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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Miquiño mío. Cartas a Galdós

Esta reseña esconde una pequeña trampa porque no es una incitación clara y sin reservas a la lectura del libro cuya cubierta aparece en lo alto. Es decir, sí, su lectura sería recomendable aunque sólo fuera porque si en este país persiste la costumbre ancestral de enterrar a sus escritores vivos - encumbrarlos para luego reducirlos a escombros - lo que hace con los muertos no tiene nombre. Por lo tanto, si unos estudiosos dedican tiempo y esfuerzo a dar a conocer unos textos decimonónicos insuficientemente difundidos, y si unos editores se arriesgan a publicarlos, desde luego que su lectura es de por sí recomendable. Pero en este caso se da además la feliz circunstancia de que Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández han hecho un excelente trabajo de presentación y ordenación de los textos y ello es un motivo más para leerlos.
La única desgracia es que las cartas de doña Emilia Pardo Bazán no van acompañadas de las correspondientes respuestas de Benito Pérez Galdós debido, según insinúan los editorses, a la (inconcebible) labor de destrucción de documentos llevada a cabo por la familia Franco cuando se apoderó del Pazo de Meirás (al que por cierto doña Emilia en varias de sus cartas llama granja Meirás).
Y digo que semejante mutilación es una desgracia porque las cartas de doña Emilia admiten una lectura novelesca en el sentido de que hay un planteamiento (admiración de la artista en ciernes por el gran novelista ya reconocido y evolución hacia la satisfacción de unas necesidades más mundanas) nudo (la admiración pasa a ser pasión carnal y de la otra, sobre todo a raíz de un viaje juntos por Francia y Alemania) y desenlace, un larguísimo desenlace porque - siempre a juzgar por las cosas que dice ella - a raíz del clímax viajero el viejo zorro empieza una sabia labor de distanciamiento con vistas a reconvertir esa admiración/pasión en una entrañable amistad que durará hasta el fin de los días de ambos. Estoy seguro de que las cartas perdidas de don Benito (y  Dios confunda a quienes las destruyeron) podrían figurar en cualquier Manual del conquistador una vez llegados a la peliaguda sección del "Cómo dar elegantes largas cambiadas sin que ella se indigne y quiera romper la baraja".
Para hacerse una idea de a qué nivel se libraba esa batalla sorda pero en boca de todos, cuando Galdós ya la tenía convencida de que ambos eran seres libres, doña Emilia tuvo en Barcelona una historia corta pero explosiva con Lázaro Galdiano, cosa que le sentó tan mal al defensor de la distancia y la desafección que en la correspondencia incluso se pronunció la palabra "traición" (por parte de ella, naturalmente, porque él estaba teniendo desde tiempo atrás una relación con Lorenza Covián lo bastante íntima como para que de ahí saliese una hija, pero eso no le debía de parecer traicionero al taimado solterón).
Además de la lectura novelesca esta recopilación epistolar permite hacerse una idea bastante clara de cómo era la vida literaria española en la última parte del siglo XIX, con sus adhesiones y trifulcas, sus banderías y descalificaciones atentamente seguidas por los lectores de unos y otros. Por ejemplo, doña Emilia habla de un viaje suyo a La Coruña en el que su coche fue seguido desde la estación hasta casa por 20.000 enfervorecidos paisanos. "Más vale que les de por ahí", termina diciendo después de haberse manifestado encantada por semejante recibimiento.
Por muy criticable que haya sido ese periodo de la literatura española, sin ir más lejos da casi envidia ver con qué sañuda acritud es públicamente atacada doña Emilia por haber osado dar una conferencia sobre los escritores rusos cuando ¡únicamente los había leído en francés! Comparada con la inanidad actual, presidida por un "todo vale" que no presagia nada bueno, las acritudes y las banderías son un signo de vitalidad que ya nos gustaría ver hoy cuando se comete un imperdonable desaguisado público y todo el mundo parece dar una aprobación culpable, a menos que haya dejado de ser cierto aquello de que quien calla otorga.
Pero si decía que este escrito encierra una pequeña trampa es porque, en el fondo, estas cartas abren el apetito y mientras se leen entran ganas de ir directamente a ver lo que dijeron uno y  otra, con la ventaja añadida de que, pese al mal trato que reciben los muertos, en este caso el lector curioso tiene a su disposición, por ejemplo en la Biblioteca Castro, una docena larga de libros de cada uno impecablemente editados. Lo digo por si a alguien le faltaban ideas para las lecturas de verano.

"Miquiño mío"
Cartas a Galdós

Emilia Pardo Bazán

Tuner Noema

 

 

 

 



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21 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nuevas maneras de matar a tu madre

