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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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Vueltas al tiempo

 

Nacido en 1915 y muerto en 2005, Arthur Miller no sólo fue un testigo de excepción a lo largo de casi todo el siglo XX sino también un señalado protagonista, pues antes de cumplir los treinta años se sabía que Tennesse Williams y él iban a ser los dos más grandes dramaturgos de su generación. Tras cumplir las expectativas suscitadas por sus principales  trabajos teatrales y llegar a la cumbre de sus carreras, en la década de 1970  ambos sufrieron un progresivo oscurecimiento que para Williams acabó en 1983, incapaz de trasegar más alcohol, mientras que Miller, si bien no volvió a escribir nada equiparable a su obra anterior, se mantuvo en primera de combate y llegó a ser considerado la "conciencia moral de América", ya fuera por su activa oposición a la a la guerra de Vietnam o sus campañas a favor de la libertad de expresión. Por no hablar (el muy maldito) de su matrimonio con Marilyn Monroe.

Hoy, cinco años después de su muerte y veintidós años después de la aparición de sus memorias en castellano, la redición de éstas en la colección Fábula de Tusquets Editores es una ocasión como otra de revisar lo que queda en pie de un  hercúleo proyecto que si en su primera aparición  necesitó de casi 900 páginas para repasar los cincuenta primeros años del dramaturgo, previsiblemente hubiesen sido precisas otras tantas páginas para dar cuenta de los cincuenta años que aún le restaban de vida.

Y para no mantener la incógnita ni un segundo más, digo que una gran parte se mantiene en pie y que conserva un envidiable  vigor, pero digo también que si el propio Miller - ya que no se decidió a contar la segunda parte de su vida - se hubiese dedicado a recortar lo que le sobra a esta primera entrega, Vueltas al tiempo  sería un libro de lectura obligada para quien desee conocer - o dar un repaso - al siglo XX.

Mientras se avanza con las lógicas dificultades por las casi seiscientas páginas de apretadísimo texto queda tiempo de sobras para preguntarse cuál es la causa de que junto a páginas memorables (y  a este respecto recomiendo vivamente la lectura de la génesis y desarrollo de su obra Un hombree con suerte, pero sobre todo la incorporación al argumento de la historia de la prima Jean, la hija de la tía Esther, pues Miller se las apaña para contar una estremecedora historia de amor y de muerte en apenas una página, y más concretamente la 92 de la presente edición de bolsillo)  en cambio hay largos tramos en los que, sin ser posible achacarlo a que la prosa sea mala y descuidada, o a que lo narrado resulte irrelevante, sin embargo la narración  decae y podría eliminarse sin que el resultado final se resintiese. Más bien al revés.

Una de las razones de los altibajos ser debe al peculiar planteamiento de toda la obra y que, para empezar, aun siendo unas memorias no están divididas en los clásicos tramos de infancia, niñez, adolescencia, juventud y madurez. Un recuerdo, una imagen o el encuentro casual con alguien conocido tiempo atrás son excusa  suficiente para desarrollar unos recuerdos que a veces avanzan en zig zag, saltando de un tema a otro o de año en año hasta acabar casi en el presente. Esa falta de orden, unido al deseo evidente de mantenerse a distancia de lo contado (en alguna entrevista le he visto sostener que para hacer confidencias es mejor crear personajes de ficción en lugar de usar la primera persona) le obliga a plantearse la narración un poco a la manera de las piezas teatrales, en las cuales el autor y claramente "fuera" de la obra ofrece una serie de detalles previos acerca de los personajes y sus circunstancias que permiten al espectador/lector ponerse en situación y poder apreciar desde el primer momento la intensidad  dramática de la escena que se va a representar. La diferencia está en que, así cómo para el teatro esas acotaciones se despachan con un simple paréntesis,  en un libro de memorias la presentación del gag se alarga innecesariamente. Y la suma de acotaciones acaba pidiendo a gritos una tijera que pode lo superfluo y deje lo esencial. Que, como digo, puede alcanzar una intensidad prodigiosa, y no me estoy refiriendo sólo a los pasajes en que cuenta su historia con Marilyn Monroe. Que vaya otra.

 

Vueltas al tiempo

Arthur Miller

Tusquets Editores  

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12 de diciembre de 2010
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Salvajes y sentimentales

 

 En  el pasado Campeonato Mundial de Fútbol, el equipo nacional español supo solventar con inesperada  eficacia y brillantez casi todos los obstáculos que le fueron saliendo al paso camino del máximo galardón al que puede aspirar un equipo nacional. Y mientras tal milagro se perfilaba en el horizonte con creciente verosimilitud, dos colectivos, ambos multitudinarios, empezaron a prestar cada vez más atención a lo que ocurría en las pantallas de los televisores permanentemente  conectados con Sudáfrica.

Uno de tales colectivos estaba integrado por los escépticos irredentos, esto es, los centenares de miles de masculinos de cierta edad y que  al cabo de toda una vida de vergüenza y frustración se habían borrado para siempre del fútbol nacional jurando que nunca jamás en la vida volverían a perder un solo minuto viendo cómo, cada cuatro años,  un puñado de millonarios mimados se dejaban ganar por equipos teóricamente inferiores pero que al menos le ponían ganas y vergüenza.

El segundo colectivo, mucho más nutrido que el anterior, lo componían  la práctica totalidad de las esposas, madres, hijas o hermanas obligadas a convivir con los desaforados hinchas de unos  equipos cuyas victorias  sumían a los masculinos de la casa en un estado de histeria y euforia tan insoportable como la negra desesperación en que caían tras una derrota.  Cuando España demostró ser capaz de ganar (y encima jugando bien) a equipos como Alemania, los integrantes de ambos colectivos no sólo se replantearon sus respectivas posiciones sino que, en muchos y muy notorios casos, se sumaron a la hinchada nacional con el fervor enfebrecido y fanático del converso.

