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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Sobre las imágenes

Viven los peces en el agua sin saber que permanecerán sumergidos eternamente y que nada hay para ellos fuera del agua como no sea su destrucción. Así nosotros vivimos en el tiempo sin percatarnos, aunque a diferencia de los peces sabemos que fuera del tiempo se extiende para los humanos el desierto de la nada.

 

Las cosas que nos rodean, no menos que nuestros cuerpos, son agregaciones temporales. Tendemos a ver las cosas, los objetos y a nosotros mismos, como si fuéramos sólidos, pero es sólo un hábito adquirido en el repetido fluir que llamamos "vida": el roce, el choque, el cruce y el uso con entes y personas. En realidad sabemos que todo está en constante transformación, que seremos polvo antes de cien años y que los montes tardarán más, pero también acabarán por desintegrarse. Incluso los mares se desecarán y el sol se apagará. Lo olvidamos, nos forzamos a no pensar en ello, sería insufrible tenerlo siempre presente, pero lo sabemos.

    Las cosas, todo lo que nos rodea, son conglomerados temporales, frágiles agregados reunidos por campos magnéticos; moléculas y partículas en constante mudanza. Ese árbol es un amasijo de energías con diferentes grados de cohesión, también el pájaro que posa en una de las ramas, también las plumas del pájaro y cada uno de los diminutos pinceles que forman las plumas. Los átomos se condensan en nubes fluyentes que, como las del cielo, cambian y toman aspectos variables, más o menos grises, blancas, negras, violáceas, algodonosas, estriadas, aborregadas. Esas formas cambiantes tienen a veces un poderoso atractivo y de común acuerdo les damos un nombre y así parece que se detienen ante los ojos. En las nubes veo puertos, montes, lagos, volcanes, o bien grullas, leones, rostros humanos.

    Alguna de esas formaciones es más duradera que las otras según el tiempo que nos da forma. Así, por ejemplo, dimos en ver ese puñado de estrellas que es como un carro tirado por bueyes, o como una osa con sus oseznos, o unos hermanos siameses, o una muchacha con el cántaro apoyado en la cadera. Los signos del zodíaco, las constelaciones, las figuras astrológicas permanecen a lo largo de los siglos porque las variaciones visibles de las estrellas son muy lentas para nosotros (aunque rápidas para las piedras) y podemos seguir reconociendo el carro y el escorpión y la balanza de generación en generación. No así las nubes. No así los humanos que muy deprisa nos deshacemos como hilachas de nube.

    Lo más inquietante es que aunque se producen cambios y transformaciones constantes y la nube que fue Zeus pasó luego a ser una liebre, el conjunto de todos los cambios no significa nada, no da lugar a una historia coherente. Las variaciones, las invenciones, la fábula de las nubes y de los hombres carece de sentido, no va a ninguna parte, no tiene destino.

Durante siglos los humanos hemos intentado descubrir la dirección de la historia, el sentido de nuestra vida en el mundo, incluso el del mundo mismo. Nos hemos empeñado en juntar sucesos y darles una dirección, como si pudiéramos forzar el sentido del tiempo y decir "vamos hacia allá y los que lleguen vivirán en un mundo mejor". Pero ahora ya no tenemos fuerzas para seguir inventando futuros, destinos, finalidades y progresos. Ya sabemos que no hay sentido ninguno en el fluir temporal. Somos como las nubes que pasan. El cosmos mismo es una nube pasajera, tiempo que se deshilacha.

    Atemorizados, o a lo mejor simplemente curiosos por conocer la causa de tantos cambios inútiles, la razón que subyace a esta historia sin sentido, hemos inventado millones de leyendas sobre dioses, héroes, guerreros, magos, santos, sabios, humanos. A veces los dioses tenían forma animal, a veces fluían como ríos, a veces se nos asemejaban. Los héroes tenían cuerpos voluptuosos o forzudos, o eran ascetas esqueléticos, o niños recién paridos. Los mitos han tenido miles de protagonistas. Sabemos, sin embargo, que son ficciones para propiciar el sueño o para aliviar el tedio que es la forma suprema del temor a morir en la ignorancia.

    También hemos dibujado o pintado o esculpido figuras y leyendas que daban cuenta de esos mitos. En momentos muy delicados de nuestro paso por la tierra hemos ilustrado hipótesis que ni siquiera se podían escribir o narrar, como si el sentido del cosmos sólo pudiera comunicarse mediante formas visibles. Estos signos privilegiados nos poseen desde el nacimiento y hay niños que nacen con un bailarín de ocho brazos en la imaginación y otros con un muñeco de nariz grotescamente larga. Estos signos nos determinan con tanta fuerza como el lenguaje al que somos arrojados y en el que cumpliremos condena, porque la imaginación es sólo el lado amable de la memoria. Las imágenes y las palabras nos permiten mantener la convicción de que somos la misma persona a los diez años y a los setenta, aunque nuestro cuerpo sea violentamente distinto.

    Quiéraslo o no, tú conocerás el mundo por medio de los signos que recibiste al nacer. Los signos pintados, escritos, esculpidos, compuestos. Y esos signos carecen de relación con nada en verdad permanente, porque nada hay permanente. Son figuraciones, inventos, dibujos esbozados sobre nubes pasajeras. El dibujo de un caballo, por ejemplo, es al caballo verdadero lo que la Vía Láctea es a la leche nutricia de Letona. No se cabalga sobre un caballo pintado; un recién nacido muere si le damos de mamar la Vía Láctea. Nuestro nombre, como se dijo del poeta, está escrito sobre las aguas.

