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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las fuentes del afecto

El libro es una recolección de narraciones cortas  ordenadas en una suerte de crescendo que culmina con Las fuentes del afecto,  un espléndido relato al que alguien tan poco sospechoso de adulación gratuita o de tener mal ojo para los cuentos   como es Alice Munro considera   "una de las mejores piezas de la narrativa en inglés".

Los cuentos, todos ellos escritos  aleatoriamente entre 1952 y 1973, se han ordenado de acuerdo con tres etapas vitales claramente diferenciadas pero tan íntimamente vinculadas entre sí que, estoy seguro de ello, quien decida saltarse los pasos preparatorios y vaya directamente al relato final, se perderá gran parte de los matices, las propuestas  metafóricas y los juegos con los significantes que tanto admiraron a sus contemporáneos.

Como si de una vida se tratara, la primera etapa son relatos de infancia y no hay que investigar  mucho en la vida de Maeve Brennan, la autora, para comprender que son autobiográficos. Pero en ellos, pese a la sencillez del lenguaje y la levedad de las tramas, ya se insinúan los grandes temas que conforman  el ciclo o etapa siguiente, que correspondería a la juventud y madurez vitales y que se encarnan en dos m atrimonios, los Bagot y los Derdon. Con idéntica sencillez de lenguaje y sin apenas apoyatura argumental, la autora se las arregla para transmitir la vulnerabilidad, los miedos, la desesperación y el sentimiento de soledad que  aquejan a todos los personajes, pero que alcanzan cotas de una asombrosa clarividencia y complicidad cuando se trata de mujeres. Cada cual a su manera, Rose Derdon y Delia Bagot encarnan dos tipos de mujer/esposa/madre/esclava/tirana que a todos nos gustaría poder decir que forman parte del pasado y que hoy en día ya no existen. Pero quiá.

Una vez puesta de lleno a sacar a la luz los lazos más profundos que con los años pueden unir inextricablemente a un  matrimonio, Maeve Brennan,  sigue ahondando en la relación de Hubert y Rose Derdon, dos seres  capaces de crear una situación diabólica, pues Hubert, el marido, es consciente de que inspira en su esposa un miedo insuperable, pero sabe también el poder que ello confiere a su esposa, porque ésta conoce a su vez el miedo que insuperable que provoca en su marido la sola posibilidad de herir los sentimientos de ella.  No es de extrañar que, con su prosa sencilla y su absoluta falta de tremendismo, la autora se refiera a ellos como dos "agresores pasivos".

Años más tarde (está en el cuento titulado "El ahogado") Huber entra en la habitación de su esposa recién muerta y, entre otras cosas, revisa el contenido de unas cajas de chocolate tan meticulosamente dispuestas como si su contenido fuese precioso. Pero, ¿qué contenían? "Viejos recibos pagados treinta años atrás. Recetas de platos...tan elaborados que debía de haber soñado con una visita de los reyes de Inglaterra...Instrucciones para hacer vestidos que nunca en la vida tendría ocasión de llevar...". ¿Conclusión?  "...revelaban una mente completamente dedicada a las trivialidades y lo transitorio...sin desperdiciar nunca nada excepto su tiempo y su vida, así como el tiempo y la vida de él". Todo un responso.

Las fuentes del placer, por seguir con la alegoría de las etapas de la vida  simbolizadas en los dos ciclos anteriores, sería la vejez, la sabiduría, la visión final del último, el encargado de dejar constancia de cómo fueron las vidas de todos, es decir, Min Bagot, la hermana gemela de Martin Bagot, a cuyo matrimonio con Delia le han sido dedicados varios relatos de juventud. Resumiendo mucho podría decirse que Min Bagot es un personaje que a William Faulkner le hubiese encantado desarrollar. A sus ochenta y tantos años de edad, instalada en un apartamento del que no ha salido nunca en su vida y amueblado con los enseres  de sus padres y  hermanos, todos muertos, Min Bagot se considera heredera y superviviente de todos ellos, y una suerte de redentora. Para Min, que nunca ha experimentado placer alguno por sí misma, la satisfacción reside en la venganza de haber sobrevivido a todos cuantos encontraron en la vida más felicidad que ella: lo cual también es una forma de felicidad. Gracias a la información que lleva acumulada, el lector puede alcanzar la visión de una docena de vidas en unas pocas páginas que son como el hilo de agua que surge del aliviadero de una presa, en apariencia mansa pero que corre a impulso de la tensión que le transmiten los millones de toneladas de agua acumulada al otro lado del muro.

El lector curioso que investigue un poco en la vida de esta autora actualmente casi olvidada, encontrará una curiosa (y muy de agradecer) disociación entre la prosa limpia y distendida de estos relatos y los barruntos de tragedia que ya se cernían en el horizonte de Maeve Brennan, a punto de instalarse a vivir en los lavabos de señoras del New Yorker como paso previo a terminar en un asilo  por completo ignorante de quién era ella, o qué había hecho para merecer semejante final.

 

Las fuentes del afecto

Maeve Brennan

Ediciones Alfabia   



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8 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La casa inundada

Partiendo de la base de que es un perfecto desconocido para el lector medio actual, tratar de dar una idea de lo que va a encontrar quien sienta la curiosidad de averiguar cómo escribía Felisberto Hernández resulta complicado porque, para empezar, no se parece a ningún contemporáneo, ni de los nuestros de ahora ni de los suyos de entonces. Si acaso, leyéndolo a ratos viene a la mente Ramón Gómez de la  Serna, pero no acaba de ser una buena pista porque en el fondo desorienta más de lo que encamina. Más significativo es lo que dice el propio autor de sus cuentos: "...fueron hechos para ser leídos por mi, como quien le cuenta a alguien algo raro que recién descubre, con lenguaje sencillo de improvisación y hasta con mi natural lenguaje lleno de repeticiones e imperfecciones que me son propias".

Otra buena pista es resaltar su condición de músico. Un músico sin suerte, cabría añadir, pues pasó una gran parte de su vida tocando en cafés y teatrillos de provincias o poniéndoles emoción musical a las películas mudas. Pero tampoco es un dato seguro porque, bueno o malo, un músico es alguien que tiene una relación muy espacial con el sonido y el silencio. Y pongo el ejemplo de la anfitriona que en el cuento titulado "El balcón", impide que el músico/narrador se acerque al piano que hay en la estancia con estas palabras: "Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré a desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de  los candelabros y tocaba notas tan lentas y separadas en el silencio como si también fuese encendiendo, uno por uno, los sonidos".

