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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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Relatos del mar

 Siguiendo con su política de inventar libros bellos y que al mismo tiempo atraigan a un público lector general, o al menos no especializado, Alba Editorial propone ahora Relatos del mar. En lugar de recurrir a un antólogo de postín, como era el caso de Umberto Eco y sus estupendas Historias de las tierra y los lugares legendarios, la editorial ha preferido apoyarse en el nutrido y muy atractivo elenco de escritores de mucha fama y una reconocida vinculación con el mar, como son los casos de Edgar Allan Poe, Jules Verne, Robert Louis Stevenson, Emilio Salgari, Joseph Conrad y tantos otros. Pero también los hay que sorprende verlos en tan marinera compañía, como Rainer Marie Rilke o el mismísimo Franz Kafka, quien por cierto contribuye con un fantástico relato “El cazador Graco” (fantástico en todos los sentidos) pero que sobre todo resulta ser inequívocamente kafkiano.

Aparte de formar, informar y entretener, la selección llevada a cabo por Marta Salís pone de manifiesto una vez más la profunda fascinación y el no menos profundo impacto que el mar ha ejercido desde antiguo en el imaginario popular. Y en el libro se ofrecen numerosas muestras de todo ello: tormentas fragorosas, naufragios y náufragos, buques fantasmas, tesoros hundidos con el barco que los transportaba, tráfico de seres humanos, piratas, hazañas épicas y lo que quieras. Vemos a Hemingway en la piel de un cazador de tesoros que busca la manera de entrar en un trasatlántico hundido con más de cuatrocientas personas a bordo (para robar, no porque quiera ayudar); a los habitantes de un pueblo gallego que ven aparecer en la playa unas barricas de vino y se apresuran a traer carros porque saben que el mar no tardará en devolver el resto del cargamento de un barco recién naufragado; el dueño de un campo de nabos situado a muchos kilómetros del mar y que al ver una mañana un barco posado sobre su huerto le preocupan más sus nabos que saber cómo ha podido llegar hasta allí tan inesperado intruso. Y hay casos en los que la tensión del relato parece obnubilar el narrador, como le pasa a Baroja en su “Grito en el mar”. El insigne escritor está describiendo el efecto que provocan en un espectador sentado en el borde de un acantilado los asaltos contra las rocas de un mar embravecido; hay una niebla que es “como un alma sumida en la tristeza” y caen gotas “como lagrimones que brotan de un corazón oprimido”. Después dirá que “el mar es como una reflexión del alma del hombre; su flujo es su alegría; su reflujo, la tristeza”. Pero en medio, y cuando lleva ya más de una página acumulando adjetivos para reflejar en el exterior el estado de ánimo interior del observador, sin duda llevado por la emoción del momento, dice: […] olas que avanzan cautelosas, oscuras, pérfidas como el alma de la mujer […].

En el curioso relato que cierra el libro, “Apuestas”, el galés Roald Dahl lo expresa indirectamente al describir los efectos de una tormenta sobre el pasaje de un trasatlántico. Tras la desbandada de los más pusilánimes en respuesta a los primeros ataques de las olas, el sobrecargo “echó una mirada de aprobación a los restos de su rebaño, que estaban sentados, tranquilos y complacientes, reflejando en su cara ese extraordinario orgullo que los pasajeros parecen tener al ser reconocidos como buenos marineros”.

Ése es el secreto. A todo el mundo le llena de orgullo que lo reconozcan como un buen marinero porque ese atributo conlleva necesariamente el valor que caracteriza al hombre de mar pero también la sobriedad, la templanza ante el peligro, la voluntad de sobreponerse a las situaciones más desventajosas y, sobre todo, la conciencia de que en uno mismo hay algo de los grandes hombres que pueblan el imaginario desde Odiseo hasta los domingueros al timón de un yate que probablemente luzca en la popa el cartel de “En venta”. Y leyendo el libro produce un innegable placer sentir esas emociones marineras tan arraigadas pero cómodamente tumbado en un sofá y con un buen scotch al alcance de la mano.

 

 

Relatos del mar. De Colón a Hemingway.

Selección de Marta Salís.

Alba editorial

 

 

 

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15 de diciembre de 2014
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Pronto seremos felices

Si tuviera que describir la clase de función estructural que desempeña el narrador de esta novela iría dando vueltas hasta encontrar un término capaz de expresar la condición de “omnipresencia invisible”. Y lo explico, ya que por fortuna nadie me pide que pierda el tiempo buscando ese absurdo término.

En cierto modo, Pronto seremos felices podría tomarse por un libro de relatos porque los personajes y las peripecias que les ocurren  constituyen narraciones cerradas en sí mismas y alguna de ellas incluso podría ser eliminada sin que el lector tuviera la sensación de que le están siendo ocultados unos datos esenciales para entender la historia en su conjunto.

Y sin embargo, gracias sobre todo a los recursos narrativos (unos recursos, o imaginación, o sabiduría o como quiera que se llame esa mejoría claramente perceptible en cada nueva novela de Ignacio Vidal Folch) el lector va construyendo por su cuenta un universo  perfectamente estructurado y reconocible, y en el que una serie de personajes aman, luchan, triunfan, fracasan, sueñan y cometen traiciones o llevan a cabo actos heroicos más o menos como ocurre en todos los  universos literarios de los autores grandes.

Esa unidad se logra, en gran parte, porque la acción está ambientada en diversas capitales del Este de Europa (Praga, Sofía, Bucarest e incluso en los Cárpatos)  y porque los sucesos tienen lugar justo antes o después de la caída del Muro de Berlín. Pero es algo mucho más sutil que  un alegato anticomunista o  la crónica de un derrumbe anunciado.

El verdadero nexo de unión, el eje vertebrador que pasa de una narración a otra creando una inesperada continuidad estructural  es ese narrador omnipresente que pregunta, escucha, atesora datos y que a veces incluso interviene en el curso de los acontecimientos, pero siempre desde una discreción rayana en la invisibilidad. Prueba de ello es que al final, y después de haber estado presente en todas y cada una de las páginas del libro, el lector apenas sabe nada de él: que es español, que está en los países del Este comprando y vendiendo cosas imprecisas, que ocupa un puesto no demasiado relevante en una empresa radicada en Madrid y poco más. Su nombre apenas se menciona una o dos veces y siempre de pasada. También se sabe que mantiene relaciones más o menos profesionales con hombres de negocios locales y relaciones sentimentales con diversas damas, por lo general muy atractivas, pero de las que no se da un solo dato que un caballero no daría. Por ejemplo acerca de lo que ocurre en los dormitorios, por favor, qué vulgaridad. 