Les pasa a todos, pero como este libro lo ha escrito Colm Tóibín le atribuyo a él la dificultad (yo diría que casi metafísica) que tienen los novelistas para escribir otra cosa que no sea ficción. O sea que si un lector ha quedado dubitativo ante la palabra "ensayo" que los editores han incluido en la contraportada del libro puede respirar tranquilo: a Tóibín no parece preocuparle en exceso si las carencias afectivas infantiles de un niño irlandés del montón explican - o no - que años después, cuando ese niño se convirtió en un genio mundialmente reconocido y llamado Samuel Beckett, siguiese manteniendo con su mamá una relación disparatada.
Sólo en la introducción, cuando analiza la curiosa costumbre de Jane Austen y Henry James de escribir novelas cuyas protagonistas eran jóvenes huérfanas que sustituían la figura de la madre por un variopinto surtido de tías (las hay gordas, sutiles, mezquinas, amorosas, extravagantes, entrometidas y malvadas) Tóibín parece hacer caso del asunto que justifica el libro pero no, no pierde ni un segundo en investigar las carencias infantiles de Jane Austen y Henry James, o de sus protagonistas, y en cambio, con esa precisión que tiene un novelista para mostrar los artificios de otro novelista, dictamina: la falta de madre es un simple recurso técnico porque ello permite dibujar más nítidamente a la protagonista, que debe enfrentarse al mundo con la sola fuerza de su carácter. La vieja tía de turno está allí sólo como referente del entorno familiar que a finales del siglo XIX y principios del XX debía rodear obligatoriamente a toda joven que pretendiese labrarse un destino dentro de la sociedad burguesa de la época.
Cuando empieza el desfile de autores irlandeses, Tóibín se olvida rápidamente de matar al padre o la madre para fijarse en los hijos y con razón, porque todos ellos, los Yeats (padre, hijo y hermano), Synge, Brian Moore, Beckett y las esposas, amantes, enemigos, rivales, críticos, musas, espíritus, médiums, revolucionarios o las locuras respectivas de todos ellos demuestran ser un material cuya narración resulta demasiado interesante para perder el tiempo con justificaciones de tipo psicológico y, más adelante, psicoanalítico. Tóibín es además un lector magnífico y se maneja con envidiable soltura con la ingente producción de todos ellos, pues está hablando de uno de los periodos probablemente más creativos de Irlanda y origen de la actual primacía de los narradores irlandeses.
Mientras va de aquí para allá sin más orden ni concierto que los avatares de sus protagonistas, Toíbín da como de pasada unos datos capaces de cambiar para siempre la imagen que uno pueda tener de alguno de sus ídolos personales. Beckett, sin ir más lejos. Cuando lo ha situado en la treintena de su vida, dice de él: "Su problema durante esos años era muy simple y nada fácil de resolver: consistía en cómo vivir, qué hacer y quién ser". En respuesta a esas necesidades vemos a Beckett hacer gestiones para convertirse en publicitario, y como no lo consiguió, decidió hacerse piloto comercial; y en vista de que por ahí tampoco veía un futuro (faltaría más, ¿alguien se imagina a Beckett pilotando un avión?), llegó a buscar influencias para que Eisenstein le ayudara a ingresar en la Escuela de Cinematografía de Moscú (?). Todavía llegó a convencer a su madre para que le pagase (cosa que hizo) una estancia en Alemania porque deseaba hacerse crítico de arte. Después de tantas vueltas acabó en lo suyo, la escritura, y de esa época data una sátira feroz contra el poeta Austin Clark, un pobre diablo del que solo se habla cuando toca hacer la crítica de las novelas de Beckett, y más concretamente de Murphy. Por en medio todavía hizo un desganado esfuerzo por ser contratado en la Universidad de Ciudad del Cabo como profesor de italiano. Como se ve, hay material de sobra para contar disparates, pero Tóibín los presenta casi como de pasada porque después de Beckett le tocaba ocuparse de Brian Moore, que vaya otro.
Y cuando se cansa de los padres y las madres irlandesas, todavía le quedan arrestos para hablar de Thomas Mann, Borges, Tennessee Williams o James Baldwin, con los cuales no tiene una afinidad sentimental tan profunda como la que siente por los irlandeses, pero quien habla sigue siendo un narrador más interesado en las historias que en las ideas y no da ninguna pereza llevar a cabo un repaso a las quisicosas de los Borges y demás compinches yendo en compañía de un maestro de ceremonias como Colm Tóibín.

 

Nuevas maneras de matar a tu madre
Colm Toíbín
Traducción de Patricia Antón de Vez
Lumen

 



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7 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Pastoral iraquí

La guerra es una experiencia universal (en el sentido de que afecta a todos los órdenes de la existencia sin excepción) y extrema hasta el punto de haber quedado impresa indeleblemente en la memoria del ser humano como especie. Se puede hablar de ella sin haberla vivido, como lo demostró aquel autor norteamericano que alcanzó un éxito extraordinario con una novela sobre Vietnam para ser relegado de pronto al escarnio y el anonimato cuando se descubrió que apenas si conocía Vietnam de oídas y que ni siquiera había hecho el servicio militar. Y en un relato bélico tampoco son necesarias las descripciones de cruentas batallas cercanas al apocalipsis con incontables víctimas civiles y militares, y pienso por ejemplo en El desierto de los tártaros, de Dino Buzatti, en la cual no sólo no se llega a disparar un solo tiro sino que ni siquiera se ve una sola vez al enemigo que sin embargo está siempre ahí, al acecho, pues aun invisible esa presencia es lo único que dará sentido a la vida del joven teniente Giovanni Drogo.
Hasta cierto punto, es lo que ocurre en Pastoral iraquí, en la que se narra la misión de un destacamento militar español en Iraq durante la Segunda Guerra del Golfo. En estricta justicia, el único hecho de guerra reseñable es el estallido de una bomba en un mercado de Bagdad, aunque en último término no acaba de estar claro si es un acto terrorista cometido en un lugar público y muy concurrido para causar el mayor número de víctimas o si el artefacto iba dirigido contra los militares españoles "amigos". Y la única baja efectiva que sufre el destacamento es la muerte por decapitación del intérprete Massoud, aunque tampoco en este caso es consecuencia de un ataque del enemigo y más bien tiene el aspecto de un sacrificio ritual colectivo celebrado para acentuar los vínculos entre unos hombres inmersos, como decía al principio, en una experiencia universal y extrema, y en la que si por un lado necesitan ineludiblemente de los demás para sobrevivir como colectivo, la posible salvación será individual y cada uno habrá de cargar con el resultado de su experiencia.
Puesto que el autor no cede en ningún momento a la tentación del recurso fácil y emotivo de los bombardeos, el golpeteo de las balas desgarrando carne y los combates cuerpo a cuerpo, o dicho de otro modo, puesto que la guerra como tal es una presencia abrumadora que lo condiciona todo pero desde el exterior, la narración termina siendo, necesariamente, una metáfora interior, oscura, extrema y ajena al hecho de si lo narrado ocurrió como se cuenta o si los hechos reseñados son dignos de ser conservados en la memoria colectiva. Y en este sentido suena muy oportuna la cita de Hemingway recogida antes de inicio del libro y que dice: "Siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que antes fueron contadas como hechos".
Pero en Pastoral iraquí, en lugar de luz se cosechan tinieblas porque también en este terreno el autor ha renunciado al privilegio de hurgar y poner al descubierto determinados rasgos definitorios de los personajes en nombre de su familiaridad con ellos (al fin y al cabo se supone que los ha creado él y los conoce como nadie). En esta ficción, ninguno de los soldados, empezando por los jefes, conoce el terreno que les ha sido asignado, ni está familiarizado con los civiles a los que supuestamente ha ido a salvar ni  conoce tampoco las tácticas y peculiaridades del enemigo. Se aprende sobre la marcha, muchas veces a costa de los errores, de la misma forma que el lector va adentrándose en la progresiva, dolorosa y en cierto modo angustiosa complejidad de las situaciones según se suceden unas acciones impuestas desde el exterior y que nadie controla, salvo la fatalidad: ese coro trágico de mujeres vestidas de negro que reclaman los cuerpos de sus maridos muertos en una acción bélica; las autopsias realizadas sin los medios adecuados y narradas por un médico que distrae a los testigos con consideraciones metafísicas mientras le arrebata su sortija a una mano cercenada; el progresivo deterioro del coronel al mando del destacamento y que acaba siendo destruido por la misma realidad (la guerra) que debiera dar sentido a su vida como militar; el capellán castrense al que ya no le valen los argumentos de los que se servía en tiempos de paz para guiar a unos reclutas a los que ahora abandona a su suerte por carecer de argumentos creíbles, o el capitán de los servicios de información que termina siendo víctima de las mentiras y manipulaciones propias de su condición de espía. Ni el lector ni los soldados se benefician de subterfugios y remansos por gracia del narrador. Si tuvieran respuesta las preguntas que obsesivamente se hace el coronel jefe (¿Conseguiré salir vivo de aquí? ¿Salvará su vida el más miedoso de los hombres? ¿Quién me ha traído hasta aquí?)  dichas respuestas valdrían para todos los personajes e incluso para el lector pero no, por desdicha no hay explicación posible.