Al decir de quienes le conocieron y admiraron, gente como Julio Cortázar, Italo Calvino o Gabriel García Márquez, la mayor parte de su material narrativo, por abstruso, extravagante, surrealista o misterioso que resulte, provenía de su propia experiencia, razón por la cual no es de extrañar que casi siempre recurra a la primera persona. Pero, insisto, era un intérprete y por muy suyas que sean las experiencias que cuente nunca tienen un carácter personal y ni siquiera necesitan un marco temporal o geográfico. Se sabe que habla de Uruguay y Argentina y que las historias ocurren en la primera mitad del siglo XX porque el autor pasó gran parte de su vida en ambos países y porque muchos de los relatos fueron escritos en esa época, pero el lector que no guste de una información previa exhaustiva y  se limite a abrir el libro y empezar a leer sin más, difícilmente podrá localizar el lugar y la fecha porque la prosa de Felisberto Hernández posee esa cualidad intemporal y universal (por alejarla de lo local) que distingue a la expresión lírica. Y esta sí es una pista segura: La casa inundada transmite un poderoso aliento lírico sin otra apoyatura que el lenguaje. En su estupendo prólogo a la presente edición de  Atalanta, Eloy Tizón cita el momento, es de suponer que demoledor para un músico, en que al pobre Felisberto Hernández las cosas le van tan mal que se ve obligado a vender el piano, del que más tarde dirá, sin que en sus palabras resuene el más mínimo timbre de lamento o nostalgia "era una buena persona".

Si alguien puede considerar que su piano era una buena persona es perfectamente natural que en sus escritos un balcón se suicide presa de los celos, que los conciertos adquieran la atmósfera inquietante de un aquelarre, y que los ambientes en que transcurren los hechos, siempre a mitad de camino entre los onírico y lo metafórico, sean viejos caserones perdidos en la provincia, sucios hoteles de suburbio o polvorientos locales públicos. Y las narraciones, que se sabe dónde empiezan pero nunca dónde o cómo terminan, avanzan dando bandazos,  cabalgando sobre unas palabras que al asociarse abren como una ventana en el espacio que  nunca da sobre el paisaje que por lógica cabría esperar.

  De ahí que sea tan acertada la reflexión de Ítalo Calvino cuando dice: "¿Debe pedírsele más a un narrador capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa?".

Sólo una última advertencia que no por obvia me parece menos oportuna:  como les ocurre a tantos otros autores de ayer y de hoy, Felisberto Hernández no es un corredor de fondo y gana en las distancias cortas y espaciadas. El hecho de que prácticamente sólo escribió narraciones cortas parece indicar que también él se sentía más cómodo cuando escribía en un solo aliento, o en un estado de ánimo que se sostenía igual a sí mismo durante el tiempo que le  costaba abrir y cerrar una narración.  Y leerlo con el mismo ritmo en que él escribía parece una precaución acertada.

 

La casa inundada

Felisberto Hernández

Atalanta

 



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1 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Baila, baila, baila

Los incontables lectores de este autor estánde enhorabuena porque Baila, baila, baila es un Murakami en estado puro. La novela es de 1988 y está escrita justo después de  que Tokio Blues (Norvegian Wood) se convirtiese en uno de esos fenómenos universales que traspasan ampliamente el ámbito  de la literatura y que muchas veces se han llevado por delante y para siempre al desprevenido autor. De hecho, en el momento de su aparición en Estados Unidos muchos críticos interpretaron que Murakami había escrito esta novela como un antídoto contra el  éxito demoledor de Tokio Blues. Lo cual, bien pensado, era una forma de decir que no la habían entendido. Y con razón.  Porque no se entiende. O por mejor decir, porque leyéndola uno  tiene la sensación de que se le están escapando cosas, más allá de la novela misma.

Y ello es así no porque la trama o el lenguaje o la estructura narrativa presenten problemas de comprensión. Qué va. Los habituales de Murakami se van a encontrar con un ambiente que les resultará muy familiar, hasta el extremo de que en cierto modo es una continuación de La caza del carnero salvaje, cuyo protagonista allí juega un destacado papel aquí. Es decir, que se trata del choque habitual de uno universo onírico, misterioso y que parece de otra dimensión pero que tiene muchos puntos de contacto con este otro universo nuestro, perfectamente conocido, consumista, cotidiano, superficial y terrible.

Las dudas surgen porque, evidentemente, Murakami está haciendo una operación que va mucho más  allá de una purga y que resulta difícil de captar. Reduciendo la cuestión a un esquema brutal, cabría interpretar que el mundo misterioso y onírico, en el que "todo está interconectado" y que "es preciso a toda costa salvar" (hasta el extremo de que el narrador es uno de los encargados de mantener su memoria) podría ser el Japón ancestral, hoy pervertido y emputecido por una potencia colonial (América, claro) que además de derrotarlo militarmente, le impuso unos modos de vida y unos valores encarnados aquí por un  detective aficionado investigando una trama que le viene grande porque "los de arriba" mandan mucho y carecen de escrúpulos; que bebe whisky  sin parar, que se codea con prostitutas de lujo y call girls misteriosamente asesinadas; que oye sin parar música de Elvis,  Duran Duran, Iggy Pop, Police, los Beach Boys y  Genesis o Led Zeppelin  y se infla de café en los Dunkin´ Donuts. O sea que sí, que es una parodia evidente de un thriller  estilo Chandler pero en contemporáneo. Lo que  falta  es la pieza fundamental del lenguaje, y es  una pieza que lamentablemente se pierde con la traducción, por muy buena que sea ésta.

Obviamente, además de las gafas Ray-Ban, las sudaderas con los nombres y efigies de sus grupos de rock favoritos o su frenesí por los complementos Louis Vuitton,  los jóvenes japoneses de la generación de Murakami han tenido por fuerza que elaborar un lenguaje y unos símbolos  propios,  iguales pero  distintos a los de sus padres, y que les sirvan para interactuar con el mundo en que les ha tocado vivir, y es en ese aspecto en el que más sensación de pérdida se tiene al leer a Murakami. Sospecho que es ahí donde reside la razón de ese fluir divagante de una prosa a veces surrealista, con unas incursiones casi a ciegas en el terreno de la metafísica  y a impulso de la cual un héroe sin apenas atributos (un hombre anodino, desganado y sin pasión a la vista)  se adentra en laberintos de altos y misteriosos negocios que es mejor no investigar,  aventuras con mercenarias en las que el lujo está inexcusablemente mezclado con la muerte, idas y venidas sin motivos visibles o encuentros con seres tan inclasificables como el hombre carnero o la niña vidente. A uno le entran ganas de saber algo más del Japón actual para saber qué está pasando allí en realidad y sin tener que tomar al pie de la letra una interpretación como la de Murakami, que justamente por ser un narrador de ficción, vive una  realidad propia  que puede no coincidir del todo con la realidad de sus contemporáneos. O sí. Y no hay más que ver cómo le siguen allí, novela tras novela, para comprender que les dice algo lleno de sentido y significación para ellos.

Lo curioso es que pase lo mismo aquí.

