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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Irremplazable figura del traidor

En ninguna biblioteca burguesa de hace cincuenta años (no sólo española sino también francesa o inglesa) faltaba aquel título, "Yo elegí la libertad", cuyo autor, Victor Kravchenko, fue el más popular de los comunistas arrepentidos. Había muchos otros, aunque los más célebres son George Orwell, Arthur Koestler y Victor Serge. Ellos fueron los primeros en dar cuenta de las atrocidades estalinistas, con feroz indignación de los intelectuales europeos. A medida que se ampliaba la información sobre la URSS fuimos sabiendo que no sólo decían la verdad sino que se quedaban cortos.

    También las vidas de estos personajes fueron novelescas. Perseguidos por la policía política comunista, calumniados por la prensa de izquierdas, no tenían más refugio que los círculos derechistas que se aprovechaban de ellos. Mantener la independencia les costó a muchos arrepentidos el suicidio, la salud mental o la marginación.

    Se edita ahora un curioso libro, "El conspirador" (Galaxia Gutenberg), cuyo autor es otro fascinante converso, Humphrey Slater. Fue una novela muy vendida e incluso se llevó al cine en 1949 (con los dos Taylor, Elizabeth y Robert), aunque luego cayó en el más absoluto olvido. La trama narrativa es una excusa sagaz: un agente comunista infiltrado en el ejército británico se casa sin pedir permiso al Partido. Esta decisión (la única que ha tomado libremente en su vida) se mostrará demoledora. Lo que a Slater importa es describir el mecanismo de los servicios secretos soviéticos y su abyección ética. Los conocía muy bien. Es más que probable que formara parte de esos servicios cuando participó como brigadista en la guerra civil española.

La narración del totalitarismo aplicado a la vida cotidiana es magistral y el lector constata que esa fe en una Verdad suprema por encima del individuo (la Revolución, el Partido, la Patria), instancia teológica que exige sacrificios humanos, se mantiene en la actualidad con excelente salud y nuevos nombres. Slater murió en España en 1958 en eso que se suele llamar "extrañas circunstancias".

Artículo publicado el sábado 26 de septiembre de 2009.

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28 de septiembre de 2009
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Profesores, delincuentes y triunfadores

Si la reforma de Esperanza Aguirre toma cuerpo (lo dudo: hay mucho miedo a combatir el miedo) los profesores contarán con un arma de defensa. Si un chaval les rompe la cara podrá ser imputado de un delito contra la autoridad. No acabo de entender que eso traiga sosiego, porque, dada la ley del menor, no hace falta que le rompa la cara al profesor, puede aserrarlo en dos y tampoco le pasará nada. La justicia española, como todo lo de la raza, es un rompecabezas: sirve para partirnos la crisma.

    El endemoniado asunto de la mala educación española no pueden resolverlo nuestros actuales políticos porque en gran medida son gente que no entiende la necesidad de la educación. No digo mi ministro, que es una excelente persona y un sabio (aunque por el reparto de competencias sólo pueda ejecutar faenas de aliño), pero sí buena parte de la clase política central, autonómica y municipal.

    Supongo yo que ningún periódico osaría investigar el grado de estudios de la élite política. Sería peligroso. Sin embargo, basta con lo que leemos en el currículo de sucesivos nombramientos para percatarnos de que muchos de los actuales responsables de la decisión administrativa sólo han terminado el bachillerato, y no todos. Es verdad que hablo sin datos, pero me temo que esos datos han de ser más secretos que los ingresos reales de sus señorías.

    El caso es que nuestros numerosos políticos tienen empleos a los que no afecta la crisis, ganan sueldos de ejecutivo, ejercen un trabajo muy descansado y reciben unas pensiones fastuosas. Dicho en breve, han triunfado en la vida. Han logrado eso que todos los españoles desean: currar lo menos, buen rollo en el tajo, salir en la tele y cobrar un pastón. Ricos y famosos.