    Eso somos, un puñado de palabras, un montón de imágenes que se mantienen levemente unidas, siempre amenazadas por el sinsentido de la siguiente transformación. Ayer yo era un pastor, pero hoy las ovejas ramonean sobre mi piel: soy la tierra del valle.

    Aprender a conocer nuestras imágenes, así como aprendemos a conocer nuestras palabras, "ese es el único argumento de la obra".

 

(Prólogo desechado para Autobiografía sin vida

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6 de septiembre de 2010
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Liquidación de temporada

Hoy llegó el temido septiembre con jirones de nube blanda sobre el Tibidabo. La irrupción de este mes, asignado al planeta Venus y de grave amenaza para las dolencias renales, me sigue produciendo un pavor atávico que viene de cuando el verano se caía a pedazos y amenazaba un nuevo curso. Lúgubres pozas infantiles de las que se alza la memoria invertebrada, la anélida memoria de las torturas, los fracasos, las humillaciones, la imposibilidad de entender porqué los frailes formaban aquel muro de cemento contra el que te estrellabas irremediablemente aunque sólo trataras de sortearlo. Vuelve en septiembre el hedor de las cocinas frías, los inacabables pasillos desnudos, las aulas de vidrios empañados, los patios sin vegetación.

    El colegio tenía una entrada noble, un extenso parque que daba al paseo burgués jalonado al tresbolillo con chalecitos ajardinados, pero los alumnos entrábamos por la puerta trasera como borregos en aprisco, un portón de hierro al final de un callejón en pendiente que moría en tierra sin asfaltar. Años más tarde la Orden vendió medio parque y allí alzó un edificio para nuevos ricos. El parque es ahora la entrada de coches, con su aduana y sus guardias de seguridad barbudos, rapados y con piercing. Quieren dar miedo.

    Veo en los informativos que el comienzo del curso se ha dulcificado y ahora los niños acuden con cierta alegría bullanguera, excepto los más pequeños, siempre en primer plano porque los periodistas no pueden evitar la atracción de un rostro deformado por el dolor y bañado en lágrimas. El espectáculo del sufrimiento es siempre bien cotizado. A su alrededor los adultos ríen como si oyeran los ladridos de una foca. Siento simpatía por ese niño escarnecido ante una gente segura de que el dolor infantil es cosa de risa.

    No era así entonces, no había alegría alguna ni en pequeños ni en mayores. Cada año vivías un minúsculo momento de emoción cuando te adscribían al pupitre y constatabas que los nuevos compañeros no pertenecían a las más temidas mafias, pero de inmediato, como en el servicio militar, comenzaban los rumores. "Nos ha tocado el Hermano Clemente", y todos nos sentíamos reducidos a ceniza porque era notorio su sadismo y el reflejo mortal de sus gafas oscuras. "Tenemos al Julio en Historia". Y pensábamos, "bueno, no es de lo peor". El Julio era casi humano y quizás por eso acabó encerrado en una prisión religiosa del Pirineo. "Este año han puesto al Hitler de Prefecto". Y eso sí que era insoportable, la autoridad en manos de un psicópata.

    Luego te ibas acomodando, como los cerdos en el camión, haciéndote hueco a empujones. Sorteabas como podías al Clemente, el Hitler tenía un desplome mental a medio trimestre y desaparecía. Los chulos de la clase te perdonaban la vida y torturaban a los más pequeños. Nos habituábamos, qué remedio. Acabábamos formando nuestras propias bandas, a veces muy agresivas, a veces incluso vencedoras y más detestadas que las anteriores. Así reptábamos, creciendo en virtud y conocimiento, hasta la llegada de los vencejos, otro momento espeluznante. ¡Ah, la memoria histórica! ¡La verdadera!

    Hoy empieza el curso en esta provincia. Tenemos de Prefecto al Montilla, pero por fortuna durará poco, le han despedido. Los chulos de la clase parece que se van con él, contentos con lo que ya han robado. Probablemente quedaremos en manos de los Hermanos Julios, que son píos, pero no unos salvajes como los de ahora.

Septiembre me da pánico, aunque supongo que hay mucha gente contenta. A lo mejor creen que los Hermanos Julios les van a poner buenas notas. Aún no saben que en este Colegio sólo medran los delincuentes.

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1 de septiembre de 2010
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Vacaciones de verano

Vamos todos, y yo el primero, por la senda del trabajoso ocio estival, así que les dejo en paz durante este mes de agosto. Sin embargo, me gustará ver colgada durante treinta días la carta del ilustrado alemán J.G. von Herder que me ha enviado el poeta Juan Barja para consolarme de la monomanía catalana. Espero que les guste y aprecien el tipo de monstruo sobre el que algunos hemos estado alertando durante años, con la agradable consecuencia de recibir palizas por todas partes. Ahora ya es tarde. El monstruo lo controla todo.

Los secesionistas catalanes decían que Aznar fue quien más independentistas creaba con su intransigencia, pero como ya suponíamos los que trabajamos en Cataluña, el que más independentistas ha generado ha sido Zapatero con su insensatez. Fue contundente opinión de Carlo Cipolla que entre la maldad y la estupidez hay que elegir siempre la maldad; es menos dañina.

Esta es la carta:

Por desgracia, sabemos que en el mundo pocas cosas hay más contagiosas que la locura. Debemos investigar la verdad laboriosamente y mediante razones, pero aceptamos la locura sin apenas percatarnos y sólo por imitación o por efecto de la sociabilidad cuando convivimos con un loco y participamos de buena fe en la parte cuerda de sus ideas.