La relativa unidad de tiempo y espacio, el también relativo exotismo de los escenarios y la peculiar idiosincrasia del narrador  permiten a Vidal Folch prescindir de servidumbres tan poco agradecidas como son la verosimilitud o la creación de climas creíbles y dedicarse de lleno a lo que de verdad interesa, es decir, las narraciones humanas, los recursos de cada cuál para salir adelante en situaciones adversas, la capacidad de adaptación (o no) a unas circunstancias inimaginables pocos años atrás o los pactos consigo mismo para sobrevivirse al día siguiente. Y la tipología es muy variada: la secretaria fiel, la bella flor de invernadero que sobrevive inexplicablemente a la demoledora maquinaria socialista, el genio cinematográfico que ve cortada su carrera por la censura y al que la recién recobrada libertad de expresión le llega cuando vitalmente ya se le ha terminado la vena creativa, o los emprendedores de nuevo cuño, uno que sabe adaptarse a las nuevas reglas de juego y se hace riquísimo y otro que no acaba de entenderlas y también se hace riquísimo pero acaba en la cárcel. Hay de todo.

Y conste que a pesar de la aparente frialdad que podría colegirse de la distancia que muchas veces adopta el narrador frente a los sucesos de su entorno, hay secuencias espeluznantes, como la ejecución del conducator Ceacescu y su esposa contada a través de un reportaje emitido una y otra vez por la televisión mientras los diferentes miembros de la familia se dedican a hacer la comida, a limpiar el polvo o a ir al baño, exactamente como se hace aquí cuando llega un bloque de anuncios vistos hasta la saciedad. O la progresiva caída en desgracia de una camarada, veterana de los primeros fervores revolucionarios, que se va viendo postergada por los nuevos gestores post Muro de Berlín porque éstos la acusan, precisamente, de haber sido demasiado fiel (¿llegó incluso a denunciar a sus compañeros?) al viejo régimen. No sé si es un valor añadido o no, pero las novelas de Ignacio Vidal Folch no se parecen en nada a las que más vienen triunfando últimamente.

 

 

Pronto seremos felices

Ignacio Vidal Folch

Destino

 

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8 de diciembre de 2014
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Sidra con Rosie

A los cien años de su nacimiento Laurie Lee (1914-1997) continúa siendo  querido y, lo que es mejor, muy leído en Inglaterra. Cuando  en 1959 se publicó Sidra con Rosie se vendieron seis millones de ejemplares y Lee pudo dedicarse por completo a escribir cosas como Cuando partí una mañana de verano (1969) y Un instante en la guerra (1991), continuación del relato autobiográfico que empezó con este su agradecido recuerdo a Rosie. En España no goza de la popularidad de otros escritores anglosajones pero sigue siendo un valor seguro y Nórdica es la tercera editorial que apuesta por él, cabiéndole a Edhasa el mérito de jaber sido la primera (1986). Por su parte  la localidad granadina de Almuñécar ha recordado también la fugaz estancia del escritor británico durante el viaje que realizó a España justo antes de la Guerra Civil y cuyo relato está recogido en la continuación de sus memorias.

            En esta su primera incursión en el campo de la memoria Laurie Lee relata su infancia y adolescencia en la aldea de Slad, un lugarejo perdido en Glocersterhire y que él situó en el mapa para siempre. En su momento fue celebrado porque reflejaba, con una prosa excelente y que todavía hoy admira por su frescura y su aliento lírico, un mundo que ya estaba desapareciendo para siempre. El relato arranca con la brusca llegada del narrador, que tiene tres años,  a lo que va a ser su hogar durante los próximos veinte años: una casa enorme y destartalada, construida en una riera que pone en estado de máxima alarma a toda la familia cada vez que llueve con una cierta intensidad, y rodeada de un jardín exuberante, medio salvaje y repleto de peligros y maravillas. La minuciosa exploración de la casa y el jardín, y de los alrededores según se le vaya ensanchando el mundo al explorador, es un ejercicio que le marcará de por vida y que le servirá después para sentirse como en casa en un universo integrado por paisajes tan lejanos a su experiencia como puedan ser los de la España de antes y durante la Guerra Civil.

Aunque el libro empieza por donde suelen empezar los libros de memorias, por la más tierna infancia, a continuación el relato se desarrolla  en fragmentos temáticos en los que el tema y los personajes priman sobre la cronología. Son muy notorios los dedicados a la casa (con especial dedicación a la cocina), la escuela rural, las dos abuelas (rencorosas, adorables, geniales), la vida en el pueblo y sus habitantes según fuera verano o invierno o el dedicado a la madre, muy representativo de  la postura de Lee ante su propia vida: antes ha contado cómo de niño dormía en la misma cama que ella y el sentimiento de intimidad que él creía eterno se acaba el día que las hermanas se lo llevan con mimos y falsas promesas  al cuarto de los chicos “sólo por unos días”. “Nunca me pidieron que volviera a la cama de mi madre [dirá cuando años después escriba el libro]. Fue mi primera traición, mi primera lección del afable y despiadado rechazo de las mujeres”. Más adelante, cuando centre su atención en ella, el retrato es agradecido y cariñoso, pero hecho desde  esa lucidez que le fue otorgada sin quererlo cuando fue arrojado del lecho materno.

Y esta apreciación vale también para el resto de la memoria. Gloucesterhire  es hoy un lugar paradisíaco y muy buscado por los ricos que no quieren perder de vista a Londres, pero entonces era al mismo tiempo un agujero  miserable en el que el hambre visitaba todas las casas y en el que por consiguiente la vida podía ser despiadada. Y en este sentido es muy esclarecedor el capítulo dedicado, un poco como el resto del libro, a Rosie Burdock, la muchacha con la que bebió su primera sidra debajo de un carro medio oculto por el heno y con la que “sólo nos besamos una vez, un beso seco, tímido, como dos hojas que se rozasen en el aire”.