Baila, baila,baila


Haruki Murakami

Tusquets Editores



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26 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un viaje en dhow, La tribu que crucificó a Jesucristo y otros relatos

En este libro de contenido muy dispar se encuentran ejemplos espléndidos de dos características de la escritura de Norman Lewis que más llaman la atención del lector actual. Una de ellas tiene que ver con un rasgo caracterológico que Lewis sufrió y cultivó a partes iguales, y me refiero a su "invisibilidad". A diferencia de esos narradores que ocupan con su omnímoda y exuberante presencia el primer plano y apenas si dejan ver detalles del paisaje y los personajes que describen (Hemingway podría ser un ejemplar característico), Lewis tiene la rara habilidad de desaparecer y dejar que sean los hombres y las cosas las que hablen por sí mismas, sin que te acuerdes de él para nada. No es de extrañar que alguno de sus biógrafos se refiriese a él como "casi invisible". En el relato inicial "Un viaje en dhow", encontrará el lector una demostración cabal de la capacidad de Lewis para contar un viaje en barco alucinante y que permite hacerse una idea exacta de cómo debían de ser las travesías marítimas medievales, con la hacinación de los viajeros y las relaciones entre ellos y la tripulación, el hedor proveniente de las entrañas del buque y las comidas a bordo, o las instalaciones sanitarias  (una jaula que se colgaba de la borda y en la que el usuario "cuando ya no había otro remedio" se metía para evacuar el contenido intestinal). Todo ello sin una opinión, un comentario personal ni, mucho menos, la evidencia de que es un occidental el que está juzgando y sufriendo los modos de vida de unos cavernícolas yemeníes. Las cosas son como son y me limito a contarlas como las veo, perece decir Lewis. La cumbre de ese estilo invisible es Nápoles 44, en el que Lewis cuenta con una naturalidad y sencillez aterradoras las condiciones de vida en una ciudad ya sumida en la miseria de varios años de guerra y que debe sufrir como colofón la brutal invasión de unas tropas supuestamente liberadoras. Quien desee comprobar sobre la marcha la diferencia entre un estilo invisible y una abusiva presencia narradora puede leer a continuación de Nápoles 44 la novela La piel, de Curzio Malaparte, que habla de la misma ciudad y los mismos hechos, pero a su manera. El escritor italiano tuvo (en medio de todo) la suerte de no estar presente cuando se generalizaron las comparaciones entre ambas novelas porque Lewis aguardó hasta 1978 para dejar constancia de sus experiencias bélicas napolitanas y Malaparte había muerto casi veinte años antes. Y con lo vanidoso que era, no le hubiesen gustado nada la distribución de elogios y críticas entre una narración y otra. Curiosamente, y este es el segundo rasgo destacado que se puede encontrar en la prosa de Norman Lewis, la voluntad de ocultarse tras la evidencia del relato y la renuncia a la crítica personal y todavía más a la moralina, no hace de Norman Lewis un narrador neutro o no comprometido con los personajes y las circunstancias que describe. Antes al contrario, la moderación y la discreción no impiden que se pongan al descubierto lo injusto y cruel de determinadas conductas, y ahí están para demostrarlo sus trifulcas con las autoridades y, sobre todo, con los misioneros norteamericanos que estaban asolando, cada cual a su manera, el Amazonas. Un artículo suyo aparecido en 1968 en el Sunday Times y titulado "Genocidio en Brasil" provocó una auténtica conmoción en todo el mundo. No puede decirse que la salvación de esa riquísima y por ello mismo desgraciada zona del mundo esté asegurada, y basta leer algunos de los relatos que contiene este libro (todos ellos posteriores a 1968) para ver que las autoridades y los misioneros continúan haciendo allí  lo de siempre. Pero ahora al menos existen organismos como Survival International que están llevando a cabo una labor muy encomiable.

Las dos características de la forma de escribir de Lewis, ecuanimidad y compromiso, no serían posibles sin una tercera cualidad, y me refiero a la extraña familiaridad de Lewis con el lenguaje. Algunos críticos achacan su  precisión y la economía de medios a su primera y larga relación con la fotografía, un entrenamiento del ojo que permite mirar y, sin más, disparar para fijar esa primera impresión grabada en la retina. Un gusto por la precisión del lenguaje que le llevaba a apreciarlo en los demás. Y a este respecto es muy reveladora la entrevista que Albert Padrol, uno de los creadores de Altaïr, le hizo en su casa de Essex en 1998 e incluida en la presente recopilación. Hablando de esto y aquello, y al referirse a la entrañable relación de Lewis con Tossa de Mar, el escritor todavía recuerda, pese a que su estancia allí tuvo lugar en los años cincuenta, la expresiva y peculiar forma de hablar de los pescadores de entonces, y cita un ejemplo: "Coge la barca para visitar el mar", le había dicho uno de ellos. Son los milagros del lenguaje, algo tan delicado y en apariencia tan efímero pero que, tratado con sabiduría, resiste el paso del tiempo con admirable frescura.

Un viaje en dhow, La tribu que crucificó a
Jesucristo y otros relatos

Norman Lewis

Altaïr



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10 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cabot Wright vuelve a las andadas

Dentro de esa interminable lista de lecturas para el verano que por estas fechas acaba apoderándose de cualquier rincón de difusión literaria, toca ahora hacer el enésimo esfuerzo por rescatar a James Purdy, un escritor norteamericano cuyo nombre siempre  sugiere expresiones tales como "maldito", "incomprendido" o "injustamente olvidado".

Cierto que Purdy es un caso curioso, toda vez que desde sus inicios ejerció una gran fascinación en ese tipo de gente actualmente conocida como "creadora de opinión", notablemente Gore vidal, Edward Albee, Angus Wilson o Edith Sitwell. En el caso de ésta hubo que desenredar un equívoco inicial porque al leer una colección de relatos titulada Don't Call Me by My Right Name and Other Stories, la gran dama de las letras británicas se lanzó a difundir entre sus influyentes amistades la buena nueva de la aparición de un escritor llamado a "ser el más grande de la literatura actual". El equívoco se debió a que ella, al terminar de leer esos relatos recibidos por iniciativa del editor, pensó que el autor era negro. Cincuenta libros después (sumando novelas (20), recopilaciones de cuentos, piezas teatrales y demás) James Purdy seguía recibiendo reconocimiento e indiferencia a dosis iguales.

Otra de las razones para su estatuto de "maldito" hay que buscarla en un sentido del humor muy especial y que le llevó, en plenos años sesenta y setenta del pasado siglo, a abordar la temática homosexual fuera del paraguas protector del lobby  que entonces estaba surgiendo con fuerza y que defendía con agresividad a aquellos de los suyos que se atrevían a dar el paso y la cara y proclamar abiertamente sus preferencias sexuales. Pero incluso en ese tipo de movimientos sociales  hay unas reglas de juego muy claras y el recientemente fallecido Gore Vidal es un ejemplo muy claro del hombre que conoce bien dichas reglas y no osa traspasarlas. Cosa que no le ocurría a Purdy. A éste le gustaba jugar con fuego y Cabot Wright vuelve a las andadas es un claro ejemplo de ello. Cabot Wright no es un homosexual más o menos heterodoxo sino un violador que confiesa haber reincidido un mínimo de 300 veces.  La provocación, la llamada al rayo exterminador de la justa ira feminista, es que James Purdy no condena al violador a las más horribles penas de la perversión ni lo presenta como escoria social esclavizada por sus bajas pasiones. Tampoco es que pretenda buscar la complicidad del lector describiéndolo como un tipo simpático y sin culpa alguna. No, pero casi. Y aquí sale de nuevo el curioso sentido del humor de Purdy y su afición a jugar con fuego.