La locura se contagia igual que el bostezo, de la misma manera que los rasgos físicos o los estados de ánimo pasan de unos a otros, como una cuerda responde y corresponde a otra armónicamente. Si añadimos a esto el cuidadoso esfuerzo que lleva a cabo el loco para confiarnos sus opiniones predilectas como si se tratara de un tesoro, y si encima el loco sabe comportarse educadamente, ¿quién no compartirá con toda inocencia la locura de un amigo simplemente por complacerle y luego aceptará y transmitirá a otros esa creencia?

Los seres humanos vivimos unidos gracias a nuestra buena fe y gracias a ella hemos aprendido, si no todo lo que sabemos, sí lo más provechoso. Además, ¿no suele decirse que los locos no mienten? La locura, en tanto que es locura, necesita participar en sociedad, la locura se crece en sociedad dado que en sí misma no tiene ni base ni certeza. Para alcanzar sus propósitos se sirve hasta de la peor de las sociedades.

    La locura nacional es todavía más terrible. Lo que ha echado raíces en una nación, lo que un pueblo aprecia y reconoce, ¿cómo no va a ser verdadero? ¿Quién podría dudarlo? El lenguaje, las leyes, la educación, la manera cotidiana de vivir, todo lo consolida e insiste en lo mismo. Aquel que no comparta la locura nacional es un idiota, un enemigo, un hereje, un extranjero. Si además, como suele suceder, esa locura es cómoda o beneficiosa para grupos sociales concretos, muy especialmente los más distinguidos, o incluso beneficiosa para todos (según suele decir la locura misma), si la han cantado los poetas y la han publicado los filósofos, y, en fin, si la opinión popular proclama que justamente esa locura es la gloria total de la nación, ¿quién les llevaría la contraria? ¿Quién no optaría, aunque sólo fuera por cortesía, a sumarse a ella?

Incluso las dudas que podría provocar una locura contraria no hacen sino consolidar la ya aceptada pues los caracteres de los pueblos, las sectas, los estamentos y las gentes chocan unos con otros y por eso las personas buscan un acuerdo común. De este modo la locura se convierte en el auténtico escudo nacional, así como en blasón estamental o estandarte gremial, según los casos.

En verdad que es terrible cómo se aferra la locura a las palabras tan pronto como queda impresa en ellas con toda su fuerza. Un reputado jurista llegó a decir que hay un conjunto de imágenes dañinas unido a la palabra «sangre»: «limpieza de sangre», «justicia de sangre», «sed de sangre»... A las palabras «herencia», "posesión", «propiedad» les sucede lo mismo. Palabras y signos que no tenían en sí ningún significado fueron adoptados por los partidos políticos y con una locura contagiosa trastornaron mentes, destruyeron amistades y familias, asesinaron personas y arrasaron países y naciones. La historia está llena de esos nombres demoníacos y podríamos escribir con ellos un diccionario de la locura que daría cuenta de los más veloces cambios y los más drásticos contrastes.

(De la recopilación de cartas herderianas Briefe zur Beförderung der Humanität 1794, 4ª parte, carta 46. Ésta carta fue seleccionada por Walter Benjamin y Willy Haas para su inclusión en una antología de textos de la ilustración y el romanticismo que se publicó en Die Literarische Welt en su número de mayo de 1932, como advertencia ante las amenazas del nacionalismo y el fascismo.)

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4 de agosto de 2010
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Nueva consideración de los insectos

Una amiga me prestó las voluminosas memorias de Bernd Heinrich tituladas The Snoring Bird: My family's journey through a century of biology, en las que, en efecto, se cuenta la historia de una familia de zoólogos durante más de un siglo. Dos generaciones de Heinrich, linaje de origen germano-polaco originario de una zona de la Prusia Oriental que a principios del siglo XX pertenecía a Polonia, se dedicaron como profesionales a la búsqueda de nuevas especies vivientes, tanto en Europa como en Asia, América y África. Los museos alemanes y americanos están repletos de ejemplares cazados y disecados por los Heinrich.

Por razones comerciales el grueso de su trabajo estuvo dedicado a los pájaros y los pequeños mamíferos, pero la pasión familiar predominante (y de la que son autoridad mundial) eran unos insectos llamados en inglés Ichneumon (no se corresponde con el español "Icneumón" que designa a una variedad de mangosta), pequeño himenóptero parecido a la avispa de los que identificaron miles de especies que llevan su nombre latinizado. La característica más simpática de este bicho es que pone sus huevos en el cuerpo de otros insectos, de los cuales se alimentan luego las larvas. Sin embargo, el libro también podría haberse titulado: "Del naturalismo a la biología".

    Hace tiempo que insisto sobre los cambios que tuvieron lugar a mediados del siglo pasado, oscuras mutaciones que causaron lo que a mi modo de ver no puede llamarse cambio de época sino de era. Nada sabemos de "nuestra" era, excepto que es el inicio de la expansión global del dominio técnico y que ese dominio no es, en absoluto, un proyecto humano ni está bajo nuestro control. El libro de Heinrich ilustra sobre otra crisis interesante. Al describir una expedición a Tanzania en los años 1961/62 dice lo siguiente:

    "Aquella no sólo iba a ser nuestra última expedición, sino la última de las expediciones zoológicas clásicas, el final de una tradición que venía de cien años atrás a través de la época Victoriana, conducida por figuras como Darwin, Wallace, Humbolt, Audubon. Este viejo campo de trabajo estaba siendo barrido por la biología moderna. En pocos años ya no habría más pájaros por descubrir excepto mediante los nuevos métodos de análisis del ADN sobre ejemplares ya recogidos en los museos. Iba a suceder algo inimaginable: la gente dejaría de comentar y discutir el descubrimiento de nuevas especies. En cambio, ya no se hablaría de otra cosa que de la destrucción ecológica y la extinción de especies bien conocidas a escala global".