Es de suponer que los miembros de ambos colectivos habrán leído al Javier Marías novelista y al Javier Marías colaborador de prensa salvo, lógicamente, cuando advirtieran sobre qué iba ese día la columna,  momento en que, ¿ahora pretendes venderme el  fútbol a mi?, pasaron página sin más. Si tal suposición es cierta, ahora tienen ocasión de enmendar tan lamentable laguna en su capítulo de lecturas, pues Alfaguara acaba de reeditar una serie de crónicas escritas entre 1992 y 2000, a las cuales ha añadido una treintena más,  fechadas entre los  años 2000 y 2010. Su primera sorpresa será descubrir que  un escritor culto, elegante y ecuánime cuando habla de los hombres y sus cosas, se transforma en un salvaje, irracional e intransigente  frente a todo lo que  no sea el bien de su equipo (el Real Madrid, como el lector tendrá sobradas ocasiones de comprobar). Lo peculiar es que ese salvajismo puede volverse contra el Real Madrid si, en opinión del cronista, la directiva, el cuerpo técnico o los jugadores no están a la altura de las circunstancias y permiten, Dios los confunda, que los rivales nos pasen por encima.

Otras curiosas constataciones, estas de carácter general, las propicia justamente el dilatado periodo de tiempo (más de veinte años) transcurrido entre las primeras y las últimas crónicas. Hablo por ejemplo de la fidelidad al equipo elegido, que en ese caso va más allá de los veinte años abarcados por las crónicas pues se remonta a la niñez.  Periodos de brillantez y victorias o temporadas desastrosas marcadas por vergonzantes derrotas frente a los peores enemigos; jugadores fichados a golpe de talonario y que da vergüenza incluso nombrarlos (y no te digo nada si se trata de ser testigo de actos o gestos particularmente desgraciados);  la mala suerte; la maldición de los árbitros. Nada de todo ello hace que un hincha acérrimo (per ejemplo Javier Marías)  se plantee la posibilidad de ir al campo del rival ciudadano (y hablo sin ir más lejos de aquel Atlético de Madrid de Pantic) para ver jugar al fútbol como dios manda. Jamás.

Luego, según pasan las páginas y los años, otra curiosidad: los equipos de fútbol, como los seres vivos,  cambian y evolucionan sin dejar de ser ellos mismos,  para bien y para mal. A no ser que se produzca otro fenómeno tan  inesperado como puede ser  el de la identificación y el trasvase de valores eternos entre dos rivales irreconciliables. Y ahí está el caso del Real Madrid y el Barcelona.  Gracias a la ventaja de contar con la perspectiva que proporciona el tiempo, el lector asiste al día a día (o al temporada por temporada) del Madrid y el Barcelona y en muchas ocasiones comprueba que son indistinguibles y que (dios me perdone) lo que se está diciendo hoy del Madrid se ajusta como un guante al Barcelona de ayer o de mañana, igual que si el Barcelona se mete en un laberinto sus estertores no difieren en exceso de los estertores madridistas cuando les toca a ellos atravesar el desierto. O sea que entre unas cosas y otras la lectura de estas crónicas resulta muy entretenida porque, faltaría más, van mucho más allá de un mero rendir cuentas tras una victoria  o una derrota. Aunque sea por el fatídico 5-0.

 

Salvajes y Sentimentales

Javier Marías

Alfaguara    

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6 de diciembre de 2010
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El burka como excusa

  

El burka como excusa es un libro de combate. Y la autora, Wassyla Tamzali, una prestigiosa feminista argelina, lo deja en claro desde el primer momento al calificar a esa prenda de "sudario",  "cárcel de tela". "instrumento de opresión" y "objeto de envilecimiento para hombres y mujeres". Dicho lo cual emprende una implacable labor de demolición, para empezar contra el uso de la denominación de burka, una palabra de origen pastún que ha sido adoptada en todo Europa porque resulta más fácil de pronunciar que otras acepciones quizás más extendidas, como niqab, khimâr o lithâm.  Wassyla Tamzali también declara no sentirse interesada por el origen de esa prenda y que le da lo mismo si fue una desgraciada ocurrencia de Ciro el Grande o de un rey de principios del siglo XX llamado Habibullah el Celoso, y que la adoptó para velar a las doscientas esposas de su harén. Lo que a ella de verdad le interesa es poner las cosas en claro y terminar en lo posible con algunos de los equívocos y mixtificaciones más dañinos y generalizados a lo largo de los debates sobre el burka: "Lo que está en juego aquí no son trozos de trapos, de colores, de formas y longitudes diversas sino visiones del mundo y proyectos de vida diametralmente opuestos".

Y de ahí su violenta reacción contra posturas nada comprometidas, y que encima parecen dictadas por un falso progresismo,  como las de quienes opinan que, al fin y al cabo, se trata de costumbres importadas por gentes "que no son como nosotros, y que si quieren esconder a sus mujeres ello no afecta a la paz social". Esas posturas, unidas a las irrenunciables pugnas hegemónicas entre los principales partidos políticos europeos han provocado situaciones injustas y peligrosas de cara al futuro. Si el tema de la emigración ha sido adoptado por la derecha y la extrema derecha como uno de sus caballos de batalla, la izquierda, automáticamente, se ha creído obligada a oponerse a cualquier medida propuesta por sus contrincantes, lo cual conduce  a situaciones harto paradójicas, pues actualmente, y ello es particularmente cierto en España, propugnar la prohibición de todo tipo de velo es reaccionario e intolerante, y por tanto de derechas. Al mismo tiempo, la demonización del burka suscita consecuencias curiosas, como es por ejemplo la dignificación indirecta del velo, pues en comparación con el "sudario" del burka cualquier otra prenda resulta progresista.

