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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Entrevista a Manuel Arroyo, fundador de Turner

Tuve la oportunidad de conversar con Manuel Arroyo en torno a emboscamientos vitales, pasiones y fobias; construyendo una retrospectiva en breves pero definitorios trazos de quien fuera hombre clave en la reciente historia cultural de nuestro país. Aquí la entrevista que apareció en publicación de la editorial Turner, Turner 8P.

 

-Félix de Azúa: ¿Qué hace un editor como tú escondido en un bosque como el tuyo? Hay una figura política a la que Jünger llama "el emboscado", no sé si te sientes aludido.

-Manuel Arroyo: ¿Dónde esconderse mejor? Lo de "el emboscado" me gusta. Pero Jünger, ese invento francés, no me llama la atención. En los mapas de Iberdrola figuro como Ermitaño Número 7. Lo siento más acertado. No conozco a los otros ermitaños, pero ser el número siete me parece significativo. Es una estimación objetiva de quien me da la luz y lo acepto con gusto.

 

Un editor como yo se pasa la vida soñando con una biblioteca en medio del bosque. Los pasillos de la Feria de Frankfurt, que para otros son el paraíso, para mí fueron algo apasionante y ajeno. Nunca fui pájaro de Feria, gracias a Dios nunca tuve un best seller, no compré números en esa lotería. Tanto como en el bosque, habito en la lectura. De eso se trataba y lo supe desde el principio. Por eso la escapada. Emboscarse pues, ya mucho antes de los tiempos que corren, era el secreto deseo. Leer y leer, sin orden ni concierto. Editar por eso y para eso.

 

-Dices que Jünger es un invento francés, algo que no puedo negar. Hace ya muchos años te hiciste famoso gracias a un libelo titulado Contra los franceses, que se agotó de inmediato. Los aficionados se lo arrancaban de las manos. Nunca he leído un ataque más feroz e inteligente a la que pretende ser patria de la inteligencia. Hoy es inencontrable. Como era anónimo, al cabo de pocos días todos sabíamos que lo habías escrito tú. ¿Has cambiado de opinión o sigues siendo galófobo? ¿Y no será el típico resentimiento de un anglófilo, ya que tú eres medio inglés, porque los franceses son más guapos y elegantes, y sus mujeres más listas que las de las Islas?

 

-Lo del libelo es para mí asunto delicado. Más que galófobo soy, como español, un acomplejado con causa. ¿No podría leerse ese libelo que me ha hecho pasar tantas vergüenzas como un sarcasmo sobre el complejo de los españoles? Tal vez el fallo estuvo en mí, no supe dar con el tono. De los franceses casi lo único que no me gusta es su incapacidad o su desdén para pensar sin teoría. Pero ahí están, en cualquier disciplina. Una cosa es escribir libelos y otra ser tonto. Sigo leyendo a algunos franceses con pasión. En gran parte para eso escribí el libelo. Con ser medio inglés tengo suficiente, no me hace falta ejercer de anglófilo. Incluido en lo inglés, tengo casi un cuarto de irlandés. De eso sí me gustaría presumir, por si algo se me pega. Ciertamente las mujeres francesas son más guapas. Pero los ingleses son más apuestos, a pesar de las feas dentaduras (siglos de té indio y azúcar caribeño). A alguna francesa le he caído simpático y, pasando a lo concreto, mi madre era una belleza. Por ese lado, no hay rencores. Pero sí quiero decirte una cosa: ¡Gibraltar no será nunca español!

 

-Aunque nuestro país sea un desastre y esté siempre más cerca de Goya que de Velázquez, ¿qué echas de menos cuando estás en Berlín? Quiero decir que, a pesar de todo, no te has ido absolutamente. ¿Encuentras algún consuelo, todavía, en esta tierra?

 

-Claro que sí, aquí están las personas y las cosas que me importan, y de ellas no puedo irme, ni quiero.

 

Soy incapaz de sentir nostalgia. En la Historia de la Melancolía de Jackson, que publiqué hace años, hay un capítulo donde la describe maravillosamente. Me dijiste que ibas a leerlo. Hazlo porque es apasionante y serás el primero en España. Yo tenía la esperanza de encontrar un lector, siquiera uno, como tú.

 

Echo de menos la biblioteca, claro está. También la cama, dos mesas, una butaca. La casa de Berlín está casi vacía. Los techos son de cuatro metros así que no hay donde mirar si no es al cielo o a un cementerio judío que tengo al otro lado del patio. Por la fachada principal cuando me asomo veo una fila interminable de puérperas empujando carritos con recién nacidos, indistinguibles unos de otros. Pero hay librerías y conciertos, museos y gente bien educada. Los niños no lloran y los perros no ladran. Da gusto vivir entre alemanes.

 

A Velázquez lo veo más portugués que español. Parece que se hubiese propuesto pintar el aire. Goya sí nos dejó retratados. Pero no concibo uno sin el otro. El Prado, eso sí que es un consuelo. En la meseta mirar al cielo es el consuelo más socorrido y efectivo. Y a las personas, siempre que sea de una en una. Esta mañana me ha llegado la factura mensual del aéreo (móvil?): 7,16 euros. Me ha confirmado que hablo poco.

 

Hablando de Goya, te habrás fijado en cuanto se parece nuestro actual monarca a Carlos IV, especialmente en el retrato de familia que cuelga en El Prado. La misma gallardía, la misma expresión inteligente. Uno cazaba ciervos en El Escorial y el otro, osos y elefantes, en África o en Rusia. En eso han evolucionado.

 

 Y la Infanta Cristina, ¿no es el vivo retrato de la reina María Luisa? Tal vez nos pase lo mismo a nosotros, habernos convertido en caricatura de unos mamarrachos.

 

Nos queda el consuelo, no sé si la ventaja, de que a nuestros antepasados no los pintase Goya. Tampoco Macarrón. Quiero pensar que en nuestro caso hemos tenido una evolución inversa o por lo menos con

una cierta dignidad.

 

-No era muy malintencionada, pero pensaba que un hombre como tú que ha montado excelentes editoriales como Turner, pero también colecciones supremas, como la Biblioteca Castro, que ha sido apoderado de toreros y cantadoras de rancheras, que ha conocido el corazón del poder, que ha vivido en América durante años, que ha sido inmobiliario, marchante, trotamundos y, en fin, que es un culo de mal asiento, ¿cómo es que se aparta de todo y como un Rancé con Internet se pone al margen entre fresnos y vacas? Lo digo con cierta envidia, claro.

 

-Todo eso que dices y mucho más tuve que hacer para sacar adelante a la familia. No sabes la de necios que he soportado y la coba que he tenido que dar. Aunque nunca mandé a necios ni obedecí a pícaros, como diría mi querido autor Arturo Soria. Y eso que un amigo mío me anunciaba y reprochaba que nunca iba a hacer fortuna porque no sabía adular a los ricos. Mi vocación era pasar desapercibido, como me aconsejaba mi abuela Turner. Eso sí que hubiese sido un lujo. Me lo permito ahora que ya tengo a mis hijas criadas. De hecho una de ellas acaba de cumplir cuarenta y dos años. Son tantos que a veces pienso que es casi de mi edad.

 

En mi oficina decían que yo hacía jornada intensiva, de once a dos, que era el tiempo que pasaba con ellos cuando no estaba de viaje. De eso sí que estoy orgulloso. A un caballero no se le debe notar que trabaja. Y si todo eso que dices, y aún más, hice en seco, como decía el otro, ¿qué no hiciera en mojado? Esa metáfora de "culo de mal asiento" es castiza y expresiva pero no me parece elegante. Simplemente vive bien el que vive apartado, como decía un francés que tú debes conocer bien. Y si además tengo Internet para hablar con los amigos, ¿qué más quiero? Pues sí, quiero más, como gritaba la Llorona.