La trama es un bien trabado disparate en el que dos matrimonios de Chicago y un gran editor neoyorquino se apoyan y estimulan mutuamente para escribir un gran libro sobre el antiguo violador que, al parecer, al salir de la cárcel se ha instalado en Brooklyn. Con un cierto exceso de lentitud, pero con toda pericia, James Purdy va trenzando una historia plagada de equívocos y ambigüedades y dentro de la cual los personajes van descubriendo que nada de lo que hacen responde a la apariencia primera.  En cierto modo, todos están cumpliendo el deseo de otro: la esposa que parece estar animando al esposo a que haga algo con su vida pero que luego aprovecha el vacío conyugal para echarse un robusto amante negro; la amiga que sugiere la idea de mandar al marido de la otra a Brooklyn pero que luego aprovecha sus contactos con un gran editor neoyorquino para apoderarse del proyecto;  el gran editor neoyorquino que al principio se presenta en toda su magnificencia y no tarda en confesar que se le han acabado las ideas e iniciativas y se aferra al libro sobre el violador como si fuera su última oportunidad (cosa que se cumple). Y el violador mismo, un hombre al que los años de cárcel lo han dejado sordo y que encima ha perdido la memoria. Recibe con alborozo la aparición de los matrimonios y el gran editor porque está convencido de que el libro que unos u otros escribirán le permitirá recuperar la memoria y saber quién es o qué hizo.  Todo ello, como digo, bien trabado y dosificado. No es una novela de fácil lectura, pero la fina ironía de James Purdy es un aliciente más.

Cabot Wright vuelve a las andadas

James Purdy

Editorial Escalera



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6 de agosto de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bajas esferas, altos fondos

Se puede recurrir a los sólidos argumentos tantas veces expuestos en relación a la subjetividad de todo juicio. O se puede atajar con el castizo (pero muy certero) "más vale caer en gracia que ser gracioso". Por ambos caminos se llega a expresar con bastante precisión la impresión que produce en el lector la lectura de cualquier obra de Jesús Pardo. Sus relatos autobiográficos  (Autorretrato sin retoques (1999), Memorias de memoria (2001) Borrón y cuenta vieja (2009))son uno de los ajustes de cuentas con el pasado de todos nosotros más lúcidos y despiadados de la literatura del siglo XX. Ahí no queda nada en pie, como si siempre hablase en serio. Y sin embargo, por detrás de tanta ferocidad y poca paciencia con las idioteces humanas hay un fondo de bonhomie que lo hace simpático e incita a seguir leyendo, quizás porque maneja el lenguaje con  gran soltura y eficacia (que escribe bien, vaya). Y quizás porque es ecuánime en sus apreciaciones y dice lo que cree que es justo decir, incluso cuando habla de (o contra de) sí mismo.

Bajas esferas, altos fondos, la novela que ahora reedita editorial Funambulista no se parece mucho a sus memorias. Es ficción, pese a que en el momento de su primera aparición (2005) a muchos lectores de entonces les divirtió  tratar de identificar a los personajes que pululan por Londres, Escocia y Madrid, algunos porque son perfectamente reconocibles (como Franco) y la mayoría porque se corresponden casi fotográficamente con la fauna que se apretujaba en las ya de por sí prietas filas del franquismo inmediatamente anterior a la irrupción del Opus Dei y el turismo. Concretamente, la embajada de España en Londres y los políticos que pasaban por allí manejando a su antojo al puñado de corresponsales españoles maniatados por las  numerosas censuras que funcionaban en paralelo,  Jesús Pardo los conoce bien de su época de corresponsal en Londres y por lo tanto puede hablar de ellos con tanta solvencia que parecen retratos de personajes reales.

En esta novela la lúcida ferocidad de sus memorias deja paso a una ironía que podría describirse como profundamente descreída, o desencantada, si no fuera porque la gente como Jesús Pardo nunca ha creído en nada ni ha quedado nunca encantada por nada, de manera que difícilmente pueden hablar una vez de vuelta. Y ese es otro de los atractivos del libro: desde los embajadores y los grandes de España a los navajeros y esbirros de poca monta, pasando por una estrafalaria cohorte de putas de alcurnia, pueblerinas ambiciosas y cabestros que portan los cuernos con el aire inequívoco del tú dame pan y dime tonto, todo el mundo miente, trapichea, engaña, pone cuernos, estafa y, al final, incluso incurre en el asesinato, pero lo hacen con un entusiasmo y una entrega encomiables. No hay el menor atisbo de mala conciencia, sentido de la traición o remordimiento. Desde la ideología, nadie cree una sola palabra de lo que se dice al respecto y más parecen seguir todos el consejo que le da Franco a un periodista al que está fichando para convertirlo en el portavoz del Régimen: "Usted haga como yo y no se meta en política".  Nadie se enamora de nadie, pero tampoco nadie le dice a su pareja que la ama. Tampoco hay odios, rencores ni ansias de venganza capaces de obnubilar el juicio de quien, con toda naturalidad, está chantajeando al amante de su esposa  y no tiene inconveniente en dar su "palabra de honor" de que no volverá a exigirle más dinero en el futuro si ahora paga lo que le exige a cambio de su silencio. Ni tampoco hay pasiones capaces de hacer perder el sentido del negocio a quien está contratando a un asesino para que acabe con la vida del esposo chantajista y tiene buen cuidado de que no le cobren de más. Es decir, todo lo que aquí se cuenta con habilidad y buen estilo es un amable disparate y a ratos parece un hijo  natural que Valle Inclán les hubiera hecho a los hermanos Quintero: la narración entera es tan exagerada e irreal que en modo alguno pretende ser un retrato del franquismo y la España inmediatamente anterior al desarrollismo. Y sin embargo, es de una exactitud tan milimétrica  que podría servir como ilustración para un libro de historia de las costumbres de entonces. Un libro curioso, fuera del tiempo y de las corrientes literarias de antes o de ahora. Pero que se lee con una permanente sonrisa de complicidad con el autor.

Bajas esferas, altos fondos

Jesús Pardo

Editorial Funambulista



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30 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Estrella del alba

Oxford, 1919. Alemania se ha rendido y las grandes potencias se están repartiendo impúdicamente el mundo y las más afectadas, en concreto Francia, tratan de sacar algún beneficio de la hecatombe en la forma de reparaciones bélicas. Ambas cuestiones, el obsceno reparto del mar de petróleo que es Oriente Medio y las reparaciones que acabarán dando a las nuevas autoridades germanas una excusa para volver a las andadas,  juegan un papel  importante en Estrella del Alba.

Oxford mientras tanto trata de recuperar su vieja vocación docente readaptando a la vida civil a la brillante generación de estudiantes y profesores llamados al frente y que regresan de éste (los más afortunados, que no fue el caso del malogrado y todavía llorado Wilfred Owen) malheridos física y espiritualmente. La necesidad o no de volver a escribir después de la arrasadora experiencia que acaban de vivir (sufrir) es otro de los temas recurrentes de la novela. De todos los protagonistas que hubieran podido dar cuenta de aquel momento, el autor ha elegido a: T.E. Lawrence, mundialmente conocido como Lawrence de Arabia; Robert Graves, que ya se había hecho un nombre como poeta de la guerra y que en su búsqueda de una nueva forma de expresión estaba a punto de descubrir el Mediterráneo desde su apostadero de Deiá, en Mallorca; J.R.R. Tolkien, ya rumiando  las famosas fantasías que acabarían dándole fama internacional con El Señor de los Anillos; y C.S. Lewis, brillante medievalista y futuro ensayista, crítico literario y académico, también famoso por sus Crónicas de Narnia.