    Podría suceder que pensaran como esos triunfadores, casi todos del ramo del tocho, que miran con estupefacción al hijo que quiere estudiar. Si persiste, llega un momento en que su padre le suelta el grito eterno, inmortal: "¡Pero no ves, desgraciao, que los estudios impiden triunfar en la vida! ¡Mírame a mí!". Y lleva razón.

Artículo publicado el sábado 19 de septiembre.

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21 de septiembre de 2009
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Una contribución para salir de la crisis

Tendemos a creer que los regímenes ideológicos, como el Irán de los curas o la Venezuela de Chávez, se definen por la barbarie de sus dirigentes. Es así, pero no basta con eso. La ideología se petrifica en un tipo de construcción o en un panorama orográfico, crea paisaje. La ruina que comienza a extenderse por Caracas, como la de La Habana, son ideología concreta, visible y audible. A veces también huele.

    La España de Franco, esa mercancía que tanto rendimiento le da todavía a nuestra clase política, no sólo eran falangistas, esbirros de la policía, o ministros folklóricos, que de todo eso sigue habiendo, sino, sobre todo, la sordidez, la grosería, la asfixia de los espacios, lo cutre que era el país entero. Y de eso tampoco nos falta, sólo que ahora los espacios son de dos tipos, reales y virtuales.

La España de Franco era una malla de carreteras tan estrechas como abolladas, tan chapuceras como peligrosas, en las que tardabas diez veces más en llegar a tu pueblo que por las actuales autopistas. No han cambiado mucho los políticos españoles, pero sí las carreteras. Y ese es un cambio político real. Todo lo demás son gaitas.

    Pues bien, en el paisaje virtual seguimos en pleno franquismo. Aquello que toca Telefónica regresa a la España de alpargata. Los servicios de ADSL dan risa. Si comparamos la velocidad, la calidad y el precio de Internet en Europa y en España, volvemos a aquellos tiempos en los que cruzar la frontera de este país de cabreros, como lo llamaba el poeta, significaba entrar en el mundo civilizado.

    Un remedio cada vez más extendido para escapar al paro es trabajar en casa por medio de Internet. Sea como empleado, sea como empresario. Lo malo es que aquí tienes que trabajar para Telefónica antes de empezar a trabajar para ti mismo. Comparen los servicios franceses y los españoles, los espacios de conexión gratuita de los ingleses y los nuestros, y así sucesivamente. Por no hablar de Japón.

    No obstante, como en tiempos de Franco, ningún gobierno se ha propuesto incomodar a Telefónica. ¿Saben por qué?

 

Artículo publicado el sábado 12 de septiembre de 2009.

 

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16 de septiembre de 2009
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En el espejo de las grandes ciudades

La verdad es que desde niños nos sentimos algo reticentes a aceptar aquello de que "la cara es el espejo del alma". Conocíamos demasiadas niñas con unas trenzas de suave hilo dorado, mirada ensoñada y boca de mandarina que, cómo olvidarlo, eran unas impresentables cerdas insolidarias que no nos hicieron el menor caso. Materialistas ruines sin órgano para la lírica. En fin, que la cara podía esconder abismos de abyección capitalista.

    En cambio estoy persuadido de que todos los lectores coincidirán conmigo en que la ciudad es el espejo de su clase dirigente. Cuando uno se pasea por París no es preciso que le digan que todos los políticos franceses tienen estudios superiores. Si pasea por Londres sabe que ni uno sólo de los munícipes ignora el monólogo de Hamlet. Y si pasea por Berlín tiene el convencimiento de que el ayuntamiento en pleno lee cada noche varios capítulos de "La crítica del juicio". Analógicamente, también sabemos que basta con dar dos pasos por Nápoles para ver a Berlusconi en pijama con una señora de labios abultados bajando por Via Toledo, vaya pareja, y que en Estambul los munícipes se meten el dedo en la nariz y eructan cuando les preguntas una dirección.

