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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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Lancha rápida

La alusión náutica del título admite diversas interpretaciones, pero el lector entiende de inmediato la precisión extrema del  calificativo “rápida” porque Renata Adler escribe (o al menos escribía cuando publicó Lancha rápida, 1976) en plan metralleta.  Parafraseando un poco su manera de contar las cosas, una página puede empezar con una reflexión (breve, por supuesto) sobre el neoyorquino medio y sus hábitos diurnos para pasar de inmediato a una pelea con sus hermanos (igual de breve y sin relación alguna con lo anterior)  y luego contar algo que le pasó en Baltimore que por una extraña asociación de ideas le recuerda el incidente con un caballo muy nervioso que pese a su poca pericia ecuestre se empeñó en montar durante un campamento de verano, empeño que le costó a una compañera la rotura de una pierna. Y aunque la autora no lo especifique claramente, deja entrever que se trataba de una niña bastante odiosa o sea que medio le estuvo bien empleado.

            Esa aventura veraniega, u otro suceso similar, bien puede enlazar de pronto con una situación desesperada que se le planteó en un aeropuerto egipcio cuando un grupo de turistas norteamericanos cuyo vuelo fue anulado ocupó a las bravas todas las plazas del avión que debía tomar la irreverente reportera de The New Yorker. Es perfectamente característico de esta autora el que no diga una sola palabra del motivo de su estancia en Egipto ni de las circunstancias políticas, sociales o bélicas que se daban en aquél momento y que en cambio cuente de forma muy detallada y bastante amena sus propias maniobras para camelarse a un piloto y viajar en la cabina de mando mientras el jefe de la expedición turística norteamericana, y promotor del asalto usurpador al avión de la Adler, se quedaba en tierra dándose a todos los diablos.

            Como no podía ser menos tratándose de un escrito (cuesta llamarlo novela por no malencaminar al lector desprevenido) publicado en los años setenta y por lo tanto en plena resaca de los diversos “sesenta y ochos” ocurridos en medio mundo, el tono general  es más bien descarado e irreverente pero sin faltar. Por aquél entonces Renata Adler se estaba erigiendo en una de las tres mujeres más leídas en Estados Unidos (las otras dos eran Joan Didion, que actualmente está siendo recuperada, y  Janet Malcolm, un tanto arrinconada en el limbo de las glorias pasadas a la espera de un regreso triunfal).  Esa fama le permitía llevar a cabo de una forma muy personal los encargos que su periódico le hacía. A lo largo de su dilatada carrera como reportera de mesa y enviada especial, Renata Adler trató temas tan variados como las guerras de Biafra o la de Los Seis Días, por descontado que estuvo varias veces en Vietnam y nunca volvió de allí convertida en una heroína para los brass boys del alto mando de su país. También estuvo en Selma (Alabama), cuando Martin Luther King llevó a cabo su histórico paso sobre el puente Edmund Pettus, una hazaña recientemente recordada por  Obama casi cuarenta años después.  Sus crónicas sobre la agonía de Nixon durante sus últimos años en la Casa Blanca debieron ser como una pesadilla para el presidente finalmente defenestrado. La recopilación de sus trabajos periodísticos eran publicados regularmente y contribuían a sustentar el prestigio de su autora. Por en medio, Lancha rápida (1976) fue un bombazo editorial que le valió numerosos elogios y la atención de la crítica, que habló de “una nueva escritura” y “un paso adelante en el arte de narrar”, y que años después todavía sería considerada como un ejemplo a seguir por gente tan poco dada al elogio fácil como David Foster Wallace.   

            Pero los espadachines, como los viejos pistoleros de la frontera o  los críticos tremendistas (aquellos que, aparentemente, no pasan una) están condenados a topar con alguien que tiene el gatillo más fácil o que es más hábil en la estocada, y están asimismo condenados a herir de muerte a quien no tocaba. El gran error de Renata Adler  fue reducir a escombros a Pauline Kael, una mujer que había guiado los gustos cinematográficos de al menos dos generaciones. Quien se maneje mínimamente con el inglés tiene en Google el famoso artículo de Renata Adler titulado The Perils of Pauline, un ejemplo de cañonazo periodístico riguroso,  documentado y argumentado hasta la saciedad, y en el que entre otras minucias ponía de manifiesto las preferencias sexuales de la crítica (sadismo, sumisión,  violencia, etc) así como las numerosas pifias cometidas durante sus comentarios cinematográficos.

Por aquellas cosas que pasan, Pauline Kael era muy querida del público y si Renata Adler se propuso destruirla lo consiguió, pero de rebote se buscó ella misma la ruina porque de pronto sus desplantes e ironías y sus bromas cáusticas dejaron de caer en gracia y desde la década de 1980 hasta la nueva aparición de sus obras, ya bien avanzado el presente siglo, ha vivido arrinconada y sin pena ni gloria. Pero a su regreso, con cerca de ochenta años, resulta que sigue llevando la misma trenza que tanta fama le dio cuando la fotografió Richard Avedon en la cumbre de su fama.

 

Lancha rápida

Renata Adler

Traducción de Javier Guerrero

Sexto Piso

 

 

 

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Asán

                Desde la interpretación de la Guerra de Vietnam que Coppola ofrecía en Apocalypse Now (1979) ya nadie se atreve a explicar las nuevas intervenciones bélicas norteamericanas (hablo de Kuwait, Irak, Afgatistán, Somalia, etc ) como actos heroicos y magnánimos llevados a cabo por jóvenes altruistas decididos a dar sus vidas lejos de casa por la sola recompensa de haber contribuido a contener a las pérfidas huestes del Mal. Quién osaría sostener tal cosa después de aquella prodigiosa narración del ascenso por el río de un barquichuelo tripulado por las fuerzas del Bien (que vaya otras) acosadas por toda clase de locos, suicidas, drogados, megalómanos y una pintoresca gama de desquiciados cuya quintaesencia era el desnortado coronel Kurtz (Marlon Brando).