 

También me ocupo en no ser menos de lo que parezco. Eso dice uno que va vestido de mendigo en King Lear. Y en lo concreto: superar una infección por una picadura de araña. En mi cama nadie más me pica. Ni falta que me hacía. Leo y releo el primer tomo de la Recherche. Como a ratos largos me quedo dormido, cuando despierto no distingo entre lo que he soñado y lo que estaba leyendo. Me parece la novela más quijotesca del mundo, mucho más que las de los ingleses, quizá porque ellos entendieron menos o de otra forma su ironía. Prefieren lo cómico y la parodia.

 

 

***

Por otro lado, aquí se puede leer una entrevista a Félix de Azúa publicada en De Verdad Digital



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6 de marzo de 2013
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Restos religiosos

El desconcierto que están causando los múltiples latrocinios, timos, estafas y desvalijamientos por obra de la parte más noble de nuestra sociedad ilustra sobre el respeto que aún se le tenía a eso que suele llamarse "la clase dirigente". Me recuerda a los sentimientos que despierta la palabra "artista" cuando se pronuncia en público. Basta con que alguien hable de los artistas o diga de sí mismo que es un artista para que se generalice una sensación confortable y cálida entre la audiencia. Una sonrisa aflora a sus labios y se acomodan en la butaca.

    El populus ama a los artistas y a otros representantes religiosos que le garantizan que la vida merece la pena, pues esa es la función popular del arte. Si no hubiera tal cosa como el arte, ¿qué sentido tendría nuestra vida, una vez desaparecida la religión? En ese mismo territorio se mueve la anguila política. El político tiene también el destino eclesiástico de asegurar la paz y la justicia. Desdichadamente (y en eso se parece cada día más al artista) su función apaciguadora, su función curativa y confesora, es cada día menos convincente.

    En los últimos meses ha habido una verdadera avalancha de latrocinios cometidos por políticos o por familiares de políticos o por gente que se supone que respeta la política como acción dirigida a moralizar y ordenar a la sociedad. Ética y razón son las dos piernas del político profesional, pero en estos meses se las ha amputado él mismo, se ha dado un inmenso hachazo. Nuestros políticos se agitan ahora como anguilas porque han perdido las piernas. Son troncos balbuceantes que abren y cierran la boca a la manera de los peces que se asfixian por falta de oxígeno en un charco de barro.

    Y sin embargo no había razón para creer en ellos, tenerles confianza o esperar una medicación contra el desasosiego y la ruina. Son empleados de una empresa gigantesca cuyos beneficios se obtienen mediante una ajustada sustracción de los bienes estatales. Los partidos políticos españoles viven de robar el dinero de sus votantes y eso ha sido siempre así. Podríamos dulcificarlo y decir que es lo que les pagamos en negro para que funcionen como partidos, aunque sea un simulacro. Ahora bien, si queremos partidos, en todo caso debemos sobreponernos y seguir adelante como si trabajaran para nosotros.

    Recuerdo una conversación con Duran Farrell, el difunto empresario que trajo el gas a España, en la que me decía escandalizado el dinero que le estaba exigiendo el partido político entonces en el poder. Esa fue la primera vez que oí la expresión "impuesto revolucionario" fuera del contexto de ETA. De esto hace más de veinte años y el gobierno era socialista. Oso decirlo porque venía conmigo otra persona (gran tipo, por otra parte) que lo puede confirmar. Siempre ha sido así, siempre han robado o siempre les hemos pagado en negro, si lo prefieren. A todos ellos. Desde el principio.

    El escándalo sólo se levanta cuando el personaje religioso aparece públicamente como alguien demasiado parecido a nosotros, un pobre pecador. El párroco que se beneficia a la sobrina, el obispo que ayuda a los pederastas, la monja que comercia con recién nacidos, el canónigo que vende la virgen antigua o se queda el dinero de los pobres, todos ellos son pecadores como nosotros. El creyente entonces ve vacilar su fe y a poco que se le caliente el espíritu acabará siendo un ateo furioso y tiempo más tarde, cuando las circunstancias lo favorezcan, quemará iglesias y fusilará al clero.

    El ateísmo, en política, es la desafección y puede conducir a un régimen totalitario con suma facilidad. Españoles e italianos hemos tenido los dos regímenes fascistas más tranquilos y populares de Europa. No somos muy distintos de los italianos, sólo bastante más ignorantes. Ellos se las arreglan mejor con sus ladrones y con sus asesinos, son más inteligentes, son más cultos. Recuerden que fueron los servicios secretos italianos, infiltrados en Ordine Nuovo, los responsables de la matanza de Bolonia en 1980. Y que algunos cuerpos de seguridad organizaban atentados para distraer a los medios de comunicación del contrabando de petróleo que habían montado ellos mismos. Cada vez que entraba en puerto un carguero patibulario, asesinaban a alguien de portada.

¡Aún nos queda mucho que aprender!

 

Artículo publicado en Jot Down.

 

***

 

La revista la Voz del Beatriz del IES Beatriz Galindo ha publicado una entrevista a Félix de Azúa realizada por Louis Malthet López-Ballesteros, aquí el link al texto.

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26 de febrero de 2013
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Primera alabanza del año

Abrumado, como todo quisque, por la miseria de la vida oficial, procuro escapar de la oscuridad como puedo. Que el Dos Mil Trece nos permita recobrar una luminosidad que a pesar del empeño de las fuerzas oscuras sigue iluminando más allá del velo de tinieblas, ese fue mi deseo de fin de año.
Hoy la miseria era un nuevo latrocinio de nuestros representantes, tan gigantesco como los anteriores e igualmente cínico. Oponiéndole resistencia he recordado una cantata de Bach, la BWV 39, que comienza diciendo: "Comparte tu pan con aquellos que tienen hambre". Una buena ocasión para oírla de nuevo.
En tiempos de Bach no podían darse latrocinios como los nuestros simplemente porque la posesión era cosa de unos pocos. Muy pocos. Y en general de uno, del señor que a veces era un guerrero y otras un obispo, o ambas cosas a la vez. Sin embargo en aquellos tiempos la podredumbre moral estaba mejor construida, tenía otra calidad. Al malvado se le despreciaba y temía, pero nadie lo ponía como modelo. Y, sobre todo, el malvado era una rareza, un condenado en vida. Los nuestros son gente de primera portada de revista, gente estupenda.
La coral de Bach continúa diciendo "Lleva a los pobres a tu casa, viste a quienes vayan desnudos, y no te escondas de tu propia carne". Este final es inquietante, und entzeuch dich nicht von deinem Fleisch. ¿Qué nos dice el poeta? ¿Qué aceptemos nuestro cuerpo como constatación de que somos mortales? ¿Qué ese cuerpo nuestro es igual al de quienes van desnudos temblando en el invierno? ¿Nos está diciendo que la riqueza no ha de servir para esconder nuestra debilidad, nuestra fragilidad? "Una hoja somos, en otoño, colgada de la rama", decía Ungaretti, y por mucho que nos escondamos un poco de viento nos derribará.
Pero si tratamos a nuestro prójimo con generosidad, si lo consideramos nuestro igual, entonces, dice la coral: "Tu luz brillará como la aurora, la curación no tardará en llegar, la justicia te precederá y la Gloria del Señor será tu recompensa". La luminosidad de los justos que hoy nos parece una leyenda es, sin embargo, indudable y muchos la hemos visto en momentos decisivos cuando la bondad de un acto ajeno nos ha deslumbrado.
No es preciso ser creyente, no es necesario atarse a ninguna promesa para oír estas palabras de Bach con perfecta seriedad. Es cierto que todo conspira en contra, pero si nos esforzamos por considerar a los demás como simples mortales, tan frágiles como nosotros, es posible que divisemos cierta luminosidad en alguno de ellos.
Se trata de cambiar el primer pensamiento que nos asalta frente al malvado ("¡Querría verte muerto!"), por el segundo ("¡Pero si sólo va a durar un puñado de inviernos...!"). Y desviar la mirada del siniestro para dirigirla hacia el justo. ¿Qué no se le ve? Alguno ha de haber.
Y si no, siempre nos quedarán los niños.