Pastoral iraquí
Basilio Baltasar
Alfaguara



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31 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nuestro pan de cada día

El antropólogo Claude Lévi-Strauss aseguraba en Tristes trópicos que "el mundo empezó sin el hombre y puede terminar sin él". Más centrado en lo suyo, Predrag Matvejevic aventura una predicción de menos alcance pero igual de inquietante: "La humanidad nació sin el pan y puede quedarse sin él".
Quien lea este libro sabrá que cualquier alusión a la palabra "pan" va mucho más allá de un simple pedazo de masa de cereal horneado con o sin levadura, pues como dice el propio Matvejevic, "Los caminos del pan han transcurrido por el espacio y el tiempo, por la memoria y el olvido. Es difícil constatar dónde empiezan y dónde acaban. Casi siempre ha ido de oriente a occidente, siguiendo el sol. [Pero]...el pan no aguanta viajes largos, se endurece, envejece, se pudre. En realidad viajan las semillas, las experiencias, la necesidad". Y, como no podía ser menos, en la necesidad está la clave del libro entero. Parafraseando a Lutero, dice Matvejevic: "Cuando pides "tu pan de cada día" estás pidiendo cuanto sea necesario para tener y disfrutar del pan de cada día, y por otro lado [te estás manifestando] contra todo aquello que interfiera con ese disfrute". Todo un programa político de alcance aún más perfilado por el anarquista Piotr Kropotkin, conocido como el "príncipe negro", cuando sostiene en La conquista del pan que en la lucha por conseguir el alimento la "necesidad" debe prevalecer sobre el "deber".
O sea que, como se ve, sin apenas haber entrado a hablar en serio sobre el pan, ya se han planteado cuestiones históricas, sociológicas, políticas, geográficas, éticas y religiosas, ello por hablar del puro y simple placer que el hombre ha encontrado en él desde antes incluso de haber entrado en la historia.
Según cuenta el autor, su infancia estuvo marcada por su propia hambre (nació en Mostar (Bosnia) en 1932 y por lo tanto le pillaron de lleno las terribles consecuencias de la II Guerra Mundial en los Balcanes), pero también una infancia marcada por el hambre experimentada por sus familiares más directos, unos refugiados que años después de huir a Yugoeslavia desde Rusia fueron capturados por los invasores alemanes y enviados a campos de concentración. Su propia relación con el pan (o con la ausencia de él) y los relatos de quienes regresaron de los campos de exterminio como muertos en vida o la memoria de quienes perecieron en ellos le animaron a escribir una historia del pan que por unas causas u otras se fue posponiendo, aunque en ningún momento dejó de acumular datos que ahora están a disposición del lector de este libro de difícil catalogación, pero escrito con la pasión y la curiosidad que el pan exige.
Porque pasan cosas harto curiosas con el pan. A todos nos fue enseñado de niños que si caía al suelo un pedazo de pan no sólo había que recogerlo sino que era preciso besarlo para devolverle su dignidad. Y resulta que recibió idéntica enseñanza un niño bosnio croata criado en el seno de una familia de refugiados rusos, circunstancia que se pone de manifiesto al hablar de esa misma costumbre en Oriente Próximo, la antigua Grecia y otros lugares de tradiciones igual de dispares. Otra afirmación curiosa: cuanto más se asemeja un idioma al nuestro, más cercana resulta su relación con el pan, aunque la cuestión lingüística ofrece infinitas posibilidades que Matvejevic  explora en todas las direcciones posibles, quizá incluso en exceso para el lector no especializado.
Pero es un apasionamiento que se entiende porque la imbricación en el habla cotidiana, desde tiempos inmemoriales y en todas las lenguas del mundo resulta fascinante. Cuando Adán es expulsado del paraíso queda condenado a ganarse el pan con el sudor de su frente, y se dice así porque en todo el mundo el pan es el símbolo del sustento para la vida. Es asimismo fascinante la relación del pan con el cuerpo, empezando por el "Yo soy el pan de la vida", de Jesucristo, que luego mantendrá una relación constante con ese pan que vuelve a jugar un papel primordial durante su última cena en este mundo. 
Nuestro pan de cada día es un libro intenso, casi podría decirse que la obra de toda una vida, y aunque apenas llega a las doscientas páginas hay momentos de gran densidad que se ven compensados de largo por la ya mencionada pasión puesta en su escritura, unida a una inmensa y asombrosamente variada cantidad de información. Y quien no aprenda a odiar el pan congelado y recién horneado que venden ahora en las gasolineras y los supermercados no habrá entendido la irreparable pérdida de civilización que están provocando esos miserables remedos del honrado panadero de toda la vida.