El problema de fondo es que los islamistas más radicales - y no deja de ser preocupante que Tarragona se haya convertido en una especie de cabeza de puente del salafismo más retrógado y beligerante - están utilizando los supuestos símbolos identitarios como armas de combate para imponer su ideología. En los países árabes, los regímenes más o menos militarizados surgidos del poscolonialismo están pactando con los movimientos islamistas radicales con tal de conservar el poder. Y, desde hace algún tiempo, lo mismo está ocurriendo en Europa, y el rechazo o la suavización de las leyes que pretendían prohibir el uso del burka en Bélgica, Francia, Gran Bretaña, Dinamarca o España son una prueba de esa  contemporización que, según  Wassyla Tamzali, no hace sino reforzar a los radicales islámicos a cambio de nada.

De todas formas, y unque sólo fuera por una cuestión de simetría, junto con los debates sobre "la cárcel del burka", deberían entablarse en Europa  debates similares sobre la "cárcel del desnudo" a la que se ven condenadas las mujeres  "del mundo libre". Y así como no hay una sola película española sin su correspondiente escena de cama (qué pretenderán enseñar a estas alturas) basta acercarse a un  quiosco de prensa  para comprobar  que incluso los editores de libretas de crucigramas consideran que para vender es imprescindible poner en la portada mujeres jóvenes y ligeras de ropa.

 El burka como excusa

Wassyla Tamzali

Saga Editorial

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29 de noviembre de 2010
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La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre

 

En su vigésima aparición pública, Editorial Redonda ofrece a sus fieles La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre, de Robert Southey. Este Southey fue el más maldito de los llamados poetas lakistas, y su máxima desgracia fue tener que competir por los favores del público con dos pesos pesados como William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, quienes, obviamente, lo aplastaron con su fama y, por qué no decirlo, su gigantesca talla literaria.

Para escribir este libro que Redonda ofrece ahora en traducción de Soledad Martínez de Pinillos , Southey se basó en Noticias historiales de  las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales, de un franciscano llamado fray Pedro Simón, quien a su vez se basó en un manuscrito guardado en los anaqueles de la orden y que fue obra de otro franciscano llamado Pedro de Aguado, quien lo había escrito  basándose en los testimonios de testigos y protagonistas de los hechos narrados, así como en otras crónicas contemporáneas.

Es decir: alguien (en este caso la imposible pareja Ursúa-Aguirre) protagoniza en 1560 unos hechos tan notables que, años después de ocurridos, un historiador los recoge con la máxima precisión posible, aunque su esfuerzo sólo se verá recompensado cuando, en 1627, otro franciscano edite su propia historia basándose casi por completo en la de su predecesor. Más de doscientos años más tarde, otro cronista por afición, esta vez de nacionalidad inglesa, retomará la historia de Aguirre vista por aquellos dos franciscanos que hablaban de oídas y dará su propia versión, que es la que nos llega ahora traducida al castellano.

En cuyo caso parece legítimo preguntarse: después de tantas manipulaciones por parte de los historiadores primitivos o modernos, y después de varios pasos de una lengua a otra para terminar regresando a la original, los hechos y los hombres que los protagonizaron, ¿tienen algo que ver con la verdad?

Por descontado que sí. Y el relato (porque es más un relato que un libro de historia) continúa siendo fascinante incluso para quienes hayan leído algunas de las crónicas originales y las versiones que hicieron entre otros, Ramón J. Sender (en novela) y Torrente Ballester (para teatro). Y también continúa siendo fascinante para quien todo el rato tenga que estar luchando contra la imagen contrahecha y sobreactuada de Klaus Kinski  en la película de Werner Herzog.

De entrada, la época resulta fascinante porque cuando Ursúa recibió el encargo de descubrir y conquistar un lugar totalmente imaginario llamado  El Dorado la conquista de América estaba terminando y el soldado heroico que conquistaba tierras en nombre del rey y almas para la mayor gloria de Dios ya pertenecía al pasado. Los guerreros que no habían querido o sabido reciclarse en colonos (por ejemplo Aguirre, que todavía soñaba con amasar una fortuna a punta de espada) se habían convertido en peligrosas hordas de semiforajidos dispuestos a engancharse en cualquier aventura por disparatada que fuera con tal de que les permitiera hacer lo único que sabían hacer, o sea, manejar armas. Ya nadie creía estar cumpliendo una misión histórica y trascendente, y los mundos que restaban por conquistar estaban más allá de la línea que señalaba el imperio de la ley y el orden. Y en ese territorio sumido en la tiniebla, ocurrían cosas muy misteriosas con los valores generalmente aceptados. Lope de Aguirre, justamente llamado "El loco" y con no menos justicia conocido asimismo como "Traidor", era un homicida que mataba o hacía matar por ansia de poder, porque le asedian los demonios o, sencillamente, por el placer de hacerlo. Pero de pronto, cuando  traspasó la línea de no retorno al asesinar a Pedro de Ursúa y proclamar públicamente su desafección al rey,  descubrió el poder de cohesión y la fuente de fidelidad que entraña toda muerte injustificable - y cuanto más sanguinaria y cruel e injustificable sea una muerte más cohesión y fidelidad genera - ya no pudo dejar de matar y ordenar matar porque la transgresión era  el único vínculo de unión entre sus hombres y él.  Curiosamente, en ese disloque de valores que se producjo en el caos de traiciones y ambiciones desmesuradas que era América, incluso un homicida y saqueador confeso, como era Lope de Aguirre, podía escribir al rey y, en nombre de su propia escala de valores, reprochar al monarca que no reaccionase frente a la flagrante corrupción del clero y echarle en cara el desgobierno de las provincias que otros habían ganado para él arriesgando sus vidas. Dicho lo cual, y de no ser porque su suerte ya estaba echada, Aguirre hubiera proseguido su sanguinario deambular. Y quede claro que estuvo en un tris de salirse con la suya y regresar victorioso a Perú.