Artículo publicado en Jot Down

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7 de febrero de 2013
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El final de una madre

Si bien todos coincidimos en que Colm Tóibín es uno de los mejores escritores vivos, solo quienes lean su último libro se percatarán de que, además, es un soberbio poeta. O dramaturgo, porque este reciente monólogo de María, la madre de Jesús de Nazaret, está pensado para ser representado en un teatro. Me refiero, claro está, a The Testament of Mary, recién aparecido inglés y posiblemente ya en trance de traducción al español. No sé si los traductores optarán por traducir testament por Testamento a la manera bíblica (como en Antiguo Testamento), o por Evangelio, que es el sentido más cabal: el Evangelio de María, o según María.

El monólogo de la madre del sacrificado es muy sorprendente. Como es lógico, María no podía ser cristiana, pero su rechazo de las instituciones judías, del poder rabínico, pero también de los seguidores de su hijo, la empujan hasta "el otro Templo" de modo que, con el escaso dinero que le queda, compra una estatuilla de Artemis que le sostiene el ánimo. Una María pagana es algo digno de consideración, aunque es cierto que estaba viviendo sus últimos años en Éfeso, vigilada y mantenida por unos pocos discípulos de su hijo, cuyo fanatismo la exaspera. Ella sabe que alguno de los discípulos está escribiendo mentiras sobre lo que sucedió en Jerusalén y que la odian porque ella sabe la verdad, razón por la cual procede a contarnos lo que realmente sucedió.

Lo más conmovedor es que María vive atormentada por la última escena que vivió con su hijo y que nadie excepto ella va a contar. Aun cuando los signos del amor entre ambos son indudables, María expone su desconcierto ante el cambio repentino del hijo, cuando se convierte en predicador público, factor de milagros o hechicero que resucita a Lázaro (una de las figuras más escalofriantes del relato), sin que ella entienda absolutamente nada de lo que está proponiendo. Esta incomprensión llega hasta su raíz cuando, en la última disputa con sus protectores (o secuestradores), María pregunta por la razón de tan espantoso sacrificio. "Ha sido para salvar al mundo y para darnos la vida eterna", responden los discípulos. "¿A todo el mundo?", pregunta la anciana. "Sí, a todo el mundo", responden. "No merecía la pena", concluye María.

Esta incomprensión radical está ligada al espanto con el que hubo de asistir a la crucifixión de su hijo, a la atmósfera siniestra y amenazante que soportó en el Gólgota, y al terror que acabó por hacerla huir del escenario. Contra lo que luego contarán los evangelistas, contra la imaginería cristiana posterior, María no recogió en su regazo el cuerpo del hijo muerto. No lavó el cadáver, como repite una y otra vez, obsesionada por su traición, sino que escapó antes de que Jesús entregara su espíritu.

Tóibín muestra una emocionante comprensión de la culpabilidad de María. Entiende que es una pobre mujer, ignorante y dolorida, a la que ha sucedido algo desmesurado, pero la desmesura no consiste en que su hijo resucite muertos o transforme el agua en vino, sino en que muriera sin el auxilio de su madre.

Esta es la tragedia de María: ella se ve a sí misma como una madre que ha abandonado a su hijo cuando más la necesitaba. Por eso en un momento de desesperación grita: "¡Si el agua puede volverse vino y los muertos regresar a la vida, entonces yo quiero que el tiempo retroceda!". No sabemos a quién se lo está pidiendo, ¿a su hijo, a Artemis?, pero exige un milagro que le permita reparar la traición, la cobardía, y acoger en sus brazos al hijo muerto.

Tóibín cree en la posibilidad de que este fabuloso monólogo se ponga en escena a pesar de su duración. ¿Aguantaría un espectador actual las tres o cuatro horas que puede llegar a durar, con un solo personaje en escena? Tengo entendido que su primera opción era Vanessa Redgrave, pero que la actriz hubo de rechazarlo porque se veía incapaz de memorizar un texto tan extenso. Finalmente será Fiona Shaw quien estrenará la pieza en Broadway esta primavera. También sé que hay una opción en castellano. Ojalá podamos asistir a un drama que, entre otras virtudes, sobresale por su audacia, algo realmente infrecuente en lo que llevamos de siglo.

Yo querría ver ese final. Antes de que los focos se apaguen, María nos confía que está dirigiendo sus palabras "a las sombras de los dioses" y que lo hace sonriendo, smiling as I say them. Ella, que está rogando a los dioses que el mundo retroceda para poder reparar su traición, lo hace sonriendo, como una suplicante de Sófocles. La madre del Salvador transformada en heroína griega. Me parece una de las escenas más difíciles de la historia del teatro. Ojalá podamos aplaudirla.

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21 de enero de 2013
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Un hijo de Tubal Caín

En cierta ocasión, de haraganeo por Ribadesella, entré en las fascinantes cuevas de Tito Bustillo, uno de los lugares más misteriosos de Europa. A lo largo del recorrido permitido, que viene a ser como de un kilómetro, las gigantescas estalactitas forman un bosque pétreo cuyas sombras producen efectos siniestros y fantasmales. En una de ellas nuestro guía señaló unas muescas del fuste.

Aunque nadie sabe absolutamente nada sobre la vida y costumbres de nuestros abuelos hace decenas de miles de años, algunos elementos nos permiten deducir ciertas prácticas arcaicas. En este caso, es probable que los trogloditas usaran unos instrumentos de percusión, seguramente de madera, para producir algunos sonidos golpeando la columna calcárea rítmicamente. Uno los imagina graves y prolongados, como de una gigantesca campana, recorriendo la totalidad de la enorme cueva y provocando el pasmo de la horda establecida en la entrada, único lugar donde se han encontrado restos de habitación. Esa debía de ser una de las formas, entre miles, de la perpetua indagación de los mortales sobre su situación en el cosmos.

Desde el inicio de nuestro recorrido como simios erectos, los humanos hemos buscado algún modo de dar sentido a lo que percibíamos y nos rodeaba. Lo he dicho a la manera moderna para que se advierta la diferencia. Lo que hacían los antiguos no era "dar sentido" (¡como si pudiéramos dar sentido a algo!), era más bien preguntar directamente a las fuerzas externas con el fin de obtener una respuesta familiar o por lo menos no destructiva. No buscaban nada, no investigaban, no experimentaban. Todo eso es moderno. Dirigían sus preguntas al exterior, al mundo, al firmamento, a los animales y plantas, a los meteoros, a los dioses y ensayaban diversas formas de preguntar: halagar, regalar, complacer, augurar abriendo animales en canal o leyendo los reflejos del agua y el vuelo de las grullas, ordenando los circuitos astrales... y escuchando atentamente los sonidos y tratando de dominarlos. De entre todas las formas de apelar a los poderes desconocidos, la de los sonidos era la principal.

Por esta razón una obra monumental como el "Diccionario de música, mitología, magia y religión", mil ochocientas páginas que ha escrito Ramón Andrés él solito y publicado la editorial más prestigiosa del momento, Acantilado, tiene una extraordinaria coherencia. Es cierto, la música, la magia, los mitos y la religión fueron juntos prácticamente hasta el siglo XVIII. ¡Todo varió de dirección a finales de ese siglo, como si la humanidad decidiera (o fuera decidida a) elegir un nuevo camino a ciegas! Es un fenómeno del que aún no tenemos ni una sola idea consistente.

Ramón Andrés es un sabio que ha publicado trabajos imprescindibles para cualquier aficionado a la música seria, pero en este descomunal diccionario ha reunido y concentrado todo su inagotable saber. Una sabiduría, por otra parte, determinada por el oído. En una ocasión, viajaba yo con él, camino de Pamplona, y al pasar por unos campos trigueros que empezaban a verdear detuvo la marcha y se acercó al sembrado. Vi que se acuclillaba y prestaba atención. Estaba escuchando cómo crecía la yerba. Ya imagino la sonrisa escéptica del lector, pero qué le vamos a hacer, él oye más que nosotros. "Este año mocea bastante más aguda que el año pasado", me dijo con una vocecilla apagada, cenicienta, que apenas utiliza porque es todo oídos, antes de volver a poner el coche en marcha.