Nuestro pan de cada día
Predrag Matvejevic
Traducción de Luisa Fernanda Garrido
Y Tihomir Pistelek
Acantilado



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24 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El vaquero indomable

Año 1955. En un punto indeterminado del gran desierto atravesado por el río Bravo y que se extiende por Texas y Nuevo México para luego atravesar la frontera y adentrarse en México, el joven cowboy Jack Burns se está preparando el almuerzo antes de levantar el campamento para seguir su camino. Todo lo que posee en la vida está a la vista: una yegua joven y a medio domar; una silla de montar, un viejo saco de dormir y unas alforjas del ejército en las que guarda la sartén y el cazo con los que cocina los pocos alimentos que le restan. Posee además un sombrero negro, un rifle y una guitarra, y en el bolsillo guarda un puñado de dólares ganados a cambio de haber pasado casi un año cuidando ovejas (el oficio más degradante para un cowboy de verdad).
El conflicto, el irresoluble conflicto, no tarda en estallar: su amigo Paul Bondi ha sido condenado a dos años de prisión por negarse a inscribirse en la caja de reclutamiento, una especie de organismo de reserva que el Ejército de Estados Unidos, recién terminada la Guerra de Corea, tenía mucho interés en mantener activo y muy nutrido en previsión de lo que ya se veía venir: la Guerra de Vietnam y los movimientos antibélicos, anti sistema y anti todo que se iban a generalizar durante las décadas de 1960 y 1970. Bondi está a punto de ser trasladado de la prisión estatal a un penal federal y la idea de Jack Burns consiste en hacerse detener esa misma tarde para luego fugarse (de ahí las dos afiladas limas que oculta en sus botas vaqueras) y llevarse consigo a su amigo. En ese momento el cowboy y su clásico concepto de la vida (individualismo feroz, íntima relación con la naturaleza y rechazo visceral de la civilización y sus odiosas servidumbres) ya son tan anacrónicos como desplazarse a caballo o pensar que se puede plantar cara al Estado y sobrevivir.
Jack, en efecto se hace encarcelar a despecho de que él mismo es un prófugo porque tampoco se ha inscrito en la caja de reclutamiento, aparte de que tanto él como su amigo Bondi están en la lista negra de FBI desde su época en la universidad por haber fundado un grupo anarquista del que, además de ellos dos, formaban parte unos individuos todavía no identificados y llamados H.D. Thoreau, P.B. Shelley y Emiliano Zapata. Esta es la parte más ideológica del libro y quizá la más árida, más que nada porque el lector tiene la sospecha de que eso mismo podría haberse contado de forma más sucinta: el conflicto es, en resumidas cuentas, que si bien Paul Bondi agradece mucho el gesto de su amigo, se niega en redondo a acompañarle porque ello equivale a condenarse a una vida de persecución, acoso y salto de mata. Él tiene esposa e hijo y si firma determinados papeles, puede ver sustancialmente reducida su condena de dos años.
En esencia, ése fue el gran dilema que se les planteó a los movimientos de jóvenes anarquizantes y libertarios que tanto iban a proliferar en los años siguientes: frente a la feroz intransigencia del Estado (también conocido como Sistema y demás términos similares) cabía la posibilidad de ir al choque frontal, que por ejemplo fue la desgraciada vía elegida por los Black Panthers antes de ser exterminados sin misericordia, o bien elegir ese tipo de oposición más suave y acomodaticia encarnada por la hoy tan denostada vena irónica de rebeliones como la de Mayo del 68, aunque también se podía negar el sistema a fuerza de consumir cannabis y ácido lisérgico antes de acabar en California con flores en la cabeza.
Burns, evidentemente, rechaza los argumentos acomodaticios de su antiguo camarada y, con la ayuda de las limas y de dos indios navajos encarcelados por acosar a una dama blanca cuando iban borrachos, se escapa de la cárcel, recupera su yegua y huye al desierto con la esperanza de poder alcanzar la zona de grandes bosques que se abren más allá de los áridos e intrincados cañones que desembocan en el río Bravo.
Quienes tuvieron la curiosidad de leer La banda de la tenaza, publicada por esta misma editorial, ya saben cómo se las gasta Edward Abbey cuando centra la acción en las soledades del desierto y se complace en describir la integración del paisaje en la ética vital del fugitivo, para el que lo primordial es cómo llegar vivo al día siguiente pese al acoso de un ejército de policías locales, estatales, forestales y federales que se valen de radios móviles, vehículos todo terreno, avionetas e incluso un helicóptero prestado por un general al que le entusiasma ametrallar anarquistas. Y todo por apresar a un pobre tipo que se ha fugado de la cárcel.
Son antológicas la relación del cowboy con su yegua, y los riesgos que afronta con tal de no sacrificarla pese a que más le estorba que ayuda en la fuga, o la descripción de la caza de un ciervo y el banquete a que da lugar esa captura, con el siseo de la carne sobre la brasa y el humo cargado de aromas disipándose en los cañones. Una magnífica novela del Oeste.
Se entiende que a Kirk Douglas le entusiasmase  y que recurriese al genial Dalton Trumbo para que le escribiese Lonely Are the Brave (Los valientes andan solos) la mejor de sus películas. Para consuelo de acérrimos, existe la posibilidad de encontrar de nuevo a Jack Burns en sucesivas novelas de Edward Abbey, o rebuscar en la de la tenaza porque hacía allí un breve cameo.