 

La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre

Robert Southey

Editorial Reino de Redonda

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21 de noviembre de 2010
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El mar de iguanas

El escritor mejicano Salvador Elizondo continúa siendo casi un desconocido en España porque a pesar de haber visto publicadas cuatro o cinco de sus obras, siempre fueron editoriales relativamente minoritarias las que asumieron el reto de dar a conocer a un hombre que, en muchos aspectos, jugó al despiste y el disimulo. Por poner un ejemplo, el boom de la novela latinoamericana  pasó a su lado y no le alcanzó ni de refilón, probablemente porque él lo quiso así.   En vida tuvo mucho más prestigio que lectores y pese a haber desarrollado a lo largo de los años una labor literaria a  veces desaforada, bastaría otro tomo similar al de Atalanta para recoger todo lo que publicó en vida. Permanecen inéditos 37 cuadernos de unos Diarios escritos a mano y que suman no sé cuantísimas páginas porque los fue escribiendo día a día a lo largo de su vida y hasta pocos días antes de morir-

                En concreto, lo recogido en El mar de iguanas (título inventado a partir de la promesa no cumplida de un libro que debía llamarse así) es lo siguiente: Autobiografía precoz, publicada en 1966, cuando contaba 33 años de edad, y que si no fuera porque suena a juego de palabras, podría perfectamente haberse llamado Autobiografía atroz debido a que está escrita con una lucidez implacable (esa lucidez que lleva a no pasar una, empezando por uno mismo). Y quien sienta curiosidad por saber a qué me refiero recomiendo leer en la página 73 el párrafo central, en el que, en apenas diez líneas, da cuenta de cómo incendió su casa para hacer una especie de borrón y cuenta nueva vital, pero también para reducir a cenizas lo que dejó su esposa al marchar. Y no es menos implacable el arranque del párrafo siguiente, en el que da cuenta de su paso por el manicomio, asunto que también se despacha en cinco o seis líneas. Viene a continuación Ein Heldenleben, un relato sobre las repercusiones en un colegio alemán mejicano de la guerra de Alemania. En conjunto es el más flojo, probablemente porque la historia del Ruso Kirof está contada de forma tradicional y previsible. En cambio, el relato siguiente, Elsinore, significó el afianzamiento definitivo de Salvador Elizondo y resulta muy expresiva la carta de Octavio Paz dándole las gracias por haber escrito ese prodigio. Es cierto que ampos eran compinches en sus aventuras editoriales ( aunque la fama y el mérito se le atribuya generalmente a Paz, Elizondo fue fundamental en el nacimiento y desarrollo de Plural y Vuelta, aquellas revistas que tanta influencia tuvieron en su tiempo). Pero esa camaradería no resta sinceridad a la carta de Octavio Paz, oportunamente recogida en este volumen.

El libro se cierra con una sección llamada Noctuarios, palabra utilizada por Elizondo para diferenciarlos de esos Diarios que él escribía de día, mientras que los textos aquí recogidos destilan un inequívoco sabor nocturno, casi de duermevela a la madrugada, cuando todas las resistencias han sido vencidas durante la lucha por el sueño y la imaginación, como la mano, pueden correr libremente por el cuaderno sin miedo a los fantasmas y las obsesiones que tan diferentes se perciben a la luz del día.

A diferencia de lo que les ocurre a muchas de las llamadas escrituras experimentales, la de Elizondo mantiene una vigencia admirable, quizá porque su formación estuvo más orientada a la lírica que a la narrativa, y su profundo interés por la técnica del montaje en las películas de Einsestein, o su fascinación por la escritura china lo ponen de manifiesto: en uno y otro caso se trata de combinar signos para que su proximidad (como ocurre con la metáfora) cree un ámbito de significación diferente a lo que cada uno de ellos dice por separado, o diferente a lo que dirían dispuestos según un orden más racional (narración). Más que evocar unas vivencias para contextualizarlas en un tiempo evocado (como suele ocurrir en los relatos sobre la infancia), Salvador Elizondo va encabalgando imágenes que, antes o después, estallan en la cabeza del lector. Y pongo un  ejemplo muy evidente: en  Autobiografría precoz  evoca la imagen de su nana, una joven y saludable criatura nazi,  hija del amor de sus jefes  por la naturaleza y los cuerpos, y describe minuciosamente ese cuerpo joven desnudo entre los girasoles y que se ofrece en toda su plenitud a los ojos del niño de seis que años que la contempla, obviamente, arrobado. Pero unas pocas líneas después, y en pleno fervor por su nana y las muchas y maravillosas cosas que ella le enseñaba, cuenta cómo, al ver pasar bajo su ventana a unos desventurados niños judíos, ambos se lo pasaban en grande llamándoles "Perros judíos". Conociendo lo que iba a ocurrir sólo unos pocos años después, a la idílica imagen de la nana, y al grato recuerdo que dejaron en Elizondo los alegres años transcurridos con ella en Alemania, se impone inevitablemente la imagen del Holocausto y todo el texto, o incluso todo lo que uno lee a partir de ese momento, se reordena de una forma muy diferente a lo que parecía al empezar a leer. Pero ya digo que Elizondo escribía desde una lucidez atroz, y que no les pasaba una, ni al mundo ni a sí mismo.     

El mar de iguanas

Salvador Elizondo

Atalanta

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16 de noviembre de 2010
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Siete maneras de matar a un gato

 

Inevitablemente, llega la enésima salvajada. La novela se abre con la minuciosa descripción de cómo se desnuca un gato que luego es decapitado, desventrado y despellejado a fin de dejarlo listo para ser devorado. "Hace una semana que no como carne", dice el narrador a modo de explicación ante su falta de condena por lo que le está ocurriendo al gato. "Estoy harto [...] de la polenta hervida, del arroz con gorgojos que conseguimos gratis del mayorista de Zavaleta y de las ciruelas que le robamos al portugués Oliveira".

                En vista de semejante apertura, y teniendo en mente el título de la novela, el lector se prepara para lo peor, es decir, las restantes  ejecuciones que vendrán. Y vienen, salvo que las victimas no son gatos sino seres humanos, muchos de ellos adolescentes, como el narrador, el Gringo, o su compinche, el Chueco. Hasta que, ya decididamente alarmado por los acontecimientos, el lector decide averiguar qué relación tiene con la realidad eso que le está contando el Matías Néspolo que se esconde detrás del narrador.