Antes de eso sin embargo, y al hablar de su propio despertar sexual, al abarcar con la mirada el pueblo entero ha dicho: “Se cometía [en el pueblo] la cuota correspondiente de delitos penales. El homicidio, el robo, el incendio premeditado o el estupro […] Se daban casos de incesto allí donde los caminos eran malos; se daban las usuales amistades entre hombres y muchachos […] la opinión local trataba a los transgresores con el silencio, las sátiras y los apodos […] pero su castigo quedaba confinado a la parroquia”.  Y ahí estaba, para probarlo, el puño del campesino al que robaban manzanas: los puñetazos dolían igual si, además de dejarle sin fruta pescaba a algún gañán solfaldando a una hija en el bosque, pero al menos el puño  “era muestro” y todo quedaba en casa.  

 

 

Sidra con Rosie

Laurie Lee

Traducción de José Manuel Álvarez Flórez y Ángela Pérez

Nórdica

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1 de diciembre de 2014
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El círculo de los Mahé

Cuando concedió su tantas veces citada entrevista a la Paris Review, Georges Simenon podía vivir en una soberbia mansión de Connecticut porque para entonces ya era un hombre mundialmente famoso y, por ende, fabulosamente rico. Según calculaban el entrevistador y él, tardaba  semana y media en escribir unas novelas a las que dedicaba dos días completos (¡dos días!) para tomar unas notas sobre las carpetas que después irían recibiendo el fruto de su labor diaria (unas ochenta páginas mecanografiadas). Una vez puesta la palabra Fin, esas novelas eran sometidas a una corrección que consistía fundamentalmente en borrar todo rastro de “literatura”. Es inútil buscar en sus libros una metáfora, un pensamiento filosófico o un juicio moral y ni siquiera la descripción de un atardecer particularmente hermoso.  Si el atardecer lo merece se dice “era hermoso”, y punto. Como decía Julian Barnes en un artículo que le dedicó cuando a mediados del siglo pasado Penguin reeditó todas las novelas de Maigret, Simenon escribe en blanco y negro y en los momentos más brillantes puede recordar una fotografía de Cartier Bresson o un fotograma de Jean Gabin con el sombrero, la pipa y el gabán, todo en tonos rigurosamente grises.  

                Otra acertada observación de Barnes es lo antiguo, por no decir desaparecido, que resulta a los ojos de hoy el universo de Simenon, extraído directamente de la Francia profunda, provinciana,  algo desencantada, polvorienta y recién salida de unos coches de caballos todavía en uso en algunas remotas zonas rurales a las que, helás, también llegaba la maldición del crimen. Pero lo curioso es que, y sigo parafraseando a Barnes, aun siendo un universo ya desaparecido los  motivos, anhelos, pasiones y tabúes que impulsan y condicionan a los personajes resultan perfectamente reconocibles hoy porque, en cierto modo, son impersonales, atemporales y, vaya por Dios, personales en el sentido de que eso mismo que atenaza, obsesiona y en definitiva destruye al protagonista de El círculo de los Mahé podría aquejarle a cualquiera. Porque esa es otra de las tesis favoritas de Simenon y que está presente tanto en las novelas de Maigret como en las que él llamaba “duras”: el crimen no es un acto excepcional y reservado a seres de excepción porque en el fondo de toda persona yace un criminal. Que éste salga o no a la superficie es una cuestión casi de azar, o una jugarreta taimadamente planeada por el destino.  Quién no se harta un buen día, dice Simenon con toda naturalidad, de su mujer, sus hijos, sus amigos, su casa, su carrera y, por fin, su vida. Cómo no sentir que alguien (por ejemplo esos omnipresentes Mahé que llevan generaciones  dejado su huella en toda la región) ha diseñado tu vida como si ya hubiera pasado antes por ahí y supiera de antemano ofrecerte todo aquello que aceptarás sin rechistar porque es lo que en el fondo deseas. Hasta que un día, oscuramente, mitad de forma consciente y mitad porque es un anhelo que surge de lo más oscuro, dices basta y empiezas a desmontar todo lo que otros (sin ir más lejos, tu propia madre) montaron para ti.

                El desencadenante, el equivalente al anzuelo que el doctor Mahé lanza una y otra vez desde la barca con la obsesiva esperanza de pescar una corvina negra, es una adolescente misérrima que está sacando adelante a sus hermanos pequeños con el trabajo de sus manos y por la que el desencantado doctor desarrolla una morbosa obsesión (ni siquiera él se atreve a llamarla amor). Y este es otro de los sentimientos a los que Julian Barnes se refería al mencionar su carácter de universal, primero porque le pueden aquejar a cualquiera, pero sobre todo porque son una cuestión intemporal: tanto en la Francia provinciana y años treinta que describe Maigret como en cualquier país civilizado hoy, acosar públicamente  a una menor sin ni siquiera ofrecer la coartada del amor está mal visto y quien pese a todo acabe destrozando la vida de esa criatura lo terminará pagando, ya sea porque la sociedad le pasa la correspondiente factura o porque el propio malhechor se quite de en medio antes que asumir su desvarío.

                Gran parte de las noticias que daba el propio Simenon sobre su sistema de trabajo  (dos días para pensar la novela, una semana y media para escribirla a razón de ochenta páginas al día y una corrección que no entrañaba reescribir, reinventar o reorientar lo escrito porque el objetivo era quitar cualquier asomo de “literatura”) son rastreables en El círculo de los Mahé. Y es asimismo cierto que son perfectamente visibles las limitaciones y vacilaciones y todo el resto de detalles accesorios cuya revisión podría aliviar el texto y redondear la historia. Pero no es menos cierto que a cualquier otro que no sea Simenon le resultaría imposible ofrecer un relato con la intensidad y la dimensión trágica que él es capaz de transmitir en sólo ciento y pico de páginas.  Con el agravante de que encima puede decirse lo mismo de las quinientas novelas que al parecer escribió.