El vaquero indomable
Edward Abbey
Traducción de Juan Bonilla
Berenice



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17 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Niños futbolistas

Que si la montaña no va a Mahoma está claro que Mahoma debe tomar medidas contundentes para paliar semejante escándalo es un hallazgo de la sabiduría popular que se ofrece a los niños de todo el mundo sin distinción de raza ni religión. Las cosas son así y ya está.
Lo que ocurre es que esa sabiduría servida a todos no es aprovechada por todos en la misma medida, y hay gente, como por ejemplo Juan Pablo Meneses, que han hecho de ella una especie de premisa universal aplicable a numerosos aspectos de la vida. Entre otros a su profesión, el periodismo. Si la noticia no acude a su Chile natal con suficiente asiduidad y premura cabe la posibilidad de trasladarse allí donde tenga lugar el acontecimiento. Total, si lo hace Mahoma por qué no va a hacerlo él.
Fue así como nació lo que él llama "periodismo portátil", que es para el reportero lo mismo que para el marinero tener una novia en cada puerto, o lo mismo que considerar el mundo entero una redacción en la que cada vez te sientas en la esquina donde te " sorprendió" la noticia.
El paso lógico siguiente era lo que él llama "periodismo cash", y que consiste en invertir una cierta cantidad de dinero para tener el privilegio de asistir en primera fila al desarrollo de la noticia cuyo inicio tú mismo has provocado. Sin ir más lejos, comprar los derechos de un niño futbolista y contar qué pasa cuando tratas de ponerlo en el mercado. Los riesgos inherentes a este estilo de periodismo son infinititos porque también lo es el número de personas sin escrúpulos capaces de poner en marcha cualquier bajeza si consideran que con ello se pueden lucrar. Es la famosa premisa de que el fin justifica los medios y que si se trata de vender nada te impide echar más leña de la debería arder.
Quizá por eso Juan Pablo Meneses entendió que la honestidad era una premisa básica, tanto de cara el lector como para su relación con la pintoresca fauna con la que iba a entrar en contacto, y por eso también deja muy claro desde el primer momento que con su libro no pretende denunciar la existencia de una mafia internacional dedicada al siniestro tráfico de niños, entre otras cosas porque no existe tal mafia.
Lo que si hay son realidades: sin ir más lejos, la existencia sólo en Latinoamérica de diecisiete millones de niños entre 5 y 17 años, para muchos de los cuales el fútbol es casi la única vía de escapar a una vida anodina y de privaciones. Si del otro lado ponemos que el fútbol se ha convertido en una gigantesca maquinaria de mover dinero a escala mundial, y que dicha maquinaria necesita imperiosamente engrasarse cada temporada con una nueva hornada de jóvenes héroes capaces de movilizar a millones y millones de personas, estamos describiendo una perfecta conjunción del hambre con las ganas de comer.
No es sorprendente por lo tanto que el verdadero trasunto del libro no sea la compraventa del supuesto ídolo del futuro sino la progresiva presentación del entramado de intereses que rodea el fútbol, nada más que en aspecto del suministro de futuros valores, pues aquí no se habla de estructuras empresariales (antes llamadas clubs de fútbol), contratos publicitarios y de explotación de imagen, venta de abalorios relacionados con los equipos y sus figuras, retransmisiones televisivas o la celebración de eventos de alcance universal, como puede ser un Campeonato del Mundo. Sólo se habla de qué pasa con unos niños nacidos en una remota aldea y que desde que dan las primeras patadas a un balón tienen muy claro que lo importante no es "salir" de su medio sino "llegar". En ese tráfico está involucrada una fauna fascinante que el lector va descubriendo al mismo tiempo que el autor según va pasando éste de unos países a otros y se va encontrando con realidades sorprendentes, empezando por la preferencia casi generalizada de los chicos de cualquier nacionalidad por acabar en el Barcelona C.F. (y el sonado fichaje de Neymar podría ser un ejemplo elocuente de ese sueño global) o el fabuloso negocio que se ha montado el Barcelona a costa de los miles de niños que controla en numerosos países por medio de acuerdos con entidades deportivas locales o a través de las llamadas escuelas de fútbol. Todo ello con vistas a la compraventa.
Con gran agilidad, y apoyado en su ya reconocida habilidad para un desarrollo ameno de los temas que expone, Juan Pablo Meneses no oculta la parte dolorosa e injusta del tráfico mundial de niños futbolistas, pero tampoco hace sangre de ello y el lector sale ganando porque tiene la oportunidad de conocer un universo repleto de personajes insólitos y del que se sospecha su existencia, pero del que no existen buenos testimonios de primera mano.

Niños futbolistas
Juan Pablo Meneses
Blackie Books



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10 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Salvaje