    Ayer hube de bajar a la zona histórica de Barcelona. Todavía hay quien cree que la nuestra es la ciudad razonable, aseadita, un poco cursi, pero muy confortable que inventaron Bohigas, Maragall, Serra y otros municipales con carrera universitaria. La actual es mucho mejor. Sólo admite comparación con la salida de un partido de fútbol entre rivales ingleses. Divinas Ramblas tan parecidas a un botellón granadino, pero con mil razas y religiones compitiendo por ver quien vomita más lejos. ¡Qué alianza de civilizaciones!

    Se ha armado un gran barullo porque "El País" publicó unas fotos en las que se veía a numerosas personas fornicando (a tergo) por las Ramblas, hembras y machos. Son escenas tan usuales que uno se pregunta la razón del escándalo. Sólo cabe una explicación. Los del Ayuntamiento han reconocido a uno de los clientes. Y era horario de despacho.

 

Artículo publicado el sábado 5 de septiembre de 2009.

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14 de septiembre de 2009
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Sobre sabios, bobos y malvados

Imagino al viejo profesor aún errante entre París, Chicago, Ginebra, Londres, Dios sabe. Puede anidar donde le apetezca, cerca de una biblioteca, eso sí. Es viejo, pero muchos le siguen leyendo porque nunca escribió como un profesor, sino como un escritor. No sé cuáles pueden ser ahora sus hábitos. ¿Mira la luna cuando se tiñe de amarillo como si tuviera ictericia? ¿Le aburre leer a los trágicos? ¿Acaricia a su gato con una pizca de autocompasión? Ni idea. Sin embargo, todo lo que he leído de este viejo judío de ochenta años me ha complacido y le tengo un agradecimiento que nunca podré compensar ni con una felicitación navideña. "Happy new year, dear profesor Steiner". En la cartulina se ve un arbolito adornado con bolas luminosas y a sus pies un monigote de nieve con sombrero y pipa. Felicitación de tía hidrópica y en residencia, que apenas miramos antes de arrojarla al cesto. Los últimos resplandores del amor son demasiado dolorosos.

    Creo que lo que más he apreciado en George Steiner es la infrecuente atadura de modestia y soberbia, humildad y orgullo, que asocio con los judíos de novela centroeuropea. Aquellos ciudadanos que inclinaban la cabeza o bajaban de la acera cuando se cruzaban con un oficial vienés, pero que sabían con certeza cristalina que el mundo germánico podía prescindir de la totalidad del ejército austriaco (y así fue), pero quedaría reducido a un cuartel de borrachos si se destruía a los judíos de Viena. Y así fue.

    No es su saber, que es considerable, lo que me gusta de este hombre, sino lo que hace con ese saber. Yo supongo que es la misma simpatía que me produce la obra de Stefan Zweig, cuyos libros llevan incorporado el corsé, el parasol de seda, el sombrero de paja italiano, los veranos en Baden Baden y términos como "clorótico" o "mozalbete", pero que no han perdido ni un ápice de su singular sagacidad, ni esa capacidad para hablarle al lector como si estuvieran los dos sentados en un café, envueltos por el humo de los cigarros. La narración puede interrumpirse para pedir otro marillenschnaps o para encomiar la entrada de una belleza que (se dice) alivia las cargas del ministro consejero de la guerra, y seguir al cabo de un rato en el mismo tono de voz, la misma mirada al mármol, igual recogimiento. El estilo es modesto, lo que se cuenta es soberbio.

    Ahora que George Steiner está un poco cansado (¡cómo ha de abatir ver en los rimeros de la biblioteca treinta libros escritos a lo largo de una vida entera, libros excelentes, elegantes, y que sin embargo carecen ya de la menor importancia!), le habrá subido la densidad a su escepticismo. Siempre miró la vanidad del mundo por una esquina del ojo, nunca pudo vivir sin impaciencia el oropel, el boato, la purpurina de la buena sociedad. Al final de su vida ha aceptado algunos premios y honores, sí, tampoco es cuestión de avergonzar a los admiradores, pero con una distancia e ironía tan sutiles que sus valedores ni la pillan.

