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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Contra cualquier novedad

Una amiga me ha pedido que escriba un juicio sobre la filosofía, para mediar en la actual disputa sobre la reforma educativa que ni es reforma ni es educativa. Absolutamente convencido de que es el ejercicio más ineficaz al que pueda uno ponerse, emprendo el dichoso juicio.
Empecemos por el principio fundamental, la filosofía es la disciplina intelectual más importante de cuantas se puedan ejercer con un poco de cabeza. Su segunda fundamental característica es que no sirve para nada.
Que es más importante que las matemáticas, la física, la química, la medicina o la ingeniería, significa que importa más que ellas, es decir, que su interés es más alto, está más arriba, como mirando desde una cierta y angustiosa altura en la que el panorama da vértigo. Ninguna de las ciencias severas y humanas podría ser lo que es si previamente no hubiera sido marcada por la filosofía. Es la filosofía la que pone marco a cada ciencia. El objeto de las ciencias es un desconcertante espacio que sólo la filosofía puede delimitar. ¿Cuál es el objeto de la física, de qué se ocupa? ¿De qué hablamos cuando hablamos de "física"? Al físico esta pregunta le importa una higa, y así ha de ser, pero sin responder a ella su ciencia se trivializa y se convierte en mera técnica.
Como dijo el último filósofo, las ciencias no piensan, no tienen por qué pensar, les basta con describir. Lo que piensan es lo interno a su descripción o experimentación, su metodología, por ejemplo, pero el científico no tiene por qué situar sus experimentos y averiguaciones en el orden del pensamiento conceptual. La ciencia fue pensamiento hasta no hace mucho. Todavía Hegel llamaba a su tratado de lógica "La Ciencia de la lógica". Hoy esto ya no es posible. A pesar de que la filosofía es el pensamiento más elevado y el que mayor horizonte domina y por lo tanto el que puede englobar un mayor número de preguntas y enlaces entre respuestas, de hecho ha sido sustituida por la historia de la filosofía.
Aún así, la historia de la filosofía es sin duda la experiencia más dura y exigente a que puede someterse el intelecto, incluso en nuestros días, si se estudia seriamente. En esa experiencia (que dura toda una vida) pueden irse integrando las ciencias, cuando es necesario. Más de un filósofo conozco que ha acabado por dedicar años a la matemática de René Thom o a la física cuántica, precisamente como territorios menores y más accesibles dentro del inmenso campo de la filosofía.
La segunda parte tampoco tiene duda. La filosofía no sirve para nada porque, junto con la religión y el arte (ambos en trance de acabamiento), era el tercer pilar de nuestro entendimiento del mundo. Durante trescientos siglos nos habíamos explicado nuestra extraña condición como los únicos seres vivos conscientes en un universo infinito e inanimado, mediante esas tres admiraciones: la religión nos permitía inventar seres superiores a los que quizás algún día alcanzaríamos. Con las artes representábamos el mundo, sus animales, sus plantas, el firmamento, sus habitantes humanos, como una perfección posible. La filosofía nos permitía luego poner la religión y el arte en su sitio, como discursos de la espontaneidad inmediata y de la bella ingenuidad, pero sin destruirlas, sólo prescindiendo de ellas como quien suspende la credibilidad.
Todo esto ya no es necesario porque hemos entrado en una etapa del mundo enteramente distinta. No precisamos ya de explicaciones globales. Es más, no queremos teorías globales sobre los humanos y su desconcertante aparición en el universo. Sólo entretenimientos locales. No es que haya desaparecido el horror de la insignificancia (de hecho, la nada se ha convertido en el fundamento del universo, como expone el célebre libro de Lawrence Krauss), la aniquilación, la estupidez y el dolor, sino todo lo contrario: están tan presentes en nuestra vida que preferimos escondernos en el cuarto de juegos, encender la pantalla y agitar una banderita.
Aquel que se dedica seriamente a la filosofía (sobre todo fuera de la Universidad) es alguien que, posiblemente asqueado por la programación, ha abandonado el cuarto de los juguetes y avanza a tientas por los oscuros pasillos de lo que ya no es su casa. Este desahuciado es el único que a lo mejor se entera de algo. Pero no volverá para contarlo.

 

(Publicado en Jot Down)
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26 de septiembre de 2013
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Apoteosis de un famoso pícaro

No debía de ser fácil, en la Sevilla de 1547, venir considerado como descendiente de un judío que ha abrazado el cristianismo con la intención de sobrevivir o medrar en sociedad. Los conversos, los célebres criptojudíos del barroco español, fueron en buena medida los artífices de nuestra mejor cultura. Debieron formar una élite consciente de su valía y quizás con razón se consideraban superiores a los cabestros que mandaban entonces y que les hacían la vida imposible. Es, en todo caso, asunto muy disputado. Sus defensores, el histórico Américo Castro y el actual Juan Goytisolo, tienen sus contradictores, pero los argumentos a favor de un numeroso grupo de intelectuales y escritores de ascendencia judía son sólidos.