                Y resulta que Zavaleta, la barriada del sur de Buenos Aires donde está situada la narración, no sólo existe sino que ostenta el desgraciado estigma de ser uno de los lugares más peligrosos de la capital argentina. Basta dar un pequeño repaso a la crónica de sucesos del barrio para recolectar un repertorio de muertes violentas y salvajadas varias que el lector avezado, o sea, aquél que haya pasado de las cien primeras páginas, le sonarán extrañamente familiares: niños drogados, adolescentes que roban y matan a cambio de prácticamente nada, adultos que viven del tráfico y la prostitución, policías corruptos y, muy de cuando en cuando, un destello de humanidad, un gesto reconocible como perteneciente a un universo racional, una reflexión que podría surgir de una conciencia moral. Pero ya digo que son como destellos fugaces  que surgen muy de cuando en cuando de la negrura de un acontecer en el que lo primordial es llegar vivo a la noche, y una vez alcanzada tan efímera meta, arreglárselas para emerger de ésta vivo y con los arrestos necesarios para afrontar una nueva jornada en la que no se vislumbra la menor esperanza,

                Aun a riesgo de desorientar aún más al lector acerca de lo que va a encontrar según vaya pasando páginas y saltando de un capítulo a otro, he considerado indispensable hacer esta advertencia preliminar porque al mismo tiempo también creo indispensable decir que se trata de una muy notable novela y que en Matías Néspolo apuntan los rasgos que distinguen inequívocamente a un futuro  gran narrador. Asimismo considero indispensable hablar muy elogiosamente del ritmo, la tensión y el interés que suscitan las peripecias del Gringo, el Chueco, el Jetita o el Gordo Farias y su muy atractiva hija Yanina, por no hablar del resto de personajes muy bien perfilados que entonan este cántico coral surgido de la miseria y la desesperanza asumidas y, por ende, irredentas. Desde el primer encuentro con ellos los sabemos condenados a sufrir encontronazos brutales dentro de ese espacio que, como lo describiría Beckett, es lo bastante grande como para permitir dar vueltas y moverse por su interior, pero no lo suficientemente amplio como para  no saber que tiene límites y que éstos son infranqueables. Y tampoco se precisa una gran perspicacia para caer en la cuenta de que esa descripción valdría asimismo para cualquier  infierno. Lo cual hace más meritorio, y resalta aún más el  notable manejo de unos recursos narrativos indispensables para mantener durante más de doscientas páginas la ficción de que no se trata simplemente de una historia de perdedores que pierden (faltaría más), o de una situación en la que, si no hay escapatoria, si la partida está jugada de antemano, entonces se trata únicamente de asistir a una agonía. Y no. Teniendo en cuenta las muy considerables distancias que los separan en el tiempo, el espacio y, sobre todo, en sensibilidad, leyendo Siete maneras de matar un  gato es imposible no reconocer destellos del Baroja de La lucha por la vida, por la misma razón que leyendo La Busca, Mala hierba o Aurora roja es imposible no reconocer destellos de los Dickens, Balzacs y Dostoievskis que precedieron al ilustre panadero. Pero ya digo que es preciso dar un considerable salto atrás porque, así de sopetón, Matías Néspolo es un habitante tan inconfundible del Buenos Aires barriobajero y canalla que incluso se ha considerado necesario incluir al final un pequeño glosario porque la mitad de las veces resulta difícil entender de qué hablan él o sus personajes.

Siete maneras de matar a un gato

Matías Néspolo

los libros del lince

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8 de noviembre de 2010
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No sufrir compañía

 

Aviso para neófitos: el silencio, tal y como lo entienden quienes lo practican de una u otra forma, no tiene nada de pasivo. Es decir, no tiene relación alguna con la imagen de una persona desmadejada sobre el asiento, con la cabeza caída sobre el pecho, las manos sobre las rodillas y la mirada perdida a dos o tres palmos de la puntera de sus zapatos. Lejos de ello, el silencio es un principio activo incluso para quien lo busca en la vida contemplativa, y de inmediato vienen  a la mente los ejemplos de Hildegard de Bingen, la mística medieval alemana que en las descripciones de su agitada vida interior pasa por ser la primera en haber descrito un orgasmo femenino. Aunque, a los lectores castellanos nos resultan mucho más próximas las no menos agitadas experiencias espirituales de Teresa de Jesús, de una intensidad y viveza que todavía hoy impresionan.

                Que el silencio tiene más resonancia de lo que puede sospecharse los prueban dos libros que actualmente se encuentran en las librerías y que, curiosamente, ofrecen dos aproximaciones al silencio casi contrapuestas,  Uno, Viaje al silencio, es de Sara Maitland, una feminista militante y de izquierdas que un día se vio despojada de su cotidianidad (divorcio sin trauma, hijos que se han hecho adultos, insatisfacción con su trabajo) y decidió dar un giro decisivo a sus objetivos y conceder primacía absoluta a su creatividad literaria. En este sentido su Viaje al silencio es una mezcla de viajes, ensayo y memorias, a lo largo del cual el silencio empieza siendo un bien a conquistar y para ello emprende una serie de investigaciones y viajes iniciáticos ( al desierto, a los diarios de los exploradores antárticos, a las experiencias de los anacoretas e incluso a la isla de Robinsón Crusoe). Pero poco a poco Sara Maitland va cayendo en la cuenta del gran impulso que puede suponer para su creatividad literaria el sumergirse en un silencio radical. Tan radical, de hecho, que acaba arreglando una casa de pastores perdida en algún remoto lugar de Escocia: kilómetros y kilómetros en derredor de la más absoluta nada, como lo describe ella misma. La experiencia en sí resulta fascinante. En cambio, el carácter práctico que subyace en esa experiencia  le resta algo de valor porque es imposible evitar la sensación de estar asistiendo a una inversión que puede, o no, resultar rentable. Y sería muy injutso decir que se trata de un libro de autoayuda, pero a veces bordea peligrosamente el género.