Cualquiera de los cuatro daba para una novela, razón por la cual el lector se frota las manos al saber que todos ellos van a interactuar. En este sentido es de señalar que el autor se toma  unas acertadas licencias, ya que si históricamente coincidieron en Oxford en aquella  época, las relaciones entre ellos han sido adecuadamente alteradas en beneficio de la narración, que queda finalmente centrada en T.E. Lawrence porque su poderosa, compleja y contradictoria personalidad (aparte de su espectacular trayectoria vital) es la más brillante y agradecida. Además, el planteamiento estructural también podría haber sido muy agradecido, ya que tanto Graves, como Tolkien o Lewis mantienen una conflictiva relación con Lawrence, de formar que el personaje de éste se va construyendo como un juego de espejos que van proyectando de unos a otros una imagen progresivamente rica,  e incluso épica. Pero llegados a este punto se hace preciso decir unas palabras acerca del autor, ese Wu Ming 4 que firma el libro.

Wu Ming es un colectivo de escritores italianos que alcanzó un notable éxito internacional a principio del presente siglo con una novela titulada Q, publicada en España por Mondadori. Si alguno de los integrantes del colectivo (que inicialmente se llamó Luther Blisset y estaba formado por cinco personas) desea escribir por su cuenta un libro, lo firma el colectivo, pero con un número añadido que identifica al que lo realizó, en este caso Wu Ming 4. Como todo acto relacionado con el arte pero que no es en sí mismo una creación artística, la operación entraña una contradicción intrínseca y al lector curioso le basta entrar en su página web (www.wumingfundation.com) para apreciar a lo que me refiero. En principio el colectivo está en contra del culto a la personalidad, reniega de la figura del artista (inevitablemente condenado a ser devorado por la faceta comercial) y cuestiona incluso la escritura por el peligro que ésta corre de verse anquilosada, encorsetada y vendida como un producto más. Y hasta ponen en la página web sus novelas (colectivas o individuales) a disposición del lector que se las quiera bajar porque también están contra los derechos de autor. Lo que ocurre es que el sistema, el maldito sistema siempre empeñado en fastidiar, los ha hecho millonarios a través de ventas masivas en trece idiomas, y por lo tanto se trata de personajes muy conocidos, en definitiva no muy distintos de ese Damien Hirst que ha logrado centrar la ira general por su descarada (y exitosa) inclinación a confundir deliberadamente arte y negocio. Hace años, The New Yorker publicó una página entera dedicada a los epitafios que merecían los personajes públicos. Al llegar al beatnik decía: "Antes muerto que publicado". Pues eso.

La  preocupación por la contradicción entre lo público (la fantasía) y lo privado (la tan cacareada realidad) también acaba apoderándose de la imagen que se va creando de Lawrence a través de las visiones que tienen de él quienes le trataron. Y es una lástima. Es pública y conocida la mala conciencia de Lawrence por su condición de instrumento para la traición que Gran Bretaña perpetró contra los árabes. También es conocida su retorcida relación con la homosexualidad y el masoquismo, en abierta oposición a la imagen de héroe épico que daba de él la prensa internacional. Pero  una vez expuesta esa contradicción, en lugar de insistir en ella y  contarla de tantas formas diferentes, el lector agradecería que el autor se hubiese dedicado a profundizar en los otros tres personajes (Graves, Tolkien y Lewis) que cargaban asimismo con sus miserias y contradicciones pero que, cada uno a su aire, merecía si no tanta atención como a Lawrence al menos un tratamiento con algo más de profundidad. Y es una una pena porque Wu Ming 4, quienquiera que sea, escribe muy bien, se ha documentado en profundidad y tanto lo que cuenta de Lawrence como los detalles familiares y académicos de los tres oxfordianos que le hacen de coro son de gran calidad. Pero merecían mejor tratamiento.

Estrella del Alba

Wu Ming 4

Acuarela



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23 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La banda de los cuatro

Para disfrutar al máximo de esta estupenda novela se necesitan tres condiciones, por cierto que bastante relacionadas entre sí. La primera es ser un incondicional de los cómics. Tanto por su estructura como por su desarrollo la novela podría servir de argumento a una interminable serie de historietas. Y no es casual que, años después de su publicación se prestase a ilustrarla Robert Crumb, es decir, uno de los dioses de la contracultura. Como es lógico, Crumb hizo una caracterización divina de los personajes principales y la editorial Berenice ha tenido el acierto de incluirlas en la presente edición.

La segunda condición es sentir una gran simpatía e interés por el movimiento contracultural y de  defensa de la naturaleza que surgió en los años 70 y que desde hace un par de años parece estar resurgiendo con el 15-M, los Indignados y  movimientos como Ocupa Wall Street, ahora ampliado a muchas otras ciudades de Estados Unidos. Sin pretender hacer ahora un análisis comparativo de los métodos y objetivos de quienes protestaban entonces y ahora, uno de los elementos clave en los indignados de entonces era el sentido del humor, que en esta novela está presente desde la primera a la última página y que en cambio está radicalmente ausente en los indignados de ahora. Quizás, como señala Chomsky, la gran diferencia estribe en que los de ahora han perdido toda esperanza y se mueven más por impulso de la desesperación que animados por la esperanza. La tercera y última condición, y ya digo que las tres están muy relacionadas, es tener un alma de friki más o menos explícitamente asumida, probablemente porque esa sea la única vía posible para escapar del desánimo y la falta de esperanza que nos caracteriza. Humor friki. Abstenerse los forofos del realismo social. O del realismo a secas.

Publicada por vez primera en 1975, The Monkey Wrench Gang, desenfadadamente traducida al castellano como La banda de la tenaza, cuenta la guerra imposible que declaran cuatro frikis irredentos contra el entonces todavía llamado desarrollo de la civilización, encarnado aquí por las centrales térmicas y nucleares, las minas, las presas, los puentes, las carreteras, los tendidos de alta tensión y demás artilugios ideados para arruinar la Tierra.

Doc Sarvis, un médico prestigioso con alma de gamberro y su novia, la rotunda, no menos gamberra y muy crumbiana Bonnie Azzbug, se alían con George Washington Hayduke, una especie de oso peludo recién llegado de Vietnam, y con "Seldom Seen" Smith, un guía turístico  fluvial, mormón y casado con tres mujeres, responsables ellas del mote que él sobrelleva con entereza (Seldon Seen significa Visto a duras penas, o algo así).  En tanto que nativo de la región y en tanto que trabajador de la naturaleza, Seldon Seen Smith siente un odio irrenunciable contra la presa del Gran Cañón, esa desgracia humana que además de arruinar para siempre uno de los ríos más hermosos de América (el Colorado) permitió la industrialización del gran desierto del sudoeste, una inmensa soledad en la que surgen aquí y allá rarezas como Las Vegas o Salt Lake City, sede mundial de los mormones. A Smith no le cuesta gran cosa sumar a la causa al doctor Sarvis y su novia porque éstos hace tiempo que recorren las carreteras prendiendo fuego a las vallas publicitarias. Hayduke, en cambio, no sólo se suma de inmediato a la guerra sino que debe ser refrenado todo el tiempo porque es un acérrimo de las armas y de complementos tan contundentes  como la dinamita.