Tal era la condición de uno de los más grandes escritores españoles, Mateo Alemán, y no el mejor conocido. Hijo de un cirujano de la Cárcel Real de Sevilla (oficio en sí mismo frecuente entre los judíos), se discute sobre quiénes fueron sus antepasados, pero la extraordinaria edición de Luis Gómez Canseco no duda ni un segundo: Mateo vendría de aquella estirpe cuyo más famoso ancestro fue un "Alemán Pocasangre, el de los muchos fijos Alemanes", según lo documenta un escrito de los conversos sevillanos que protestaban contra los abusos de la Inquisición. El abuelo Pocasangre fue quemado en la hoguera en 1497 por tan santa institución.

A pesar de las hogueras antropófagas, aquellos muchos hijos siguieron generando Alemanes hasta que en 1547 naciera Mateo. Su vida, azarosa, a veces incomprensible, en buena medida desconocida, le daría para entrar dos veces en la cárcel por deudas, en 1580 y 1601, casar con Catalina Espinosa como pago de otra deuda (aunque en esta ocasión contraída por su madre), presentar un estremecedor informe sobre la situación de los forzados en las minas de Almadén que no le facilitó las cosas (las minas eran propiedad de la Corona y de los Fugger), y escribir la más grande novela de la literatura española anterior al Quijote. Y es que, por si cupiera alguna duda, fue Cervantes quien leyó y se inspiró en el Guzmán de Alfarache y no al revés. 

Su densa y agobiada vida, siempre encerrada en el laberinto de las deudas, le empujó finalmente a pedir permiso para emigrar a México. Asunto peliagudo porque aquellos permisos los entregaba según le venía en gana un Pedro de Ledesma, secretario del Consejo de Indias, y como suele ser hábito en España entre las sabandijas de despacho, cobraba y no poco. Mateo Alemán hubo de legarle una casa de su propiedad que tenía en Madrid y los derechos de la segunda parte del Guzmán de Alfarache. Hoy no se imagina uno a un novelista pagando un soborno fiscal con los derechos de autor, pero aquella era una época más elegante. Mateo logró salir de España en 1608 para no volver jamás.

¿Qué fue de él hasta su muerte, documentada en 1614? Poco se sabe. Escribió otra pieza fundamental, una Ortografía castellana de mucho interés por lo moderna y que le valió la acusación de erasmista, el elogio de su benefactor mexicano el arzobispo García Guerra con una muy bella oración fúnebre, la historia de san Ignacio de Loyola, alguna pieza más, y seguramente murió y está enterrado en México en algún lugar incierto. En Chalco, según el criterio de Enrique Miralles, otro de sus editores.

Algunos testigos de la época escribieron que no logró escapar al laberinto de las deudas porque su entierro se pagó con dinero de la caridad pública. Es conmovedor, sobre todo cuando uno mira el estupendo retrato grabado por Pedro Perret en 1599, un cobre en el que nuestro autor se muestra noble y digno, a la romana, con imponente gola y sosteniendo un libro de Tácito. Su rostro es tan verídico que uno cree conocerle, pobre pretendido caballero. Parece escapado de un Greco, pero también de un Consejo de Ministros. Apena imaginarlo tratando con tanto ahínco de ennoblecer su ascendencia. Dos blasones fantasiosos esquinan el retrato.

La grandeza de la novela (o del Guzmán, como siempre se la ha conocido) no puede emprenderse en este corto espacio, aunque quizás baste con decir, como antes apunté, que influyó en Cervantes, si bien este amplió soberanamente la peripecia del pícaro y su ir y venir de desdicha en desdicha hasta convertirlo en el molde de la novela moderna. Desde su aparición, el libro del pícaro Guzmán tuvo un rotundo éxito internacional. Fue traducido a todas las lenguas cultas europeas y un poeta como Ben Jonson lo juzgó como "this Spanish Proteus".

 Pues bien, hete aquí que a comienzos del año en curso se editó la que no puede sino calificarse como modelo de erudición, cuidado y elegancia, la de Luis Gómez Canseco, en la soberbia colección de clásicos de la Real Academia Española, empresa extraordinaria, en parte financiada por La Caixa, lo que, francamente, tal y como están las cosas en aquella parte del país es muy de agradecer.

Esta es una joya para quienes la literatura tiene sorbido el seso y se debe leer con parsimonia y a lo largo de un año, pero debo advertir que me ha llevado exactamente nueve meses conseguirla. Si yo, pobre de mí, un obseso de los libros, he tardado ese tiempo en tocar con mis manos un ejemplar (1.160 páginas de finísimo tacto) gracias a una gran dama amiga mía que lo consiguió no sin esfuerzo, imagínense un lector cualquiera que simplemente quiera leer uno de los más grandes clásicos de la literatura española y monumento de la literatura europea.

