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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Insinuaciones de un fascismo blando

En su última película, "Si la cosa funciona", mediocre traducción de "Whatever works", Woody Allen supera el bache que supuso su empalagosa postal barcelonesa y vuelve a componer un carácter habitual en su obra, ese tipo exasperado cuya inteligencia en lugar de facilitarle la conformidad con el mundo le lleva a un choque frontal. Es un personaje en extinción y cuyos orígenes cabría situarlos en los años de la guerra fría. Vayamos por partes.

El actor que imposta a Woody Allen es Larry David, el cual tiene una trayectoria muy similar a la de Allen. Ambos son judíos, ambos son cultos, ambos son lúcidos, ambos tienen notables dificultades para soportar lo que para ellos es una misteriosa capacidad de sus semejantes para comportarse de un modo irritante. Puede ser la muchacha que disparata sobre arte con lenguaje de purpurina, el médico negro que salta como un tigre cuando oye hablar del color de la piel (aunque él sea dermatólogo), la señora que grita cuando suena el teléfono a las 21.30 horas porque "las 21.00 es el límite", y así sucesivamente, el caso es que tanto Woody Allen como Larry David se sulfuran enormemente con muchos comportamientos y entonces son ellos los que hacen el ridículo.

En algunas televisiones autonómicas (aunque no sé en cuáles) se ha pasado o está pasando la serie televisiva que dirige, produce, escribe y protagoniza Larry David, "Curb your enthusiasm", algo así como "No te pongas estupendo", una invitación a callarse la boca en sociedad. En esta serie, que lleva nueve años emitiéndose, se desarrolla y matiza ampliamente el personaje de la película de Allen. Es éste alguien que cree llevar razón cuando se indigna por lo políticamente correcto, cuando ironiza sobre la discriminación asimétrica, sobre el uso de eufemismos tipo "corporalmente redimensionado", sobre quienes protestan por el dolor infligido a los caracoles, los que utilizan el palabro "miembra" o la defensa de minorías como medio para lograr privilegios, como esa ministra que aducía que la criticaban "por ser mujer", como si fuera tan fácil ser mujer. Lo curioso es que esta actitud, que hace veinte años era ampliamente compartida por la zona ilustrada de la sociedad (sobre todo en la izquierda), va siendo cada vez peor recibida, de modo que las chanzas de Allen o de David se convierten en ofensivas para las minorías que se han establecido como grupos de presión. Justo aquellos sobre los que Allen ironiza.

Esta creciente coacción de la corrección política podría tomarse por una defensa de derechos poco respetados, pero en realidad es una estrategia de poder que se basa en la creación de culpables. Ciertamente, la fabricación de culpabilidad es la técnica esencial de la sociedad consumista. La casi totalidad de la publicidad utiliza por sistema los mecanismos de la culpabilización. ¿No te has percatado de que tus amigos huyen en cuanto apareces porque hiedes? ¿No deberías suprimir esa barriga grotesca? ¿Avergüenzas a tus hijos prohibiéndoles los bollos? ¿Eres tan fracasado que no tienes un BMW? ¡Estás toda arrugada!

La política, que ha ido aprendiendo de la publicidad las técnicas de culpabilización hasta el punto de que ya no se distingue un campo del otro, se dedica intensamente a la creación de culpables. El principal culpable es, naturalmente, la oposición, la cual, cuando ejerce su obligación de fiscalizar al poder real se convierte en "irresponsable", "traidora", "frívola", "machista" o "crispadora", cualquiera que sea el partido que gobierna. Sobre los ciudadanos la acción se ejerce con mayor sutileza, pero en periodo electoral cada partido presenta al votante contrario como un cretino, un meapilas, un comprado o un franquista. No sólo en España. Todos hemos visto esos carteles en los que se tacha a Obama de fascista con motivo de la ley de sanidad pública.

Frente a la desvergüenza crítica del siglo XX y a su radicalidad furiosa (hoy sería impensable una publicación como "Charlie Hebdo") se ha ido imponiendo una represión cuya tenacidad ha acabado por instaurar una censura casi explícita. Quienes vivimos la etapa franquista en España, constatamos cómo regresan los usos intolerantes y represivos tan propios de este país, disfrazados ahora de grandeza moral. Y del mismo modo que uno vigilaba con mucho tiento lo que decía en público por aquellos años, ahora mira a su alrededor tratando de adivinar a qué lobby de privilegiados patriotas pertenecen los presentes antes de abrir la boca.