Según vayan ampliando sus objetivos, fundamentalmente los bulldozers pero también todo tipo de instalaciones industriales e infraestructuras, la banda de los cuatro va creándose enemigos cada vez más peligrosos. Hasta que, justo el día de su inauguración, vuelan un puente sobre el Gran Cañón que debería unir Utah y Arizona. Ese es el arranque de la novela y, algo más adelante, el inicio de una delirante persecución por el desierto y en la que  intervienen fuerzas de tierra, mar y aire, o al menos fuerzas fluviales.

El autor, Edward Abbey, trabajó muchos años como ranger del National Park Service y conoce admirablemente los escenarios por los que transcurre la frenética acción. Los lectores de hoy tienen una ventaja sobre los originales, y me refiero al servicio de mapas de Google, que permiten seguir, como a vista de pájaro, las andanzas de esos cuatro terroristas impregnados de humanismo, pues su máxima es causar los máximos destrozos materiales pero sin poner en peligro vidas humanas.

La banda de la tenaza

Edward Abbey

Berenice



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16 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Sagapò (Te quiero)

Quienes, antes de leer este libro, ya tuvieran una idea muy  pobre acerca del comportamiento bélico de los italianos, cuando terminen Sagapò habrá visto confirmadas hasta la saciedad sus peores sospechas.  Y eso que, encima, Renzo Biasion ni siquiera es un amargado rencoroso dispuesto a ajustar cuentas con quienes no sólo le arruinaron cinco o seis de sus mejores años de la vida, y  no sólo le pusieron en trance de morir en nombre de los delirios de un dictador lunático sino que encima les abandonaron a su suerte a él y a sus compañeros. Y quienes, por ejemplo yo, han pasado un año y medio de su vida integrados en un ejército que era fiel reflejo del alma de su Caudillo, van a encontrar perfectamente reconocibles muchas de las situaciones que aquejan a los soldados que protagonizan los trece relatos de este libro,  aparte de que es un motivo más  para sentirse afortunados por no haberse visto envueltos es un conflicto bélico de verdad.

Renzo Biasion, nacido en Treviso en 1914, ya estaba dando sus primeros pasos profesionales en el taller del pintor veneciano Juti Ravenna, cuando fue llamado a filas y enviado al frente greco-albanés, sin duda una de las experiencias bélicas más traumáticas de la aventura italiana en los Balcanes. De derrota en derrota, y tras su paso por diversas guarniciones desperdigadas por las ya de por sí desperdigadas islas griegas, entre 1941 y 1943,  Biasion fue enviado como prisionero de guerra a Holanda y Alemania. Y fue allí, en un campo de internamiento y porque no disponía de los útiles de pintar, donde Renzo Biasion escribió éste su único libro.

Lo cual es una desgracia porque se trata de un narrador espléndido, con unas dotes notables para la descripción de paisajes y situaciones y porque derrocha empatía por sus personajes, fundamentalmente los más crueles, mezquinos y deplorables, lo cual es una de las virtudes más de agradecer en un narrador. Sin embargo, lo más notable, lo que más asombra según se pasa de un relato a otro, es  la notable amplitud de registros narrativos que exhibe este pintor apreciado pero humilde, y que según confesaba él mismo apenas si había contribuido con unas pocas piedras al gigantesco edificio del arte.  Nunca sabremos si hubiera gozado de un trato mejor en el barrio destinado a los escritores en la República de las Letras.

Sagapò es la traducción fonética popularizada por los soldados italianos de la expresión griega "te quiero", y aunque desde Elio Vittorini (su primer editor en Einaudi) en adelante se acostumbra a resaltar que el libro narra las aventuras amorosas entre tropas invasoras y nativas invadidas, Biasion va mucho más allá. Es cierto que los trece relatos tienen como protagonistas a oficiales, suboficiales y soldados olvidados por sus superiores en diversas islas griegas. Pero incluso la película Mediterráneo, ganadora de un Oscar en 1993 y libremente  inspirada en el libro, ha ofrecido una idea algo edulcorada de aquella aventura, que no tiene nada que ver con unos fogosos y apasionados amantes abandonados en el paraíso y sin nada mejor que hacer que enamorar a las bellas nativas. He dicho que Biasion no está ajustando cuentas, pero su estancia en las islas tampoco le ofuscó los sentidos. Por descontado que no es insensible a la belleza del paisaje terrestre y al mar, y algunas de sus descripciones son muy hermosas, pero lo que predomina es el estado de guerra, con todas las miserias físicas  y humanas que ésta conlleva en la forma de pueblos arrasados, cultivos esquilmados y  poblaciones sometidas a la pobreza más brutal, razón por la cual no sale una sola mujer que, de grado o por fuerza, no sea prostituta, por lo que también las relaciones entre invasores e invadidas están marcadas por la necesidad y el comercio. Aparte de la muerte al acecho.

Y sin embargo los relatos son de una belleza sorprendente, casi siempre debido a la ya mencionada calidad literaria de su autor.  Hay uno en especial, titulado "De profundis" que Kafka lo hubiera podido aceptar como suyo. Unas tropas miserables, encargadas de defender una posición maltratada por el sol, el viento y las moscas, y sin el menor valor estratégico, van siendo sistemáticamente masacradas por un enemigo invisible y del que no se sabe su identidad ni siquiera al final, como si fuera el Enemigo. Es un libro ideal para llevarlo de fin de semana, a poder ser junto al mar porque viendo disfrutar a los soldados en la playa le entran a uno unas ganas irreprimibles de hacer lo mismo.

Sagapò (Te quiero)    

Renzo Biasion

Acantilado



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9 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Hacia una montaña en el Tibet

Como poco, el viajero es una  rara avis, y viajar una actividad misteriosa. Colin Thubron, el autor de Hacia una montaña en el Tibet es un buen ejemplo ello. Qué busca un hombre de setenta años aquejado de los achaques propios de la edad (y que se van a ver agravados cuando  lleve semanas de caminar, mal dormido y peor comido, por alturas de 5.000 metros) cuando abandona a su esposa de treinta años (una especialista en Shakespeare), su casa de Londres y su amado jardín, aparca los libros que le restan por escribir (entre ellos poner en  orden el manuscrito que antes de morir le puso en las manos Patrick Leigh Fermor y con el que acaba  el viaje iniciático de éste a  Bizancio), qué busca, digo, ese hombre cuando un buen día se pone en camino hacia zonas  remotas del Himalaya. Su libro, hablando de aves raras y actividades misteriosas, también es un buen ejemplo porque a los pocos días de empezar la caminata uno de sus compañeros de viaje le hace exactamente esa pregunta (qué hace un hombre como usted perdido en un lugar como éste, del que todos queremos escapar) y la respuesta no puede ser más esclarecedora: "Viajo por los muertos", dice. El lector medianamente puesto piensa al escuchar esa salida: "Por fin voy a tener la oportunidad de entrar en El libro de los  muertos tibetano de la mano de un autor competente y que además de leerlo con cuidado ha tenido el cierto de ir a pedir explicaciones sobre el terreno".