    No sé si volverá a escribir alguna obra de envergadura. ¿Para qué? Él ya no lo necesita. Escribió sus libros para averiguar qué es lo que quería saber. Y ahora ya lo sabe. Para compensar, sus seguidores están recogiendo papeles por aquí y por allá, escritos que habían quedado sepultos en almacenes de revistas y diarios, algunos ya desaparecidos, donde podían haber yacido para siempre hasta hacerse polvo. Sin embargo, en muchos de estos escritos circunstanciales, a veces forzados por la intendencia, hay fantasías, ideas, juicios, que no se habría permitido en un libro "serio" que iba a ser forzosamente comentado en el Times Literary Suplement o en el New York Review of Books. Demasiada responsabilidad, sobre todo, para el comentarista. ¿Cómo vas a hacerle esa jugada? No le pongas en un compromiso.

    De modo que los libros que recogen su obra menor guardan algunas de las mejores páginas que le he leído, justamente porque aparecieron en ciertos medios a cuya clientela conocía como a su cepillo de dientes y no corría peligro ninguno mostrando su vena sarcástica. En el último de ellos (hasta el momento) se recogen casi treinta artículos publicados por la revista americana The New Yorker (la traducción española está en la editorial Siruela) cuyos lectores forman un compacto biotopo de ejecutivos liberales, profesores de mediana edad, acomodadas matronas con ventana a Central Park, judíos cultivados y un manojo de radical chic. Es como escribir para tus hijos. Puedes permitirte burlas sobre los abuelos que nunca incluirías en una conferencia.

    Es el estupendo equilibrio entre modestia y soberbia lo que le permite ser el mejor introductor de Thomas Bernhard en el mundo anglosajón, sin escatimar una colleja por el exceso de jeremiadas. O alabar como es debido el teatro de Brecht, sin ocultar la abyección moral del personaje. Poner en su sitio la radical belleza de la música de Webern, sin olvidar su confusa relación con los nazis. O, por el contrario, esclarecer la naturaleza criminal de Albert Speer sin negar su inteligencia, tan codiciada por los occidentales: fueron los rusos quienes impidieron que Speer se convirtiera en un ejecutivo de la élite industrial americana, como tantos otros nazis.

    Si hubiera de destacar una sola de las virtudes que trae consigo este asombroso equilibrio entre humildad y orgullo, yo diría que es su coraje para asumir la identidad ética de comunismo y nazismo, así como para denunciar esa moral idiota de tantos europeos que tienden a distinguir los crímenes de Hitler de los de Stalin, justificando los de éste último como "más comprensibles". Steiner es uno de los escasos escritores que desde hace muchos años (últimamente esta idiotez moral parece que disminuye) ha puesto las cosas en su sitio. Quizás porque sabe que el antisemitismo estalinista no tuvo nada que envidiar al nazi.

    Mucho antes de la caída del muro de Berlín, en 1980, escribió Steiner un artículo magistral. Es uno de los más largos del libro y el más hermoso que he leído sobre ese sujeto repugnante que fue Sir Anthony Blunt. No escatima alabanzas para el experto en barroco y neoclásico, ensalza las monografías que escribió Blunt, especialmente la de Poussin, no la hay mejor. Tampoco se ensaña con el personaje, cuya traición como agente doble del espionaje soviético y de los servicios británicos toma en su artículo un carácter turbio que luego expandiría John Banville en una estupenda novela. En cierto modo, Steiner quiere entender las debilidades de Blunt, su rencor contra la ignara clase alta inglesa, la sed de afirmación de un homosexual que podía ser condenado a penas humillantes. Pero entender no es comprender. El objeto de su artículo no es Blunt, sino aquellos que, una vez descubierto, juzgado y condenado, aún le defendían porque era "uno de los nuestros". En particular, sus colegas de Oxbridge, la aristocracia universitaria británica, los nacionalistas de la sabiduría.