                A su manera, y para entendernos, Apocalypse Now es a Vietnam lo que Asán a la guerra de Chechenia.  Tanto a Coppola como a Vladimir Makanin, el autor de Asán,  se les planteaba el nada sencillo problema de explicar cómo los ejércitos de las naciones más poderosas del mundo (Estados Unidos entonces, la Federación Rusa después), dotados además en ambos casos del armamento más potente y sofisticado del momento, pudieron ser derrotados por un puñado de campesinos analfabetos y apenas armados.     

                Si para explicar lo suyo Coppola se adentraba al final por la resbaladiza senda de la  metafísica (demostrando de paso lo grande que le venía lo de emular a Conrad),  Makanin se deja estar de metáforas e interpretaciones esotéricas y va directamente al grano: es evidente que la guerra moderna es tecnología, armamento inteligente, grandes estrategias y sofisticadas soluciones ideadas por los cerebros de Estado Mayor. Pero es una verdad parcial porque no refleja la realidad  más allá de lo que afecta a los  altos mandos y los modernos medios de creación de opinión (antes llamados medios de  información).

Para el combatiente de a pie, sea de uno u otro bando, la guerra no escapa a la necesidad ni es un ámbito ajeno a la realidad universal, y por lo tanto su sistema nervioso central, lo que permite que el organismo se mueva y cumpla las misiones que se le asignan no es la ideología, ni los sentimientos patrióticos,  los ideales de libertad  o el odio a la opresión: el carburante, lo que mueve todo, es la pasta, y en ese sentido Vladimir Makanin ha tenido el acierto de encomendar la narración a un oficial del ejército de la Federación Rusa cuya misión es controlar y distribuir la gasolina que envía Moscú  a sus fuerzas estacionadas en Chechenia. 

Por lo tanto, el mayor Zhilin, que ni siquiera es un guerrero porque su verdadera profesión es la de ingeniero militar, es un hombre que de pronto se ha encontrado en el centro de una necesidad esencial para todos los actores del drama. Él es quien suministra la gasolina que necesitan los tanques y los vehículos blindados indispensables para circular por unas  carreteras infestadas de guerrilleros, y el que aporta el queroseno para los aviones y  los helicópteros (un arma insustituible si se trata de defender a los convoyes). También sería un  objetivo prioritario para los señores de la guerra que dominan y se reparten los pasos montañosos, pero resulta que a si a dichos señores la gasolina no les sirve de nada (al fin y al cabo ellos y sus guerrilleros  se desplazan a pie, de arbusto en arbusto para defenderse de los temidos helicópteros)  en cambio saben que esa gasolina es vital para los rusos y por lo tanto un argumento muy convincente a la hora de negociar una mordida a cambio de que los convoyes puedan atravesar incólumes los sucesivos desfiladeros. Finalmente incluso los campesinos dependen vitalmente del combustible que mueve sus tractores, y puesto que no tienen dinero para comprarlo ni fuerza para apoderarse de la gasolina a las bravas, la pagan con la información que le transmiten al astuto mayor Zhilin por medio de ese  arma de destrucción masiva llamada teléfono móvil.  Si un señor de la guerra baja de las montañas el mayor Zhilin sabe de inmediato dónde se está apostando para tender una emboscada, cuántos hombres le acompañan, cuales son los mejores pasos para sorprenderlos y qué vías de escape tienen previstas para después de la emboscada. La imagen del campesino que se siente importante y llama de continuo al mayor para informarle del estado de salud de una vecina que enfermó ayer o de la aparición de una cabra perdida es impagable.

Como es lógico, el mayor Zhilin, que  no sólo no es un guerrero sino que se está construyendo una dacha junto a un gran río para vivir allí con su mujer y su hija cuando se retire,  no tiene la menor intención de utilizar su información con fines bélicos.  Sin quererlo se ha convertido en un negociador moderadamente ambicioso;  no está a favor ni en contra de la guerra pero sabe que mientras dure él va a sacar dinero de unos y otros, va a tener protección ante las veleidades de sus superiores (es indispensable) y encima va a salvar bastantes vidas porque gracias a él y sus negociaciones con unos y otros los ataques y las emboscadas disminuyen y también las represalias en forma de ametrallamientos indiscriminados  (sin olvidar el napalm) contra los guerrilleros y las poblaciones que puedan haberles dado cobijo. O sea que todos contentos.

Dicho lo cual, no hay que olvidar que se trata de la guerra de Chechenia, uno de los escenarios bélicos más salvajes, crueles y sangrientos, y  aunque Asán no es una novela tremendista sería imposible hablar de esa guerra sin dar cuenta de las brutalidades reiteradamente cometidas por ambos bandos. Y el lector que se aventure en esta narración habrá de dar por sentado que la acción “civilizadora” del mayor Zhillin no siempre triunfa y que la violencia sigue siendo consustancial a toda guerra. Sobre todo en Chechenia.

 

Asán

Vladimir Makanin

Traducción de Yulia Dobrovolskaya y José María Muñoz

Acantilado  

 

 

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29 de abril de 2015
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Sangre o amor

 Por lo que dice una de las solapas del libro, cuando Donna Leon escribió Sangre y amor ya le había hecho resolver veinticinco casos al comisario Guido Brunetti. No recuerdo bien en qué momento  dejé de serle fiel y tampoco sabría decir qué influencia pudo tener en ello la serie de la cadena alemana de  televisión ADR. Ahora vuelvo a encontrarme con Brunetti y compañía y me complace constatar que el elenco completo no sólo sigue al pie del cañón sino que, cada cual en lo suyo, aguantan estupendamente. El comisario Brunetti sigue sin dejarse apabullar del todo por la alcurnia de su familia política, los señores condes de Falier, aunque sigue llevando mal que Paola, su mujer, sea una profesora extraordinariamente culta y, a ratos, algo altiva con quienes no poseen una erudición equiparable.  Los hijos adolescentes del comisario, Chiara y Raffi, continúan siendo una fuente continua de satisfacciones y sobresaltos para sus padres.