Pero no.  En respuesta a la pregunta  de su guía local, bien  podría haber dicho "No lo sé" y el resultado para el lector podría haber sido el mismo. Hijo de un oficial británico destinado algún tiempo en la India y con el  que mantuvo una entrañable relación que se prolongó hasta después de su  muerte, los recuerdos de las cacerías paternas por el Himalaya le sugieren al autor numerosos recuerdos y escenas de la infancia, y con ellos recuerdos de su madre y su hermana, ambas muertas.  Aparte de las asociaciones geográficas, el hecho de que al autor se haya visto obligado recientemente a desmontar la casa de sus padres y deshacerse de numerosos objetos personales (entre ellos las cartas de amor de sus progenitores, cuya posible destrucción le crea un sentimiento de culpabilidad tan fuerte como el hecho de guardarlas...y leerlas) contribuye a la presencia de los muertos entre las fatigas del viaje. Pero, como digo, es un asunto personal del autor, una especie de proceso catártico que le permite poner en orden sus sentimientos pero que no forma parte del auténtico caudal narrativo del libro.  El cual, por encima de todo, es el país, o sea el paisaje y sus gentes. Con una solidaridad que atraviesa todas las barreras del exotismo y el folklore, y un admirable interés humano por sus semejantes, Colin Thubron  va registrando las circunstancias de las personas con las que se cruza, ya sean campesinos, pastores, comerciantes, monjes o contrabandistas. Con más de tres mil años a cuestas, una parte de los cuales son históricos aunque la mayor parte de ellos se pierden en los vericuetos de  la mitología, el Himalaya es un galimatías geológico, botánico, climático, cultural, étnico y religioso. Y de ahí que nunca sea posible adivinar cómo será el próximo personaje que le salga al paso. El denominador común es una espantosa miseria ancestral e irredenta, y las diferencias radican en las industrias que cada uno inventa para llegar vivo al día siguiente. Y dichas industrias son inimaginables. Ahí está ese campesino vestido con la camiseta de un equipo británico falsificada en China o ese puñado de monjes perdidos en un monasterio colgado de algún abismo y que son unos hinchas acérrimos del Manchester United, por lo que se dan a todos los diablos tras la derrota sufrida por los suyos frente al Barcelona  FC en la final de la Copa de Europa.  O se humilde maestro de una aldea ignota que se ha dejado la vida por ver a un hijo ingresado en un monasterio budista en la India y que sufre ahora por la suerte de su hija, estudiante en América gracias a una beca. Pero la tipología humana es inagotable.

Y junto con las personas, los paisajes. Colihn Thubron tiene una sensibilidad especial para hilvanar las nubes con los riscos y los árboles y las flores y los arroyos que bajan de las nieves eternas y tejer con todo ello un estado de ánimo que conecta misteriosamente con la espiritualidad de cada lugar, con las huellas dejadas por generaciones de personas nacidas, crecidas y muertas allí, o que eran simples viajeros de paso y que han dejado una huella anónima, al mismo tiempo efímera y eterna. Porque de eso va el viaje a la montaña de Kailash, que con sus 6.714 metros es apenas una hermana menor de los míticos picos que la rodean y que forman parte de las obsesiones de incontables  escaladores. Además de dar nacimiento a los principales ríos de la India (el Indo, el Ganges, el Brahmaputra y el Sutlej),  Kailash es un lugar sagrado para el budismo y el hinduismo y desde tiempos inmemoriales recibe a millares de peregrinos.  Colin Thubron entre ellos. Un agnóstico. Un hombre que no siente la llamada de la divinidad. Y que sin embargo lo deja todo y arrostra toda suerte de penalidades para acudir a la  misteriosa llamada de la montaña sagrada.

Hacia una montaña
en el Tibet

Colin Thubron

RBA

Como poco, el viajero es una  rara avis, y viajar una actividad misteriosa. Colin
Thubron, el autor de Hacia una montaña en
el Tibet
es un buen ejemplo ello. Qué busca un hombre de setenta años
aquejado de los achaques propios de la edad (y que se van a ver agravados
cuando  lleve semanas de caminar, mal
dormido y peor comido,  por alturas de
5.000 metros) cuando abandona a su esposa de treinta años (una especialista en
Shakespeare), su casa de Londres y su amado jardín, aparca los libros que le
restan por escribir (entre ellos poner en orden el manuscrito que antes de
morir le puso en las manos Patrick Leigh Fermor y con el que acaba  el viaje iniciático de éste a  Bizancio), qué busca, digo, ese hombre cuando
un buen día se pone en camino hacia  remotas del Himalaya. Su libro, hablando de
aves raras y actividades misteriosas, también es un buen ejemplo porque a los
pocos días de empezar la caminata uno de sus compañeros de viaje le hace
exactamente esa pregunta (qué hace un hombre como usted perdido en un lugar
como éste, del que todos queremos escapar) y la respuesta no puede ser más
esclarecedora: "Viajo por los muertos", dice. El lector medianamente puesto
piensa al escuchar esa salida: "Por fin voy a tener la oportunidad de entrar en
El libro de los  muertos tibetano de la mano de un autor
competente y que además de leerlo con cuidado ha tenido el acierto de ir a
pedir explicaciones sobre el terreno".

Pero no.  En respuesta a la pregunta  de su guía local, bien  podría haber dicho "No lo sé" y el resultado
podría haber sido el mismo. Hijo de un oficial británico destinado algún tiempo
en la India y con el  que mantuvo una
entrañable relación que se prolongó hasta después de su  muerte, los recuerdos de las cacerías
paternas por el Himalaya le sugieren al autor numerosos recuerdos y escenas de
la infancia, y con ellos recuerdos de su madre y su hermana, ambas
muertas.  Aparte de las asociaciones
geográficas, el hecho de que al autor se haya visto obligado recientemente a
desmontar la casa de sus padres y deshacerse de numerosos objetos personales
(entre ellos las cartas de amor de sus progenitores, cuya posible destrucción le
crea un sentimiento de culpabilidad tan fuerte como el hecho de guardarlas...y
leerlas) contribuye a la presencia de los muertos entre las fatigas del viaje.
Pero, como digo, es un asunto personal del autor, una especie de proceso
catártico que le permite poner en orden sus sentimientos pero que no forma
parte del auténtico caudal narrativo del libro.  El cual, por encima de todo, es el país, o sea
el paisaje y sus gentes. Con una solidaridad que atraviesa todas las barreras
del exotismo y el folklore, y un admirable interés humano por sus semejantes,
Colin Thubron  va registrando las
circunstancias de las personas con las que se cruza, ya sean campesinos,
pastores, comerciantes, monjes o contrabandistas. Con más de tres mil años a
cuestas, una parte de los cuales son históricos aunque la mayor parte de ellos
se pierden en los vericuetos de  la
mitología, el Himalaya es un galimatías geológico, botánico, climático,
cultural, étnico y religioso. Y de ahí que nunca sea posible adivinar cómo será
el próximo personaje que le salga al paso. El denominador común es una
espantosa miseria ancestral e irredenta, y las diferencias radican en las
industrias que cada uno inventa para llegar vivo al día siguiente. Y las respuestas
son inimaginables. Ahí está ese campesino vestido con la camiseta de un equipo
británico falsificada en China o ese puñado de monjes perdidos en un monasterio
colgado de algún abismo y que son unos hinchas acérrimos del Manchester United,
por lo que se dan a todos los diablos tras la derrota sufrida por los suyos
frente al Barcelona  FC en la final de la
Copa de Europa.   O se humilde maestro de una aldea ignota que
se ha dejado la vida por ver a un hijo ingresado en un monasterio budista en la
India y que sufre ahora por la suerte de su hija, estudiante en América gracias
a una beca. Pero la tipología humana es inagotable.