La película de Woody Allen, como la serie de Larry David, trata de ese exhibicionismo moral farisaico tras el cual sólo hay intereses materiales, pero que tapa la boca eficazmente a cualquier expresión crítica. Al salir del cine pensé con pesadumbre que esta película será enteramente incomprensible e incluso ofensiva dentro de pocos años, cuando desaparezca la generación de Woody Allen. Estos viejales gruñones, casi todos cojos y judíos, son los últimos antifascistas que quedan.

 

Artículo publicado el sábado 14 de noviembre de 2009.

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16 de noviembre de 2009
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Menos mal que hay gente decente

Acabo de ver en el informativo de alguna cadena a Miquel Iceta, cerebro dominante del partido socialista CATALAN (uso las capitales en estricta obediencia al partido, el cual escribe sus siglas de este modo: psC) y aún me tiemblan las piernas. Quiero decir, de admiración. Debería haberlo grabado, pero me cogió a trasmano.

    Este caballero es sublime y me parece un despilfarro que sólo le conozcan en Cataluña. En el fragmento que yo pude ver, una mujer adulta, de profesión periodista, le hacía una pregunta. Bien es verdad que le hacía la pregunta componiendo una expresión malévola, como si dijera: "¿Se dan cuenta de lo bruja que soy?". La pregunta afectaba a los últimos latrocinios y venía a ser así: "¿No es menos cierto que, según dice todo el mundo, todo el mundo sabía lo de los latrocinios y que ustedes no hicieron pero es que absolutamente nada, aun sabiendo que todo el mundo lo sabía?".

    Miquel Iceta, el cual habitualmente luce un espléndido rostro de buda alopécico e irradia una grandísima serenidad de alma transmigrada desde alguna ostra perlífera, dio muestras de intensa pena y respondió: "¡Oh Dios mío, pero qué me dice! ¿De modo que lo sabían y no lo denunciaron de inmediato en una comisaría? Pero, pero... ¡entonces se han convertido en cómplices del latrocinio!"

    Colosal. Homérico. Me recordó de inmediato aquella escena, cuando la esposa de Woody Allen le encuentra en la cama con otra señora y el actor reacciona airadamente ante la acusación de adulterio. "¡Pero bueno!, dice. ¿A quién vas a creer, a tus ojos o a mí?".

    Estamos exagerando la desconfianza en los representantes del pueblo. Como dicen nuestros políticos, si no confiamos en nuestros políticos acabaremos en una dictadura comunista, nazi y antropófaga dirigida por nuestros políticos. Y como no es eso lo que queremos, al menos de momento, hemos de confiar en ellos y no en nuestros ojos.

    Al fin y al cabo, como decía Iceta, los inmorales de verdad, los deshonestos colaboradores del latrocinio, somos los votantes. Por votarles a ellos, según sugiere el cerebro del psC.

 

Artículo publicado el sábado 7 de noviembre de 2009.

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10 de noviembre de 2009
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El escritor cubierto de harapos

No se puede uno fiar de sus mejores amigos. Sobre todo si no han tenido más remedio que perderse en la literatura. Casi todos los escritores esconden un ciudadano atemorizado por los personajes que va condenando a vivir y morir sobre el papel. Hay tanta vida ficticia en el alma de los novelistas que no osan sacar de sí mismos el carácter que les llevaría a un glorioso final de novela.

Esta es, aproximadamente, la conclusión a la que llego tras leer las Tres vidas de santos que Eduardo Mendoza acaba de publicar con Seix Barral. El último de los tres santos, un delincuente apocado que acaba convirtiéndose en el novelista más valorado por la jerarquía literaria mundial, conoce esta convicción: el escritor es siempre un fraude. Y el fraude, añado yo, se debe a que no podrá jamás darse vida a sí mismo, dejarse vivir.

Los tres santos que presenta Mendoza con una prosa neutra, la de la hagiografía tradicional, son tres fraudes que representan el fraude mismo de toda existencia. Da igual que seas obispo, como el primer santo, enfermo terminal (el segundo), o el raterillo del último cuento. Los tres son uno y los tres comprueban la inutilidad del esfuerzo, el timo de la voluntad, la petulancia de las explicaciones que tratan de dar sentido a una vida. Todo es producto del caos, del albur, del acaso. Y sólo los más arrogantes se empecinan en construir trabajosos juicios que tratan de apagar las carcajadas del público que los escucha.

El obispo verá su destino con toda lucidez cuando se tope con una ballena embalsamada, el pobre Dubslav expondrá el vacío de toda vida humana durante la entrega del Premio Europeo de la Investigación Científica, y el más famoso escritor del mundo destruirá la única prueba de que es un ser humano tras encontrarse con un antiguo colega del trullo que acude a devolverle la cartera que le acaban de robar. Insignificancias, azares, contingencias que dejan nuestro destino en cueros.