    Así pues, todavía en 1960 el mundo se veía como una extensión inacabada, una inmensa reserva de riquezas ocultas que aún podían descubrirse para aumentar nuestro saber, nuestro placer y nuestros recursos. Y de pronto, en muy pocos años, el discurso se transformó en su contrario y apareció el terror del avaro ante la pérdida de su fortuna. El mundo pasó a ser un lugar limitado y sus riquezas ya no crecían sino que menguaban. Comenzó entonces el conservacionismo a ultranza de cualquier elemento del que temiéramos su desaparición. No sólo ballenas y tortugas sino también lenguas, costumbres atávicas, edificios, fiestas arcaicas, cataluñas, escocias y flandes. Todo debe ser protegido, todo corre peligro de extinción.

    Es muy posible que ese movimiento de repliegue y temor, la indudable reacción encogida de las últimas décadas, esté justificado por una ruina verdadera que de pronto se hace patente y paraliza el ánimo explorador y aventurero, una destrucción tan general que todo el mundo corre a refugiarse en el laboratorio de su casa antes de que el hacha caiga sobre su cabeza. No obstante, la realidad de la ruina, su presencia social, no ha tenido lugar hasta 2008. Hay algo que no cuadra. ¿Cuándo comenzó el pánico y de qué manera se ha ido expandiendo?

    Es sorprendente que los más afectados por el terror sean justamente los occidentales que se supone son los más fuertes y por lo tanto quienes menos han de sufrir la destrucción. En contraste, chinos e indios no tienen la menor conciencia de estar arrasando el planeta sino que más bien se alegran como críos cada vez que incrementan en mil toneladas por segundo su producción de CO2.

¿Son ellos los peores destructores? ¿O son tan ignorantes que no tienen conciencia del destrozo? ¿O acaso la pobreza impide comprender los problemas universales? ¿O quizás creen que ahora les toca a ellos acabar la tarea de arrasamiento global? ¿O será que no tienen una disposición del ánimo que les incline al catastrofismo?

La peor de las hipótesis: que alcanzado un grado muy agudo de riqueza se produzca una contracción destructiva por autorregulación. Y que nosotros seamos los que han alcanzado ese grado suicida de riqueza que supone nuestra desaparición.

¿Somos como el macho de la Mantis que una vez ha fecundado a la hembra se deja devorar para garantizar la supervivencia del que ha de nacer? ¿O como el Ichneumon que vive del cadáver que lo acoge? ¿Y cuál es nuestro cadáver?

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2 de agosto de 2010
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¿Cuál es el mayor mal de la universidad en España?

La excelente revista hispano mexicana Letras Libres nos envió esta pregunta a unos cuantos con el propósito de confeccionar un artículo sobre el tema en el número de julio: ¿Cuál es el mayor mal de la universidad en España? Y ésta fue mi respuesta:

"Como es lógico, el mayor mal es un conjunto bien trabado de males diversos que colaboran entre sí con esa simbiosis que los empleados llaman "sinergia". El conjunto, en cualquier caso, supera a la suma de los factores.

    Podría resumirse llamándolo "el ancestral desprecio de la inteligencia" que distingue a las clases dirigentes españolas debido a la debilidad del intelecto frente al monopolio del alma. Quizás en la actualidad la desprecien con mayor inocencia o barbarie, pero insisten en ello. Éste debe de ser el último lugar de Europa en donde las mayores responsabilidades recaen sobre gente sin estudios medios o superiores. Si las clases dirigentes desprecian la universidad, ¿qué van a hacer los súbditos?

    Durante unos cuantos años las familias pobres creyeron en la universidad como sistema de ascenso social. Duró poco. En nuestros días, para ser un buen español es un inconveniente haber acudido a la universidad en lugar de hacerlo a un estudio de televisión. Las mejores carreras los pobres las hacen en los sindicatos. Los ricos, como decía el consejero áulico de Jordi Pujol, en las alcantarillas".

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26 de julio de 2010
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Pensamiento cada vez más crecido

Fue el último en llegar, pero tiene todo el aspecto de ser el que va a quedarse durante más años. La primera edición seria de Walter Benjamin no comenzó a publicarse hasta treinta años después de su muerte (Gesammelte Schriften, Suhrkamp, 1972-1989) y nadie pudo leer su obra emblemática, Los Pasajes, hasta 1982. Era sólo un nombre cuando las cátedras, seminarios y revistas de filosofía europeos estaban tomados por el existencialismo sartriano y las disputas clericales sobre aspectos psicóticos del marxismo leninismo. En el mejor de los casos, por empeños hermenéuticos sobre Heidegger. Hoy es todo lo contrario: aquel desconocido ha tomado el centro del escenario. Celebremos que en España la publicación de sus Obras Completas, gracias al sello Abada, ha llegado ya al quinto volumen, en el cual se incluyen algunos de sus escritos literarios como la "Infancia en Berlín" o la colección "Imágenes que piensan" en cuidada traducción de Jorge Navarro. Es la puerta ideal para visitar a Benjamin en sus más íntimas habitaciones.