                Y en comisaría tampoco parece que hayan cambiado mucho las cosas. El vicequestore Patta, el jefe, mantiene desde hace años una vinculación con el (odioso) teniente Scarpa que nadie se explica, ni siquiera por el hecho de que ambos sean palermitanos y a veces hablen en un dialecto incomprensible para los venecianos de pro. Casi desde su asignación a la comisaría de Venecia el teniente Scarpa ha desarrollado una aversión por el (pobre) policía Alvise que debería tener a éste  profundamente amargado de no ser por la protección de la signorina Elettra, la sibilina secretaria del jefe capaz de “asaltar bancos, allanar archivos ministeriales e incluso remover archivos del Vaticano”, por lo que conseguirse la clave del ordenador del odioso Scarpa y entrometerse en la persecución de éste contra Alvise es algo que ella hace sin que se le desordene uno solo de sus muy cuidados cabellos o se le arrugue una prenda de su muy estudiado vestuario.

                Si me entretengo en perfilar un poco los caracteres y circunstancias de los principales personajes, y que cualquier lector asiduo de Donna Leon conoce bastante mejor que yo, es justamente por lo sorprendente que resulta la fidelidad de todos ellos a sus caracteres iniciales.  Y porque denota a las claras la notable  imaginación de su creadora, que no necesita traicionar y distorsionar a sus criaturas para tener al lector inmerso una vez más – e insisto en que con esta son veintiséis— en el caso que debe resolver el infatigable  Brunetti.

                El gran problema de las series, ya sean novelísticas o televisivas, es que al cabo de unos cuantos episodios el creador, o los guionistas, cada vez encuentran más dificultades para cumplir la regla de oro de toda serie y que les obliga a que todo sea igual pero diferente. Decir siempre lo mismo, poner en  juego siempre a los mismos personajes, hacer que estos respondan a los estímulos que todo lector o espectador conoce (y exige) y sin embargo que cada episodio siga siendo lo bastante interesante como para no espantar a la audiencia.

                El recurso fácil es deformar uno tras otros a los personajes y hacerles cometer actos que en las primeras entregas no cometerían, o enamorarse de quien antes no se enamorarían jamás o ponerle ambiciones hasta ahora desconocidas, ello si no les inventan pasados imperdonables, les descubren hermanos horribles o aparecen hijos insospechados. Quizá, de todas las series longevas y que siguen en pleno vigor la que mejor aguanta el paso del tiempo sean Los Simpson porque como no juegan al realismo, ni pretenden parecerse a la vida real, Homer Simpson puede ser hoy el peor y más dañino empleado de una central nuclear y mañana, sin tener que dar explicación alguna, puede arruinar una expedición espacial, ser un guardaespaldas del alcalde perfectamente creíble o líder de una banda de rock.

                Brunetti, en cambio, pretende ser un policía real y hacer el tipo de cosas que puede hacer un policía honesto (y renuncio al sarcasmo fácil) y lo mismo los personajes que son su entorno. Y que tantos casos más tarde sigan siendo ellos mismos es muy de agradecer, por no decir que es una especie de pequeño milagro. Aunque no me cabe duda de que el hecho de ser Venecia el marco de sus pesquisas ayuda mucho, o en cualquier caso más de lo que Sicilia ayuda al bueno de Montalbano.

 

Sangre o amor

Donna Leon

Traducción Maia Figueroa Evans

 

Seix Barral

 

 

   

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26 de marzo de 2015
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Diarios de la Revolución de 1917

  

 

 

Los testimonios de las personas represaliadas durante los años de dominación soviética (de entrada sale la palabra “intelectuales” pero la realidad es que cualquiera que fuese su edad, profesión o ideología, todos eras  susceptibles de ser represaliados porque el objetivo del terror estatal es atemorizar a las personas por el hecho de ser personas y no porque hayan hecho nada punible) son atroces. De entrada lo que más impresiona es la desproporción de las fuerzas enfrentadas. De un lado estaba un imperio que doblaba en tamaño a  Estados Unidos, que en su momento álgido sumaba más de 290 millones de personas y que tenía a su disposición todos los medios legales, jurídicos, policiales y científicos, pues  incluso el terror puede ser una ciencia. Y del otro estaban personas físicas indefensas a las que se les privaba de sus puestos de trabajo y medios de vida para ser enviadas a prisión, o al destierro o a la muerte con una saña que ponía aún más de manifiesto esa desproporción entre el “crimen” y el “castigo”.


                Con el tiempo sin embargo, y bueno sería que todos los dictadores que hay y habrá en este mundo se enteren de una vez, más que la mencionada desproporción, lo que de verdad impresiona es el hecho de que una de las partes en conflicto (uno de los imperios más poderosos de la historia) ha sido reducido a escombros y borrado del mapa debido en gran parte a sus propios errores, mientras que sus enemigos más sañudamente perseguidos, y más concretamente aquel puñado de intelectuales aprisionados, desterrados, vejados, perseguidos hasta reducirlos a la nada y, en muchos casos,  ejecutados, siguen vivos, en ocasiones literalmente, como es el caso del premio Nobel y reputado  poeta Iosif Brodski, y en su mayoría vivos literariamente, y ahí están los Osip Mandel’shtam, Anna Ajmátova, V. Kravchenko, Solzenitsyn y tantísimos más todavía desconocidos en Occidente pero que poco a poco van siendo recuperados. La propia Marina Tsvietáieva tiene unos versos que parecen un epitafio pensado para el post estalinismo.


En las librerías, cubiertos de polvo y tiempo,
Sin ser vistos, buscados, abiertos, vendidos,
Mis poemas serán saboreados como raros vinos,

Cuando sean viejos


            En el caso de la poeta Marina Tsvietáieva sería muy injusto decir que se buscó lo que se le vino encima, pero en cambio sí puede afirmarse que tenía todos los números para que arremetiesen contra ella Stalin y sus secuaces con la mezquindad propia de los de su calaña. Para empezar, pertenecía a una familia de ilustrados muy bien situados en la vida (su padre fue el fundador del Museo de arte Pushkin y su madre una refinada  pianista) y ella recibió una educación muy esmerada, con largas estancias en Alemania e Italia y estudios literarios en la Sorbona.  Si con ese background ya tenía todos los números para llamar la indeseable atención de los revolucionarios, a los 19 años dio un paso más hacia el abismo al casarse con Serguiei Efron, un  judío ruso  que se puso del lado malo de la revolución al  alistarse en el Ejército Blanco que defendió el Kremlim frente a los soviets.

