían ocultar en el apasionante mundo de los libros prohibidos. Entonces ni era raro, ni difícil, estar prohibido. El primer libro que me hizo comprender que mi padre, entre saldos y libros de viejo, entre cuestas, rastros y ferias, lo que de verdad pretendía con aquellos libros era encontrarse con un mundo en que no fueran la prohibición, el control o la desconfianza de tus vecinos, el espacio común de su vida, fue un libro de Darwin. Entre los libros que no estaban a la vista, descubrí una edición de los años treinta de "El origen de las especies". Entonces comprendí que aquellos libros de viejo estaban contándonos que había otros mundos, que existieron otros tiempos, otras libertades, otros pensamientos que nada tenían que ver con el pensamiento único y domesticado de la vida de un joven lector en tiempos franquistas.
Pronto quisimos entender el dulce sabor de la trasgresión. Borges nos confirmó que desde la juventud había que saber viajar y estar preparados para peregrinar en busca de un libro. La lectura de algunos libros ha sido experiencia tan intensa, tan importante como otras grandes emociones de nuestras vidas. Seguir el viaje. Seguir buscando los libros, el libro. Nunca sabremos bien cuál es, ni cuando llegará. Seguir navegando. Navegar es preciso. De aquél libro de Darwin nos fuimos a los libros eróticos; de los poetas del veintisiete a los narradores del exilio; de las ediciones argentinas a las mexicanas y de los rusos a los parisinos del Ruedo Ibérico. Un viaje detrás del rescate de los libros del pasado que por arte de birlibirloque iban conviviendo en nuestras estanterías. Llegaban de los puestos del Rastro, de librerías de la Cuesta o de trastiendas que nos hacían reconocer y encontrarnos con los nuestros. Con esa "masonería" de los buscadores de libros.
Desde hace ya unas décadas, con llegada de primavera estas librerías viajeras que cada año recalan en un paseo que parece diseñado para el diálogo del ejército civil de los rastreadores de libros, hacen que nuestros habitantes de la galaxia Gutenberg sigan creciendo en contra de todos los pronósticos del fin de esa Era.
Siempre seremos uno de esos que van componiendo una biblioteca que comenzó llenando huecos emocionales, siguió atendiendo a nuestros desiertos políticos, supo burlar los hurtos de la censura y toda una tropa de escritores borrados, escondidos, tapados, expulsados, o ignorados.
Y quisimos más. Una vez encontrado el placer del texto, había que gozar con el placer del contexto. Un día nos encontramos pasando de las ediciones utilitarias a ser cazadores de regular fortuna, y escaso poder económico, a la busca de hermosas, raras o singulares piezas. Alguna hemos podido conseguir, lo que no impide pertenecer a una tribu que cuenta la forma de una ciudad por la forma de sus librerías. A una pandilla que pasa de conformarse con cualquier edición a la captura de la primera edición.
Del libro anónimo al libro con señales, dedicatorias y vidas anteriores. Somos guardadores de algo con un valor ni muy exacto, ni muy tangible. Abiertos a ser herederos de placeres ya fueron experimentados por otros. No seremos muchos, pero somos legión. Somos de la estirpe que comparte sensaciones, hallazgos y alegrías que no cotizan en ninguna bolsa. Que no nos hace ni ricos, al contrario; quizá ni listos, pero si nos permite el orgullo de pertenecer un clan de benéfica y pacífica gente que no quiere perderse placeres que otros supieron contar. Somos restos de una especie que resistirá a la extinción. Saboreadores de placeres de una galaxia que no quiere terminar. Penúltimos amantes del universo de Gütenberg que hemos sabido aguantar bajo las catastrofistas bombas informativas como el pueblo de Madrid supo resistir bajo bombas reales en tiempos de guerras. Perderemos pero no nos derrotarán. Las luces, la razón, hasta el erotismo en sus muchas posturas, están de nuestro lado. Saber vencer contra lo prohibido para poder llegar al placer de rescatar vida de lo perdido. No se nos anulará con un golpe digital. Somos desorganizados, pero resistentes.
Nunca fuimos "trapiellos", ni "bonets" madrugadores de ésta república; ni somos "chusvisores"o "garcias monteros" empeñados amigos, tan bibliófilos, tan bibliómanos con los sudores de sus frentes. Ni mucho menos somos unos "sabinas": filobiblón cargado de cultos y letraheridos euros, por la gracia de sus cantes y sus versos. Somos, soy, de los que siempre llegan cuando ya han pasado nuestros amigos más madrugadores o más pudientes, esos nuestros semejantes, nuestros hermanos más sabios de la cofradía de los libros de viejo. Y, además, cuando llegamos a Nueva York, Abelardo ya había estado allí. Nosotros hemos sido, seguimos siendo, simplemente, constantes en nuestra inconstancia.