    La llegada de Benjamin a la universidad ha sido lenta y difícil, no sólo por el inmovilismo que los marxistas impusieron durante décadas en tantos departamentos, sino también por la singularidad del escritor alemán. Benjamin no es fácil de integrar en ningún espacio ortodoxo, pero tampoco en alguna heterodoxia que rinda beneficios en el reparto mercantil de los créditos universitarios. En efecto, tiene Benjamin una fuerte influencia de la teología hebrea, pero también del marxismo; es un romántico de primera generación, la de Novalis, pero también un defensor de la tecnología "nihilista"; es un tradicionalista con decidido arraigo en la continuidad y sin embargo el más inteligente analista y partícipe de las vanguardias del siglo XX. Instalado en la contradicción permanente, ni siquiera puede apelarse a una evolución que hiciera de él un adolescente primitivista que en la edad madura descubre el mundo de la seriedad, porque es justamente en la última etapa (por ejemplo en el célebre "Sobre el concepto de historia", Libro 1, vol.2 de Abada) donde se muestra más alejado del marxismo y del sociologismo adorniano, pero mediante un inesperado regreso al mesianismo judío. La incongruencia puede (y quizás debe) destruir a cualquier pensador, pero no es el caso de Benjamin. Cada uno de sus rostros está asentado sobre una poética acumulativa cuya razón de ser expuso en sus trabajos sobre el montaje cinematográfico y en el crucial experimento de Los Pasajes. La incoherencia acaba siendo su mayor virtud.

    Hay, además, otro aspecto que no puede eludirse aunque parezca frívolo: junto con Wittgenstein, es el escritor de mayor adherencia sentimental entre lectores y estudiosos. Ambos, el vienés y el berlinés, poseen los atributos de la santidad laica. Wittgenstein por su altruismo, su austeridad, la novelesca estancia en Cambridge, los años eremíticos, su endiablado carácter. Una figura cinematográfica, sin duda. Pero Benjamin, con quien aún nadie se ha atrevido, es si cabe más instigador de identificación sentimental. Este hombre grueso, torpe, débil, incompetente, inofensivo, tuvo un final trágico que se ha contado mil veces, pero es imposible no repetirlo.

Cuando los nazis tomaron París, Benjamin se unió a un grupo de judíos que se proponía cruzar la frontera española para embarcar en Lisboa. Llevaba consigo una maleta que pesaba como si estuviera repleta de plomo. Nadie ha podido averiguar qué contenía. Sus compañeros, según el relato de una superviviente, le veían agotado, consumido, arrastrando por aquellas trochas pirenaicas un peso que les retrasaba y comprometía la vida de todos. Más de una vez los guías mercenarios amenazaron con dejarle atrás si no renunciaba a la maldita maleta, pero sus acompañantes impidieron que abandonaran a aquel pobre hombre, el cual, en cambio, les invitaba a continuar sin él. Cuando por fin llegaron a Port Bou el 26 de septiembre de 1940, se inscribió en la Fonda de Francia. Allí mismo se suicidaría unas horas más tarde, al constatar que los aduaneros rechazaban su entrada en España. Era un obstáculo burocrático que sin duda se habría podido arreglar (o comprar) en un par de días, pero Benjamin había alcanzado el límite. Tras su muerte se pierde para siempre el rastro de la maleta. El ayuntamiento de Port Bou le dedicó un bello monumento que, según dicen quienes lo han visitado en los últimos años, se encuentra en un estado lamentable.

La vida de Benjamin, como su obra, tiene el sello de lo propiamente humano desnudo de toda arrogancia: la búsqueda infatigable de alguna certeza, la fascinación de lo novedoso, el respeto por lo pasado, la seducción de la utopía, el no menos engañoso atractivo de la trascendencia, el cavilar premioso de la filosofía junto con la estampida poética. Sus escritos son a veces cegadoramente lúcidos e inmediatos, pero en no pocas ocasiones tienen la opacidad de la poesía moderna y son apenas comprensibles. De manera que todo en Benjamin, vida y obra, es incoherente y caótico, pero también es la mejor cabeza que ha pensado sobre la incoherencia y el caos de nuestro tiempo. Sirva para ello un solo ejemplo, el de su trabajo más difundido en las universidades, el titulado "La obra de arte en la época de su reproducción técnica" (Libro 1, vol.1 de la edición de Abada).

Bajo tan pomposo título se encuentra una de las más lúcidas reflexiones acerca del imperio de la tecnología sobre las artes y del uso que los regímenes totalitarios les estaban dando, es decir, su uso como arma de persuasión y propaganda. Sin embargo, y a pesar de la farragosa jerga marxistoide, el ensayo es también una primera y convincente defensa del arte democrático. Mucha gente puede creer que el adjetivo "democrático" tiene una connotación positiva porque se ha convertido en la religión política contemporánea, pero para Benjamin la democracia es tan sólo el mecanismo de control adecuado para una sociedad de masas enormemente potente y peligrosa. Dicho con simpleza: Benjamin es el primero en fundamentar positivamente el arte popular, el arte demótico, el arte "de la chusma" que todos sus compañeros sin excepción, comenzando por Adorno, execraban y atacaban despiadadamente desde el elitismo izquierdista.

La disputa llega hasta el día de hoy. No hace muchas semanas y con motivo del Mundial de Fútbol, uno de los últimos marxistas supervivientes, Terry Eagleton, publicaba un artículo que parecía escrito hace cuarenta años. En él acusaba a los aficionados al fútbol ("el populacho", los llama) de haber sido devorados por el fascismo y al espectáculo mismo lo tachaba de "opio del pueblo", como en vida de Engels. Daba risa, pero esa era la posición de la izquierda en la época de Adorno, cuyos artículos sobre música también nos hacen sonreír, sobre todo cuando se refieren a la música popular, el jazz o la "música de cine". Frente a esta posición reaccionaria, Benjamin no tenía la menor duda sobre lo inevitable de un arte popular y democrático en una sociedad tecnificada. Evidentemente él lo imaginaba en la senda del constructivismo ruso y el teatro de Brecht, pero también en la del cine de Hollywood donde Brecht ejercería de guionista. Yo creo que si Benjamin viviera en la actualidad, antes tomaría la senda de Zizek y sus análisis sobre las series de TV que la de Eagleton y su episcopal excomunión de las masas.