 

 

 

 

El círculo de los Mahé

Georges Simenon

Traducción de Núria Petit

Acantilado

                 

 

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24 de noviembre de 2014
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Vida de Kavafis

Es probable que  escribir la biografía de Constantinos Kavafis sea una de las tareas más arduas que se le pueden plantear a un biógrafo. Para empezar era poeta, y desde que los poetas dejaron de tener relevancia social y pasaron a pertenecer a pequeñas sociedades cuasi secretas carecen por lo general de peripecia vital digna de mención e incluso de visibilidad. (Si acompañáis a un relevante poeta capitalino mientras visita una ciudad de provincias veréis cómo aparecen por las esquinas unos seres anodinos que sacan del bolsillo un librito publicado en alguna imprenta local y lo intercambian con el librito, algo mejor editado, que el poeta capitalino ya tendrá preparado para efectuar el trueque).

Por su parte, el propio Kavafis hizo todo cuanto estuvo en su mano para pasar por la vida como  a hurtadillas: en los casi 30 años que ejerció de escribiente interino en el Servicio de Riegos del Ministerio de Obras Públicas de Egipto no logró un contrato fijo porque tenía la nacionalidad griega, pero en Grecia tampoco le veían como uno de los suyos porque además de pertenecer a una familia arraigada en Constantinopla vivió la práctica totalidad de su vida en Alejandría.   Y por si fuera poco, tampoco hizo gran cosa por darse a conocer del público lector, ni entre la minoría griega de Alejandría ni por supuesto en Grecia. Acostumbraba a escribir poemas en unas hojas sueltas que distribuía personalmente entre sus amigos y su cada vez más amplio círculo de seguidores, y aunque publicaba  artículos y ensayos en revistas marginales que ocasionalmente le incluían poemas, nunca quiso ver éstos  editados en forma de libro. Ni siquiera consiguió vencer su reticencia uno de sus más viejos amigos y ferviente admirador, el escritor E.M. Forster, y eso que éste le dio toda clase de facilidades para corregir una y otra vez la versión inglesa de sus poemas y hasta le puso en contacto con la prestigiosa Hogarth Press.

La única incursión de Kavafis en la periferia aventurera de la vida fueron sus relaciones homosexuales, siempre esporádicas y tan ocultas  que llegó al final de su vida sin dar jamás el más leve motivo de escándalo, bien que sus poemas estén llenos de alusiones a su obligada clandestinidad: “Dijo el poeta:”Es amada / la música que no pudo sonar”./ Y yo creo que la más selecta / es aquella vida que no pudo vivirse”.

A pesar de contar con tan exiguo material biográfico, Miguel Castillo Didier, profesor de griego antiguo y moderno en el Centro de Estudios Griegos de la Universidad de Chile y traductor entre otros muchos poetas de Kavafis, se las ha arreglado para hacer una biografía que con toda seguridad va a ser una referencia obligada para todos los estudios que se hagan en adelante sobre Kavafis. Recurriendo a capítulos muy cortos y contundentes que dinamizan la narración, y que llevan títulos muy explícitos (El poeta y su familia, Los padres, Los hermanos, Constantino, En Constantinopla, La pobreza en la Polis, etc) el biógrafo sitúa el entorno familiar, la infancia y los difíciles avatares familiares de la infancia y primera juventud del poeta, marcados por las dificultades económicas y las sucesivas pérdidas familiares.  Hecho lo cual se adentra en las cuestiones que mejor definen su perfil de creador, como la lúcida elección de una profesión (Ser poeta), las décadas decisivas de 1890 y 1900, las luchas interiores y las ideas morales derivadas de las mismas. Pero sobre todo se tratan los aspectos más relevantes en la afirmación de la voz poética de Kavafis, la difícil relación con Alejandría y la evolución desde un primitivo odio y rechazo hasta la reconstrucción de una mítica ciudad universal asentada en sus raíces egipcias y helenas y que se ha ido afianzando con las aportaciones bizantinas y demás vetas vivificadoras procedentes de su rico y complejo pasado histórico. Son muy completos los análisis de la vinculación de Kavafis con la Grecia clásica o el reflejo en su escritura de su formación bizantina, rastreable incluso después de pasar por el tamiz de la traducción.

Inevitablemente, y ante la falta de peripecia vital relevante, el biógrafo no ha tenido más remedio que buscar una referencia excesiva en la obra y acaba produciéndose una identificación recurrente entre el personaje civil y lo que éste dice en sus versos. Quizá por eso el lector, indiferente al hecho de si Kavafis era sincero cuando manifestaba su amor, o su odio, por Alejandría, rescata sobre todo aquellas imágenes que por usar la afortunada expresión de Octavio Paz, “son palabra en el tiempo”. Por ejemplo cuando invoca al destino en nombre de su interlocutor deseándole que, en su viaje hacia Ítaca, el camino sea largo y lleno de aventuras y conocimiento. Pero palabra en el tiempo es una forma elegante invocar a las verdades eternas, esas que hacen referencia al deseo de llegar, en una mañana de verano,  a puertos nunca antes vitos. Aunque también vale cuando, al escuchar  a medianoche  los maravillosos instrumentos de un festejo misterioso, ha llegado la hora de decir adiós, sin llanto, a Alejandría que se aleja.

Vida de Kavafis

Miguel Castillo Didier

Edidiciones Universidad Diego Portales    

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3 de noviembre de 2014
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Al límite

Según una corriente de opinión bastante generalizada, a Thomas Pynchon no sólo no le interesan la salud y el bienestar de sus lectores sino que se niega rotundamente a dar explicaciones o incluso a avalar interpretaciones de sus novelas. Una segunda corriente, algo minoritaria, afirma sin más que Pynchon ignora la existencia de un espécimen llamado lector y que por eso no tiene inconveniente en escribir novelas desorganizadas, complejas, a ratos surrealistas y que en definitiva plantean toda clase de interrogantes sin ofrecer soluciones, con el agravante de que encima recurre a  la paranoia como herramienta de conocimiento.