Naturalmente el diccionario es para ser leído a trozos y por entradas. Yo me abalancé sobre "Melancolía" (estaba entonces trabajando sobre pintura melancólica) y devoré veinte páginas magistrales. La estrecha relación entre la música y la melancolía, hija del padre Saturno, es del dominio común, pero Andrés sabe cosas que muy poca gente conoce. Por eso, dejarse llevar por la voluptuosidad de las entradas, "Abedul" (magnífica), "Treno" (sí, viene Stravinsky), "Herrero" (los del flamenco saben perfectamente cómo suena un yunque), pero también, ¿por qué no?, "Jentyenirti" o "Lemminkaïnen", procura el mismo placer que una de esas schubertiadas en las que no sabes si la próxima canción será de risa o de llanto.

Meterse en esta aventura una vez al día es una buena gimnasia para el intelecto, pero también un manantial de sugerencias para la fiesta: "¡Cielos, voy a escuchar de inmediato el "Kulervo" de Sibelius!", se dice uno tras leer la última entrada mencionada. He aquí una ocasión de oro para regresar al más celebrado incesto de los hiperbóreos.

No me ha parecido que los diarios de nuestro bendito país le hayan dedicado el lugar que merece a esta magna obra de toda una vida, así que me adelanto a decirles que es un perfecto regalo de navidad, siempre que el regalado sea persona de morro fino. Y que no grite al hablar.

 

Artículo publicado en Jot Down.

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28 de diciembre de 2012
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Viejos amigos de los jóvenes

Hace ya bastantes años caí yo en una reunión de conocidos, convocada por alguien que estrenaba casa. Era una mansión extravagante, levantada en el interior de un patio de manzana próximo a la Plaza de Cataluña. Una ilegalidad sonrojante, pero del siglo XIX, cuando el desarrollo del Ensanche barcelonés facilitó toda suerte de negocios sucios muy bien explicados por Mendoza en La ciudad de los prodigios. El dueño de la mansión mostraba ufano sus salones y un cine entero que había instalado en la parte superior, lo que algún día fueron buhardillas. Entre los presentes había viejos amigos de la época antifranquista, convertidos ahora en promotores inmobiliarios, consejeros de la Generalitat, agentes de publicidad, diputados, concejales, o simples profesionales, pero casi todos giraban alrededor del ayuntamiento de Barcelona como abejorros en torno a una flor suculenta. Eran los tiempos del triunfo absoluto de los socialistas catalanes, justo después de los Juegos Olímpicos. Como en tiempos de François Guizot, al oír el grito de Enrichissez-vous! lanzado por Felipe González (¿o fue Solchaga?), aquellos antiguos revolucionarios habían seguido mostrando una férrea obediencia a la autoridad.

Fui a dar a una mesa con gente de mi promoción universitaria a la que conocía más íntimamente porque aún no hacía muchos años que todos pasábamos el verano en tres o cuatro pueblos de la costa, recorridos incansablemente de fiesta en fiesta con el 600 de algún colega. Comenzaban a prosperar los negocios y promociones brutales de los Pujol&Co que iban a lanzar la montaña, el románico y la butifarra como alternativa nacionalista a los corruptos izquierdistas de playa, discípulos de Coderch y monocultistas de la gamba de Palamós, pero aún no eran mayoría.

 Salió a colación la reciente costumbre de los adolescentes que se reunían a emborracharse por centenares (ahora son miles), práctica que parece ya adoptada como "bien cultural autonómico" con el nombre de botellón en las diversas comunidades y regiones, pero que entonces sólo despuntaba. Se me ocurrió decir que una política francesa, comunista de cierto prestigio y casada con un célebre escritor, tras visitar la ciudad con mucha curiosidad se había quedado perlática al ver los botellones de Madrid y Barcelona. "Están ustedes elevando la peor juventud de Europa", dijo con un claro galicismo. Se alzaron aquella noche muchas voces para tacharla de reaccionaria, de francesa reprimida, de menopáusica, de estar casada con el mayor imbécil que había luchado con el Che y otras grandezas. El más furioso era un señor delgadito de aspecto insignificante que aullaba sobre los derechos de la juventud a "pasárselo bien" y a rechazar a sus padres, todos ellos reaccionarios y franquistas.

Luego supe que era el marido de una concejala de la parte más elegante del partido, que controlaba los bares clandestinos de la zona baja. Gracias a él las discotecas atronaban sin que nadie pudiera hacer nada contra ellas. Se había enriquecido alquilando con hombres de paja gigantescos alpendres del extrarradio que abrían para macrofiestas sin permiso municipal ni el menor sistema de seguridad. Fue entonces cuando por primera vez me percaté de la enorme cantidad de dinero que las hienas de la noche iban a recaudar en estrecha relación con las mafias locales. Luego he ido viendo que esa gigantesca escupidera de oro se sostiene sobre tres patas: las mafias que trafican con alcohol y drogas (suelen, además, adjudicarse la "seguridad"), los así llamados empresarios de la noche (dueños de locales que en su mayor parte no son suyos) y la conexión municipal. Si falla una de estas tres patas, el negocio no funciona. Se necesitan entre sí como líquenes parasitarios.

No estoy diciendo que la muerte de cinco pobres muchachas hace una semana sea debida a las tres patas antes mencionadas ni a la rampante criminalidad madrileña, pero que las tres patas andaban metidas en el negocio de las dieciséis mil criaturas encerradas en aquella ratonera, no puede dudarse. Equipos de seguridad que no actúan o que se van a tomar un café cuando se produce la avalancha. Un segundo cuerpo de seguridad (igualmente pagado a alguien por alguien) que sólo se ocupa del exterior, pero que en realidad no se ocupa de nada. Venta de entradas sin control alguno. Edificio municipal sin las menores garantías de evacuación. Inspectores inexistentes. Médicos zarzueleros que vienen a salir a uno por cada ocho mil personas. En fin, el conjunto de chapuzas que acabó con la vida de esas cinco muchachas habría sido imposible si alguien hubiese creído que podía tener alguna responsabilidad. Pero no. Todos eran irresponsables, sea porque estaban protegidos, sea porque les importaba una higa, ya que sabían que no iba a pasarles nada. Y lo cierto es que seguramente no les pasará nada. Los jóvenes tienen derecho a divertirse y los mayores a ganar dinero chupándoles la sangre. Luego dejan el cadáver tirado en una cuneta.

Muchas veces, cuando cruzas la ciudad y observas los grupos, nutridos y jaraneros, de borrachos vociferantes, los portales convertidos en urinarios, las peleas y vomitorios que en algún momento llegarán hasta los informativos de la tele, pero sólo como ilustración de lo bien que se lo pasan los chavales, uno se pregunta cuánto dinero debe de estar haciendo alguien para quien la vida de las gentes (las que arman bulla y las que no pueden dormir) es como la vida de las gallinas para el granjero. Un inconveniente con el que hay que contar. A veces se mueren, y no es bueno para el negocio, pero tampoco nos vamos a arruinar cuidándolas, ¿verdad? Dos bombillas y a vivir.

Quizás algún día, cuando vuelva a existir el periodismo, a alguien se le ocurra seguir la senda (por otra parte facilísima de trazar) que lleva del mafioso al munícipe y de éste al "emprendedor". Porque los tres se necesitan, los tres se protegen, los tres se encubren, tienen el mismo despacho de abogados y sólo alguien externo puede señalarlos cuando pasean por la calle. De los tres, el que más repugnancia produce es el topo introducido en el ayuntamiento. No tiene que hacer absolutamente nada. Sólo controlar los papeles: que entren los que han de entrar, que no salgan los que no han de salir. Y vigilar el matasellos cubierto de telarañas junto a los dos mil expedientes amontonados.