    He aquí lo que me lleva a sentir tanta simpatía por este hombre altivo y respetuoso: sabe cabalmente quién es un criminal, aunque alguno de ellos posea un talento del que carecen las gentes honradas. Al criminal hay que entenderle y castigarle sin ánimo de venganza. Pero a quien no se puede perdonar es al tullido moral que defiende o "comprende" a los criminales. Como decía Cipolla, podemos llegar a entender la coherencia de un malvado, pero el imbécil es perfectamente incomprensible. Y detestable. La soberbia nos pide que tratemos de entender al criminal para combatirlo mejor. La modestia nos obliga a renegar del idiota que lo justifica. Así lo hizo Steiner sabiendo a lo que se arriesgaba, con el soberbio orgullo del modesto.

Artículo publicado el viernes 4 de septiembre de 2009.

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9 de septiembre de 2009
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La vuelta al mundo del antropoide

Sabemos que durante un millón de años nos condujimos con la sensatez de cualquier otro animal y las tribus humanas sólo se trasladaban por motivos razonables. La alimentación, la reproducción, la supervivencia, y punto. Se agotaban los recursos de un valle o aumentaba la prole, pues había que moverse. En consecuencia, si llegaba a nuestro valle una horda forastera huyendo del hambre (o de otra horda) y eran más fuertes, pues había que largarse. Y si no, quieto hasta ver.

    Se dice que quien inauguró los viajes poco claros fue Herodoto, inventor del turismo primitivo hace dos mil quinientos años. Parece que emprendió camino para indagar si los dioses griegos descendían de los dioses egipcios. Razón ya un poco refitolera, pero que podemos admitir pues, al fin y al cabo, el traslado por motivos religiosos y comerciales viene siendo el más común. Los islámicos acuden a La Meca desde los rincones más apartados del globo, como si no tuvieran nada mejor que hacer.

    Pero esta desazón que empujaba a los europeos a moverse sin tregua por motivos cada vez más caprichosos, se convirtió en una epidemia a partir del descubrimiento de América. Miles de occidentales comenzaron a subir a los más altos montes, sumergirse en todos los océanos, sudar por todos los desiertos, entrar en los pueblos más sosos, acopiar plantas, animales y minerales, bailes de muerto, boinas y guitarras. La dificultad de permanecer en casa se transformó en una ansiedad intolerable. Las excusas se fueron ampliando: la ciencia, pegar tiros, el oro, la fornicación, salir en la tele, fisgar como porteras, el tedio.

    La eficacia de la cultura occidental ha infectado con esta desazón a todas las poblaciones de la tierra. Son ahora cientos de millones los que se mueven como ardillas, aunque sea durante medio mes, buscando no se sabe qué. Es una industria, dicen, pero también lo es la venta de estampitas. Yo diría que se trata del ritual religioso más notable de una cultura que se ha librado de la tutela divina y sale de casa cuando le da la gana, casi siempre para matar el tiempo.

Artículo publicado el sábado 29 de agosto de 2009.

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7 de septiembre de 2009
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Provechosos movimientos veraniegos

De las proximidades de Torroella, pueblo del Ampurdán notorio por su festival internacional de música, a la aduana francesa hay poco menos de una hora y la primera población con un cierto empaque es Perpiñán. Conviene atravesar la frontera de cuando en cuando para hacer comparaciones, que son odiosas, sí, pero no por ello menos instructivas.