        Marina Tsvietáieva no fue una mujer corriente y tampoco era de carácter fácil. En sus Diarios deja tangencialmente constancia de su independencia, empezando por la sentimental, cuando dice: “No soy una heroína amorosa, nunca me abandonaré a un amante, siempre…al amor”. Sus amores con la poeta Sofía Parnok, rastreables en la poesía de ambas, o con un militar que inspiró su Poema del fin, no le impidieron seguir enamorada de su marido, al que fue a buscar a Moscú en 1917  cuando ella y sus hijas estaban en París perfectamente a salvo. Estos Diarios son su testimonio de los cinco años de persecuciones y horrores que sufrió allí, entre los cuales la muerte por hambre de su hija Irina en 1920.  Dos años después logró escapar y reunirse en Praga y París con su marido, pero con la implicación de éste en la muerte de Trotski  el ambiente del exilio en París se le hizo  irrespirable y en 1937 Marina Tsvietáieva optó por volver a la Unión Soviética: su marido ya había sido encarcelado como paso previo a su ejecución, su hija estaba encarcelada, su única hermana deportada y la reanudación de la persecución contra ella provocó su suicidio, aunque se habla también de una ejecución encubierta.


Los Diarios no son una crónica sucinta del horror. Es decir, sí, pero más bien recuerdan al ejercicio que llevó a cabo durante toda su vida  Nadezhda Mandel’shtam (lo cuenta en su memorias, Contra toda esperanza), al memorizar las poesías de su marido para asegurarse de que no corrían tanto peligro de perderse como si las hubiese transcrito a unos cuadernos. Sin ánimo de redactar, son impresiones, reflexiones, recuerdos del hambre, humillaciones cuya finalidad es que queden grabadas en su memoria. Pero hay pasajes estremecedores, como el relato de la recogida de unas patatas heladas y medio podridas que le han correspondido en un reparto y que son lo único que van a comer durante días sus hijas y ella. O la definición de la pobreza en casa de unos míseros campesinos tras una ojeada a su vivienda: “Nada sobra, todo es eterno”. Otro dato a resaltar es que no hay rastro  de autocompasión ni ánimo de venganza, como si los mismo hechos relatados hablasen por sí mismos y no necesitasen ser calificados.


 


 


Diarios de la Revolución de 1917


 Marina Tsvietáieva


Traducción de Selma Ancira


 

  Acantilado


 


 

 

 

 


 

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18 de marzo de 2015
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Antología personal

El calificativo de “personal” confiere a la presente antología un carácter muy específico. Se trata de una recopilación de textos muy heterogéneos escritos entre 1968 y 2014, o sea, toda una vida. Pero el hecho de que la selección la haya hecho el propio autor y no un antólogo entusiasta, o erudito, o que se está labrando un porvenir académico, incita a mirar los textos con una atención especial porque lo elegido ya es, en sí mismo, un valor.  El valor que le confiere el hecho de que haya sido el propio Piglia quien haya categorizado sus escritos.

                Lo primero que llama la atención, aparte de la calidad, el rigor y la extraordinaria limpieza del lenguaje, es que se trata de una prosa adulta, nacida de la experiencia vital y que se desarrolla como si fuera un pensamiento, o por decirlo de otra forma, una prosa sin efectismos ni complicidades: la voz narradora  transmite en todo momento la certeza de que la cosa va en serio, que el autor se juega la vida en cada línea y que no tiene tiempo ni gusto para las frivolidades. Lo cual, dicho sea de paso, no impide que el libro sea extraordinariamente ameno e instructivo, entre otras razones porque está lleno de hallazgos.

                En la selección hay un poco de todo, desde relatos a esbozos de libros futuros, conferencias, lecturas y unos fragmentos teóricos sobre el escribir, los escritores y la lectura que si no vienen directamente de un taller de escritura narrativa los no alumnos que no asistieron a esas clases no dictadas tienen ahora una ocasión de oro para enmendar su error porque aparte de  soberbios, son muy instructivos.

                Otro de los grandes atractivos de esta mezcla heterogénea de textos es que Ricardo Piglia no solo es un lector voraz sino que además consigue transmitir el entusiasmo y la experiencia extraída de sus lecturas. Aunque hablando de personajes y circunstancias muy diversas, casi de continuo se plantea el contraste entre la vida leída y la vida contada (después de vivida, ojo), recurriendo por lo general a imágenes que son una pura delicia. Y ahí está, sin ir más lejos, la conferencia que da en 1947 un Witold Gombrowicz que ha aterrizado en Argentina casi por azar, miserable, desarraigado, ignorado de todos y que haciendo uso de un castellano  casi cómico por el acento, la pronunciación y la macarrónica construcción, osa negar la literaturidad, esa cualidad capaz de transformar un texto en un texto literario (y del que la poesía o la función poética, sería su punto más claro). En circunstancias normales, presentarse ante  un grupo de intelectuales de tu país de adopción y soltarles que la poesía no es inherente al lenguaje sino el fruto de una manipulación, o de la voluntad de imponer al discurso unos valores consensuados como poéticos, debería necesariamente provocar la ruina del osado y condenarlo definitivamente al olvido. Y la verdad es que esa intervención estuvo lejos de proporcionarle a Gombrowicz la gloria y el  reconocimiento que buscaba, pero en cambio le sirvió para que se fijara en él el director del Banco de Polonia en Buenos Aires, que le ofreció el puesto de trabajo que le iba a dar de comer durante sus  años más oscuros.     

                 O la imagen del poeta Osip Mandelstam, muerto en Siberia por la mezquindad criminal de Stalin y al que Piglia recrea al abrigo de un fuego y hablando de Virgilio a sus miserables compañeros de destierro. Y comenta el propio Piglia: […] la idea de que hay algo que debe ser preservado, algo que la lectura ha acumulado como experiencia social”.  Idea que enlaza directamente con la imagen de Che Guevara subido a un árbol para leer momentos antes de entrar en combate, o la frase escrita en la pizarra de la escuela boliviana donde iba a morir: “Ya sé leer”, ponía.