Así que desde el puerto del siglo XX los viejos filósofos nos despiden agitando pañuelos. La nave del siglo XXI se aleja lentamente y sobre la cubierta nosotros, supervivientes efímeros, contemplamos el muelle. Vemos cómo van mermando las figuras y buscamos con la mirada a Sartre, a Russell, a Luckacs, a Scheler, a Dilthey, a Husserl. Advertimos entonces un fenómeno inquietante: algunos empequeñecen más rápido que otros, pero también los hay que en lugar de menguar crecen. Entre los que crecen a gran velocidad se divisa un hombre gordo, con gafas y pantalones gastados, que acaba de perder el cuaderno donde estaba anotando algo sobre la brillante superficie de las aguas y la estela del navío que se aleja fatalmente, ineludiblemente. Estela que persiste unos minutos y luego también desaparece.

Artículo publicado el 17 de julio de 2010.

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19 de julio de 2010
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Exámenes llamados finales y ojalá lo fueran

Tengo un amigo que insiste en dar clases en una Universidad de Barcelona, a pesar de que ya apenas hay razones para ello. Es un profesor vocacional, serio, respetuoso con el alumnado y que hace horas extras si es necesario ayudar a los chavales. Cada año, con motivo de los exámenes (único momento en que los alumnos están obligados a tener voz) me envía un ejemplo de cómo le va subiendo la tristeza. En esta ocasión le ha abrumado un modelo que todos los profesores conocemos: el cada vez más abundante individuo que no sólo es un mentecato y un vago, sino que encima está orgulloso de serlo.

Todos hemos copiado alguna vez, todos hemos hecho exámenes ridículos por ver si colaban, pero creo recordar que teníamos un cierto orgullo y si nos pillaban lo aceptábamos con sentido del humor, riéndonos de nosotros mismos. Lo novedoso es este sujeto que cree haber sido lesionado en sus derechos fundamentales. El agraviado profesional. Una creación reciente que sigue pautas aprendidas en la política real.

El intercambio tuvo lugar por mail, una vez el alumno (que no había aparecido por clase en todo el año) hubo constatado el suspenso. He respetado la sintaxis, pero he añadido los acentos porque me dolían los ojos.

 

PRIMER MENSAJE DEL ESTUDIANTE

Hola, soy XY y estoy matriculado en el grupo de Estética de mañanas. El examen final que hice considero que era aceptable y no entiendo la calificación de 3 sobre 10. Me gustaría saber el porqué, ya que las preguntas tenían una parte teórica y la otra de desarrollo personal donde podías expresar tu opinión.

Si es posible hacer un trabajo complementario o revisar el examen me gustaría saberlo.

Muchas gracias

 

RESPUESTA DEL PROFESOR

Buenos días. Las personas que no realizaron ningún parcial ni entregaron el trabajo escrito sobre un libro de la bibliografía tenían que tratar dos de los tres temas. En ningún momento dije que las preguntas tuvieran una parte teórica y otra de desarrollo personal donde se podía expresar una opinión.

En su trabajo, el tratamiento de ambos temas es deficiente, impreciso, con faltas de ortografía sorprendentes (verbo haber sin "h") y una gramática opaca: "El artista estará influenciado al determinar su forma y contenido, con unos rasgos estilísticos parecidos, el espíritu de la época y cultura".

Frases como: "El arte para los cristianos es la representación de la divinidad" son imprecisas. ¿Acaso el arte es distinto en otras religiones? "Se puede sacrificar la representación fiel de la naturaleza hasta ser inexpresivo y estético", es una frase incomprensible y además no tiene nada que ver con el tema.

La segunda pregunta tiene un tratamiento excesivamente breve e impreciso (el 20% del texto está tachado). Frases como: "El tiempo es intangible y eterno, lo que nos asegura el cambio y la evolución del arte" son abstrusas. "Ahora el arte persigue el movimiento", ¿acaso no lo hacía el arte barroco? ¿Y qué quiere decir que eso "implica la creación"?

 A estas alturas ya no es posible realizar ningún trabajo complementario que hubiera debido entregarse el día del examen final como fecha límite. Así lo hicieron otras personas que deseaban aumentar la nota.

 

SEGUNDO MENSAJE DEL ESTUDIANTE

La información a parte de compartirla al 100 por 100, está sacada íntegramente de internet. Si cree que es información deficiente, imprecisa, incomprensible y abstrusas es una opinión gratuita ya que está escrita por gente intelectual y con información contrastada.

Gracias

 

Lo que más tristeza le producía a mi amigo no era que el muy insensato dijera que lo había copiado todo de Internet (mal copiado, claro) sino la expresión "está escrita por gente intelectual y con información contrastada". ¡Gente intelectual! ¡Información contrastada! Y este menda acabará la carrera el año próximo...

 

 

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12 de julio de 2010
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Entrevista alemana

La revista suizo alemana "ECOS" (para España y Latinoamérica) me envió estas preguntas. Allá van las respuestas.