Disimulado detrás de su disfraz harapiento, Mendoza ha escrito su libro más explícito, más nihilista y quizás el más bello.

Artículo publicado el sábado 31 de octubre de 2009.

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2 de noviembre de 2009
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Cuéntamelo otra vez, y luego otra

El misterio del cuento, novela, serial o folletín, sigue dando trabajo a los filósofos. Nada nuevo. Desde Aristóteles mareamos el asunto, aunque él hablara del drama. A pesar de la abismal diferencia entre su sociedad y la nuestra, la afición ya le parecía chocante. ¿Por qué nos gustan las historias? ¿Por qué nos sumergimos en relatos absurdos hasta olvidarlo todo? Quizás en tiempos de Aristóteles pudiera ser un mero recreo señorial, pero en sociedades agobiadas por la guerra, el hambre, el trabajo o la represión política, las historias tienen igual éxito. No, no es cosa de divertirse, es una necesidad más honda.

    Los filósofos cognitivos, híbridos de neurólogo, biólogo y sociólogo, tratan de dar una justificación a fenómenos tan pasmosos como la trilogía de Larsson. A veces las explicaciones son someras y decepcionan. Por ejemplo, lo definen como un instrumento de ayuda para la supervivencia y la reproducción. Las novelas, las fábulas, nos harían resistentes y nos enseñarían técnicas para superar accidentes que afectan a nuestro equilibrio o a nuestra sexualidad. Es la posición del evolucionista Brian Boyd en su reciente "On the origin of stories". Otros lo consideran parte de la relación ontológica del humano con el juego y lo comparan con las burbujas de fantasía que los delfines expulsan sin función ninguna, por capricho. Lo que iguala literatura, macramé y bailar la jota.  

Es más tentadora la opción de Boyd. ¿Un acceso al mundo de la dificultad, vencida por el ingenio? El joven Harry Potter se enfrenta al universo de los ogros, los unicornios, los demonios y los brujos, con la estimable arma de la tecnología. Porque la varita mágica y los conjuros no son sino disfraces del ordenador, el móvil y otros aparatos que actúan a distancia, con ellos el niño puede controlar el agobiante mundo que le rodea, o así se lo parece durante un rato. "Madame Bovary" sería un manual de instrucciones para adúlteras: si eres tonta te saldrá mal, aprende a ser lista. A lo mejor Kafka nos enseña a sobrevivir a RENFE y la Telefónica.

Artículo publicado el sábado 24 de octubre de 2009.

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28 de octubre de 2009
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Vamos a hablar (bien) de los maestros

Desde que apareció en el cosmos ese mamífero llamado "humano" fue palmario que siempre actuaba deslumbrado por algún individuo al que consideraba superior, es decir, ejemplar. Al principio era el más sano, fuerte o astuto, aunque pronto esas cualidades admirables no bastaron y los humanos admiraron a los nacidos bajo la luna de enero, a los canijos herederos de un forzudo, o a quienes decían que por su boca hablaba una divinidad.

    La historia de los Humanos Ejemplares es disparatada y muestra el desequilibrio mental de la especie, pero con el fin de la aristocracia el asunto se puso aún más feo. Para un campesino del año 1760, vidas ejemplares eran la del marqués, la del santo del pueblo y la de la señorita Adelina, hija del hacendado. La vida ejemplar estaba dirigida por el honor, el coraje, la bondad, el sacrificio del cuerpo por el bien del alma, o la belleza, que era un don divino. Para un ciudadano de 1860 esas virtudes provocaban a risa. Ahora el ciudadano ejemplar era nada menos que el más rico de la ciudad. Ni el santo, ni el héroe, ni el monje, ni el guerrero, ni el mártir, ni siquiera la virgen. Sólo el millonario. Admitirlo costó dos siglos.

    Nosotros, que lo tenemos asumido y sabemos que humanos ejemplares son ahora futbolistas, modelos de lencería, o formidables divorciadas de futbolista o de otro divorciado, seguimos impertérritos manteniendo al Maestro como último refugio de la moralidad. En efecto, durante el siglo XIX hubo que buscar a toda prisa un modelo moral que sustituyera al santo, al mártir y a la virgen. No habiendo nada mejor, se fundó el modelo del Artista. Si era santo era un Maestro, si era mártir era un Maldito, y si era virgen allá ella. El maestro ha durado hasta nuestros días aunque está casi desaparecido. El maldito se mantiene gracias al rock, al punk y al rap. Vírgenes no hay, pero si una empresa de publicidad las pone en marcha tendrá un éxito loco. Una notable cantidad de jóvenes está esperando a que la virginidad gane prestigio para ahorrarse quebraderos de cabeza anímicos y físicos.