Me pregunto cuánto dinero, qué cantidad exacta, habrán dejado como beneficio estas cinco vidas. Y a quién corresponde cada parte.

 

 

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17 de diciembre de 2012
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Unamuno, el vencido invicto

Entre los muchos que proporciona, uno de los mayores placeres de la literatura es el de convertir en literatura a los autores de la literatura. Todos sus lectores hemos imaginado a Garcilaso atacando una fortaleza espada en mano o a Berceo bebiendo un vaso de vino en compañía de otros errabundos con los que coincidía en la posada. Es una tentación irresistible. Seguramente si los estudios literarios severos, en especial los estructuralistas y analíticos, no han alcanzado la difusión de los viejos tratados filológicos de Auerbach, Menéndez Pidal o Spitzer es por esa amputación de la mitad del placer. La obra de arte sin autor, gran fantasía francesa del siglo pasado, es teóricamente irreprochable y debe ser defendida en la Universidad, pero es también inaceptable para un lector educado.

Los autores reclaman ser imaginados junto a sus criaturas, es una de las razones por las que escriben. Y un modo agradable de imaginarlos es el de leer sus biografías, algunas más literarias que las obras del biografiado. Pocos leen hoy a Frederick Rolfe (con razón), pero su biografía, The quest for Corvo, de A.J.A. Symons, sigue siendo una de las más perfectas obras literarias del siglo XX. He aquí un escritor que casi puede decirse que sobrevive gracias a su biógrafo.

Rolfe era un ser odioso, un mal bicho a quien todos detestaban y su biógrafo no pudo evitar la repugnancia. O quizás fuera mejor decir que solo pudo evitarla mediante los recursos del arte narrativo. Otros escritores, por el contrario, no pueden ser odiados de ninguna manera. Antonio Machado es el caso supremo. Si usted encuentra a alguien que diga odiar a Machado, apártese de él a toda prisa. Lávese luego entero en cuanto pueda. Es muy probable que pertenezca a alguna de las sectas satánicas más peligrosas después de la de Charles Manson.

Finalmente hay autores que piden ser alternativamente odiados y amados. Y ese es el caso que ahora nos ocupa, el de Unamuno y la biografía, a mi entender soberbia, que ha escrito sobre él Jon Juaristi. Soberbia biografía porque Unamuno, sin dejar la escena en ningún momento, a veces es solo un trasunto que le permite a Juaristi hablar sobre las guerras carlistas, la renovación de la panadería en Bilbao, el periodismo caciquil, el puente colgante, la invención del folclore vasco, la mujer de Sabino Arana, en fin sobre todas aquellas cosas que hacen de una biografía una pieza literaria de gran enjundia.

Y como debe ser, Juaristi a veces ama a Unamuno y a veces le odia. El lector agradece esa ducha escocesa, porque le sucede exactamente lo mismo cada vez que se pone a leer a Unamuno, que suele ser a menudo. Así, por ejemplo, el lector agradece que Juaristi no disimule la conducta canallesca de Unamuno con Valentín Hernández, el editor de La Lucha de Clases que fue a la cárcel en su lugar. O sus grotescos ofrecimientos a los militares sublevados durante el año 1936. Unamuno tenía momentos odiosos porque era un hombre dotado de un enorme Ego, un Yo colosal que muchas veces ocupaba demasiado espacio, como decía Ortega cuando esperaba visita del vasco y había alguien en el despacho: “Salga usted ahora mismo, que viene Unamuno con su Yo, y no vamos a caber”.

El Yo es una entidad peligrosa, entre otras cosas porque no contiene nada y debe ser ocupado de inmediato por alguna identidad (nacional, deportiva, religiosa, sexual, da lo mismo) a la que obedecer. Quien desee un planteamiento filosófico riguroso del problema, lea a Carlos Piera y su espléndido La moral del testigo (Machado). Unamuno, por tanto, llenaba constantemente su Yo con lo primero que le cayera en gracia identitaria. A veces era el vasco preterdiluviano, a veces el labriego intrahistórico, o bien el socialismo, aunque también el fascismo, qué le vamos a hacer. Por fortuna, la mayor parte de las veces no era la política lo que llenaba su identidad, sino los paisajes, los tipos, el crucificado, la diversidad de la convivencia, el campo, los campesinos, la literatura, don Quijote, la muerte, en fin todo lo inactual. Y entonces no hay más remedio que amarlo. 

Juaristi, con una de las mejores prosas que se escriben hoy en España, repasa todos los aspectos de Unamuno, los amables y los odiosos, aunque predominan ampliamente, como era de esperar, los amables. Don Miguel ha dejado miles y miles de páginas (aún sin editar seriamente, a pesar de los esfuerzos magníficos de la Biblioteca Castro) que no son solo el mejor retrato de nuestra vida terrestre y anímica, sino que son nuestra exacta definición. He aquí, en este hombre tan poseído por su Yo, cómo se fue haciendo sitio un Yo trascendente que acabó por abarcarnos a todos sus lectores. Sus terribles días finales, cercado por las hienas de Millán Astray, salvado del linchamiento por gente a la que despreciaba, horrorizado de lo que había dicho sobre los generales y la República, fueron un ejercicio agónico de despellejamiento en el que acabó por perder lo que le quedaba de Yo. Vio abrirse el abismo bajo sus pies y aquel temor y aquel temblor de que había hablado tanto y tan bien en sus ensayos, de repente era ya todo lo que le quedaba, temor y temblor. Es muy posible que entonces se abandonara al sosiego de no ser nadie y acabara sus días en paz. 

 

Adelanto del libro Miguel de Unamuno de Jon Juaristi

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10 de diciembre de 2012
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Un empujoncito y ya está

Quise resistirme, pero cuando supe que había muerto Santiago Carrillo se me hundieron las fuerzas y determiné que, en efecto, tenía que escribirle a Artur Mas, el estadista. No es que Carrillo me inspirara simpatía. Ese hombre, en plena juventud tuvo a su mando la carnicería principal del Madrid republicano y es cosa sabida que en aquel establecimiento todos los días desollaban carneros, conejos y bueyes condecorados. No debió de ser persona como para fiarle los niños a pasear por el Retiro, pero luego por lo menos remedió su vida y se convirtió en un chaquetero de lujo. Pasó de ser una amenaza mundial a un tipo pintoresco.

Aquellos personajes de los años treinta eran abominables y sin embargo no se les puede negar grandeza. Gracias al empeño que pusieron en defender sus ideas acabaron acopiando tal cantidad de cadáveres que uno supone aquellas ideas del tamaño de las de Platón. Luego lees un poco sobre Stalin o sobre Mussolini y te preguntas a qué precio salieron semejantes ideas de higienista húngaro. ¿Diez millones de muertos por idea? En fin, había grandeza.

Todavía hoy cuando hablas con algunos cráneos privilegiados te aseguran que están dispuestos a subvertir el orden mundial aunque sea al precio de sacrificar seis o siete generaciones. Como aquellos personajes de La vida de Brian, nuestros revolucionarios no se conforman con nada por debajo de la abolición del Imperio Romano. Admirables y orondos caballeros, los jefes de las masas aseguran a micrófono abierto que hay que acabar con el capitalismo y luego les entusiasma un chiflado de pueblo que va levantándose mercados con carretillas de aluminio. Sería heroico si no lo hubiera escrito ya Valle Inclán. No obstante, hay grandeza en esas ideas: la libertad de los humanos, la justicia universal.

Por lo menos estos Grandes Líderes están dispuestos a sacrificar a seis o siete generaciones para ver ejecutadas sus ideas. Quieren una revolución como es debido, que deje en la miseria a nuestros hijos, nietos, biznietos, a los hijos de los biznietos y a los nietos de los biznietos. Y luego, que luzca la Idea, si queda alguien. Por ejemplo, el estado proletario, el comunismo, la raza aria, incluso el socialismo. Una grandeza en la destrucción es a lo que pueden aspirar los Grandes Líderes incapaces de construir ni siquiera un instituto de enseñanza media.