1.   Como usted señaló en el congreso de Berlín, desde el Romanticismo el arte está en continua crisis: fin del arte, anti-arte, arte del fin del arte, post-arte... son algunas de las expresiones que han circulado desde entonces. No obstante, el arte parece gozar de buena salud en nuestros días: el público acude en masa a museos, galerías, teatros y auditorios, y no sé si hubo anteriormente épocas en que proliferaran tanto los artistas. ¿No se ha enterado el gran público de la crisis del arte? ¿O lo que está en crisis es precisamente ese arte demasiado crítico, demasiado "negativo" (Adorno) o demasiado "deshumanizado" (Ortega)?

Decir que el arte está en continua crisis resulta algo ambiguo, habría que decir más bien que el arte moderno y contemporáneo ES crisis, él mismo consiste en crisis, o bien trata exclusivamente sobre crisis: su asunto, su tema, su esencia, llámelo como quiera, es crisis. Para el arte actual lo crítico es como la humedad para el agua. Desde el romanticismo, cuando las artes comienzan a derivar en arte reflexivo, la evolución de la crisis llamada "arte" ha ido desnudando los ropajes antiguos del trabajo artístico en una continuada labor negativa. En la actualidad ya sólo queda el hueso. De ahí su popularidad. El arte como reflexión crítica pura de esa actividad llamada "arte" es, necesariamente, un acontecimiento democrático, para lo cual ha tenido que pasar del gabinete individual al espectáculo de masas. Que sea incomprensible no tiene importancia. También en los tiempos en que ese papel lo jugaba la religión acudían las masas a las iglesias sin necesidad de comprender el misterio de la Trinidad. Mejor dicho: acudían justamente porque no había modo de entenderlo.

 

2.   Después de la pérdida del idealismo, ¿resurgirán las vanguardias? ¿Tiene aún algún sentido la vanguardia artística?

No lo creo. Las vanguardias son el último momento histórico del romanticismo, es decir, del arte propiamente burgués. Una vez desaparecida la burguesía no hay motivo para que las actividades artísticas insistan en la justificación vanguardista, como no sea en el currículo para la petición de subvenciones. De hecho, lo que ahora se presenta como vanguardia o experimento es precisamente lo más reaccionario: restos de burguesía en un mundo sin burgueses.

 

3.   ¿Cómo se imagina el arte del futuro?

Es imposible imaginar tal cosa, entre otras razones porque el futuro es también una figura del arte. El futuro como tiempo verbal sólo puede entenderse metafóricamente. Vivimos poéticamente cuando decimos, por ejemplo, "El año próximo me bañaré en la piscina de Lourdes", o bien, "Nos casaremos dentro de tres meses". No hay nada más allá de lo que ahora es, excepto nuestras narraciones. En ese punto creo que lo más sensato son las tesis sobre la historia de Walter Benjamin.

 

4.   Quien sí parece estar en crisis es la filosofía. En las últimas décadas, los filósofos dan la impresión de haberse atrincherado en las universidades. Lejos han quedado los tiempos de un Sartre o un Camus. Fuera de las aulas, ¿cuál es, si la tiene, o debería ser la función del  filósofo en la actualidad?

Tampoco estoy muy de acuerdo con la formulación de la pregunta. Hay en ella varios supuestos que me parecen difíciles de sostener. Por ejemplo: lo que está en crisis es la universidad, hasta el punto de haber desaparecido. Los grandes campos de aparcamiento de futuros parados que llamamos "universidades" no tiene la menor relación con aquel lugar en donde se aprendía a ser humano y que inventaron los góticos. No hay filósofos en sentido serio desde hace un siglo. El mismo Heidegger abominaba de la palabra. Hay, eso sí, "profesores de filosofía", que son los encargados de ese entretenimiento en los campos de futuros parados. Yo mismo lo he ejercido durante treinta años. Lo más notorio del pensamiento actual (en Alemania, por ejemplo, Sloterdijk y Zizek, en Italia Agamben, etc,) sólo muy indirectamente puede considerarse integrado en la universidad. Subsisten unos cuantos filósofos de estilo gótico en algunos Colleges británicos. Como todo en Inglaterra, es un admirable modelo de conservacionismo sólo comparable a los jardines de Capability Brown o a los beefeaters de Buckingham Palace. Todo lo cual demuestra que los filósofos son perfectamente inútiles para la sociedad contemporánea.

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7 de julio de 2010
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Aunque pueda parecer humilde

Algunos leones se viciaban con la sangre humana. Eran devoradores de hombres y así les llamaban los indígenas. Hay historias pavorosas y verdaderas, como aquella de un león que devoró sucesivamente a catorce trabajadores que estaban construyendo una línea férrea en algún lugar de África. Las mejores escopetas del mundo no pudieron darle caza y cada noche se escuchaba el aullido de una víctima. Cientos de obreros se acurrucaban aterrorizados en sus tiendas esperando el alba.

    Bueno, no es lo mismo, pero también hay devoradores de papel. Yo soy uno de ellos. Las grandes piezas se van haciendo escasas, de modo que el cazador (templado por los años) se divierte cazando piezas pequeñas y exquisitas. Para la práctica de la caza menor son de menester entornos discretos donde estas piezas buscan refugio huyendo de los grandes espacios abiertos donde dominan los superventas. Es difícil subsistir en la sabana de las novelas sobre templarios, sociedades secretas, lesbianas vengadoras o crímenes noruegos. De manera que los frágiles y preciosos relatos buscan amparo en pequeñas editoriales. Son ellas las que permiten a los viejos devoradores de papel seguir cazando sin tener que montar un safari. Pueden hacerlo a pelo.

    Por ejemplo, en una sola semana comencé con una historia delirante, Los mayorazgos, de Achim von Arnim (Nortesur), posiblemente el relato más disparatado de este año. El olvidado von Arnim (murió en 1831) fue uno de aquellos románticos radicales que inventaron el surrealismo sin saberlo. En esta breve narración la atmósfera es opresiva, los personajes podrían estar muertos y el argumento es una pesadilla. Resulta chocante que la literatura "de vanguardia" apareciera muchas décadas antes de que fuera así clasificada por la Academia.