        En definitiva, lo que Ricardo Piglia ofrece es el fruto de una experiencia de lector  que abarca toda una vida. Pero una lectura creativa, obsérvese la rareza: ahora que apenas quedan lectores,  dar con uno que encima es creativo es un hallazgo impagable.

 

   

Antología personal

Ricardo Piglia

Anagrama

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4 de marzo de 2015
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Los dos hoteles Francfort

 En la escena final de Casablanca, cuando el desdichado Rick Blaine se pierde en la oscuridad en compañía del policía Renault, se escucha una de las frases más afortunadas y recordadas de la historia de la cinematografía mundial: «Louis, pienso que este es el comienzo de una bella amistad». Con tan peregrina salida (qué amistad puede caber entre un hombre desengañado pero con honor y un cínico policía que colabora con los nazis y vende salvoconductos a cambio de favores sexuales) el fiel Rick logra tapar la herida irreparable que se ha causado a sí mismo al facilitar la huida de la mujer de su vida (y lo de irreparable cobra todo su sentido teniendo en cuanta que la mujer en cuestión era Ingrid Bergman). Pero de paso tapa también en la mente del espectador toda posibilidad de contarse a sí mismo qué pasará cuando el pequeño bimotor Lockheed que ha escapado por los pelos de Casablanca aterrice esa misma noche en Lisboa.

                Y bien, aunque sea con un propósito que no tiene nada que ver, David Leavitt se ha ocupado de reproducir la Lisboa que acogió a los dos fugitivos, una ciudad repleta de espías y soplones y en la que la desesperación de quienes huían del avance y la dominación nazi era un negocio para los nativos que  tenían algo que los exilados tan perentoriamente necesitaban, ya fueran documentos y permisos para subirse a un barco, pero también comida, compradores para las joyas salvadas en la huida y, sobre todo, un techo bajo el que cobijarse, y ahí está como ejemplo elocuente ese profesional de Burdeos que ante la imposibilidad de ofrecer una cama alquilaba por horas sillones de su establecimiento.

 La posible caída de Francia, cosa que finalmente ocurrió, y el célebre movimiento de las fichas de dominó, según el cual a continuación caería  primero a la España de Franco y luego al Portugal de Salazar era un elemento de angustia más para quienes se hacinaban en los hoteles lisboetas temiendo la llegada de la barbarie nazi.

Curiosamente, y pese a que leyendo el apéndice dedicado a las fuentes de información  se hace evidente que la preparación documental y la reconstrucción histórica fueron exhaustivas, David Leavitt no le saca todo el partido que tan magnífico escenario le ofrecía y se limita a utilizarlo como un simple telón de fondo o decorado. Ni siquiera el hecho de que uno de los personajes femeninos  (Julia) sea de raza judía  entraña dramatismo porque no solo es norteamericana sino que lleva el apellido de su marido, y en el fondo su drama es que prefería seguir en Francia y no verse obligada a regresar a Estados Unidos. El trasunto mismo, la historia que Leavitt quería contar está muy bien y por lo tanto la objeción es de tipo moral, pues el lector no puede por menos que preguntarse si las vicisitudes de unos privilegiados que tienen dinero y papeles y por lo tanto no deben temer por su vuelta a casa tienen la importancia suficiente como para ocultar con sus cuitas y distraer la  atención de la hecatombe que mientras tanto vivían millones de europeos.

Por suerte, el planteamiento y desarrollo de la historia del encuentro de dos matrimonios norteamericanos alojados en sendos hoteles Francfort de Lisboa tiene una gran fuerza y los personajes, Iris y Edward por un lado, y Julia y Pete por el otro,  van cobrando hondura a medida que pasan las páginas. De entrada parece que Iris y Edward vayan a implicar en su juego perverso a Pete, con el resultado de que la esposa y el desconocido acabarán alimentando las fantasías del marido inapetente. Pero no. Los fieles de Leavitt ya saben que con él las cartas se reparten de otro modo y que los triunfos y las pérdidas no suelen ser convencionales intercambios de pareja. La ambigüedad moral, la distorsión de la percepción vital, la inoportuna y equívoca irrupción del sexo y la certeza de estar viviendo  momentos irrepetibles en sus vidas contribuyen a que el entramado narrativo se mantenga con fuerza hasta el desenlace final. Pero quizá, imbricar a los cuatro personajes principales en el momento histórico hubiera elevado el tono épico de un relato, insisto, muy bien contado.

 

Los  dos hoteles Francfort

 

David Leavitt

Traducción de Jesús Zulaika

 

Anagrama

 

 

 

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20 de febrero de 2015
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Intramuros

La primera ocasión de adentrarse en el fabuloso universo literario de Giogio Bassani la ofreció Seix Barral en 1973 al publicar la que está considerada como la mejor novela del escritor boloñés, El jardín de los Finzi-Contini. La operación se llevó a cabo gracias a la furibunda insistencia de Grabriel Ferraté eficazmente apoyado por Juan Petit, que fue quien la tradujo. Casi diez años después (1984)  Bruguera publicó el ciclo de seis narraciones agrupadas bajo el título de La novela de Ferrara, y en 2007 Lumen insistió con la misma recopilación y la misma traducción de Carlos Manzano, pero ya con los retoques introducidos por el  propio Bassani. 

                Quien, pese a todo, no haya tenido la curiosidad de comprobar por sí mismo la razón de tantos elogios y admiraciones viene suscitando desde hace cincuenta años tiene ahora una nueva oportunidad de la mano de Acantilado, que publica la primera de las seis narraciones bajo el título de Intramuros. Las otras cinco irán saliendo.

                Aunque, por aquellas cosas de la vida el gran cantor de Ferrara  nació en la cercana y archirrival Bolonia, Bassani pasó su infancia y primera juventud en la ciudad gobernada desde el siglo XIII al XVI  por la poderosa familia d´Este, quien la engrandeció y la elevó a la categoría de obra de arte con ayuda de Biagio Rossetti. Por desgracia, y en parte debido a que en el siglo XIX  Bolonia logró mediante engaños convertirse en el gran nudo ferroviario de esa parte del país, a principios del siglo XX Ferrara conservaba su trazado renacentista y su gran patrimonio arquitectónico, pero ya era una sombra decadente, polvorienta  y provinciana, y encima amenazada por las grandes catástrofes que la aguardaban, entre otras la primer de las guerras mundiales y la brutal aniquilación por los fascistas de la otrora próspera e influyente comunidad judía. Esa es la Ferrara que conoció y cantó Bassani.