¿Y por qué es tan difícil comprar los libros de esta colección? Pues porque el negocio de librería ya no es lo que era; y como todo el mundo puede suponer, un volumen de semejante envergadura con un título que apenas dice nada a quien no sea buen lector de literatura española, dura como mucho una semana en exposición y luego se devuelve. Seguramente el distribuidor solo pudo colocar tres o cuatro ejemplares en las grandes librerías, y eso con suerte.

Ahora bien, quien desee tener la colección sin pérdida ni retraso, volumen a volumen, puede apuntarse miembro del Círculo de Lectores, en cuyas listas figura toda la serie a medida que se va editando. Cumplida la obligación con los miembros del Círculo, Galaxia Gutenberg distribuye a los libreros otra cantidad de ejemplares. Por esta razón, o lo pillas según se expone o ya será muy difícil hacerte con él.

¿Podría mejorarse este punto? Creo que merecería la pena. No hay en la actualidad otra colección de clásicos que se la pueda comparar, excepto quizás la Biblioteca Castro, que edita muy bellos libros, pero sin aparato crítico. La colección de la Real Academia es, hoy por hoy, obligada en toda biblioteca educada. Siendo así que tenemos un Gobierno que detesta la cultura y trata de arruinarla, siempre lo podemos combatir comprando estos libros monumentales.

 

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16 de septiembre de 2013
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Nunca profetices en tu tierra

Este juicio apodíctico de que nadie puede anunciar el futuro de su propio país, no sé hasta qué punto sea cierto para todos los países, pero sí que lo es para el nuestro. Me fui a un París lluvioso y gris, al congreso organizado por la Sorbona Paris-3 y la Diderot Paris-7 sobre Juan Benet. Nunca se ha celebrado nada semejante en las universidades españolas. No abunda el interés por quien sin duda es el más importante escritor de la posguerra. Está bien, uno de los más importantes.

    Casi veinte especialistas franceses, suecos, italianos, rumanos, rusos y naturalmente españoles, se dedicaron durante dos días a comentar al poco accesible escritor, justamente porque siendo oscuro y denso se agradece el escrutinio. El congreso se cerró en el Instituto Cervantes con una sesión de memoranza por parte de amigos suyos, los cuales fueron amonestados por hablar de lo mucho que se bebía en aquellos años. Así estamos de salud.

    Tampoco la prensa española ha dado noticia alguna del asunto, aunque el Colegio de Ingenieros le había dedicado, días antes, un homenaje. Bien está. Nada le habría divertido tanto a Juan Benet como constatar que sigue siendo un desconocido en su patria. Es un calificativo que rejuvenece, la eterna promesa.

    Y sin embargo, los especialistas que allí se reunieron tenían ese aura especial que adquieren quienes se dedican a un autor o artista con cualidades fuera de lo común o heterodoxas. Lo mismo sucede en los congresos dedicados, qué te diré yo, a E.M. Foster, por ejemplo, en los que todo el mundo parece salido de una película de Ivory. En los de Emily Dickinson, en cambio, suele haber mucho zueco. Y si son de Camilo, brillan los alamares y se escucha el entrechocar de las condecoraciones.

    De las numerosas intervenciones me impresionó gratamente la de Alexandra Bazhenova, de la universidad del estado de Moscú (Lomonossov), quizás por el modo en que entramos en su conocimiento. La directora del congreso, la admirable Claude Murcia, nos iba presentando uno a uno a los participantes. De pronto apareció una deslumbrante muchacha ataviada con un hermoso traje regional: larga falda floreada, corpiño de fruncidos, banda cabecera con guirnalda de flores, zapatos de raso verde, posible jarretera a tono. Fascinados por la visión, nos dirigimos a ella respetuosamente y le preguntamos de qué región rusa era su bello traje folklórico. "¡Oh, no, no, de ninguna! Es todo invención mía, ¿no les gusta?". Casi nos tiramos al suelo para manifestar lo muchísimo que nos gustaba. Luego Molina Foix dio con la solución: "Somos unos obtusos, es evidente que este es el traje folklórico de Región".

    Para los no iniciados, es preciso aclarar que Región es el lugar mítico de las novelas de Benet. Su Yoknapataupha, su Macondo.