            Y bien. O ambas afirmaciones son falsas o Thomas Pynchon ha decidido abrir una nueva línea narrativa, pero en Al límite ni el más atravesado de los lectores puede quejarse de ser ignorado o de que no se le preste una atención tan solícita que casi parece maternal. Para empezar, Pynchon parte de un género conocido de todos, la novela negra, y sigue el esquema con todo rigor. En este caso el Phillip Marlowe de turno es Maxine Tarnow, una madre separada que incluso en los momentos más conflictivos se desvive por llevar y recoger puntualmente a sus dos hijos del colegio, aunque lo hace llevando en el bolso su inseparable Beretta. Por no faltar no falta la oficina destartalada y sin clientes, al menos no esa clase de clientes que en lugar de líos y peligros aportan dinero, ni falta tampoco la secretaria descarada y un poco estrafalaria pero en el fondo abnegada y fiel. La agencia de Maxine se llama “Perseguidlos y Pilladlos” y tiene como enemigos a todos cuantos se dedican a cometer fraudes y delitos económicos, aunque se da la desgraciada circunstancia de que ella misma es un fraude porque le ha sido retirada la licencia especial a causa de algún asuntillo no bien explicado pero tampoco muy limpio. El lector no tarda en entrar en contacto con una fauna bastante alucinante que empieza con el entorno familiar y social de la propia Maxine, su marido en paradero desconocido, los dos futuros geeks que van a ser sus hijos, Heidi, la secretaria, Vyrva McElmo, madre de Fiona, cómplice y  mejor amiga de los dos pequeños Tarnow, pero también los padres, el cuñado, la ex suegra o una gurú que fue su maestra y que ahora hace lo mismo que Maxine pero desde un blog con el que denuncia y fustiga a la otra parte de la fauna que se va acumulando sin solución de continuidad y compuesta de hipsters venidos a menos, hackers que ejercen de camareros en espera de una nueva oportunidad, timadores, camellos, traficantes de drogas y de aplicaciones informáticas, agentes federales, infiltrados del Mossad, mafiosos rusos, árabes de intenciones siniestras, cada cual con su propia circunstancia, porque si uno es un fetichista del calzado el otro es un técnico en perfumes obsesionado con el olor de Hitler, algunos de los cuales mueren en sospechosas circunstancias.

Si la localización física de la acción es una Nueva York inequívoca, el plazo temporal no está menos claro, pues sólo un año antes ha tenido lugar el famoso crack de las punto.com y en el horizonte se dibuja cada vez más nítidamente la sombría silueta de las Torres Gemelas en vísperas de su destrucción. Si la primera referencia suministra una inagotable serie de enigmas, peligros, contradicciones y mezquindades, la segunda aporta un elemento que además de trágico llena de significación las (por otra parte inútiles) investigaciones de la animosa Maxine. La lucha bestial por el poder, encarnada aquí por el control de la información que permite a quien lo detente dominar la vida y hacienda de todos; las traiciones, trapacerías y alianzas de todos contra todos; el ciego afán de acumular dinero; las miserias sexuales y matrimoniales de casi todos, o la complicada trama financiera creada al amparo de internet y que permite la circulación de cantidades fabulosas de dinero casi siempre sospechoso, es decir, las idas y afanes y desengaños de tanta gente adquieren un significado especial para un lector que sabe desde la primera página que la salvajada del 11 de septiembre de paso que reducirá a  escombros los rascacielos hará lo propio con el vigente orden moral y económico.

Y ésa, probablemente, sea la aportación más audaz de Pynchon. Ante la complejidad de la realidad creada por ese arma infinitamente poderosa llamada Wold Wire Web, donde nada es lo que parece, nadie sabe quién hay detrás de cada portal, nadie asegura que en su sistema no hay una puerta trasera ni tampoco puede asegurar o negar que no exista al final de todo un superpoder que lo controle todo, la reacción lógica es la paranoia, entendida ésta como un estado de alerta universal y continuo. En definitiva, los instigadores (autores intelectuales en el lenguaje judicial) del 11 S pudieron ser Al Qaeda, pero también el Mossad para asegurarse la ayuda de EE UU en su lucha contra los árabes, y también nostálgicos de la Guerra Fría o incluso el entorno de George Bush Jr. para asegurarse un negocio fabuloso invadiendo Irak.

Thomas Pynchon ni siquiera aventura una respuesta, pero hace decir a uno de sus personajes: “Pero siempre queda lo otro. Nuestro anhelo […] en algún oscuro recoveco de nuestra alma nacional, necesitamos sentirnos traicionados, incluso culpables. Como si fuéramos nosotros los que creamos a Bush y su pandilla […] Y lo que pase desde entonces sea culpa nuestra”.

No es una novela fácil de leer, pero desde luego es lo más inteligente y casi podría decirse que lo más adulto de cuanto se ha dicho para retratar a la sociedad norteamericana actual.

 

Al límite

Thomas Pynchon

Traducción de Vicente Campos

Tusquets Editores

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27 de octubre de 2014
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Correspondencia y Diarios

George Orwell disfruta actualmente  de un reconocimiento prácticamente universal, y esa unanimidad no deja de ser curiosa porque, en su día, sus críticas persistentes y furibundas contra el comunismo, el capitalismo y el imperialismo le valieron una respuesta no menos persistente y furibunda tanto de la derecha  como de la izquierda. Quien se pregunte cómo es posible que tanta inquina se haya convertido hoy en admiración y respeto quizá encuentre la respuesta en esta selección de su Correspondencia y Diarios. Al menos a mí no me cabe duda de que una de las explicaciones hay que buscarla en  la imagen de hombre honesto, ponderado y de una envidiable integridad  intelectual que surge durante la lectura de sus cartas y diarios. Por ejemplo cuando, todavía convaleciente de la herida recibida en España, escribe a un crítico que además de cargarse su última novela le ha acusado de haber estado a sueldo de Franco. No hay en su carta el menor reproche y menos aún una opinión malsonante, y eso que el crítico en cuestión no sólo le estaba ahuyentando a los posibles lectores (se trataba de Homenaje a Cataluña) sino que le iba a impedir seguier haciendo colaboraciones con la prensa de izquierdas, que era su medio de vida.