    A la gente de mi edad aún le fue dado conocer el modelo moral del maestro. En mi caso, literario, una institución que había comenzado dos siglos atrás cuando los devotos se acercaban a la casa de Goethe con el fin de verle en gorro de dormir. Todavía ahora se califica de "maestro" a algún que otro escritor, pero sabemos que es como hinchas en taberna, que se dan sonoros espaldarazos al grito de: "¡Maestrooo!".

    Quienes hemos conocido aquella apacible sociedad que aprobaba la visita al maestro -un suceso que luego se contaba a los amigos, familiares, contertulios, viajeros de RENFE, y colegas de oficina, hasta hartarlos-, recordamos lo dificilísimo que es hablar (bien) del maestro. Aún ahora, cuando se hojea un testimonio cegado de amor por un escritor portugués, una dramaturga libanesa, un autor de novelas de policías o un prohombre, no es raro deducir que aunque el enamorado ha querido poner las más bellas flores en el altar del ídolo, lo que ha conseguido es que le odiemos. A él por bobo y al maestro por tolerar semejante discípulo. Quien haya leído dos páginas (más es imposible) del libro de Suso de Toro sobre Zapatero comprende lo que digo.

    Me asalta tan amarga reflexión tras la lectura de los "Recuerdos de Tolstói, Chéjov y Andréiev" que escribió Maxim Gorki y acaba de editar Nortesur. Aunque ya casi nadie lee a Gorki, fue éste un escritor tan admirado en su tiempo como pueda serlo hoy García Márquez, y de similar temple moral. El pobre Gorki adoraba a Tolstói y compartió con él muchos días del último tramo del maestro, cuando se retiró a su finca (Yásnaia Poliana) con el fin de practicar un humanismo cristiano-budista basado en la exaltación del labriego, el régimen vegetariano, la humildad, la misericordia, la sencillez y la solidaridad, todo un programa. Al parecer, se zurcía él mismo los apestosos calcetines. No fue la etapa más interesante del conde ya que, entre otras cosas, abominaba de la literatura y del arte en general por considerarlos alejados del amor de Dios y pecaminosos, pero parece que en la finca no faltaba el recreo ya que no había día en que no brotara un adorador balbuciente ante el maestro. Es conocida la visita de Rilke, acompañado por Lou Andreas Salomé, y el horror del maestro que los espiaba por una mirilla del portón mientras bailaban sobre la nieve con pierna de jota en plan Isadora Duncan.

    Se enfrenta Gorki al problema de cómo hablar del maestro. ¿Digo la verdad, o digo lo que conviene a su gloria eterna? Sin duda Gorki, un socialista rudimentario, eligió lo segundo. De manera que el conde Tolstói aparece como un majadero que no cesa de decir sandeces sobre El Campesino Ruso y La Mujer Rusa, se rodea de amigos idiotas porque admira su "simplicidad", y condena la literatura como cosa satánica. Y eso se lo dice a Gorki, que no dejó de escribir ni en el lecho de muerte. No merecía tanta admiración, el conde, o por lo menos una admiración cocida en olla tan grosera.

    A la vista de estos recuerdos uno se pregunta si no será una bendición que ya nadie tenga maestros, que sólo queden malditos (a quienes puedes saludar si tienes mil millones de euros), y que los y las vírgenes estén aún por estrenar.

Artículo publicado el domingo 25 de octubre.

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26 de octubre de 2009
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Un buen corazón puede llevar al crimen

Sorprende el elevado número de parricidios que se está produciendo. Sólo la semana pasada creo haber contado tres. Es una figura clásica. Un hijo (nunca una hija) mata a sus padres con un hacha, machete o catana, y luego trata de suicidarse o queda estupefacto ante los cadáveres hasta que los vecinos dan la alarma. Al cabo de dos o tres telediarios alguien dice que el asesino tenía problemas mentales o que sufría de esquizofrenia. Uso las palabras de la tele.

    En un reciente artículo, mi neurólogo favorito, Oliver Sacks, habla de los antiguos asilos para lunáticos (así se llamaban), grandes palacios creados, los mejores, durante el barroco. Eran admirables fábricas que aún impresionan por su grandeza y dignidad, en donde se acogía a los enfermos mentales con cargo a la municipalidad, mediante previa y colosal donación de algún magnate. Los testimonios que han quedado hablan de lugares muy bien organizados y en donde los locos recuperaban parte de su dignidad y podían, por lo menos, evitar las agresiones del populacho.