A los norteamericanos les encantan las historias de superación heroica, y cuanto  cuanto más dramáticas y desesperadas sean las circunstancias, mejor. La única condición que pone el público en general para dejarse contar tales historias es que tengan un final feliz. Faltaría más.  Cada  año decenas de miles de norteamericanos se ganan la vida dando cursos de superación personal  en universidades, empresas y centros cívicos, redondeando sus ingresos escribiendo libros de autoayuda. Pero si el protagonista lucha sin medios contra una situación que lo supera y pierde (incluso la vida) dónde está el chiste. Y cómo se cuenta esa historia. O quién.
Hasta cierto punto es lo que le pasó a Christopher McCandless, inmortalizado primero por Jon Krakauer en su libro Into the Wild y después por Sean Penn en la película del mismo nombre. Según cuentan Krakauer y Penn, el joven McCandless fue poniéndose a prueba en retos cada vez más difíciles hasta que decidió irse a Alaska como aquél que dice con las manos en los bolsillos, hasta el punto de que el automovilista que lo acercó a su destino tuvo que regalarle unas botas porque ni siquiera llevaba el calzado adecuado. Puesto que tampoco poseía unas nociones básicas de supervivencia en condiciones extremas, las brutales condiciones de Alaska, las dificultades para encontrar comida y sobre todo la ignorancia demostraron ser más fuertes que él y no sobrevivió para contarlo.
Cosa que no le ocurre a Cheryl Strayed, la autora de Salvaje. Vaya por delante que, sin llegar a los extremos de McCandless, la aventura que aquí se cuenta es alucinante: el recorrido de un tramo de casi 2.000 kilómetros a pie, sola y sin apenas experiencia por el Pacific Crest Trail, una ruta que va desde la frontera de México a la de Canadá (4.000 kilómetros para quien se proponga hacerla entera) y que recorre la sucesión de cordilleras que bordean la costa del Pacífico con alturas superiores a los 3.500 metros, y por lo tanto con posibilidad cierta de nevadas y tormentas de nieve.
En el momento en que a Cheryl Strayed se le ocurrió echarse al monte (1995) esa ruta estaba aún muy poco transitada y apenas ofrecía infraestructuras. En ocasiones los puntos de avituallamiento se encontraban a más de 150 kilómetros unos de otros, lo cual obligaba a los senderistas a cargar con una impedimenta descomunal para sobrevivir durante los cinco o seis días que duraba la caminata entre un puesto y otro. Sobre todo el agua era una pesadilla, aun llevando productos químicos y una bomba depuradora, pues por si acaso era preciso cargar varios litros para no deshidratarse.
En esas condiciones casi resultan anecdóticos los encuentros con osos, coyotes, serpientes de cascabel y, sobre todo, las ocasiones apariciones en descampados de fornidos y asilvestrados senderistas que vaya usted a saber qué intenciones abrigarían después de tanta hormona acumulada durante los largos y obligados periodos de abstinencia en los bosques. Ese aspecto, el de la sexualidad latente o explícita en los caminos y los caminantes es uno de los muchos atractivos de este libro, sobre todo porque Sheryl Strayed lo trata con un gran sentido del humor y mucho tacto, aparte de que pese a sus ataques de pánico resulta que en el camino sólo encontró caballeros que se portaron como tales.
Probablemente, la necesidad de alternar el relato de sus experiencias en la naturaleza y las circunstancias personales que motivaron la posibilidad de emprender tan inusual aventura sea la parte menos lograda. No me refiero a sus antecedentes familiares y sus andanzas biográficas, que están contadas con la misma eficacia y salero que las del sendero, sino a las motivaciones personales previas al viaje. Tienen un tonillo de autoayuda (o de material susceptible de ser vendido después) no demasiado convincente. Pero por fortuna no es un elemento central en el relato y éste es en sí mismo tan entretenido e imprevisible que se pasan las páginas casi sin querer. Frío, calor, hambre, dolor, miedo y, casi como una constante, el deseo de volverse a casa y poner fin a semejante insensatez. Increíble. Y encima salir vivo para contarlo.
Salvaje es una estupenda lectura de verano que ya está despertando toda clase de lógicos entusiasmos en el público femenino, para el cual la identificación con la voz narradora y sus estados de ánimo es casi inmediata y hasta el final. Los perezosos pueden esperar un poco porque está viniendo la versión cinematográfica protagonizada por Reese Witherspoon y con guión de Nick Hornby. Pero mientras tanto hay toda clase de material gráfico en Internet.

Salvaje
Cheryl Strayed
Roca



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3 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Algún día hablaré de África

El narrador, Binyavanga Wainaina, empieza a contar su visión personal de África cuando él tenía cinco años (1978) y pone fin a su relato cuando tiene treinta y tantos años (2010) y ya es un escritor de prestigio que redondea sus ingresos impartiendo clases de escritura creativa en diversas universidades de Estados Unidos. No creo exagerado calificar de "ambicioso" el proyecto de Binyavanga Wainaina porque hablar de África en términos que resulten comprensibles para un lector occidental es un empeño difícil y plagado de arteras trampas. La primera y más obvia es la del idioma. A todo hijo de una colonización se le plantea la disyuntiva de utilizar (y por lo tanto desarrollar, enriquecer y universalizar) su lengua materna o bien usar la del conquistador, más articulada y por general más apta para expresar las complejidades de la civilización dominante y mal llamada superior. Obviamente, en el caso de un keniata actual, el inglés le ofrece unas expectativas de audiencia (ventas) inmensas, aparte de que la infraestructura cultural que arropa a un escritor anglosajón (trabajo en universidades, venta de colaboraciones a medios especializados, giras de conferencias, etc) es incomparable respecto a las que le cabe esperar si decide expresarse en la lengua de cualquiera de las innumerables etnias minoritarias. En todos los países del mundo, cuando una minoría se sabe amenazada de muerte por una potencia superior, las llamadas a la salvación de la lengua y la tradición pasan a ser un valor equivalente al de la religión, y son conocidas de todos las fatigas que les esperan a quienes van por libre y no comulgan ciegamente con el credo oficial. Así pues, para un keniata elegir escribir en inglés, tiene por fuerza que ser el fruto de una larga y ardua decisión y en cualquier caso pone de manifiesto una muy profunda contradicción. Sin embargo, como sin duda aprenderán los lectores de este libro, es una indelicadeza imperdonable señalarle a un keniata sus contradicciones, razón por la cual no insistiré en ello, máxime cuando es un tema que el propio autor no plantea abiertamente.
Otra de las graves y obvias dificultades a las que se enfrenta quien quiera hablar de África es que ésta no existe como entidad diferenciada: harto de la serie de generalidades y tópicos que los primeros viajeros clásicos difundieron sobre África, y de la visión que los viajeros actuales más superficiales (por no llamarlos turistas) suelen ofrecer al regreso de sus periplos por el continente africano, Binyavanga Wainaina se quejó a través de la revista Granta de la persistencia de esos tópicos pasados y actuales, y anunció públicamente su intención de aportar algún día su propia visión. Y  de ahí que el presente relato se llame como se llama.
Quede claro sin embargo que Binyavanga Wainaina, pese a que la tentación ha debido de rondarle casi de continuo, no ha caído en la trampa de escribir un panfleto antipanfletario. Es decir, que en su afán por sacar a relucir lo que los occidentales no ven no ha recurrido a negar lo que de auténtico hay en lo que sabemos de África, y que cualquier viajero avezado se ocupa de tener en mente porque sería imperdonable verse cazado como un pardillo en lo relativo a las guerras y los vaivenes geopolíticos, las condiciones de seguridad del territorio a visitar, los requisitos sanitarios y, en general, el panorama que va a encontrar. Sin ocultarlo, pero sin hacer sangre tampoco sangre de ello, Binyavanga Wainaina hace referencias continuas a los avatares por los que ha pasado Kenia desde la muerte del "padre de la patria", Jomo Kenyatta (1978) hasta la actualidad, con todos los problemas derivados de las luchas por el poder, o de las consecuencias de la política de Idi Amin en Uganda. La propia madre del narrador era ugandesa y su presencia en Kenia estaba relacionada con las persecuciones políticas del dictador ugandés, aparte de que, una vez casada y establecida en Kenia, la suerte de sus parientes en Uganda, o las repercusiones de las sucesivas oleadas de refugiados, será un tema de preocupación familiar continua. También tienen cabida los conflictos en los países limítrofes, o los problemas post apartheid de África del Sur cuando el narrador asiste a la universidad allí. Pero lo que de verdad interesa a Binyavanga Wainaina es el relato civil, la gente normal y corriente, como su propia familia o sus amigos desde la infancia a la madurez, las confluencias culturales y étnicas y, sobre todo, los referentes mediáticos de cada momento, algunos sorprendentes, como Michael Jackson, pero en su mayoría ídolos nacionales, todo ello en medio de un sinfín de noticias de primera mano acerca de bodas, colegios, modas en el vestir y el cantar, las relaciones amorosas y de amistad, las borracheras y los recursos de cada cual para sobrevivir y labrarse un futuro. Todo ello contado con un lenguaje conciso y percutante pero con unas resonancias poéticas y unas imágenes muy imaginativas y sugerentes. Uno de esos libros que mientras los lees transmiten la certeza de que los acabarás siendo más sabio y mejor informado. Es decir, transformado.