Y junto con las personas, los paisajes.
Colihn Thubron tiene una sensibilidad especial para hilvanar las nubes con los
riscos y los árboles y las flores y los arroyos que bajan de las nieves eternas
y tejer con todo ello un estado de ánimo que conecta misteriosamente con la
espiritualidad de cada lugar, con las huellas dejadas por generaciones de
personas nacidas, crecidas y muertas allí, o que eran simples viajeros de paso
y que han dejado una huella anónima, al mismo tiempo efímera y eterna. Porque
de eso va el viaje a la montaña de Kailash, que con sus 6.714 metros es apenas
una hermana menor de los míticos picos que la rodean y que forman parte de las
obsesiones de incontables  escaladores. Además
de dar nacimiento a los principales ríos de la India (el Indo, el Ganges, el Brahmaputra
y el Sutlej),  Kailash es un lugar
sagrado para el budismo y el hinduismo y desde tiempos inmemoriales recibe a
millares de peregrinos.  Colin Thubron
entre ellos. Un agnóstico. Un hombre que no siente la llamada de la divinidad.
Y que sin embargo lo deja todo y arrostra toda suerte de penalidades para
acudir a la  misteriosa llamada de la
montaña sagrada.

Hacia una montaña
en el Tibet

Colin Thubron

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Como poco, el viajero es una  rara avis, y viajar una actividad misteriosa.
Colin Thubron, el autor de Hacia una
montaña en el Tibet
es un buen ejemplo ello. Qué busca un hombre de setenta
años aquejado de los achaques propios de la edad (y que se van a ver agravados
cuando  lleve semanas de caminar, mal
dormido y peor comido,  por alturas de
5.000 metros) cuando abandona a su esposa de treinta años (una especialista en
Shakespeare), su casa de Londres y su amado jardín, aparca los libros que le
restan por escribir (entre ellos poner en orden el manuscrito que antes de
morir le puso en las manos Patrick Leigh Fermor y con el que acaba  el viaje iniciático de éste a  Bizancio), qué busca, digo, ese hombre cuando
un buen día se pone en camino hacia  remotas del Himalaya. Su libro, hablando de
aves raras y actividades misteriosas, también es un buen ejemplo porque a los
pocos días de empezar la caminata uno de sus compañeros de viaje le hace
exactamente esa pregunta (qué hace un hombre como usted perdido en un lugar
como éste, del que todos queremos escapar) y la respuesta no puede ser más
esclarecedora: "Viajo por los muertos", dice. El lector medianamente puesto piensa
al escuchar esa salida: "Por fin voy a tener la oportunidad de entrar en El libro de los  muertos tibetano de la mano de un autor
competente y que además de leerlo con cuidado ha tenido el acierto de ir a
pedir explicaciones sobre el terreno".

Pero no.  En respuesta a la pregunta  de su guía local, bien  podría haber dicho "No lo sé" y el resultado
podría haber sido el mismo. Hijo de un oficial británico destinado algún tiempo
en la India y con el  que mantuvo una
entrañable relación que se prolongó hasta después de su  muerte, los recuerdos de las cacerías
paternas por el Himalaya le sugieren al autor numerosos recuerdos y escenas de
la infancia, y con ellos recuerdos de su madre y su hermana, ambas muertas.  Aparte de las asociaciones geográficas, el
hecho de que al autor se haya visto obligado recientemente a desmontar la casa
de sus padres y deshacerse de numerosos objetos personales (entre ellos las
cartas de amor de sus progenitores, cuya posible destrucción le crea un
sentimiento de culpabilidad tan fuerte como el hecho de guardarlas...y leerlas)
contribuye a la presencia de los muertos entre las fatigas del viaje. Pero,
como digo, es un asunto personal del autor, una especie de proceso catártico
que le permite poner en orden sus sentimientos pero que no forma parte del
auténtico caudal narrativo del libro.  El
cual, por encima de todo, es el país, o sea el paisaje y sus gentes. Con una
solidaridad que atraviesa todas las barreras del exotismo y el folklore, y un
admirable interés humano por sus semejantes, Colin Thubron  va registrando las circunstancias de las
personas con las que se cruza, ya sean campesinos, pastores, comerciantes, monjes
o contrabandistas. Con más de tres mil años a cuestas, una parte de los cuales
son históricos aunque la mayor parte de ellos se pierden en los vericuetos
de  la mitología, el Himalaya es un
galimatías geológico, botánico, climático, cultural, étnico y religioso. Y de
ahí que nunca sea posible adivinar cómo será el próximo personaje que le salga
al paso. El denominador común es una espantosa miseria ancestral e irredenta, y
las diferencias radican en las industrias que cada uno inventa para llegar vivo
al día siguiente. Y las respuestas son inimaginables. Ahí está ese campesino
vestido con la camiseta de un equipo británico falsificada en China o ese
puñado de monjes perdidos en un monasterio colgado de algún abismo y que son
unos hinchas acérrimos del Manchester United, por lo que se dan a todos los
diablos tras la derrota sufrida por los suyos frente al Barcelona  FC en la final de la Copa de Europa.   O se humilde maestro de una aldea ignota que
se ha dejado la vida por ver a un hijo ingresado en un monasterio budista en la
India y que sufre ahora por la suerte de su hija, estudiante en América gracias
a una beca. Pero la tipología humana es inagotable.

Y junto con las personas, los paisajes.
Colihn Thubron tiene una sensibilidad especial para hilvanar las nubes con los
riscos y los árboles y las flores y los arroyos que bajan de las nieves eternas
y tejer con todo ello un estado de ánimo que conecta misteriosamente con la
espiritualidad de cada lugar, con las huellas dejadas por generaciones de
personas nacidas, crecidas y muertas allí, o que eran simples viajeros de paso
y que han dejado una huella anónima, al mismo tiempo efímera y eterna. Porque
de eso va el viaje a la montaña de Kailash, que con sus 6.714 metros es apenas
una hermana menor de los míticos picos que la rodean y que forman parte de las
obsesiones de incontables  escaladores.
Además de dar nacimiento a los principales ríos de la India (el Indo, el
Ganges, el Brahmaputra y el Sutlej),  Kailash es un lugar sagrado para el budismo y
el hinduismo y desde tiempos inmemoriales recibe a millares de peregrinos.  Colin Thubron entre ellos. Un agnóstico. Un hombre
que no siente la llamada de la divinidad. Y que sin embargo lo deja todo y
arrostra toda suerte de penalidades para acudir a la  misteriosa llamada de la montaña sagrada.

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2 de julio de 2012
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