    Estos grandes asilos se transformaron en centros administrativos a lo largo del XIX, se tecnificaron y perdieron la capacidad de cuidar a los enfermos de un modo piadoso. Se convirtieron en almacenes o prisiones para ciudadanos superfluos. Las condiciones de la reclusión comenzaron a ser atroces. En el siglo XX siguieron degenerando y con la generalización de la química psiquiátrica empezaron a vaciarse. Lo peor sin embargo llegó a partir de 1960 cuando notorios intelectuales de buen corazón pusieron los derechos del enfermo por encima de lo que estos pudieran preferir. Por ejemplo, se les prohibió trabajar en el asilo con la excusa de que era una explotación. Muchos enfermos enmudecieron para siempre al asumir su inutilidad. Los más radicales (los italianos), vaciaron los manicomios para que los enfermos se integraran en sus familias. Las calles se llenaron de vagabundos desesperados y la criminalidad creció espectacularmente.

    A veces el narcisismo de la bondad puede ser más peligroso que el terrorismo.

 

Artículo publicado el sábado 17 de octubre de 2009.

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21 de octubre de 2009
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Sobre el presente del pasado

Contra lo que opinan algunos pensadores intoxicados de futuro, seguramente es cierto que cualquiera tiempo pasado fue mejor, pero sólo porque ya ha pasado y por lo tanto es irremediable, lo que le da ventaja sobre la incertidumbre del presente y también una indudable superioridad sobre el futuro cuya opacidad permite que en su nombre se enriquezca el ejército de la publicidad. Al fin y al cabo el verso lo escribió un joven de treinta y pocos años cuyo padre muerto no precisaba de copla alguna, pero sí de un canto fúnebre que celebrara el alivio que supone entrar en el pasado para siempre.

    Sin embargo, quizás esta suavidad emocional del pasado sea sólo aplicable a los grandes conjuntos. Sin excepción, el pasado de todos los muertos fue mejor que su presente. Lo que viene a decir que la inquietud de los vivos es preferible a cualquier tiempo futuro o pasado, aunque no sea lo mejor. Otro poeta muy distinto de Manrique lo expuso con propiedad bancaria: "todo tiempo es irredimible", porque pasado y futuro están siendo constantemente generados por el terror del presente, el cual trata de ser más llevadero gracias a sus engendros. Y aún otro poeta, tan distinto de Eliot, le dio forma de epitafio: es la eternidad lo que nos cambia en nosotros mismos, dijo ("Tel qu'en lui même, etc"). Nos cambia de modo concluyente porque ya no podremos rectificar el yo que íbamos siendo antes de morir.

    Estos poetas han comprendido el fardo que soportamos para caminar en el presente, a saber, que el pasado sólo es mejor porque siempre está acabado y el futuro no se acaba nunca. Dos condenas penosísimas que nos dejan a solas con nuestro presente, engendrando pasados y futuros que nos justifiquen. Pero si no soñamos, si hurgamos en la materia muerta que es para nosotros lo concluido, topamos con algo aún más desolador: el placer y el dolor, el gozo y el sufrimiento, la satisfacción y el resentimiento, son los mismos para cada cual, aunque puedan componerse ideales pinturas de un feliz pasado colectivo. Uno a uno, nadie que haya vivido recibió más que nosotros; tampoco ninguno de nosotros recibirá más de lo que reciban sus sucesores. La economía del gozo y el dolor gestiona una materia prima discreta. El reparto es siempre equitativo. Hay novedades contra el pasado, como la aminoración del dolor gracias a los fármacos, pero sólo es una mejora para los grandes conjuntos. Uno a uno, aquellos que se han librado de un dolor que antes no podía aliviarse, no por ello han aumentado el calibre de su felicidad, porque ésta, como la desdicha, siempre es la misma y de igual peso, azarosa y sin medida. No hay ciencia de lo particular.

    Mi padre aún conoció la diligencia cuando de niño la familia tomaba sus vacaciones veraniegas. Tardaban dos días en llegar a La Selva, donde mis abuelos encontraban algo de frescor para las cinco criaturas. Era un viaje infernal que los cubría de polvo, sudor y fatiga, destrozaba los nervios de los padres y enloquecía a los niños que, en aquellos años del primer tercio del siglo XX, debían además callar y ahogar el llanto porque un niño era sólo un niño y no una lujosa mercancía. Sin embargo, no me cabe duda de que el viaje, comparado con la hora escasa que hoy viene a durar en coche, no era peor para cada uno de aquellos personajes. Sólo en términos colectivos podría decirse (y aún esto sería dudoso) que el invento del automóvil ha traído una gran felicidad a las familias que toman vacaciones en agosto. ¿Mayor felicidad? En el mejor de los casos, la misma.