No sufrir compañía, de Ramón Andrés, es por completo diferente y el subtítulo lo deja bien claro:  Escritos místicos sobre el silencio. En la (sabia) introducción se ofrece un amplio resumen del origen de la tradición del silencio en Oriente y Occidente y que, curiosamente, no difieren tanto como puede parecer a primera vista, o si se piensa en cómo han llevado a la practica unos y otros unos presupuestos que, insisto, son muy parecidos. En ambos casos se entiende el silencio no como una supresión del ruido  sino como una forma de conocimiento, en principio interior pero que acabará siendo una vía para entender el mundo también. Y para ello la conditio sine qua non es la "supresión del pensamiento",  o por decirlo en palabras de los propios místicos, el abandono de la razón. Un abandono que empieza por despojarse de todo: "Cuanto más silencio", dice San Juan, "más se oye". Y de ahí la pelea a brazo partido, la lucha incesante por alcanzar ese estadio que los místicos describen con metáforas felicísimas: "el habla interior", la "música callada"o la impagable "soledad sonora" de Juan de la Cruz. Una vez alcanzado el fin que cabe imaginar en los enunciados anteriores, ya nada importan los medios utilizados para llegar a ellos, o en palabras del místico, que una vez llegados a puerto cesa la navegación. O también, que una vez conquistado el silencio ya nada importa, empezando por la mproducción literaria. 

El grueso del libro, como bien dice el subtítulo, es una antología de escritos místicos y, de paso, una muy lucida muestra de lo que dejó escrito la asombrosa variedad de personas que dedicaron su vida a buscar la perfección lejos del mundo. Y por más descreído que sea uno sobre los beneficios del silencio, sólo la lectura de gente como Juan de Osuna. Bernardino de Laredo, Alonso de Orozco o María de Ágreda, por no citar a los inevitables Luís de Granada, Teresa de Jesús, Luís de León, Juan de la Cruz o Miguel de Molinos, ya es un regalo en sí misma porque da ocasión de degustar  un castellano maravilloso.

No sufrir compañía

Ramón de Andrés

Acantilado

   

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1 de noviembre de 2010
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Mani

 

Patrick Leigh Fermor está considerado por muchos como el mejor escritor vivo en  lengua inglesa. Además, pertenece a esa  privilegiada cofradía integrada por hijos del septentrión a los que un súbito y decisivo encuentro con el Mediterráneo les cambió la vida para siempre. Él, lo cuenta en El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, tuvo el primer atisbo de lo que era aquello a principios de la década de 1930 y entre unas cosas y otras (incluso participó en la II Guerra Mundial como oficial británico en Creta) ya no ha salido de allí nunca del todo.

A mediados de la década de 1950, partió de Esparta con intención de atravesar la cadena del Taigeto y recorrer la península de Mani, un pequeño pero accidentado territorio histórico de poco más de un centenar de kilómetros de norte a sur  y apenas una treintena de ancho y cuyo punto culminante es el Profeta Elías, un pico en forma de pirámide que alcanza los 2.410 m del altura.  Para entonces el escritor llevaba incrustado en sus botas el polvo de los más apartados caminos de Grecia. Después de incontables viajes en autobús, a pie, en mula, en automóvil o en barco, sólo o en compañía de otros (pero fundamentalmente con la fiel Joan, es decir, Joan Elizabeth Eyres Monsell, una rica y sofisticada fotógrafa londinense que también acabó hablando, vistiendo y sintiendo como una griega) tenía acumulada una cantidad de cuadernos de viaje tan inmoderada que decidió sistematizar su caótico vagar por aquellas tierras y escribir un relato ordenado y completo de sus andanzas.  Mani es el único resultado visible de aquel ambicioso intento de sistematización. Pero sobre todo es el resultado de una pasión, y el lector hará bien si retiene en mente los aspectos negativos (o de exceso) que encierra en si  misma esta palabra por lo general usada cuando se quiere hacer una valoración  muy elogiosa.

De entrada no caben sino los más encendidos elogios hacia esta falsa guía de viaje, que  además del registro autorizado por el interior de un paisaje atormentado y de una belleza muy peculiar (resulta natural que uno de los capítulos se titule "Abominación de la desolación"), es un concienzudo y muy autorizado libro de historia que narra lo ocurrido desde que andaban por allí Homero y compañía hasta la temida llegada del turismo, el último y más temible de los ejércitos invasores; es además un tratado de moral, de poesía popular y de arquitectura rural, un curso culinario de primera mano y una búsqueda continua en el paisaje  de ese misterioso vínculo que surge de pronto entre el viajero y su horizonte. Pero todo ello, repito, contado desde la más apasionada fascinación. Así, antes incluso de dar un solo paso monte arriba, el narrador no tiene inconveniente en dedicar un capítulo entero a las comunidades insólitas dispersas por el ámbito de influencia del viejo  mundo griego (y que son de una insospechada variedad, longevidad  y capacidad de resistencia).  Pero de pronto, con sólo cambiar de capítulo, se lanza a una prodigiosa descripción de la travesía a pie hasta Kardamili, una diminuta población situada en la ladera occidental de la cordillera y a orillas del golfo de Mesenia. Lo de "a orillas"  es tan literal que después de la ardua y agotadora travesía de la montaña, los viajeros llegan tan necesitados de beber y refrescarse que deciden introducir en el mar la mesa de hierro de la primera taberna que han encontrado y sentados con el agua hasta las axilas sacian su sed con las jarras  de retsina que les van aportando unos pescadores que se suman a la celebración disponiendo sus caiques en torno a la mesa como los pétalos de una margarita. El pueblo está en fiesta y según se vacían las jarras los huecos son ocupados por los platos de pescado asado que aporta un camarero metido en el agua hasta la cintura. Y eso que, según les habían prevenido antes de salir, en Mani corrían grave peligro de muerte porque la gente de Mani era terrible, salvaje, pendenciera y aficionada a esconderse tras las rocas para disparar a los viajeros.