¡Ah, pero ese no es el caso de Artur Mas, el estadista! Este hombre no está dispuesto a sacrificar más de una generación. Una, como mucho. Y lo que es aún más grave, está persuadido de que sus hijos ya estarán en Inglaterra cuando se realice la Idea. Eso, diría yo, es una mezquindad.

Bien es cierto que la antigua política, la que buscaba la justicia, la libertad, la liberación de los esclavos, la emancipación de las colonias, sabía calcular y calculaba. Se sentaban en torno a una mesa los Grandes Líderes y calculaban. Una guerra civil un millón de muertos, guerrillas incontroladas cien mil muertos, grupos paramilitares veinte mil muertos, milicias del pueblo diez mil muertos, la banda de la porra cinco mil muertos. Y así iban sumando y al final decidían si aquello daba juego o no.

La política actual no tiene aquella dimensión de cuando existía la grandeza. No se trata de liberar al proletariado, de emancipar a los esclavos, de edificar una sociedad basada en la justicia. No. Se trata de abrir estado en Cataluña, como ha sucedido últimamente en Eslovaquia o Montenegro, por poner un ejemplo. Yo creo que el mundo entero se estremeció de dicha al saber que existía una nación llamada Montenegro y adivino que el mundo entero volverá a estremecerse de felicidad cuando sepa que Cataluña es otra nación, aunque nadie lo sospechara. Son asuntos que conmueven el corazón de cualquier humano, que le hacen soñar en luchas en plan Mandela.

Ciertamente es algo un poco más mezquino que la revolución socialista o el fin del apartheid, pero los tiempos son mezquinos y los partidos socialistas están para el desguace. Con un poco de suerte a Cataluña le seguirá la Padania y el mundo entero estallará en un delirio incontenible. ¡Existe la Padania!, exclamarán. ¡La dignidad humana se ha salvado! Estos son los asuntos que interesan a los ciudadanos con estudios o conciencia: Cataluña, la Padania, los Sudetes, el sol rojo de nuestros corazones, la heroicidad, la grandeza.

Por eso me parece que debemos protestar e indignarnos e incluso acudir por decenas a la Plaza de Cataluña a manifestar nuestra ira porque Artur Mas solo sacrifica a una generación y ni siquiera la suya. Él sabe perfectamente, tal y como lo está planteando, que en diez años esa lucha heroica ha hecho agua. Para que la Idea triunfe necesitaremos, pongo por caso, algo más que el terror pequeñito que ha instalado en Cataluña. Arcadi Espada publica una encuesta en su blog sobre lo que opinan algunas grandezas catalanas sobre la independencia. Pues bien, no opinan nada. Parecen intelectuales checoeslovacos un mes antes de los tanques. Alguno llega a decir que solo contestará delante de sus abogados.

Está bien ese terror pequeñito, lo has hecho bien, Artur Mas, y en Cataluña nadie osa abrir la boca ni siquiera para decir que está de acuerdo contigo. Para decir algo semejante hay que montarse en un autobús que te pasa a recoger por Arenys y te lleva al Paseo de Gracia en donde están las cámaras y un señor de Omnium Cultural con los bocadillos. Pero esto es insuficiente: ahora hace falta un terror grande, un terror que no amenace solo a una generación sino que reviente la vida de seis o siete generaciones. Con esa finalidad, no estaría mal que comenzaras a estudiar a los vascos, que llevan ya sus cuatro o cinco generaciones hechas polvo y aún no se han decidido.

Eso sí, es imprescindible que sigas mintiendo como cuando dices "Cataluña, nuevo estado de Europa", sabiendo que es una estafa para gente que solo lee prensa del movimiento, porque ya han dicho en Bruselas que tendrás que ponerte a la cola e intercambiar tabaco y bebidas con Kosovo. Por eso has de seguir afirmando que te vas de España, para ocultar que de donde te vas, de verdad, es de Europa. Aunque lo más probable es que con esas mentiras no puedas embaucar a más de una generación de ilusos. La siguiente generación, que estará pagando en la nueva moneda (¿el virolai?), se reirá de ti por no haber mentido lo suficiente.

Recuerda que ruina y nacionalismo son las dos fuerzas que dieron el triunfo al totalitarismo en Europa y que solo por ese camino puedes avanzar. Ya has convencido a media población de que su ruina es culpa de los españoles, o sea, de los andaluces, de los gallegos, de los murcianos, y así sucesivamente, todos ellos ladrones. Ahora debes ascender un escalón. Si lees un poco verás que los Grandes Estadistas llega un momento en que tienen que emprender la Gran Marcha, el incendio del Reichstadt, la Marcha sobre Roma, la Noche de los Cristales Rotos, cosas semejantes, pasos decisivos. Solo entonces pasarás de una generación a seis o siete.

Piénsalo, Artur Mas, vuestra Idea se basa en dos pilares: la mentira y la subvención. Eso os hace inestables. Necesitáis un tercer pilar. Ese tercer pilar, el que los vascos no se han atrevido a poner en pie de momento, lo vas a tener que poner tú y pasarás a la historia como el hombre que sacrificó seis generaciones para que Cataluña pudiera salir de Europa. Se lo debes al mundo, se lo debes a la humanidad. Todos los pobres, explotados, aplastados por la injusticia y la tortura, todos los votantes socialistas, por ejemplo, están esperando ese signo en los cielos. Que no te tiemble la mano.

(Artículo publicado en Jot Down)

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29 de octubre de 2012
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Después de la caída

Ya se cumplió el vaticinio y el PSOE se vino abajo en Galicia y en el País Vasco. Ciertamente es un desastre regional que parece pequeño tras el fracaso de las generales, pero solo es el anticipo de las catalanas. En poco más de un año el centro-izquierda español puede haber sido liquidado por completo. Quizá ya haya pasado el tiempo de las admoniciones y estemos en el de echar una mano. Este país es peligroso, pero lo sería mucho más sin el PSOE.

En primer lugar, los dirigentes del partido han de ser lúcidos sobre sus errores. Han de averiguar (o decidir) si la desafección se produce, sobre todo, por su incomprensible deriva nacionalista. La habitual alianza con toda clase de partidos patrióticos ha acabado por desconcertar al elector. Si alguien vota socialista, ¿qué está eligiendo? ¿A los que legalizaron Bildu? ¿A los casi independentistas catalanes, como el conjunto Maragall? ¿O a los sindicalistas andaluces? Este primer punto debe esclarecerse de inmediato, teniendo presente que el socorrido "federalismo" no se lo cree nadie. Es más, no se lo creen ni quienes se dicen federalistas porque no han sido capaces de aclarar a qué federalismo se refieren, en qué consiste y por qué iba a servir para algo.

Sobre este punto, el antiguo votante socialista cree recordar que el partido fue, algún día, un partido español y constitucional. Y que tenía perfectamente claro que el nacionalismo solo puede ser una ideología reaccionaria: es sentimental e irracional, pone al territorio por encima de los ciudadanos, se basa en la pedagogía del odio, oculta tras la bandera la despiadada explotación de la oligarquía así como las corrupciones de los oligarcas, es totalitaria, es excluyente, practica la mentira sistemática y roza los comportamientos fascistoides.

Frente a estas obviedades, los socialistas se han visto atemorizados por un pretendido "nacionalismo español" que no merece la pena ni comentar. Ese supuesto nacionalismo es el que permite que partidos secesionistas controlen las regiones periféricas, sumerjan en la lengua nacional a la población y multen a quienes escriben en castellano. Un nacionalismo un tanto particular, el español. Por desgracia, es justamente la acomplejada dejación de los socialistas lo que puede propiciar que el nacionalismo español, el de verdad, el que se parece al de Otegui y al de Mas, el de Blas Piñar, se levante de su tumba.