    Vivimos inmersos en la persuasión de que la Segunda República española fue un momento esplendoroso y que debe restablecerse lo antes posible. Olvidamos que esa restitución debería expulsar al 80% de la población a las faenas agrícolas, someter a otra buena parte a la malaria, el bocio, la pelagra o la lepra y convertir a la casi totalidad de la población en analfabeta. Porque lo uno iba con lo otro y de no haber sido así nos habríamos ahorrado una guerra civil. Si se eliminan ensoñadamente las condiciones materiales del pasado, entonces no es que todo tiempo pasado haya sido mejor, sino que el presente es sólo la ruina que queda en un campo arrasado. Los vivos seríamos el estiércol de una tierra en la que sólo florecen los muertos.

    Los sueños colectivos de un pasado ideal son el delirio que viene a salvar la escatología católica. Son también una renovación de la fusta reaccionaria, aunque ahora la Gloria eterna predicada por el párroco sea el Glorioso pasado predicado por los políticos nacionales que soportan mal lo híbrido y movedizo del presente. La necesidad de certezas empuja a quien tiene corazón de rumiante a buscar refugio en cualquier Paraíso histórico.

    Todo lo cual me asalta tras la lectura de un libro que hubo de esperar veinte años a que lo abriera, pero el presente es justo: yo tenía que abrirlo ahora y de haberlo leído antes es probable que no me hubiese conmovido. El notario sardo Salvatore Satta, jurista de la gran tradición romana, dejó entre sus pertenencias un manuscrito que, tras ser editado por su heredero, se convirtió en uno de los retratos más exactos, desolados, piadosos, sagaces e implacables de la vida en las pequeñas ciudades a comienzos del siglo pasado. La ciudad era Nuoro, en el centro de Cerdeña, pero bien podía haber sido Vich, Cuenca, Pamplona o Vigo. Todas aquellas ciudades provinciales, sin apenas comunicación con los dinámicos centros del capital, sin televisiones, radios, teléfonos, y sólo las más afortunadas con un diario, vivían como si la revolución francesa no hubiera existido. Es la Vetusta de Clarín, el Palermo de Lampedusa, la Mallorca de Bearn, el mundo asfixiado, cerril, profundamente malévolo de Mme Bovary, que se prolongó hasta la segunda guerra mundial. Para Satta, ese tiempo pasado no fue mejor.

    En Nuoro sólo hay un sentimiento de relación y es el odio. Así se mantienen unidas las personas en prieta granada de hostilidad, pero también es el odio la pasión que los apiña frente al forastero. Su identidad se forja con el odio mutuo y el odio a lo extraño, aunque para aquella gente era extranjero quien vivía a veinte kilómetros, por no hablar de Italia, ente hiperbólico que sólo generaba sarcasmos. Cuando en alguna ocasión aterrizaba por allí un funcionario italiano se generaba una comedia de enredo a lo Gogol, híbrida de agasajo usurario y befa aldeana. El funcionario tenía la impresión de haber sido lanzado sobre África y huía espantado.

    Aún es posible percibir esa atmósfera irrespirable, tan agudamente descrita por el notario Satta en "Il giorno del giudizzio" (hay edición española en Anagrama), conservada intacta en algunas sociedades levíticas, pero ciertamente fue la extensión de la metrópolis tecnificada, hasta ocupar la totalidad del territorio, lo que limpió a las ciudades provincianas de su telaraña feudal y esa forma perversa del miedo que es el odio al forastero. Creo que puede decirse que las poblaciones del odio han sido mejoradas por el tiempo presente gracias a la debilitación de los mitos locales (por la potencia de los mitos mediáticos), si bien subsisten las castas y sus altares míticos.

No obstante, es probable que los habitantes de las regiones del rencor colectivo, tomados uno a uno, no por vivir inmersos en el odio vivieron un ápice más de desdicha que sus sucesores, porque todo tiempo es irredimible para cada cual. Sí, es cierto: en los pueblos amurallados contra lo ajeno, pueblos endogámicos de alma bovina, todo tiempo pasado fue mejor para los muertos.

 

Artículo publicado el viernes 16 de octubre de 2009.

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19 de octubre de 2009
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Vaya ganado y qué caro sale el zoo

Como seguramente les sucede a mis estimados lectores, hace ya tiempo que atiendo a las noticias políticas como otros ciudadanos siguen los dramas sexuales de las televisiones. Un interés severamente antropológico me lleva a continuar informado sobre la política española, como quien lee noticias sobre los desconcertantes hábitos de los Inuit.