Pero qué manera de simplificar. Mani es como un diminuto mosaico en el que conviven (casi siempre belicosamente)  la práctica totalidad de las culturas surgidas del mediterráneo. Y para un degustador como Patrick Leigh Fermor, ese arriscado lugar es un tesoro en el que mueves una piedra y das con la entrada al Hades, dormitas en el fresco interior de basílicas que son como un diminuto resumen de la historia del arte occidental o te cruzas con un pastor o un campesino y puedes presentir la presencia viva del viejo politeísmo o la época en que aquellos valles estaban repletos de gorgonas y centauros. Todo ello contado, como digo, con un entusiasmo sin medida y en alas del cual, en la página trescientas y pico, al llegar al extremo del recorrido, ese cabo de Ténaro donde el Mediterráneo se sumerge en busca de profundidades abisales, el narrador todavía parece disponer de aliento y  tiempo para describirse despaciosamente tumbado de espaldas sobre las aguas, sintiendo el calor del mar, degustando la mezcla de olores terrestres y marinos, escuchando el golpeteo de las olas contra sus costados y viendo, a través de los párpados entreabiertos, los arcoíris que crean sus propias pestañas mojadas y recortadas contra el azul del cielo. Incansable. Agotador. Magnífico. Y pensar que tenía la intención de contar así todo lo demás que sabe de Grecia.

 

Mani

Patrick Leigh Fermor

Acantilado

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15 de octubre de 2010
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Los bohemios

 

En la década de 1780 la siniestra prisión de la Bastilla contó entre sus huéspedes más ilustres a dos marqueses, ambos libertinos incorregibles y ambos encerrados durante largos años  por las denuncias de sus respectivas familias. Uno, el marqués de Sade, redactó allí Los 120 días de Sodoma y se ganó un lugar en el templo de la fama que todavía detenta hoy. El otro, Anne Gédéon Laffitte, marqués de Pélleport, redactó asimismo un libro muy apreciable, Los Bohemios, pero apenas logró notoriedad. Comprendiendo tras  la Revolución francesa que su época se había pasado, posiblemente fue a terminar sus días en América todo lo apaciblemente que cabe en un personaje como él.  En cualquier caso, su rastro se perdió hasta que, a finales de la década de 1960, otro personaje singular, Robert Darnton, descubrió en las bibliotecas francesas el rastro de este segundo marqués y lo siguió durante años hasta dar con uno de los seis ejemplares que al parecer se han conservado de su obra. No obstante, los libelos que más notoriedad y dinero le dieron en su momento llevaban títulos como Los pasatiempos de Antonieta y Las cenas y noches íntimas del Palacete Bouillon.

 En cierto modo, Los bohemios es una novela picaresca  un poco en la línea de El sobrino de Rameau, de Diderort, o El pobre diablo, de Voltaire, pero en un tomo infinitamente más desgarrado y extremo, pues en ella se narran las  andanzas de un grupo de bohemios, que es como se conocía entonces a los plumíferos, gacetilleros, polemistas, filosofillos y demás quincalleros de la palabra, que al no poder hacer frente a los gastos que les ocasionaban sus vidas disipadas y entregadas al exceso, optaban por echarse a los caminos y así huir de sus perseguidores. Su única esperanza de escapar a tal suerte era acertar a ensartar con sus plumas mojadas en vitriolo una serie de medio verdades y medio mentiras, pero expuestas de forma tan diabólicamente verosímil como para arruinarle la vida a la víctima escogida para sus ataques (y que muchas veces pagaba para poner fin al asuntoi). Así que, mientras vagaban de aquí para allá asaltando granjas, provocando querellas de palabra y obra o copulando por los descampados como gallinas de carretera, no olvidaban de engrosar su artillería difamatoria, hasta el extremo de llevar consigo un pollino que les transportase los manuscritos. La capacidad fabuladora de Pélleport le permite, en el rato que les cuesta a un gallo y una gallina satisfacerse mutuamente sus vigorosos apetitos, llenar un capítulo entero de historias laterales que dan origen a nuevas historias, a cual más extravagante, como la de ese peregrino que se ve beneficiado en Colonia por un milagro que hace  para él el rey mago Melchor, y que consiste en enseñarle dónde hay un copón de oro que puede ser fácilmente robado.  En este caso concreto, la acumulación de historietas subsidiarias (el narrador está aprovechando para contar disimuladamente su vida) llega a exasperar a un lector que interviene furioso para saber qué les ocurrió a los bohemios, dándose la circunstancia de que el gallo feliz y la no menos satisfecha gallina, junto con cuatro patos que acertaron a remojarse en una charca  cercana, sirven aquella noche de cena los viajeros, que por descontado rematan la feliz circunstancia con otra aventura nocturna de las suyas.     

No obstante, se trata de un libro escrito a finales del siglo XVIII, y por lo tanto la prosa, el ritmo y la técnica no tienen nada que ver con lo que hoy se estila. Pélleport está haciendo una critica feroz de su época y no  hay aspecto de la misma que se escape a su mirada entre desenfadada y cáustica. Las creencias religiosas y las costumbres sociales, las ideas filosóficas y el sistema político son objeto de diatribas que surgen de sopetón y a despecho de lo que esté pasando en ese momento, con el agravante de que a Pélleport le basta la más mínima excusa, sin ir más lejos,  que los peregrinos desemboquen en una transitada carretera, para lanzarse alegremente a una arenga contra las obras públicas, los carruajes de transporte o incluso los modales a observar durante un largo viaje en calesa. Estos excursos podrían resultar molestos si, por lo general, no dieran noticias curiosas o poco sabidas de la época, y pongo por ejemplo ese decreto emitido por el Rey y Su Consejo prohibiendo a las familias prestar un libro de su propiedad, pudiendo incurrir en una multa de 500 libras que se entregarán al autor del libro. Y más curioso aún, el decreto prohíbe a los criados, cocheros, cocineros y demás criados, prestarse entre sí los libros de sus señores, pudiendo incurrir en una multa equivalente a un año de sueldo, o verse marcados a fuego en una oreja con las iniciales PDL (prestador de libros).  Y no es que al rey y su corte les preocupasen los derechos de los autores: lo que pretendían era poner coto a la circulación de libelos de moledores contra esa clase política, la nobleza, que estaba en vísperas de perder sus privilegios, y sus cabezas.