                Si es cierto que una ciudad, o para el caso cualquier comunidad humana de una cierta entidad, es un microcosmos en el que puede verse reflejado el universo entero, también Intramuros se puede considerar el primer término de una inmensa metáfora como es La novela de Ferrara considerada en su totalidad  y, ya puestos, también el primer relato de Intramuros,  podría tomarse  como un reflejo en cuya intensidad se vislumbra el ciclo de narraciones y, como telón de fondo, la ciudad entera  e Italia y su época, que son a su vez el reflejo de todas las ciudades y todas las épocas.

                Aunque el novelista debe pagar tributo a numerosas servidumbres (la tradición, las modas, lo políticamente correcto, el papel social que se le exige si es una figura de primer orden, la originalidad y tantas otras) le queda al menos una libertad que nadie le puede disputar: puesto que al contar una historia no se puede dar cuenta de  todos y cada uno de los sucesos ocurridos a los personajes, minuto a minuto, es  obligado seleccionar lo más relevante. Y esa selección de momentos de una vida, aparte de ser como digo una libertad inalienable, también es uno de los hechos literarios más meritorios y difíciles porque  no se aprende ni siquiera copiando a los más grandes, ya que es un instinto que surge de lo más profundo e incontrolable del narrador.  

Véase, si no, la estructura interna de “Lida Mantovani”, el primero de los relatos de Intramuros.

                La primera imagen de la protagonista es la de una mujer adulta que rememora “los lejanos años de su juventud”, y más concretamente los días (más bien lúgubres) que precedieron al nacimiento de su primer y único hijo. En el siguiente bloque de información, poco más de una página, Lidia se convence de que su amante no quiere saber nada de ella y el  niño y, sin mediar palabra ni violencia ni reproche, al final del primer párrafo Lida recoge a su hijo y vuelve a casa de su madre, de hecho un sótano con dos camas y una cocina minúscula y en el que también tiene el taller de costura. Madre e hija se reencuentran con un beso pero también sin palabras, ni violencias ni reproches. Desde ese día toman asiento, cosen, bautizan al niño y, muy de cuando en cuando en cuando hablan, momento que aprovecha Bassani para dar noticias pasadas, como el hecho de que la madre también tuvo una hija natural, Lida, y que al igual que ésta, siempre confió (vanamente) en que el hombre “que la desfloró y la preñó”, se casaría con ella.

                Todo el resto de la narración transcurre en ese sótano casi sofocante de puro angosto, y en el que aparece casi como por ensalmo un encuadernador mucho  mayor que Lida y que con paciencia, y sin esperar nunca ser amado, hace que su presencia acabe siendo algo tan natural que Lida, casi sin levantar los ojos de la costura, acepta casarse con él. Casi al final, cuando el marido ya ha muerto, Lida reconoce que nunca lo ha querido, aunque lamenta no haber podido decirle lo único que  él esperaba de ella: el anuncio de que se había quedado embarazada.

                Es imposible contar más cosas y con mayor economía de medios: por descontado que exige del lector poner todo lo que en el relato no se dice pero éste, con su intensidad, con su sencillez y su carga sentimental, es un prodigio de intimidad, nostalgia, compasión y vida sin esperanza pero sin amarguras ni reproches. Mientras vaya pasando páginas, al lector le cabe el consuelo de saber que después vendrán “Paseo antes de Cenar”, también magnífica por su estructura y su carga narrativa; la insignificante pero muy bochornosa venganza de “Una lapida en via Mazzini” o el relato de terror “Una noche de 1943”. Y  con una ventaja añadida: después de intramuros al lector le aguardan cinco tomos más, entre ellos la ya mencionada historia de los Finzi-Contini. O sea que casi da envidia no haber entrado aún en Bassani.

 

Intramuros

Giorgio Bassani

Traducción de Juan Antonio Méndez.

Acantilado

 

 

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4 de febrero de 2015
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Sinfonía napoleónica

Va de desmesuras. Porque no se dirá que no es desmesurado que un autor, en este caso Anthony Burgess, escriba una novela da casi 450 páginas basada en una sinfonía, concretamente la Heroica, dedicada a Napoleón por un ilusionado Beethoven y retirada dicha dedicatoria por un Beethoven desilusionado porque el belicoso corso no había cumplido ni la mitad de lo que prometía. Tampoco es poca desmesura que el autor espere a la página 443 para decirle al lector, encima en verso, que tiene en las manos una novela cómica, que no será en vano leerla como tal y que ha de tomársela como provechosa y a la vez  infructuosa. De paso el lector es informado de que la primera intención fue titularla Sinfonía cómica de Napoleón, pero que se quitó lo de cómica para evitar conjeturas previas a la lectura.

            No está mal, hablando de exageraciones, el tour de force que le habrá supuesto a Agustina Luengo traducir esta obra a mitad de camino entre lo experimental y lo gamberro (de qué otra forma se puede calificar la insistencia en llamar Polución Nocturna al señor de la guerra y domeñador de Europa). O la de vueltas que habrá dado hasta decidirse por Prometapoleón para seguir el paralelismo que traza Burgess entre Prometeo y Napoleón y su pretensión de haber unido a los dos personajes en uno solo.

            Y al final la desmesura del editor (el admirado Jaime Vallcorba) capaz de asumir el coste de apostar por la calidad, la inteligencia y lo inusual. Claro que lo mismo cabría decir de sus Montaigne e Stefan Zweig y la última vez que los miré iban camino de las veinte ediciones.