    Luego continué con La voz de Lila (Libros del silencio), un cuento pornográfico que vendió millones de ejemplares y tuvo un éxito pasmoso hace quince años. Su autor se firmaba "Chimo" y aún se discute si es cierta la biografía que de él dio su editor (lo presentaba como un preso magrebí) o bien oculta a un famoso autor que no desea ser acusado de pornógrafo. Lo leí porque lo ha traducido y prologado Ignacio Vidal-Folch, de quien leería incluso las facturas de Telefónica. Además de pornográfico, el relato describe de soslayo la vida en los barrios periféricos de París, allí donde los chicos árabes queman de vez en cuando los coches de sus padres, pero muestra una ternura singular hacia el magrebí y su preciosa (e intocable) muchacha. Sí, es posible que detrás de "Chimo" se esconda una figura de las letras parisinas.

    El último de la semana lo publicó esa editorial enorme que se autodefine, muy chic, como "Minúscula" hace ya unos meses. Es una canción de amor de Gertrud Stein, pero no a un ser humano, un animal o una planta, sino a una ciudad y un país. Como su título indica, París Francia trata de ambas cosas, de la capital entre 1900 y 1939 y también de la vida rural francesa que Stein aún conoció. Lo escribió en 1940, cuando París había sido tomado por los alemanes y ella recordaba sus años parisinos sin saber si jamás podría regresar. Hay en este poema deliciosas viñetas sobre mujeres, género por el cual Gertrud Stein sentía una particular simpatía, no muy frecuente en aquellas fechas. Les cuento tres de ellas para que, de paso, observen la peculiarísima música de su prosa.

    Estamos en 1914 y se comienza a hablar de las sufragistas inglesas. Hasta el pueblo donde Gertrud Stein pasa algunas temporadas ha llegado un comentario cada vez más general: las mujeres deberían tener el derecho de voto. Una señora del grupo de comadres hace un gesto de cansancio y dice: "No por Dios tengo que hacer cola para tantas cosas el carbón el azúcar las velas la carne y ahora votar, por Dios".

    La segunda tiene lugar en París. En esta ocasión unas amigas están hablando del reciente hundimiento del Titanic y el heroísmo con que se rescató a las mujeres y los niños. "A mí no me parece sensato, dijo Hélène, para qué sirven los niños y las mujeres solos en el mundo, qué clase de vida pueden llevar, habría sido muchísimo más sensato que lo hubieran echado a suertes y salvado unas cuantas familias enteras, mucho más sensato, dijo Hélène".

    Y por fin la tercera. Una muchacha le había cogido un cariño grande al perro que acudía cada día con su dueño a la cafetería y ella le daba un terrón de azúcar y le rascaba la cabeza, pero un día el dueño apareció sin su perro. "La chica tenía el terrón de azúcar en la mano y cuando oyó que el perro había muerto se le llenaron los ojos de lágrimas y se comió el terrón de azúcar".

    ¡Cuánta poesía hay en este gesto de comerse el terrón entre lágrimas! Al gran artista se le reconoce en los detalles. Y las piezas pequeñas, exquisitas, extravagantes o curiosas, sólo se cazan en los terrenos pequeños, exquisitos, extravagantes o curiosos, y de espesa flora.

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2 de julio de 2010
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Una pregunta

La revista "El Ciervo" nos hizo llegar a unos cuantos individuos (no sé ni cuántos ni quiénes) la pregunta "¿Qué hacemos aquí?" para que respondiéramos si así lo deseábamos. Iban a publicarlo en el número de junio. Como es una revista católica, supuse que se referían a un "hacer" de orden más bien teológico, la mirada personal de cada mortal sobre nuestra condena a muerte. Esta fue mi respuesta. No he vuelto a saber nada de la revista, de modo que la cuelgo con variantes por si algún lector tiene mejor argumento. Siempre será instructivo.

 La frase "¿Qué hacemos aquí?" tiene dos posibles sentidos.

El primero equivale a "¿Qué pintamos aquí?". Traducido al akademe: ¿Cuál sería la razón suficiente que me permitiría justificar (o fundar) la existencia de los humanos en el cosmos como algo necesario y no como algo prescindible o trivial?".

El segundo sentido vendría a ser: "¿En qué hemos empleado o estamos empleando el tiempo que nos queda en este mundo?".

El primer sentido carece de respuesta o quizás más exactamente: la pregunta es la respuesta. ¿Qué hago yo aquí? Pues preguntarme sobre las razones de por qué el ser y no mejor la nada. ¿Cuál es la razón suficiente para preferir el ser sobre la nada? Ninguna, pero incapaz de conformarse con la nada, la conciencia genera una inquietud que constantemente pregunta por la razón de ser de las cosas. Entre las cosas por las que pregunta figura esa razón que pide la razón de ser. De este círculo vicioso no hay quien escape.

El segundo sentido sí tiene respuesta, pero es descorazonadora. De momento y después de un millón de años parece que hemos venido a no hacer absolutamente nada que no sea inquietarnos, agobiarnos, agitarnos, desasosegarnos, odiarnos, humillarnos, destruirnos y preguntarnos qué hacemos aquí. En cuanto tenemos una respuesta para esa pregunta, comienza otra matanza.

Entre matanza y matanza dice el Eclesiastés que hay un tiempo para amar.

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28 de junio de 2010
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El Boomeran(g)
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