 

Los bohemios

Marqués de Pélleport

Papel de liar

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4 de octubre de 2010
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Nabokov y su Lolita

 

Advierto de entrada que se trata de un libro de apenas 70 páginas, pero advierto asimismo que se trata de un libro-trampa  que actúa a la manera de las bombas de fragmentación y lo explico: a las pocas páginas de iniciada la lectura uno siente que el deseo se le empieza a disparar en todas direcciones. Nina Berberova es una lectora imaginativa y con una potente capacidad de sugestión y aparte de ir saltando de un tema a otro dentro de una misma novela puede saltar de unas novelas a otras de un mismo autor (en este caso, claro, Nabokov), pero también a las novelas de otros autores, contemporáneos o no. Y lo hace mediante indicaciones precisas y casi como de pasada. Hablando de una técnica narrativa que ella denomina "apertura de las compuertas del subconsciente", cree detectar rudimentos de dicha técnica en Cervantes, Sterne y Dostoievski, pero de pronto, y casi como de reojo, afirma. "El ejemplo más próximo a nosotros es el proceso mental de Ana Karenina durante su último trayecto en calesa con el inolvidable episodio del "peluquero Tiutkin"". ¿Inolvidable?, se pregunta el lector mientras, abriendo las compuestas de su propia memoria, trata de recordar si el viejo ejemplar de Ana Karenina sigue en la estantería o si figura entre la lista de bajas provocada por el último (e inútil) intento de ganar el espacio vital perdido frente a los libros. Poco a poco, y según vayan siendo citados los libros de unos y otros, las notas mentales de alerta, o la lista de libros a comprar, se irá incrementado sin cesar porque, como digo, Nina Berberova habla de literatura con la misma soltura y conocimiento de causa con las que Ángel Nieto habla de motos. Y si hace falta una notable presencia de ánimo para no cerrar el libro de la Berberova y salir corriendo a buscar el ejemplar de Lolita, al poco rato la cosa se complica notoriamente  porque, además de Lolita, uno siente la ineludible urgencia de reunir toda la obra de Nabokov y comprobar libro por libro las continuas sugerencias y observaciones que se hacen de él.  Se da la circunstancia de que, además de una extraordinaria lectora, Nina Berberova  nació en San Petersburgo por los mismos años y a sólo unas pocas calles de distancia de donde nació Nabokov, por lo que además de unas experiencias vitales muy similares (el mismo entorno familiar y cultural, exilio forzoso casi simultáneo, peregrinaje de unas naciones a otras por culpa de la II Guerra Mundial, etc) ambos llevaron una trayectoria profesional muy parecida hasta que, a raíz de Lolita, Nabokov pasó a ser considerado un genio universal. Ella, mientras tanto, permaneció siendo una oscura emigrada que únicamente escribía en ruso hasta que, a la edad de 88 años, le llegó la fama. Su conocimiento de la obra de Nabokov - y de la mejor literatura contemporánea - le permite hacer unas vertiginosas lecturas transversales en las que, por ejemplo, pasa sin solución de continuidad del tema del doble en Nabokov a la comicidad en Dostoievski, todo ello salpicado de afirmaciones como: "Nabokov pertenece a una generación para la que ya no hay fronteras entre Aristófanes y Sófocles, así como tampoco entre Anouilh, Stravinsky y Miró". Y sin dejar tiempo al lector a recuperar el resuello, unas pocas páginas más allá, hablando del carácter ilusorio y absurdo del mundo en Nabokov, ofrece  esta cita de El ojo: "La persona que decide pone fin a sus días se encuentra perfectamente apartada de los asuntos mundanales. Sentarse a redactar su testamento en esos momentos sería un acto tan absurdo  como ponerse a darle cuerda al reloj...". Pero ser un buen lector consiste en tener un ojo capaz de encontrar sin hacer aspavientos el ejemplo que mejor ilustra lo que se está afirmando.

Y que es, justamente, lo que le falta a Hubert Nyssen, autor del epílogo que tan tristemente cierra este librito. Nyssen era el  editor del Actes Sud cuando cayó en sus manos una traducción de La acompañante, de la que era autora una tal Nina Berberova. Es lógico y comprensible que Nyssen se atribuya el mérito de haber visto de inmediato la calidad de ese relato y que, además de publicarlo con gran éxito, a partir de ahí estableciese una estrecha relación con la autora, de la que poco a poco iría publicando el resto de su obra. Pero, sean cuales sean sus méritos reales como editor (puesto a resaltar  la casi milagrosa recuperación para el mundo de aquella oscura anciana emigrada, Nyssen se guarda muy mucho de mencionar que en gran parte el éxito se debió a la atención que le prestó en Estados Unidos alguien editorialmente tan inverosímil como Jacqueline Kennedy Onassis) lo evidente es que fue un pésimo lector. Porque hace falta ser tosco para deducir que Nina Berberova, al hablar de Nabokov y su Lolita, en realidad se estaba quejando de su propia suerte y reivindicaba su derecho a la fama y el reconocimiento. Que mucho Nabokov, mucho Nabokov y para ella, nada.

 Y qué. En el caso de que así fuera (y no lo es en absoluto) sería la forma de reivindicarse más elegante, culta y creativa que jamás haya hecho alguien  que se sabe injustamente tratado por la vida.

 

Nabokov y su Lolita

Nina Berberova

La Compañía

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27 de septiembre de 2010
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