    A veces uno se conmueve. Que un político valenciano hable de unas "niñas rusas elegantes y educadas" o de orgías en el chaletito del alcalde, de verdad, emociona. Supera incluso el grado de realismo socialista de la televisión de Pajares. Que los políticos catalanes envíen información escolar en catalán y árabe, me conduce al éxtasis. Que el ayuntamiento de Sevilla rechace un acto literario sobre Agustín de Foixá porque era fascista, me lleva a las lágrimas. ¡Qué no harán con Azorín, con J.V Foix, con Sacristán, con Cela, con Ridruejo, todos ellos fascistas en algún momento de su vida! ¡Y con qué alegría acogen a estalinistas como Alberti, mucho menos interesante que los antes citados! ¡Qué bien se mantiene el genotipo inquisitorial sevillano, ahora ataviado con la sotana de la corrección política!

    En su admirable ensayo "Ejemplaridad pública", editado por Taurus, Javier Gomá habla de algo que debería ser imperioso para los políticos españoles, la intransigencia sobre un modelo honrado de conducta por parte de los poderes públicos, en un país que (casi) sólo propone modelos de abyección moral en su historia. Pero la casta política se empeña en hacer de sí misma una caricatura. Patriotas de barretina dorada como Millet, convertidos en carteristas más patéticos que Roldán. Diputados católicos que dilapidan una fortuna (la nuestra) en una casa de putos. Jefes de la policía que alertan a un etarra para que se ponga a salvo. ¡Qué corrala!

En una ocasión dije que nos aproximábamos al modelo italiano. Error: lo estamos superando. Si alguien vota en las próximas elecciones, por favor, que lo haga por el más grotesco, el que da más risa. El consuelo del esclavo es hacer chistes sobre el amo.

Artículo publicado el sábado 10 de octubre de 2009.

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13 de octubre de 2009
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Desde el país de la divina sordera

Hermanos en la música, cofrades de oído zorruno, secreta sociedad de los que oyen, por fin una buena noticia. Los de Seix Barral (benditos sean) han tenido la generosidad de traducir el libro de Alex Ross que conocéis con el título "The Rest is Noise", un desafío para el traductor ya que la cacofonía "El resto es ruido" chirría en el oído fino. Por fortuna eligieron a Luis Gago el Grande y lo ha transfigurado en: "El Ruido Eterno". Si el original jugaba con la desolada: "El resto es silencio", Gago juega con otra desolación: "El sueño eterno". Shakespeare al piano y Chandler al violín.

    Quienes no lo conozcan tienen abierta la mejor puerta para la música del siglo XX, esa muchacha harapienta a la que tantos confunden con su desalmada y opulenta madre, la vanguardia subvencionada. Porque una de las virtudes de Ross es la de no ser europeo, así que no paga gabelas a la corrección política. Ross puede dar su opinión sin tentarse el bolsillo. Y dice, por ejemplo, que Adorno es un gran analista, pero un peligroso moralista. O que Schoenberg no es preferible a Stravinsky. O que Boulez es mejor director de orquesta que compositor. O que Copland es superlativo. Todo lo cual provocaría un linchamiento en Europa.

    Sus capítulos sobre Mahler, sobre los Ballets Rusos, sobre Shostakovich, sobre Sibelius (odiado por Adorno), sobre Britten (otro odio), sobre música y estalinismo, sobre Berlín años veinte, son modelos de inteligencia e ironía. Pero lo más singular es el espacio que dedica a la música americana que no obedeció a las vanguardias europeas. Esa música tan atacada por comisarios de limitada cultura y suculentas relaciones con el poder gubernamental. Los auténticos conservadores.

    Para adobarlo, el libro se puede seguir en el blog de Ross. Mientras lees un capítulo, oyes la música de la que trata y decides si estás de acuerdo. Gracias a Ross (colaborador habitual del "New Yorker") y a su blog, muchos melómanos han descubierto un sonido del siglo XX tan serio como popular y que no te llama reaccionario, beocio e imbécil si te aburres.

Publicado el sábado 3 de octubre de 2009.

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5 de octubre de 2009
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De viaje por los ópalos fronterizos

Todas las ciudades con río tienen un aire de familia. Lado bueno, lado malo. Jolgorio y vicio del lado malo. Lado malo convertido en bueno y más caro que el bueno. Nieblas, brumas, humedades que muerden los huesos y adornan la ciudad con ancianos doblados por la mitad. Abundancia de sombreros. Suicidas flotando, náufragos fluviales.  

También las ciudades lacustres tienen un aire de familia. Es imposible escapar a las condiciones espirituales de semejante fenómeno. Al contrario del río, el lago no separa sino que une, aunque eso sólo se ve en el mapa. ¡Felices quienes viajan sin mapa! Llegan a estas riberas sin saber qué obstáculo los detiene. Nosotros lo sabemos, los lagos son finas curvas salpicadas de pueblos casi siempre deliciosos que permiten múltiples saltos de cabotaje. El viaje asciende a juego de la Oca. La esencia del lago es además inspiradora de clausura, quietud y monaquismo, porque el río nos lleva hacia la mar que es el morir, pero el lago nos convierte en figuritas de un pesebre con un espejo en el centro. El lago es una isla de agua habitada por navegantes, que es gente de fiar.