                Orwell fue un aficionado casi compulsivo a la correspondencia y los diarios y lo que ahora publica Debate es una selección de la voluminosa edición inglesa realizada por Peter Davison. Pero hay material de sobra para hacerse una idea de sus postulados políticos e intelectuales, y también para conocer esa parte humana de Orwell que él mismo tendría que haber ofrecido en una autobiografía que su muerte prematura le impidió escribir. Tanto las cartas como los diarios elegidos corresponden a las últimas semanas de la estancia en España  de Orwell y su mujer Eileen y abarcan hasta bien entrado el año 1943, cuando la II Guerra Mundial está en su apogeo y el narrador constata con creciente alarma que el esfuerzo bélico contra Alemania no surte los efectos disuasorios deseados y que por el contrario Gran Bretaña está sufriendo repetidas derrotas en los numerosos frentes abiertos: Londres sañudamente bombardeado, acoso alemán en Egipto y Oriente Medio, progresivo distanciamiento de la India y pérdida de influencia en el imperio del Extremo Oriente, etc.  A veces se desmoraliza (“Si se puede hacer algo mal indefectiblemente se hará”) y  en un momento de desánimo se plantea qué hacer si Alemania cumple su amenaza de invadir Inglaterra y su respuesta no deja de ser curiosa: morir matando, y si no huir, pero no más lejos de Irlanda… También deja constancia del daño moral que está causando la guerra al resumirlo en una consigna generalizada entre quienes rigen los destinos de todos: “Mal, sé mi bien”.

                Son continuas sus referencias y reflexiones relativas a España, la geoestrategia contemporánea, las conductas de unos y otros ante los acontecimientos que se avecinan. Y son particularmente emotivas las entradas en su diario relacionadas con el comportamiento de la población civil sometida a unos bombardeos salvajes.  La tardanza de Estados Unidos en sumarse al frente antialemán. Los reveses en las colonias.  El catastrófico acuerdo de no agresión entre Stalin y Hitler. Pero entre tamaño desastre, de cuando en cuando hay anotaciones que denotan una sensibilidad muy peculiar. El 27 de julio de 1940  dice: ”He visto una garza en Baker Street”. Y el 23 de marzo de 1942: “Ya ha florecido el azafrán silvestre”.También sale muy favorecida la imagen de Eileen O´Shaughnessy, la mujer con la que se casó en 1936 y que no solo se mantuvo a su lado hasta su muerte (la de ella) sino que le apoyó en su aventura profesional e intelectual, compartiendo con él una vida de privaciones y acoso. Pero resulta encantador verla, cuando están teniendo que salir a escondidas de Barcelona porque los comunistas estalinistas quieren juzgarlos por traición, escribir cartas a quienes les estaban guardando su casa de Inglaterra y darles instrucciones para el cuidado de las gallinas que dejaron a su cargo o pidiéndoles  noticias sobre su perro llamado, no por casualidad, Marx.

                En la entrada de su diario correspondiente a junio de 1940 Orwell alude a su deseo de instalarse algún día en alguna de las 500 islas Hébridas “que están casi todas deshabitadas pero tienen agua, un poco de tierra cultivable y cabras que viven en libertad”. No podía saberlo, pero en 1945 pudo cumplir su deseo de instalarse allí, concretamente en una preciosa granja de la isla de Jura. Sin embargo, para bien y para mal, su circunstancia personal había cambiado radicalmente, sobre todo debido a la muerte de Eileen justo cuando acababan de adoptar un niño de 10 meses, Richard, y cuando su posición económica se presentaba muy desahogada gracias a las ventas de Rebelión en la granja.  Pese a la pérdida de su compañera y aliada, Orwell se instaló en Jura con Richard y en compañía de su hermana  Avril, que se haría cargo del niño tras la muerte del escritor. Pese al continuado acoso de la tuberculosis que finalmente acabó con su vida en 1950, Orwell tuvo tiempo de cultivar la tierra y cuidar de cincuenta ovejas, diez vacas y un cerdo, aparte de guiar al pequeño Richard en sus primeros años.  Por fortuna tuvo tiempo también para escribir 1980, que por retrasos en  la entrega del manuscrito pasó a llamarse 1982 y que finalmente, debido a nuevos retrasos, recibió el título definitivo de 1984.

 

Correspondencia y diarios (1936-1943)

George Orwell

Traducción de Miguel Temprano García

Editorial Debate

 

                 

   

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17 de octubre de 2014
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Adiós a Berlín

La editorial Acantilado anuncia  su propósito de publicar cinco novelas y la biografía de  Christopher Isherwood, y ha elegido empezar este particular maratón con Adiós a Berlín, la más exitosa y para muchos su mejor novela.

Releer una obra cincuenta años después (Seix Barral la publicó en España en la década de 1960) tiene su intríngulis porque el tiempo es un enemigo implacable, sobre todo con la doblez y la pretenciosidad, y todo buen lector puede dar fe de la lista de bajas que van sufriendo  sus favoritos según cumple años y le da por renovar los buenos momentos vividos durante la apoteósica primera lectura de este libro o aquél.  

No es el caso de Adiós a Berlín, que conserva intactas la frescura, el entusiasmo y, sobre todo, la intensidad que tantos elogios le valieron tras su aparición en 1939. El propio Isherwood afirmaba en un  prólogo de 1935 que los seis relatos que fueron apareciendo aquí y allá antes de ser reunidos bajo un mismo título y con el calificativo de “novela” forman una unidad más o menos continua. Y quienes lean la siguiente novela que publicará Acantilado, Mr. Norris  Changes Trains, descubrirá personajes y situaciones que son y no son iguales que en Adiós a Berlín. Ello es debido a que ambas novelas se formaron a partir de escritos anteriores concebidos para formar parte de una novela que debía llamarse The Lost  y que debía contar el ascenso de Hitler visto por un testigo apasionado pero no personalmente implicado.

Y eso es lo que se cuenta en  Adiós a Berlín, pero de una manera peculiar. De las seis narraciones, o capítulos, cinco transcurren  en la capital y una, la central, en un establecimiento de vacaciones. Como mera curiosidad se puede resaltar que sólo en ese intermedio se hace una alusión explícita a la homosexualidad pero no del narrador y protagonista sino de dos amigos. En los restantes capítulos, el narrador no por casualidad llamado Christopher Isherwood, o Herr Isvoo como todo el rato le llama graciosamente su casera, mantiene con las mujeres esa clase de relación íntima que se atribuye a los homosexuales, aunque él se mantiene perfectamente asexuado en medio de la vorágine que tenía lugar a su alrededor.