    En la agitada historia de Francia, tan vapuleada como España por la guerra incivil (aunque, eso sí, lo olvidan mejor), las zonas del sur siempre anduvieron un tanto despendoladas. Luis XIV les puso la brida a los feudales y la estatua ecuestre que adorna el candoroso parque de Montpellier es prueba de que en algún momento se les ordenó que formaran parte de un país más grande y quizás menos reaccionario que su minúscula región. Se plegaron.

    Así nació el primer estado moderno y así se pudo ver a Francia como la nación más poderosa del mundo en el siglo XVIII. El estado moderno obligaba a suprimir las madrigueras feudales y la guerra de la Fronda puso en claro con qué ferocidad los poderes regionales iban a defender sus privilegios con el apoyo (¡siempre lo mismo!) de la iglesia católica. Una historia que, como es lógico, en Cataluña se cuenta al revés. Todavía hoy el sur de Francia es una región de escasa vida industrial, con servicios menos vigorosos que los del norte y una población que tiende a votar a Le Pen. De ahí que su recurso sea el turismo, en el que trabaja con toda su energía, que es considerable.

    Muchos de estos rasgos nos son familiares a quienes vivimos en Cataluña Sur, capital Barcelona. Lo tremendo es que a pesar del tan alabado crecimiento económico español, de la admirable transición política, de la cantidad de jabón que se dan nuestros gobernantes, lo cierto es que una ciudad como Perpiñán, que viene a ser la Algeciras de Francia, le da mil vueltas a ciudades mucho mayores y más blasonadas de Cataluña (sur). Y no doy nombres porque luego los gañanes del lugar te buscan para romperte una bandera en el cráneo.

    Esto es desconsolador. ¡Con la cantidad de dinero que les estamos dando a esta gente de Perpiñán y alrededores! Por si no lo saben, les pagamos colegios, cátedras, universidades, radios, y un corresponsal de TV3 que ofrece fascinantes noticias sobre Ceret. Todo para recordarles a los de Cataluña Norte que son catalanes, un asunto que en general olvidan casi todos los catalanes hasta que llega el gobierno de Montilla para recordárselo. Es muy desesperante porque en dos días de moverme por la ciudad no pillé a nadie, pero es que nadie, que hablara catalán o que tuviera un porte que no fuera rotundamente gabacho. Quizás en el campo haya más entusiasmo.

    Veamos. El dinero que pagamos se ve por las calles, eso sí. Está todo lleno de banderas catalanas, los letreros de la oficialidad vienen en francés y catalán, por el centro hay oficinas de la Generalitat del sur, la emisora nacional nuestra está justo delante del río y parece que alguien la oye, quiere decirse que la vida administrativa refleja un buen fluido de dinero (¿cuánto?, nadie lo sabe) que les cae a estos franceses como agua de mayo.

    Ahí se acaba el asunto. Circulan unos autobuses que ya los querríamos en Barcelona, hay zonas peatonales con bares y restaurantes al aire libre servidos por auténticos profesionales, dos librerías que no encontrarás en ninguna capital catalana (del sur) excepto, claro, en Barcelona. Todo está limpio, no hay estruendo ni jarana, los comerciantes son educados, los grandes almacenes no venden saldos, hay varios locales recomendados por guías gastronómicas, en fin, que aquello es indudablemente Francia.

    Me preguntaba yo, mientras caminaba por la modesta y sin embargo confortable ciudad francesa, cuántos de aquellos nacionalistas (del norte) que negocian con nuestros Montillas y Carods y tratan de despertar un patriotismo que a los franceses les importa una higa, se cambiarían, no ya por catalanes (del sur), sino por españoles. Yo creo que ni uno. Ni siquiera los dirigentes del partido nacionalista catalán que se presenta a las elecciones en Perpiñán. Una cosa es pillar dinero como se pueda y otra cambiar el sistema de transportes, correos, la sanidad, la policía, los diarios y televisiones o la educación francesas por sus correspondientes entes catalanes (del sur) o españoles.