Algún día escribiré sobre África
Binyavanga Wainaina
Editorial Sexto Piso



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25 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El señor Fox

Desde que el ser humano tuvo necesidad de explicarse el mundo que se abría más allá de la caverna que siempre le había cobijado, encontró en el relato simbólico una herramienta que creyó adecuada a sus propósitos. Resultó sin embargo que esa herramienta era tan poderosa que no sólo podía dar voz y forma al mundo sino que podía incluso moldearlo a su imagen y semejanza, dejando intacta la incertidumbre de si vemos lo que hay o si lo que hay es así porque alguien se tomó la molestia de nombrarlo. A nadie le cabe ya la menor duda de que los caballos son tan hermosos gracias a Fidias, por la misma razón que de no haber sido por Cervantes nadie hubiese sospechado que en un ignoto lugar de la Mancha habitaba un mísero hidalgo que acabaría siendo una figura universal capaz de redimir al ser humano de sus muchos yerros, crueldades e imperfecciones.
Para escribir su cuarta novela, Helen Oyeyemi ha recurrido a una variante a ese juego eterno entre ficción y realidad que le ofrece unas posibilidades inmensas. Vaya por delante que esta escritora inglesa de origen nigeriano posee unas dotes innatas para narrar historias y que puede escribir páginas y páginas sin necesidad de echar mano de la infinidad de recursos que los más insignes novelistas crearon para contar sus historias. Está claro que en algún momento del pasado reciente se ha producido una mutación y que Helen Oyeyemi pertenece ya a una generación de escritores que posee sus propios recursos y unos puntos de referencia por completo ajenos a los de sus inmediatos predecesores.
Pongamos que un novelista norteamericano llamado St. John Fox recibe al cabo de muchos años la visita de Mary Foxe, que bajo diferentes nombres ha protagonizado numerosos relatos del escritor, aunque también ejerce de amante con tanto realismo que a ratos la narración se desliza hacia el triángulo amoroso con los consabidos desencuentros y alianzas entre marido, esposa e intrusa. Sin embargo, cuando la conocemos, Mary Foxe viene para ejercer de conciencia crítica: no le gusta la invencible tendencia de St. John Fox a matar a sus personajes femeninos. "Matas mujeres", le dice de buenas a primeras. "Eres un asesino en serie". Y añade."¿Es realmente necesario?". Casi 130 páginas más tarde, en otra conversación entre autor y personaje, éste insiste en su oposición al sacrificio constante de mujeres:"Lo que estás haciendo es construir una clase horrible de lógica. La gente lee lo que escribes y piensa:"Sí, está hablando de cosas que suceden de verdad" [...] Es obsceno mostrar esas cosas como algo normal". En el primer intento de Mary Foxe por obligar al escritor a olvidar su obsesión por matar mujeres, éste se justificaba así: "Es ridículo preocuparse tanto por el contenido de la ficción. No es real. Vamos, no te pongas así. No son más que juegos ".
No sin cierta malicia por parte de Helen Oyeyemi, esos juegos, ese forcejeo especular entre realidad y ficción se hace extensivo a los sucesivos intentos narrativos que corresponden a eso que en las novelas de antes se llamaban capítulos. A este respecto, no parece mala idea que todo lector no anglosajón le eche un buen vistazo a un supuesto cuento infantil llamado Mr. Fox (los perezosos pueden encontrarlo en Internet) que es la variante inglesa del mito de Barbazul. El titulo de la novela y el cuento infantil, que el escritor se llame señor Fox y su esposa sea la señora Fox, o que el personaje que surge de la ficción para irrumpir, influir y tergiversar la realidad se llame Mary Foxe cobra de pronto unos sentidos que todavía se abren a nuevas e intrigantes conjeturas cuando al final aparecen una serie de pequeños relatos protagonizados por zorros.
Contado así puede parecer que la novela sea un galimatías inextricable, pero no hay tal. Ya digo que Helen Oyeyemi posee unas dotes innatas (me resisto a calificarlas de facilidad porque todo el mundo sabe el esfuerzo terrible que les supone a los escritores alcanzar esa supuesta "facilidad") para la narración. Y capítulo a capítulo las historias son perfectamente comprensibles. Otra cosa es el partido que cada uno sepa sacarle a la intertextualidad, es decir, las misteriosas corrientes subterráneas que corren de un relato a otro con una extraña coherencia expresiva. Recurrir a la lógica tradicional en busca de una explicación única es caer en la clase de cerrazón que St. Jonn Fox le reprocha a la joven la primera vez que ésta le acusa de ser un asesino: "Careces de sentido del humor, Mary". Y tiene razón: al fin y al cabo es un juego, a ratos muy serio y en ocasiones tan duro como la vida misma, pero un juego que sólo tiene sentido si se le echa una buena dosis de humor. Y ya puestos, una buena dosis de desparpajo creativo.

