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Los bohemios

Javier Fernández de Castro

 

En la década de 1780 la siniestra prisión de la Bastilla contó entre sus huéspedes más ilustres a dos marqueses, ambos libertinos incorregibles y ambos encerrados durante largos años  por las denuncias de sus respectivas familias. Uno, el marqués de Sade, redactó allí Los 120 días de Sodoma y se ganó un lugar en el templo de la fama que todavía detenta hoy. El otro, Anne Gédéon Laffitte, marqués de Pélleport, redactó asimismo un libro muy apreciable, Los Bohemios, pero apenas logró notoriedad. Comprendiendo tras  la Revolución francesa que su época se había pasado, posiblemente fue a terminar sus días en América todo lo apaciblemente que cabe en un personaje como él.  En cualquier caso, su rastro se perdió hasta que, a finales de la década de 1960, otro personaje singular, Robert Darnton, descubrió en las bibliotecas francesas el rastro de este segundo marqués y lo siguió durante años hasta dar con uno de los seis ejemplares que al parecer se han conservado de su obra. No obstante, los libelos que más notoriedad y dinero le dieron en su momento llevaban títulos como Los pasatiempos de Antonieta y Las cenas y noches íntimas del Palacete Bouillon.

 En cierto modo, Los bohemios es una novela picaresca  un poco en la línea de El sobrino de Rameau, de Diderort, o El pobre diablo, de Voltaire, pero en un tomo infinitamente más desgarrado y extremo, pues en ella se narran las  andanzas de un grupo de bohemios, que es como se conocía entonces a los plumíferos, gacetilleros, polemistas, filosofillos y demás quincalleros de la palabra, que al no poder hacer frente a los gastos que les ocasionaban sus vidas disipadas y entregadas al exceso, optaban por echarse a los caminos y así huir de sus perseguidores. Su única esperanza de escapar a tal suerte era acertar a ensartar con sus plumas mojadas en vitriolo una serie de medio verdades y medio mentiras, pero expuestas de forma tan diabólicamente verosímil como para arruinarle la vida a la víctima escogida para sus ataques (y que muchas veces pagaba para poner fin al asuntoi). Así que, mientras vagaban de aquí para allá asaltando granjas, provocando querellas de palabra y obra o copulando por los descampados como gallinas de carretera, no olvidaban de engrosar su artillería difamatoria, hasta el extremo de llevar consigo un pollino que les transportase los manuscritos. La capacidad fabuladora de Pélleport le permite, en el rato que les cuesta a un gallo y una gallina satisfacerse mutuamente sus vigorosos apetitos, llenar un capítulo entero de historias laterales que dan origen a nuevas historias, a cual más extravagante, como la de ese peregrino que se ve beneficiado en Colonia por un milagro que hace  para él el rey mago Melchor, y que consiste en enseñarle dónde hay un copón de oro que puede ser fácilmente robado.  En este caso concreto, la acumulación de historietas subsidiarias (el narrador está aprovechando para contar disimuladamente su vida) llega a exasperar a un lector que interviene furioso para saber qué les ocurrió a los bohemios, dándose la circunstancia de que el gallo feliz y la no menos satisfecha gallina, junto con cuatro patos que acertaron a remojarse en una charca  cercana, sirven aquella noche de cena los viajeros, que por descontado rematan la feliz circunstancia con otra aventura nocturna de las suyas.     

No obstante, se trata de un libro escrito a finales del siglo XVIII, y por lo tanto la prosa, el ritmo y la técnica no tienen nada que ver con lo que hoy se estila. Pélleport está haciendo una critica feroz de su época y no  hay aspecto de la misma que se escape a su mirada entre desenfadada y cáustica. Las creencias religiosas y las costumbres sociales, las ideas filosóficas y el sistema político son objeto de diatribas que surgen de sopetón y a despecho de lo que esté pasando en ese momento, con el agravante de que a Pélleport le basta la más mínima excusa, sin ir más lejos,  que los peregrinos desemboquen en una transitada carretera, para lanzarse alegremente a una arenga contra las obras públicas, los carruajes de transporte o incluso los modales a observar durante un largo viaje en calesa. Estos excursos podrían resultar molestos si, por lo general, no dieran noticias curiosas o poco sabidas de la época, y pongo por ejemplo ese decreto emitido por el Rey y Su Consejo prohibiendo a las familias prestar un libro de su propiedad, pudiendo incurrir en una multa de 500 libras que se entregarán al autor del libro. Y más curioso aún, el decreto prohíbe a los criados, cocheros, cocineros y demás criados, prestarse entre sí los libros de sus señores, pudiendo incurrir en una multa equivalente a un año de sueldo, o verse marcados a fuego en una oreja con las iniciales PDL (prestador de libros).  Y no es que al rey y su corte les preocupasen los derechos de los autores: lo que pretendían era poner coto a la circulación de libelos de moledores contra esa clase política, la nobleza, que estaba en vísperas de perder sus privilegios, y sus cabezas.

 

Los bohemios

Marqués de Pélleport

Papel de liar

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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