            Con respecto a la novela misma, lo primero que cabe hacer es repasar a conciencia la tercera sinfonía de Beethoven. Por descontado que las audiciones que se hagan no van a mejorar la lectura porque aun suponiendo que Burgess fuese un caso extraordinario de sinestesia (me refiero a esa gente privilegiada que es capaz de oír colores,  oler palabras, ver sonidos o, ya puestos, poner una sinfonía en letra de imprenta) la música y la literatura son una fuente infinita de inspiración pero sin relación ni traducción posible. Aun así, escuchar la Heroica tratando de imaginar las emociones y los sentimientos que estaría provocando en Burgess cada movimiento puede resultar muy creativo.  Por qué en el primer movimiento se alternan las cuitas amorosas con noticias de batallas en diversos frentes e intrigas en París. Por qué el segundo movimiento indujo a Burgess a construirlo en torno a esa marcha fúnebre que fue la catastrófica invasión de Rusia. Por qué en el tercer movimiento la figura del Emperador se funde con la de Prometeo cuando ya se  dibujan en el horizonte Elba y Waterloo. O de dónde le salió, en el cuarto y último movimiento, la figura del anciano cuidando el jardín en Santa Elena sin más compañía que unos sueños decididamente vacuos.

            La respuesta, en parte, se encuentra en la conveniencia de acudir a los mejores textos para dar un repaso en profundidad a la figura del Emperador y su entorno según se avanza en la lectura. Sólo así se puede apreciar oor ejemplo que las descripciones de algunas batallas, a veces en clave de comedia, son tan rigurosas que complacerán a cualquier estudioso de la estrategia napoleónica, o que muchos de los personajes y personajillos que le acompañaron en su peripecia (empezando por su infiel y casquivana caribeña y terminando con el bando de aves de presa carroñeras que eran sus hermanos y hermanas) se parecen mucho más a sus modelos de lo que puedan dar a entender algunas parodias, a veces algo pasadas de rosca.

            No es una novela fácil de leer, pero sí muy rica y entretenida, y un reto para quien gusta de distinguir realidad y ficción, retrato fiel y alegría paródica.

 

Sinfonía napoleónica. Una novela en cuatro movimientos.

Anthony Burgess

Traducción de Agustina Luengo

Acantilado

 

 

 

 

 

 

 

 

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28 de enero de 2015
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Así empieza lo malo

El lector que le pida a un libro una historia bien contada, y mejor aún si de paso le informa (aportando datos y reflexiones pertinentes) y le entretiene (me refiero a que no hay mejor pasatiempo que  disfrutar con el uso  de una prosa culta, precisa y a poder ser elegante) verá colmadas sus esperanzas con el último libro de Javier Marías.

                La historia, los personajes, las circunstancias, los ambientes y hasta la localización geográfica son perfectamente reconocibles porque, como si dijéramos, son marca de la casa. Y ahí está ese continuo tejer y destejer de los acontecimientos que se desarrollan ante los ojos del lector en una suerte de flujo continuo pero no unívoco ni homogéneo: algo que de entrada parece una evidencia irrefutable puede pasar de inmediato a ser una ilusión, un equívoco o una falsa apreciación según surgen nuevas evidencias, ahora de nuevo irrefutables, o bien las de antes quedan matizadas por la conciencia reflexiva de un narrador sabiamente apostado en un lugar tan privilegiado que casi parece un prestidigitador. Hoy puede ser hoy aunque también puede referirse a ayer porque el testigo habla desde su hoy de ahora pero refiriéndose a unos hechos ocurridos en un pasado relativamente lejano, y en el transcurso de ese lapso el narrador es el mismo de entonces pero cambiado, pues de joven fue testigo y en parte actor de unos hechos que al ser contados cuando ya es un adulto su visión, su percepción de los comportamientos de unos y otros o lo que perdura de ellos ha cambiado y por lo tanto también han cambiado los hechos en apariencia inamovibles, y lo mismo da que  fueran actos de amor, de odio o de indiferencia, y que se cometieran con intención de durar o no: todo está sometido a la acción del tiempo, al paso del tiempo, que es uno de los ejes fundamentales sobre los que se asienta la evidencia de que estamos asistiendo al comienzo de lo malo. Pero vaya con el tiempo. De pronto, en plena acción, todo se detiene y el discurrir reflexivo del narrador puede llevar a Shakespeare o a Faulkner, y al regreso todo puede seguir como antes o no porque los personajes tienen su lógica y también evolucionan y pueden aprovechar el parón para solventar sus propios asuntos, aunque bien pueden haber permanecido inmersos en su propia desgracia.

Curiosamente, en la página 191 hay una intervención que describe esto que estoy tratando de exponer pero de forma más escueta y acertada que yo. La reflexión se centra en la juventud y la infancia, siempre en busca de modelos de comportamiento, y de pronto, acudiendo a la maestría de Hitchcock, dice el narrador: “[…] en aquellas películas hay largos tramos en los que nadie abre la boca y no hay ni el más leve diálogo, en los que sólo se ve a gente ir de un lado a otro y sin embargo el espectador mira la pantalla imantado, con creciente intriga y zozobra sin que para ello haya a veces la menor justificación objetiva. Es la simple observación la que nos crea la zozobra y la intriga. Basta con posar la vista en alguien para que empecemos a hacernos preguntas y a temer por su destino”.

Obviamente, la búsqueda de similitudes entre las películas del maestro del terror y esta novela requiere cambiar la pantalla y el espectador por las páginas de un libro y un lector, y también requiere matizar lo de que la zozobra pueda ocurrir sin la menor justificación objetiva. Se está narrando la deriva del matrimonio de Eduardo Muriel y Beatriz Noguera, y cuando arranca dicha deriva el matrimonio es ya “una larga e indisoluble desdicha”. Paralelamente a la mutua y atroz destrucción de ambos esposos, el narrador recibe el encargo de investigar un acto imperdonable cometido en el pasado por un tercer personaje, el prestigioso pediatra Jorge Van Vechten. Todo ello transcurre contra el fondo de la tan elogiada Transición desde el nefasto y rencoroso franquismo a una democracia que nació lastrada por la consigna de no ajustar cuentas bajo el supuesto de que ganar el futuro era más importante que reabrir viejas heridas y pedir cuentas por unos desmanes que si fueron cometidos durante la guerra pues mira, con las guerras ya se sabe, pero que por desgracia se perpetuaron en una sañuda e implacable persecución a los vencidos que duró hasta el último de los cuarenta años de gobierno de Franco. El paralelismo, y las diferencias, entre el perdón y el olvido al pasado a escala nacional y personal es obvio y mientras parece que en la novela “nadie abre la boca y no hay ni el  leve diálogo” la tragedia del matrimonio Mariel, los desmanes del pediatra y los yerros o aciertos de un joven narrador que lo ve todo desde la distancia del adulto son toda una constante lección moral sobre el amor y su pérdida, los extremos de la abyección y la capacidad de humillar e infligir dolor, la posibilidad, o no, del perdón y los insondables circuitos por los que se mueve el deseo. Para contar todo eso las posibilidades expresivas de la narración son llevadas por Javier Marías hasta el límite de manera implacable y sin concesiones. Nadie ha dicho que la vida haya de ser justa y amena todo el tiempo, pero tampoco ha dicho nadie que preguntarse por el destino de nuestros semejantes no vaya a ser un viaje fascinante y plagado de emociones, incluso sabiendo que con toda probabilidad, en lugar de un final feliz será el principio de lo malo.