    Un juvenil Gimferrer dio con la metáfora exacta de la Confederación Helvética. La llamó: "rosetón de los ópalos lacustres". De nuevo es el mapa de Suiza lo que deja ver ese rosetón cuyos vidrios opalinos son los múltiples lagos que la iluminan, pero si uno va en horizontal no puede hacerse idea del tamaño, la forma, o la unidad de los lagos. Son cerca de veinte y los hay grandes como una provincia española o pequeños como nuestras lagunas. Verdes, perlados, azules, plomizos, plateados.

    Las ciudades lacustres de Suiza son refugio de serena ciudadanía y afilada dentadura bancaria. Ciudades en las que sólo se oye el crujir de huesos de los morosos y el brindis de los acaudalados. Después de Ginebra y Zúrich viene Lugano, uno de los espacios más curiosos de Europa. Su belleza natural etcétera no merece mención. Vaya usted a verlo. Lo portentoso es allí la presencia impúdica del privilegio. De una parte es usted suizo y por lo tanto puede llevar la vida más civilizada del planeta. Por otra parte es usted italiano y se puede divertir como un crío. Por esta razón, el monumento que pude contemplar con mayor encanto y pasmo fue la avenida que bordea el lago, pero no por su belleza natural etcétera, sino por sus automóviles.

    Sitúese en alguno de los cafetines que serpentean la avenida sombreada por los tilos y observe. Son, sin duda, las mejores marcas y las más caras, Mercedes suavísimos cuyos cristales ahumados ocultan celebridades agonizantes, Ferraris de turbia mirada narco, Lamborghinis conducidos por herederos insolventes, Bentleys de ancianos hippies americanos, Jaguars de piel de cocodrilo con jeques barbipinchos. Lo más soberbio, sin embargo, es la limpieza eucarística de las carrocerías. Vi a un tremendo Audi frenar en plena avenida, salir el conductor mirando furioso al cielo y limpiar con la manga de su chaqueta un excremento de gaviota caído sobre el guardabarros, bajo la mirada aprobadora de los automovilistas detenidos. Prodigioso. Este es el sueño: ser italiano y suizo al mismo tiempo. Mejor que ser hermafrodito, o blanquinegro, como el difunto Jackson.

    La constatación se encuentra a media hora de tren. Si Lugano es lugar suizo, pero italiano, la ciudad y el lago de Como es lugar italiano, pero de sangre suiza. Geográficamente apenas se distingue de su hermano. Aquí el lago, en lugar de serpentear, forma una Y invertida, uno de cuyos extremos toma café con el otro lago. Si en Lugano tiene un palacio de aquí te espero la baronesa Thyssen, en Como lo tiene George Clooney. A saber quién de los dos es más aristocrático. Para ser una ciudad italiana, Como parece suiza, del mismo modo que Lugano parece italiana. La mayor diferencia es que en Como los autos no van tan limpios y se ven incluso tristes Ford, Fiat, Lancia, Volkswagen y otras especies plebeyas. En cambio, tiene una catedral presidida por los dos Plinios, dos paganazos, que da gozo, sobre todo vista desde el café de enfrente con un Negroni bien servido.

    En ambas ciudades se vive la cualidad monacal, reservada, serena de las urbes lacustres. Y por ello es recomendable trasladarse a Milán para tomar el avión en Malpensa, que es un verdadero infierno de aeropuerto, y constatar la divergencia. La capital de la Lombardía era hace diez años uno de los centros más selectos e ilustrados de Europa. Produce escalofríos ver cómo ha decaído hasta mudarse en una ciudad mediterránea. La suciedad, el estruendo de las motos, la pavimentación paleozoica, el caos municipal y el amontonamiento humano la han convertido en un centro sólidamente cutre.

    Seguramente ha pasado el tiempo de las grandes ciudades y son ahora las pequeñas y medianas las que permiten llevar una vida no absolutamente degradada. Constaté que en Milán están todos los muros pintados por grafiteros que hace treinta años Ítalo Calvino ya calificaba de reaccionarios. Es verdad que sigue habiendo quien a eso le llama arte callejero. No entienden la trivialización que de modo irreparable se produce en el espacio público. Ni su indudable totalitarismo. Ruido visual de las ciudades sin cerebro. Y sin lago.

Artículo publicado el viernes 25 de septiembre de 2009.

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30 de septiembre de 2009
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El Boomeran(g)
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