En la narración está perfectamente dosificado el progresivo horror que todo el rato se percibe en el horizonte mientras los personajes, que sólo empiezan a percibir el final de los tontamente llamados “felices años 20”, se entregan a la clase de desenfreno frívolo y amoral que caracteriza a un fin de época. La casquivana Sally Bowles, que a ratos es adorable y a ratos digna de ser estrangulada, encarna a la perfección la imagen de la mariposa que revolotea alegremente en torno al fuego que la va a devorar. No es de extrañar que ese papel se lo reservaran a Liza Minelli en la versión cinematográfica titulada Cabaret, reconvertida en musical a partir de una versión teatral realizada por el propio Isherwood y titulada I Am a Camera.

La relectura de Adiós a Berlín se ve enriquecida por dos circunstancias no estrictamente literarias pero que la favorecen. A diferencia de lo que les pasó a sus primeros lectores cuando apareció en 1939, los actuales saben muy bien lo que pasó una vez que los nazis tomaron el poder, y la progresiva persecución que van sufriendo los personajes judíos que salen en la novela adquieren los tintes siniestros que el destino les iba a deparar. Según se va cargando de intensidad y peligro la irresponsable frivolidad inicial, la prosa ágil y nada tremendista de Isherwood aquiere una dimensión profunda y premonitoria.    

La segunda circunstancia que juega a favor del texto actual es la existencia de Cabaret. Quien desee repasarla la tiene en You Tube entera y en castellano. Yo estoy a favor de cualquier cosa que obligue al lector a replantearse lo que lee, y el hecho de que Isherwood  interviniese indirectamente desde la versión teatral legitima muchas secuencias de la película y permite hacer comparaciones y valoraciones casi siempre enriquecedoras,  con la particularidad de que en ocasiones la cinta añade un plus perfectamente acorde con el espíritu de la narración. Y ahí está la excursión campestre que realizan los tres amigos del relato central. En el libro no pasa nada especial, aparte de las querellas habituales entre dos de ellos, pero  la película enriqueció el momento con esa secuencia terrible en la que un adolescente rubio y de ojos azules, y con aspecto de querubín ario, comienza a cantar  en un merendero “Tomorrow Belongs to Me”. Cuando se abre el plano resulta que el querubín va vestido con el uniforme de las juventudes hitlerianas, y poco a poco se le van uniendo otros adolescentes de uniforme o de paisano, y después numerosos adultos en un crescendo progresivamente violento hasta terminar con un plano general en el que la venta parece a punto de saltar por los aires al son de ese canto coral y ya inequívocamente guerrero.

 

Adiós a Berlín

Christopher Isherwood                                                                                                              

Traducción de María Belmonte

Acantilado     

 

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9 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Itinerario poético

En los círculos profesionales se da por sabido que a los novelistas les pasa con las novelas de los demás lo mismo que a los grandes cocineros con los platos cocinados por otros: a los primeros les pueden fascinar por ejemplo cuestiones técnicas, semánticas o incluso escatológicas y a los segundos  quizá les desconcierta la presencia de un condimento insólito o la técnica utilizada para ligar todos los elementos que constituyen el plato. Pero si al final les preguntas a unos y otros si el plato es comestible o la novela legible te miran como se mira a un mentecato que sólo se interesa por cuestiones perfectamente banales y sin el menor interés.

Por idénticas razones  se da por sentado que el peor crítico de una obra es el autor de la misma, pues posee tanta información y habla tan “desde dentro” que si pretende ofrecer una interpretación no hace sino aportar confusión. Y ahí está aquél Madame Bovary c´est moi que ha dado origen a un prodigioso cúmulo de sandeces, con el agravante en este caso de que Flaubert nunca dijo semejante cosa, al menos por escrito.

Pero como podrá comprobar el lector, a Octavio Paz no se le puede tachar de manipulador. Las seis conferencias que Atalanta publica bajo el acertado título de Itinerario poético  son bastante más que una lectura comentada de lo más notable de su producción a lo largo de cuarenta años de ejercicio de la poesía. Como dice el propio Paz en la conferencia inaugural (dictada el 4 de marzo de 1975 y hasta ahora inédita al igual que las cinco siguientes) lo que pretende es situar cada poema en su  contexto literario, social y personal, “mostrar que los poemas no nacieron del aire, sino que se insertan en unas circunstancias que son, a la vez, sociales y personales”. Paz sin embargo era muy consciente de las interferencias que puede provocar un autor al hablar de su obra. “El poeta debe desaparecer para que el lector se las arregle a solas con el texto, porque el lector es el segundo autor del poema. Su lectura lo rehace y lo cambia”.

En este sentido Octavio Paz no es sospechoso de pretender guiar al lector mediante una interpretación avalada por su derecho como autor. Una de las características más valoradas  en Paz era su capacidad de reflexión y autocrítica recogida en títulos tan conocidos como El arco y la lira, Puertas al campo o  Los hijos del limo, muchos de los cuales eran casi contemporáneos de sus mejores recopilaciones de poemas.

Y justamente porque el autor es tan respetuoso con la libertad del lector y tiene tan claro que el objetivo de estas conferencias era sumar en lugar de restar (anatemizar las interpretaciones ajenas en beneficio de la propia) la lectura del presente itinerario poético resulta tan enriquecedora.

La poesía moderna, o para entendernos, la que ha surgido a lo largo del siglo XX es difícil y oscura porque muchas veces se ha querido heterodoxa, rompedora y subversiva, y no hay más que dar un repaso a los poetas dadaístas y surrealistas para ver qué significa ese afán de ruptura y revolución, o releer al maestro de todos ellos, Mallarmé, para apreciar lo que quiere decir el término “hermético” que tantas veces se le aplica.

Aunque es una pérdida irreparable que no exista una grabación de las conferencias, al hilo de lo que Octavio Paz va diciendo de las circunstancias que rodearon la creación de un poema, lo que buscaba decir en ese momento, o aquello contra lo que reaccionaba, casi parece estar escuchándole al ofrecer joyas tan delicadas como esta:

 

La hora es transparente:

vemos, si es invisible el pájaro,

el color de su canto.