    Entre lo más agradable de este salto me atrapó una exposición de Hyacinthe Rigaud, pintor al que no se le presta atención cuando se pasea por el Louvre aunque fue el mejor retratista de la época de Luis XIV y Luis XV. La exposición era soberbia. Rigaud retrataba como un cretino a quien lo era (hay un diputado tocando la gaita que es pura actualidad), pero rozaba a Rembrandt cuando retrataba a quienes tenía respeto, como los jansenistas de Port Royal, gente sobria.

    Había un detalle, sin embargo, que me desoló. La exposición celebraba la anexión de la Cataluña Norte a la corona de Francia en 1659, año de nacimiento de Rigaud. ¿Cómo lo ha permitido Montilla? ¡Una exposición que celebra en Perpiñán su anexión a Francia! ¡Con nuestro dinero! Esto es tristísimo. También yo lo lamenté profundamente. Sobre todo porque por el mismo tratado de los Pirineos, la corona francesa renunció a Barcelona. Y eso sí que es algo que no le perdonaré nunca.

Artículo publicado el miércoles 26 de agosto de 2009.

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3 de septiembre de 2009
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Humillados, ofendidos y analfabetos

De esto hace décadas. Tras la lectura del inmortal reportaje de T.E. Lawrence titulado "Los Siete Pilares de la Sabiduría", observé una feliz complacencia en alguno de sus lectores. Era la íntima satisfacción de que los jeques árabes aparecieran como grandes caudillos, similares a los de la épica medieval europea. Había una enfermiza identificación entre algunos españoles sometidos a la satrapía de Franco y la pretendida libertad de los hijos del desierto. Un romanticismo para humillados que les regocijaba cuando los jeques árabes, todos sátrapas, ponían de rodillas "a Occidente" con el precio del petróleo.

    Muchos años más tarde volví a encontrar esa identificación entre gente que se dice lastimada, que cree valer más de lo que recibe, y que se siente árabe en general y palestina en particular. Del mismo modo que hay quien "comprende" el terrorismo nacionalista vasco y es partidario de un "diálogo" con ETA (como el PNV, partido cada día más chiflado), así también hay gente que comprende los asesinatos masivos provocados por los suicidas islamistas. En este caso se identifican con los asesinos porque han sido muy humillados, muy ofendidos por los ricos y poderosos. Así que comprenden que se hagan saltar por los aires junto con cien, doscientas o quinientas personas, muchas de las cuales, por cierto, son árabes.

    Buena parte de la clase política europea, siempre tan lenta, ha ido admitiendo con cada vez mayor desasosiego lo que esta guerra mundial pone de manifiesto: que sólo la educación es capaz de librar a las personas de la esclavitud. Que los países islámicos protegen el analfabetismo como un bien divino porque lo que más temen es el modelo educativo occidental, fundamento de libertad entre hombres y mujeres. El islamismo es irreductible porque es analfabeto gracias a sus dirigentes. Y nuestros dirigentes están demoliendo el sistema educativo sin pestañear.

    Algunos europeos, sin embargo, no son tan correctos. En "El segundo avión", Martin Amis (Anagrama) escribe con lucidez sobre la tiranía de los humillados analfabetos.

Artículo publicado el sábado 22 de agosto de 2009.

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1 de septiembre de 2009
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La noche de los vivos murientes

Hoy hablaré como un político de la región: El sábado pasado Cataluña se sintió privilegiada. Salió de Barcelona por la mañana para atascarse en esos dos queridos pueblos, Celra y Bordils, donde unos semáforos preciosos fuerzan a los viajeros a cantar maravillas de la población. Luego Cataluña quedó atascada en el puente que cruza el Ter hacia l'Estartit, donde decenas de miles de turistas se pasman de nuestro talento viario. Por fortuna, Cataluña llegó a tiempo para el concierto de Boris Berezovsky en el Festival Internacional de Torroella. Aquí se acaba el hablar como político.