Una vez solventada esta cuestión, deberán emprender una segunda investigación. Una gran mayoría de la población cree que son los partidos socialistas los que arruinan las cuentas del Estado por su desaforado clientelismo. Sin llegar a la siniestra etapa de Zapatero, los lugares en donde aún mandan los socialistas, como Andalucía, son semilleros de funcionarios, de empresas paraestatales o semiestatales, de subvenciones opacas, de ayudas nepóticas, de consejeros, ayudantes, comisionados y una infinidad de empleos subalternos que no tienen la menor utilidad, pero gracias a los cuales viven miles de afiliados al partido y sus familiares. Si a eso se añade el general cabreo por los escandalosos privilegios de la clase política, la animadversión hacia los socialistas, principales protectores de los privilegios, se hace colosal. Quien arguya que eso también lo practica el PP está hundiendo la dignidad de la izquierda.

La tercera discusión tiene que ver con el momento de extrema miseria económica del país. Una considerable cantidad de votantes cree inadmisible que los socialistas animen constantemente a los sindicatos, a las asociaciones y a cualquier grupo o grupúsculo de indignados o aficionados, a tomar la calle y paralizar la vida ciudadana. Más bien al contrario, solo un pacto de Estado del PSOE con el PP podría hacer menos dolorosa la sangría. En todas las encuestas, incluso en aquellas que el propio partido socialista encarga, se sitúa en uno de los primeros lugares la exigencia de un gran pacto de Estado entre los dos partidos. No hay la menor indicación de que ese pacto haya sido imposible debido al rechazo del PP, como suelen aducir en el PSOE. El constante acoso a los ciudadanos (esta semana hay en Madrid convocadas 80 manifestaciones, ¡80!, además de la huelga de transportes) se percibe siempre, justa o injustamente, como una cacería propiciada por el partido socialista, como si este buscara la identificación con Grecia en las fotografías de la prensa anglosajona.

Por último (y es casi imposible que algo así suceda), debe cambiar la cúpula dirigente. Buena parte de ella viene de la nefasta etapa de Zapatero y no tiene ya la menor credibilidad. Su actual dirigente, Rubalcaba, es un hombre eficaz en tareas subterráneas, ocultas, comisariales, pero carece del menor atractivo político y no se le conoce una sola idea. Esta increíble acefalia cubre el conjunto socialista hasta extremos desatinados. Un alto responsable del partido en Cataluña me decía que su actual dirigente, Pere Navarro, ha logrado convertir a Montilla en un Churchill. Por no hablar de la señora Chacón, esfinge sin secreto. Por mera prudencia, el PSOE debería ir preparando un desembarco en Cataluña con sus propias siglas.

El párrafo anterior puede parecer cruel, pero hay que tener en cuenta que estamos hablando de una cadena de fracasos, de una pérdida enorme de poder, de una catástrofe general y de un posible cataclismo que deje a este país sin alternativa de centro-izquierda. Todo ello propiciado por quienes en la actualidad ocupan los sillones principales del partido como si no hubiera pasado nada. En cualquier país europeo, tras cada una de las derrotas, unos cuantos responsables habrían regresado a sus hogares a gozar de las prebendas que se han concedido a sí mismos los profesionales de la política española. Teniendo en cuenta la que se avecina en las provincias vascas y en Cataluña, más vale que en el PSOE haya gente con un poco de seso para enfrentarse a la fiera tradicionalista.

La ausencia de ideas es paralela con un discurso basado obsesivamente en la crítica del partido gobernante. Está muy bien criticar al Gobierno y esa es la tarea de la oposición, siempre que se tenga alguna alternativa. Acusar a Rajoy de todos los recortes, olvidando que los comenzó Zapatero y por mandato de Bruselas, es deshonesto. Si hay alternativa a la política económica ordenada por Merkel, debe ser expuesta públicamente con claridad. Si no se hace, entonces toda la crítica de la oposición parece una pataleta de colegiales.

Comprendo que es extremadamente difícil inventar un discurso alternativo al de la guerra fría, que sigue siendo el relato dominante en un partido anquilosado y con escasas fuentes de información. Tan es así que muchos antiguos votantes desearían el regreso de Felipe González. Si la ideología no ha cambiado, ¿por qué no volver al origen? Por fortuna, González no está loco y jamás reaparecería en la corrala de la política española.

De manera que son las nuevas generaciones socialistas las que deben imponer su criterio. Si este es el de una radicalización que les aproxime a los comunistas, bienvenida sea. Y si por un milagro se plantean una política menos ideológica y más pragmática, menos reaccionaria y más técnica, una política que tenga menos que ver con la imagen y más con la realidad, a lo mejor es posible volver a votarles algún día.

 

Artículo publicado en El País.

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25 de octubre de 2012
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Un tiempo para resistir y otro para recordar

Todos los recién nacidos crecen en un mundo que se acaba de crear para ellos, un abigarrado paraíso sin serpiente. En cuanto tienen un mínimo uso de razón descubren cosas, asuntos y personas que son tan nuevos como ellos mismos, descubren reflejos en los muros, figuras que se parecen como dos gotas de agua, secuencias de efectos, el día y la noche. El mundo es siempre un mundo de estreno para los recién llegados.

Cuando descubren que hay tal cosa como un pasado, que el mundo no ha sido siempre así sino que el mundo varía, cambia y se transforma, ya es demasiado tarde. En cuanto el adulto se percata de que hubo, años atrás, un tiempo pasado, inevitablemente le parece haber perdido algo porque descubrir el pasado es comenzar a ver el presente como un envejecimiento del mundo anterior. Aunque parezca paradójico, desde el punto de vista del adulto el hoy es más viejo que el ayer. De pronto el presente deja de ser fresco y vigoroso porque tiene ya los caracteres de lo que viene de muy atrás. No es que "cualquiera tiempo pasado fue mejor", como escribía con tanta melancolía Jorge Manrique, es que en cuanto concebimos un mundo en tiempo pasado ya hemos cubierto de ceniza el tiempo presente, le hemos marcado arrugas y cicatrices.

Este proceso es fatal e incontrovertible. Vivir es ir produciendo pasado y sin él la vida sería imposible porque carecería de sentido, nos volveríamos locos. Es más, sólo los locos pueden vivir en el puro ahora. Gracias a la invención del pasado logramos hacer llevadero el dolor y la decadencia del presente de un modo continuado que comienza mucho más temprano de lo que parece. En compensación, el gozo, el deleite, la fruición suspenden el presente y el pasado, los reúnen en un instante único sin sucesión. El placer nos saca de nuestras casillas y nos permite vivir fuera del tiempo, de modo que al placer más democrático lo llaman "la pequeña muerte". También el extremo dolor nos saca de quicio: el torturado vive en un instante que no tiene pasado ni futuro y se sostiene sobre una tensión mortal.

     Los niños actuales ven a sus padres pasear por la casa hablando solos con un adminículo pegado a la oreja. Les ven por la noche sentados frente a un emisor de imágenes coloreadas. Oyen voces sin cuerpo y cuando se fijan comprenden que están saliendo de una cajita metálica con botones. Las calles son ríos tempestuosos de hierro y gases. Los alimentos, incluida el agua, llegan envasados y por lo tanto nunca más serán substancias. Para ellos una parte considerable de la experiencia se enciende y se apaga a voluntad con un gesto de la mano. Cuando descubran que todo eso fue en el pasado, será porque su mundo presente no tiene misterio. Habrá comenzado otro ciclo de costumbres y técnicas y las pasadas se habrán cubierto con un velo poético, como para nosotros las palomas mensajeras o el telégrafo.