 

Como dice Alberto Ruy Sánchez en su estupendo prólogo,  “Si su obra de creación y reflexión son “dos alas del mismo pájaro” que vuela alto y veloz hacia el fuego del sol, estas conferencias son la columna vertebral de ese vuelo”. Poder “escuchar” de labios del autor lo que él consideraba más valioso de lo que produjo entre 1935 y 1975 es un auténtico privilegio.

 

Itinerario poético. Seis conferencias inéditas.

Octavio Paz

Prólogo de Alberto Ruy Sánchez

 

Editorial Atalanta

 

 

 



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2 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Partir para contar

Los ves colgados de esas verjas de Ceuta y Melilla que cada vez son más altas y tienen más cuchillas cortantes como navajas de afeitar (y llamadas “concertinas” por las autoridades españolas quizá para quitar hierro a lo siniestro de su cometido); los ves famélicos y asustados y muchas veces ves los cortes que les ha costado llegar a lo alto de unas vallas de las que van a ser desalojados aunque sea a palos; y mientras tanto escuchas a los locutores hablando de “desplazamientos inhumanos”, del “hambre, la zozobra y los peligros que les han acosado durante el camino” y, sobre todo, oyes las continuas referencias a unas mafias innominadas; pero nada de todo ello permite hacerse una idea, siquiera somera, del monstruoso montaje económico y político creado a costa de unos desheredados que se ven obligados a recorrer miles de kilómetros o a lo largo de varios años y arrostrando toda clase de privaciones y bajezas para terminar, en el mejor de los casos, en algún país europeo de la cuenca del Mediterráneo sin papeles, ejerciendo trabajos miserables y a merced de unas autoridades que en cualquier momento pueden ponerlos otra vez en la frontera.

Mahmud Traoré, el joven senegalés que narra su odisea en Partir para contar, salió de su aldea natal cercana a Dakar el 17 de septiembre de 2002 y logró entrar en Ceuta durante el célebre “asalto” que tuvo lugar en la noche del 28 al 29 de septiembre de 2005 y en el curso del cual centenares de jóvenes se lanzaron todos a una contra las vallas: sorprendidos por ese ataque coordinado, los vigilantes de uno y otro lado de la valla trataron de repeler a los asaltante primero con pelotas de caucho y luego, cuando se les acabaron, disparando al aire con sus armas de reglamento. Pero hubo varios muertos porque, al parecer, los africanos son  como aquellos obreros del franquismo que parecían volar porque la policía nacional siempre disparaba al aire en las manifestaciones, a pesar de lo cual podía haber algún muerto y varios heridos.

Entre una y otra fecha, y contando avances y retrocesos, durante esos tres años y medio el joven Traoré hubo de recorrer más de 7.000 kilómetros en camiones, todoterrenos y autobuses, pero también en transportes policiales en los que era devuelto a la frontera anterior; sin embargo, una parte considerable de esa distancia hubo de hacerla a pie porque los conductores de los vehículos contratados entre varios para realizar un trayecto acostumbran a abandonar a los pasajeros alegando diversos pretextos: controles imprevistos de policías o soldado, rastros de bandas de ladrones tuareg, acuerdos entre las autoridades locales y las de los países emisores de emigrantes ilegales para que éstos sean devueltos a casa,  o lo que sea.

Esas rutas de la emigración clandestina siguen, no por casualidad, los caminos abiertos desde la antigüedad por las grandes caravanas que se adentraban hasta el corazón de África con productos de primera necesidad y regresaban cargadas de sal, marfil y esclavos. En el caso de Traeré, su viaje le llevó a atravesar Senegal, Mali, Burkina Faso, Níger, Libia, Argelia, Marruecos y España. Al decir del narrador, a lo largo de ese larguísimo trayecto, únicamente en Burkina Faso pudo circular sin ser víctima de extorsiones y engaños.

Otra desgracia es que la palabra “mafias” que suele utilizarse en los noticiarios encubre en realidad un tinglado económico que incluye a policías y militares cuyos puestos de control les permiten ir mordiendo los ahorros de los viajeros pero dejándoles siempre algo para que no se enfaden los siguientes; incluye también a las autoridades encargadas de extender documentaciones y pasaportes en los sucesivos países de paso, a los conductores de vehículos de transporte (capaces de meter a 30 personas en un todoterreno y luego dejarlas tiradas en mitad del desierto); a las sucesivas bandas locales organizadas y, como no podía ser menos, a la población civil de las ciudades intermedias a las que llegan sin blanca los viajeros y en las que deben hacer altos, a veces de muchos meses, para trabajar y ahorrar con vistas a seguir viaje. Y ahí es donde les esperan los autóctonos para ofrecerles sueldos de miseria (hacer de aguador durante doce horas al día puede recibir como pago la comida y diez euros mensuales) ello por no hablar de los desprecios y humillaciones que van en aumento según se sube hacia el norte y se aclara la piel de las poblaciones. “Como si ya no fuera África”, apunta Mahmud Traoré.   

La sorpresa es que, sin restar un ápice al espectáculo degradante de unos grupos humanos dedicados a explotar salvajemente a unos semejantes menos afortunados, la sorpresa, digo, es que al mismo tiempo Traoré da cuenta de numerosos gestos de solidaridad y apoyo de parte de unas poblaciones que viven con lo justo y que deberían estar hastiadas de socorrer a los millares desgraciados que un año tras otro atraviesan sus poblaciones viviendo de la caridad y la generosidad humana, pues cómo si no podrían sobrevivir sin ropa, ni agua, ni alimentos y haciendo jornadas de sol a sol a pie y en pleno desierto. Otra sorpresa agradable es el tono matter of fact en que está narrada la odisea: ni el menor asomo de autocompasión, ni adoctrinamiento o juicio moral. Mahmud Traoré eligió vivir en Europa, sabía que ello tenía un precio y se limita a contar su historia sin recurrir a efectos literarios o llamadas al sentimiento. Fue así y así lo cuenta.

                                                          

Partir para contar

Mahmud Traoré y

Bruno Le Dactec

Traducción de Beatriz Moreno

 

Editorial Pepitas de Calabaza    



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25 de septiembre de 2014
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