    Bajo las nervaduras góticas de la iglesia de Sant Genis se levanta una gran pantalla acústica más bella aún que los negros sillares. Recortado contra el blanco radiante, un Steinway rotundo. Entra Berezovsky. Primera sorpresa: parece un boxeador irlandés y de pronto el piano se transforma en una mesa de billar. Es un espejismo. En cuanto ataca los Preludios de Rachmaninof, el público se queda sin aliento. He aquí los poemas de aquel ruso neurasténico cantados con voz hiperbórea. Vemos cómo el suicida hinchado de vodka se asoma al Neva, pero una luna gélida abre su boca de plata sobre las aguas heladas y le ciega con la luz de los muertos. El suicida cae de rodillas y le reza al starets Zosima. Un concierto de alivio. En los Estudios de Chopin iba tan lanzado que las teclas parecían quietas. Al pegar a más de 25 veces por segundo, la vista no pillaba el golpe. Y en Mussorgsky observé que una réplica de la Moreneta lloraba semillas de centeno como las vírgenes ucranianas. A la salida, Lluis Trullén, pianista notable y todo un caballero, vagaba sin tino. Me miró con ojos como tizones apagados. "Apenas rozaba el pedal. Le abriré el cráneo y comeré sus sesos". Se perdió en la noche.

     (Vuelvo): Cataluña se siente ufana con su Festival de Torroella, pero la crisis le ha dado un mordisco. Cataluña pide, humildemente, que la otra Caixa muestre su esplendor y abra las arcas a la cultura verdadera. Cataluña le estará muy agradecida.

Artículo publicado el sábado 15 de agosto de 2009.

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27 de agosto de 2009
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Ya somos el olvido que seremos

Hace más de veinte años, el 25 de agosto de 1987, Héctor Abad acudía para identificar el cadáver de su padre antes del levantamiento. Lo habían asesinado en Medellín. Al vaciar los bolsillos encontró un poema escrito a mano y con las iniciales JLB. Ocupado durante meses con la indagación policial, Abad no entregó el poema al diario "El Espectador" hasta noviembre y allí se publicó firmado por Jorge Luis Borges. El poema, sin embargo, no aparecía en las Obras Completas y los especialistas acusaron a Abad de falsario. Debo resumir de un modo brutal una historia bella y detectivesca.

El caso es que no se resignó. No le angustiaba la acusación de los borgianos, sino la memoria de su padre. Aquel poema había sido lo último que pudo leer y era un poema sobre la certeza de una muerte próxima. Como si el poema anunciara lo que le iba a suceder. De modo que Abad comenzó una pesquisa que le llevó años, visitas a dos continentes, cientos de cartas, correos electrónicos, entrevistas. La autoría del poema era, además, una cuestión de honor porque Abad lo había hecho grabar en la tumba de su padre con el título de "Epitafio".

¿Quién había escrito aquel poema profético y fatídico? En su búsqueda topó con personajes de novela negra, como Harold Alvarado Tenorio, quien aseguraba haberlo escrito él plagiando a Borges. O con la aborrecida viuda de Borges, María Kodama, uno de esos herederos que se apropian del Gran Muerto como si fuera su finca. Kodama, como siempre, negó por completo la autoría de Borges si no había dinero de por medio. O el encantador Jean Dominique Rey, que le proporcionó la pista más firme. Y el no menos delicioso pintor Guillermo Roux, que cerró el caso con un regalo inesperado.

Ahora, y justamente porque Kodama dice que no es de Borges, Abad lo ha podido publicar sin miedo a la denuncia. Y no viene solo. Está en la excelente revista hispano-mexicana Letras Libres de agosto. Cinco poemas y una historia novelesca sobre el amor a la poesía, el respeto filial y la pasión precisa para desenterrar bellos poemas. El primer verso lo tienen en el título. Borges sabía que le quedaban pocos meses de vida.

Artículo publicado el sábado 8 de agosto.

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25 de agosto de 2009
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