El señor Fox
Helen Oyeyemi
Acantilado



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19 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Chicas bailarinas

Cuando en un ámbito nacional coinciden dos figuras de alcance universal - y da igual de qué campo sean - lo normal es que se formen dos bandos irreconciliables, con uno de ellos ensalzando tan inmoderadamente a su ídolo como inmoderadamente atacará al contrario.
En el caso de las letras canadienses las dos figuras incontrovertibles son Margaret Atwood y Alice Munro, y en este blog he hablando tantas veces de la segunda, y tan elogiosamente, que no cabe la menor duda de cuál de las dos es mi favorita.
Confieso sin embargo que no he sido justo con Margaret Atwood, entre otras cosas porque hasta ahora no había leído esta extraordinaria colección de relatos reunidos bajo el título de Chicas bailarinas. La mayor parte de los relatos son anteriores a 1977, fecha de su aparición en forma de libro, cuando Margaret Atwood ya se había forjado una sólida reputación como poeta y empezaba a cimentar su prosa con novelas como You Are Happy (1974) y Lady Oracle (1976). Vistos con la perspectiva de los casi cuarenta años transcurridos desde entonces, estos relatos son de una modernidad casi desconcertante. Aunque el feminismo militante trató de apoderarse de ella por su decidida toma de partido en favor de las mujeres, y aunque en la mayor parte de estos relatos la narradora sea una voz femenina, Margaret Atwood está mucho más allá de una simple pelea de género y, sobre todo, de una pugna entre buenas y malos. Quizá debido a su formación poética, los relatos se estructuran en una serie de imágenes encabalgadas y caracterizadas por una precisión estilística cercana al bisturí. En uno de los relatos ("El resplandeciente quetzal"), Edward, el marido, es descrito por Sarah, la esposa, como un olor que impregna su vida, de manera que a la hora de fantasear sobre la desaparición del marido para recuperar su libertad, esa operación sería tan sencilla como abrir un ventana para que no quedase ni rastro del olor. Adiós, Edward. Curiosamente, una vez culminada la "operación limpieza" Sarah trata de imaginarse a sí misma en Acapulco rodeada de hombres ardientes pero rechaza de inmediato la imagen porque "eso sería demasiado complicado y poco relajante". Y esa es un poco la impresión que destila la narrativa de Margaret Atwood: hay humor, solidaridad, cariño, lealtad y apuesta por el otro, pues al fin y al cabo habla de seres humanos, pero al mismo tiempo da la sensación de hablar de personas que viven en habitaciones separadas, lo bastante cercanas como para oírse y olerse y hablarse unos a otros, pero sin fusión, y no digamos nada de la pasión. En ese mismo relato de un viaje matrimonial a Acapulco, Sarah piensa: "A menudo había pensado en ponerle los cuernos a Edward [...], pero no había llegado a hacerlo nunca. Además ya no conocía a nadie adecuado". Las rupturas, las razones para seguir juntos, las expectativas de cada cual o el estilo de vida que acuerdan se describen con imágenes de una sencillez escalofriante, pero con un poder de sugestión que transmite con toda exactitud esas emociones que caracterizan al ser humano y en las que nunca falta el dolor, la soledad y una desesperanzadora falta de sentido.
Pero donde mejor se expresa la mezcla de sencillez y complejidad del estilo narrativo de Margaret Atwood es en el relato titulado "Dar a luz": una escritora bien instalada en una existencia sólida y bien estructurada, en la que juega un papel importante una hija tan pequeña que todavía debe ser enseñada a hablar, se dispone a escribir un cuento sobre una mujer llamada Jeanie que está a punto de dar a luz; camino del hospital, en el coche conducido por el marido viaja también otra mujer asimismo embarazada y que existe para Jeanie pero no para el marido, con la particularidad de que a ella le bastaría fijar la mirada para que la otra despareciese, pero no lo hace porque es una "presencia" necesaria, un contrapunto, otra posibilidad en el orden de los acontecimientos. De manera que no tardan en superponerse tres realidades: una, la que conforma el relato del parto de Jeanie; otra, la de las vicisitudes por las que pasa la mujer que es y no es pero que para Jeanie es fundamental tenerla en derredor porque es una posibilidad otra que la suya, y una tercera, que se filtra en el relato bien a su pesar y que es el parto de la propia escritora, pues al fin y al cabo ella habla de lo que sabe, de su propia experiencia por más que interponga las figuras de Jeanie y de la proyección que ésta realiza al encarnarla en una tercera parturienta. La clave la da la propia escritora al inicio del relato, cuando reflexiona sobre el efecto de liberación y esclavitud que entraña un nacimiento. Y concluye: "El lenguaje, que farfulla sus arcaicas expresiones, es una de las muchas cosas que hay que volver a nombrar, expresar de otro modo".

Chicas bailarinas
Margaret Atwood
Lumen



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12 de junio de 2013
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El Boomeran(g)
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