No me niego a encontrar los libros por Internet, esa enorme y útil librería y biblioteca universal, pero no es placer comparable con el de una tarde en una librería de viejo. La emoción de tropezarnos con algo que no buscamos. Con un libro del que no conocíamos siquiera su existencia. Ese inesperado placer no se encuentra en ningún servidor de la red. El azar está del lado de los libreros de viejo y de sus buscadores. Acabo de leer un hermoso libro de publicación reciente- uno puede tener dos amores a la vez- escrito por un buscador de libros, un escritor francés llamado Jacques Bonnet, se titula "Bibliotecas llenas de fantasmas", habla de nosotros mismos, de nuestros males y nuestras alegrías. Dentro de poco, como todo libro interesante, lo podremos encontrar entre vuestros libros de saldo. Comienza con esa confesión de Juliano- el querido apóstata- : "Unos aman los caballos, otros los pájaros y otros las fieras; yo, desde niño, estoy poseído por un terrible deseo de poseer libros". Hace un recorrido por pequeñas historias que nos recuerdan a nosotros mismos. Y termina reflexionando de ésta manera: "Los libros de mi biblioteca son como casas antiguas, llenas de presencias de hombres y mujeres que vivieron en ellas en el pasado, con su lote de alegrías y aflicciones, de amores y odios, de sorpresas y decepciones, de esperanzas y renuncias. Pensándolo bien, sólo he vivido en casas viejas..." Yo estaba pensando en mis amigos letraheridos, ellos también viven en casas viejas, en casas que como sus libros, como los míos, también conocieron otras vidas. ¿Seremos raros, excéntricos, antiguos y extinguibles? ¿Terminaremos siendo como nuestros libros?
¿Nos pasará aquello que le ocurrió a José Emilio Pacheco con un libro: " Lo compré hace más de quince años. Pospuse la lectura para un momento que no llegó jamás. Moriré sin haberlo leído. Y en sus páginas estaban el secreto y la clave" Ojalá el libro que encontremos, hoy mejor que mañana, el libro que nos está destinado.
Somos, unos más que otros, discretamente pobres y conocedores de nuestras limitaciones. Estamos preparados para no conseguir ser los primeros en atrapar las gangas que algunos, notables y ya citados inspectores de nuestras alcantarillas de libros antiguos, viejos, raros o descatalogados, son capaces de encontrar incluso antes de que la Feria esté inaugurada. Nosotros, los modestos rastreadores, seguiremos buscando por ferias y casetas, por cuestas y parques, por lejanas provincias o por Madrid que es nuestro pueblo. Seguiremos buscando porque nosotros no solo buscamos un libro. Es el libro el que nos encuentra. Y para eso hay que seguir viajando por ferias cómo esta.
Este año volveremos a encontrarnos con conocidos, con amigos desde ya hace ya unas décadas- ¡de casi todo hace ya más de treinta años!-, volveremos a pelearnos amablemente por conseguir un espacio de privilegio en los estantes interiores, por hacernos un hueco en el mostrador rodeados de mirones como nosotros, por intentar llegar antes de los conocidos sabuesos, esos que olfatean el libro desde que doblan por Cibeles. Como tantas primaveras volveremos a los mismos ritos, a las contadas alegrías de los encuentros casuales y al placer de regresar a casa para desenterrar nuestros tesoros que ya han tenido otras vidas, otros dueños, otras islas. Este año volveremos a ser felices en este paseo con libros y libreros...pero también éste año será el primero en mucho tiempo en que no podremos disfrutar de la educada tranquilidad, de la memoria lúcida y de la vida llena de libros, de paisajes y paisanajes, de un hombre que conoció mejor que nadie el dulce vivir entre libros. Por supuesto estoy hablando de Pepe Berchi. Ya no estará en esta feria como cada primavera desde hace 34 años. Ya no está pero él sabe, como lo supo Charles Nodier, que "después del placer de poseer libros, poca cosa hay más dulce que hablar de ellos". Pues eso, con los libreros y los libros antiguos y de ocasión hasta la muerte. Pero ni un paso más.