 

 

Así empieza lo malo

Javier Marías

Alfaguara

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5 de enero de 2015
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Un paseo por el bosque

Al poco de instalarse en una pequeña población de New Hampshire, después de haber pasado veinte años en Inglaterra, Bill Bryson reparó en la presencia de un pequeño sendero que se internaba en el bosque. Al hacer una primera  investigación supo por un cartel  que en realidad se trataba de un tramo del mítico sendero de los Apalaches, una salvajada para caminantes que partiendo del estado de Maine, en el norte de Estados Unidos, llega hasta  Georgia, en el sur, después de recorrer 3.600 kilómetros en un sube y baja continuo por  esa cadena montañosa que recorre el país a lo largo de la costa Este. Eso es lo que Bryson llamará después  Un paseo por el bosque.

Nada más  saber dónde tenía puestos los pies, y con la sola evocación de las montañas que habría de afrontar si se aventurase a coronarlas  (las Blue Ridge, las Smokies, las Catskills o las Grand Mountains, todas ellas evocadoras de grandiosas hazañas senderistas),  Bryson sintió lo que el naturalista John Muir definió como una necesidad ineludible de “echar una hogaza de pan y una libra de té en la mochila y saltar la valla del jardín de atrás”.

Los preparativos de la estrambótica travesía son hilarantes y al mismo tiempo ofrecen un panorama del viaje terrorífico, y ahí está el caso de los muchachos que acamparon en el sendero y fueron atacados por un oso negro. Ambos se subieron a un árbol cada uno y el oso fue a por el que tenía más cerca, trepó, sujetó a su presa por un pie y la arrastró hasta el suelo para devorarla. Los expertos dicen que si te ataca un oso debes abrir los brazos y erguirte al máximo mientras pegas unos alaridos susceptibles de atemorizar al animal. El problema es que al hacer eso puedes encolerizarlo y recordarle que existes, y en ese caso subirá al árbol y tras arrastrarte al suelo por un pie procederá a devorarte  como hizo con el segundo excursionista, por querer socorrer a su amigo dando gritos.

Aparte de los osos la suma de peligros en el camino resulta tan inquietante, sobre todo para quien trate de hacerlo solo, que Bryson mandó una invitación a todos sus amigos para que le acompañaran, dándose el caso de que nadie respondió  salvo el incombustible Katz, un tipo pasado de forma, gordo como un tonel y cuya máxima esperanza  (por otra parte harto improbable) era que al final de la jornada hubiera  un establecimiento de venta de dunkins donuts para atracarse hasta no poder más y así pasar dulcemente los malos tragos del camino.

Los preparativos para equipar a Katz son igual de hilarantes, lo mismo que las primeras jornadas cargando con unas  gigantescas mochilas llenas hasta los topes de cachivaches y unas vituallas que luego van tirando sin ton ni son, sólo por el gusto de quitarse un peso de encima, y nunca mejor dicho. Y no digamos nada de los pintorescos personajes (la gordinflas, el enterado, los egoístas, los encargados de los campings y refugios) que les van saliendo al paso.

Como es habitual en los libros de Bryson, cuando no pasa nada relevante o el paisaje no es especialmente sugestivo, esgrime la documentación atesorada antes del viaje y que se traduce en noticias abrumadoras. Y ahí está el Servicio Nacional de Parques, que en contra de lo que pueda parecer, es el principal deforestador de Estados Unidos cabiéndole el triste honor de ser el principal constructor de unas carreteras forestales que benefician sobre todo a las compañías madereras que han comprado derechos para arrasar bosques a los que antes no se podía acceder y que por lo tanto en toda su existencia nunca habían escuchado el retumbar de un hacha.

Pero también hay momentos deslumbrantes, como la descripción del estado de Virginia visto desde las montañas con sus boques y llanuras verdes, los valles recoletos y los pueblecitos diseminados por tanta hermosura. De repente el lector se solidariza con el  profesor  Muir en su deseo de cargar la mochila de pan y té  y huir saltando la valla del jardín trasero. Cualquier cosa con tal de ver eso que  Bryson describe con tanto entusiasmo.       

Por desgracia, cuando los dos esforzados  y ahora  más estilizados excursionistas llevaban recorrido poco más de la mitad  del camino previsto, Bryson hubo de regresar a la civilización para promocionar un libro (del que según él se vendieron lo menos sesenta ejemplares) y a Katz le habían ofrecido un trabajo interino en Canadá que no podía rechazar. Y Bryson vuelve pero el camino ya no es el mismo  si faltan los ronquidos de Katz en la tienda de al lado  o sus gritos de júbilo al divisar a lo lejos un puesto con el equivalente local de los dunkin donuts. Y no es que esta segunda parte no sea interesante o que la documentación recogida para amenizar lo que resta de camino sea menos veraz y divertida. Es que falta algo que va más allá de Katz y que a lo mejor se llama entusiasmo o capacidad de sorpresa o lo que sea.

EL consuelo es que mientras tanto el relato del viaje ha sido formidable y el lector ha tenido el privilegio de caminar con el mejor Bryson.

 

Un paseo por el bosque

Traducción de Pablo Alvarez Ellacuria

Bill Bryson

RBA

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29 de diciembre de 2014
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