Edmund Gosse recuerda que, en su infancia, lo más codiciado era la pastilla de acuarela color carmesí con la que su padre, biólogo marino que estudiaba e ilustraba los moluscos de Cornualles, adornaba sus acuarelas. Aquel carmesí estaba hecho de cochinillas parasitarias machacadas, como las que en la actualidad aún se cultivan en Lanzarote, y era tremendamente caro. Si el niño se portaba muy bien, su padre le dejaba dar una diminuta pincelada de carmesí en la lámina sobre la que trabajaba. Esto lo escribe Edmund Gosse en una biografía inmortal, cuando ya podía comprar carmesí a un precio normal en las tiendas de suministros para bellas artes de Bloomsbury.

     Estamos condenados a amar lo que ya ha sido, lo que fue, simplemente porque ya no es. Todo lo que ya no es tiene el carácter fijo, inalterable, profundo e inquietante de las obras de arte, porque las obras de arte, hasta hace pocas décadas, eran puro pasado cristalizado. Yo he visto llegar las barcas de pesca, al atardecer, a la playa de Vilasar, cargadas hasta la borda. Una vez encalladas en la rompiente, los marineros las empujaban arenas arriba sobre largas vigas engrasadas. Nunca podré arrancarme de la memoria el crepúsculo marino, los peces vivos saltando sobre las cestas de anea, los pescadores descalzos empujando las embarcaciones y cantando rítmicamente para ir todos a una. Esa escena no volverá a existir nunca jamás. Es la imagen detenida de un mundo que entonces era nuevo para quien lo vio y ahora es tan lejano que parece no haber existido jamás, como un paisaje de Poussin.

     Pero mi padre no acudía al desembarco de los pescadores porque para él carecía de novedad. Por el contrario, recordaba, y así nos lo contaba, cuando de niño se bañaba en esas mismas aguas y los peces que ahora había que ir a buscar en alta mar los tenía él al alcance de la mano en unas aguas transparentes habitadas por miles de seres plateados que ni siquiera huían del bañista. Nosotros (decía), los niños nuevos, ya no habíamos conocido el mar prístino y salvaje de cuando él era niño. Cada generación ha conocido un mundo más puro que el de la siguiente generación. Y sin embargo el mundo es siempre igualmente puro para el recién nacido, porque la pureza del mundo es el recuerdo.

     Bien puede darse que una época sea objetiva o razonablemente nefasta. Da lo mismo. En cuanto se convierta en pasado se esfumarán los ácidos corrosivos, la maldad intrínseca de cada instante, y se adonizará. Así oía yo hablar a mis tíos y abuelos sobre la guerra civil. Un tiempo espantoso, años de muerte e insoportable necedad. Sin embargo, ellos recordaban aquellos días en el frente, con el frío gélido, el horizonte estepario y el rancho escaso, como años magníficos de su vida y se diría que estaban dispuestos a regresar. Incluso las mujeres que se habían quedado en la ciudad y luchaban todos los días por la supervivencia, recordaban entre carcajadas el conejo criado en el balcón que luego nadie quería sacrificar a pesar del hambre. El tiempo pasado sólo conserva su maldad para quienes lo cultivan en el presente y lo quieren mantener vivo y maligno. Los mercaderes de la venganza, por ejemplo.

     Y no es imprescindible ser un niño. Yo he paseado por el Museo del Louvre cuando ya era adulto y aquellos tesoros comenzaban a llamar mi atención, completamente solo y oyendo el crujir de los tablones de madera del suelo como una música fantasmal. Y recuerdo deambular por aquellos museos vacíos, silenciosos, cargados de una vida poderosa, en los que cien miradas te escrutaban desde los muros, como los arqueólogos deben de recorrer las tumbas recién abiertas en Mesopotamia o Irak. El aire de esos lugares tiene un frío propio, un aroma de líquido encerrado en un pomo durante siglos y que al destaparse te devuelve lo que alguna vez respiraron los más antiguos, su aire, su aliento resucitado.

     En un casi desconocido Hemingway recién publicado en España ("Sobre París", Elba), el muy joven escritor muestra su faceta de artista a los veintitrés años, porque ya es capaz de recordar un lugar en el cual sólo el pasado tiene la belleza de lo inalterable, a pesar de haber vivido allí la destrucción y la muerte. Fue en Schio, durante la Primera Guerra, "uno de los lugares más hermosos de la tierra". La pequeña aldea del Trentino, apoyada en los Alpes, formaba parte de su experiencia del dolor y la desesperación, pero no por eso dejaba de ser "un lugar maravilloso para ir a vivir cuando terminara la guerra". Hemingway era demasiado artista como para no construir adecuadamente el recuerdo, de manera que regresó una vez concluidos los combates para encararse con el presente. Lo encontró todo reconstruido o a medio reconstruir.

     "Una ciudad reconstruida es mucho más triste que una ciudad devastada", escribe entonces, en el presente, cuando es ya forzoso que el pasado cristalice en una imagen bella e imborrable. "Un pueblo arrasado en tiempos de guerra siempre (tiene) dignidad, como si hubiera muerto por una buena causa (...) De todo ello ahora sólo quedaba una nueva y fea futilidad". La tremenda injusticia de este juicio, desconsiderado hasta la crueldad con quienes precisan una nueva morada después de haberlo perdido todo, es la prueba perfecta de que para mantener un pasado es imprescindible cubrir de ceniza el presente. Y la memoria, la potencia creativa de la memoria, es por completo amoral y egoísta.

     La construcción del pasado es una construcción del deseo y el deseo es egoísmo puro. Todo lo que para nosotros es significativo de nuestra infancia y juventud no es sino una proyección de los deseos que no pueden cumplirse en el presente, en la madurez o en la vejez. Como fruto del deseo, en efecto, "cualquiera tiempo pasado fue mejor", y es imposible no creerlo así, porque entonces nos quedaríamos sin deseos, los cuales suele decirse que tienden al futuro cuando es todo lo contrario, siempre tienen la forma del pasado. Es importante, sin embargo, ser consciente de que ese pasado deseado en forma de futuro, es una ficción, es un poema, es un arte que conmueve nuestros más escondidos apetitos.

     Ahora que la turbulencia del tiempo ha tomado la forma metafísica del dinero en su estado más abstracto, me pregunto cómo será cuando se convierta en el pasado de alguien. Así, por ejemplo, ¿cómo recuerdan los homosexuales aquel tiempo en que parecía que iban a morir exterminados por el SIDA? Algunas novelas, como la magnífica "The Hours", ya han comenzado a convertir en un pasado luminoso el tiempo de aquella muerte universal y monstruosa. Incluso aquel tiempo horrible puede comenzar a verse ahora como un pasado en el que tanto sufrimiento hizo posible el heroísmo, la entrega, la amistad absoluta, el rescate de tanta humillación, el manantial de una nueva dignidad. En aquel tiempo el destino había tomado la forma de una plaga asesina, ahora tiene la forma de la ruina. ¿Cómo lo verán aquellos que sean hoy tan jóvenes como para no percatarse de que ésta es una materia privilegiada para el recuerdo? Los años de la ruina llegará un día en que sean aquellos en los que algunos vivieron lo mejor de sus existencias.

     Tiendo a creer que también entonces, dentro de veinte años, los que ahora son jóvenes recordarán los años de la ruina como aquellos que les obligaron a tomar decisiones, a emigrar, a descubrir otros países menos agónicos que el nuestro, los que les dieron la oportunidad de empuñar su vida con audacia y decidir por sí mismos en lugar de obedecer consignas, los que dieron nacimiento a tantas ideas e iniciativas que se pusieron en marcha gracias a la penuria, los que acabaron con la sumisión a las burocracias, las ideologías arcaicas y el gregarismo.

     Eso será dentro de veinte años, cuando ya sea una forma de pasado. Mientras tanto, mientras sea un presente sin pasado, tiene la forma de la negación misma de la vida. Se trata, como siempre, de resistir hasta que podamos exponer esta penuria en la peana del recuerdo y transformarlo en deseo, por extraño que ahora nos parezca. Entonces nos habremos salvado, aunque muchos estaremos criando malvas.

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23 de agosto de 2012
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