    Haciendo honor a tan noble inicio, la rusa ojizarca dio una lección sobre el Vals K, la enigmática pieza para piano (de una tristeza devastadora) que actúa de presencia subterránea en Un Viaje de invierno de Benet, quizás su novela más desolada. La breve composición de Schubert es una leyenda. Posiblemente fue regalo de bodas para su amigo Kupelwieser, cuya familia es la que guardaba bajo llave el manuscrito, hoy desaparecido. El caso es que sólo se conoce gracias a una copia que Richard Strauss transcribió en 1943. De algún modo, el anciano maestro llegó a oír el vals y a guardarlo en la memoria. Por supuesto nadie puede saber cuáles fueron los añadidos y correcciones del austriaco, aunque Alexandra puso de manifiesto lo poco schubertiana que era buena parte de la escritura para el acompañamiento de la mano izquierda.

    Una vez terminada la exposición, Alexandra abrió su portátil, reclinó la cabeza sobre una mano y dio a un botón. Las lentas y conmovedoras notas del vals iniciaron la despedida. Me pareció ver a Benet, disimulado entre las últimas filas, dando su aprobación con leves cabezadas, muy suyas.

 

Artículo publicado en Jot Down.

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8 de julio de 2013
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Vuelta a empezar

Cuando recibí el libro me asaltó un vértigo helador: han pasado ya dos años, pensé. Dos años tan inasibles y silenciosos como si fueran en realidad fantasmas de año. Así que decidí tomar, a la manera de Andrés Trapiello, una escrupulosa nota del tiempo fugitivo antes de que se evapore. Con este fin, una vez leído el libro, le di una cita en el Hispano a su autor. Voy a imitarle de un modo rudimentario.

En este volumen, titulado Miseria y compañía, vivimos con él sus habituales rutinas y sorpresas, descubrimientos y disgustos, olmos mojados de lluvia y secos alcornoques. Hay, sin embargo, una diferencia de peso, un viaje por Italia que ocupa un espacio o quizás un tiempo formidable, cosa infrecuente. Como sabemos que a pesar de todo estamos leyendo una novela, sospechamos que tras la apabullante felicidad del viaje va a caer una desdicha. Es una treta típica de muchos directores de cine que anuncian la llegada del drama mediante la lluvia. Si empieza a llover a cántaros sin venir a cuento, es que la chica va a descubrir el cadáver de su novio, o la van a secuestrar, o su marido se ha suicidado. Así es, en efecto, tras el viaje a Italia el protagonista de Trapiello, o sea el propio Trapiello, sufre un doloroso percance que no desvelo.

No hay, sin embargo, equilibrio entre la mucha felicidad del viaje y el soportable dolor del accidente. Por eso le he dado cita, para comentar tal detalle de la novela, o del río de novelas, van 18, que solo concluirán con la muerte de Trapiello, Dios le conceda conocer a las novias de sus bisnietos. Quizás deberíamos empezar a pensar a quién le dejará en herencia la conclusión del volumen sobre el que esté trabajando en la hora fatal. "Aquella tarde, con afilada cuchilla la Parca etcétera".

Llega Trapiello al Hispano, lugar sereno que invita a conversaciones de boisserie, pedimos unos cafés o refrescos, y se lo suelto de un trabucazo. Lo estaba esperando. Es lo que me gusta de los escritores de raza, que son como los buenos mecánicos, tú les dices que hay un ruidito inquietante, un chis chas al arrancar, y sin mirar el motor te dice el mecánico: eso es de la juntaculata.

Lo sé, afirma Trapiello, hay una desproporción entre una cosa y la otra, entre la felicidad avasalladora de la familia visitando villas palladianas por el Brenta y la desgracia que luego me retiene inválido durante meses, pero es que mi ambición es describir los momentos de gozo, de placer, con la misma intensidad que los de dolor y desdicha. La maldad y la desgracia siempre son atractivas, su contrario no tiene cartel. "Todas las familias felices son iguales", como recordarás. Muy pocos se atreven a combatir el monopolio de la maldad, a dar espacio a la jovialidad y al lado luminoso de sus vidas.

Nos liamos luego a recordar escritores que hayan permitido que la felicidad contamine sus páginas. Todos los que se nos ocurren usan el mismo recurso que Trapiello, si hay varias páginas de felicidad ofuscante agárrate porque viene el infortunio supremo, como en Scott Fitzgerald. O bien, si aparece el momento venturoso ha de ser porque ya ha desaparecido, se ha esfumado en la nada para no volver, que es la gracia de Esplendor en la hierba, pero el recuerdo de la dicha generalmente se debe a que estamos en plena desdicha.

Este es un asunto peliagudo. Podríamos incluso asegurar que los antiguos no vivían esta escisión. La Iliada solo relata tajos, decapitaciones, aplastamientos, heridas y matanzas, pero es un libro inmensamente gozoso. Lo mismo podría decirse de los trovadores que cantan a la guerra en el Medievo provenzal. Y a pesar de todos los horrores de las tragedias de Shakespeare hay en ellas un indudable frenesí vital contagioso. ¿Qué nos ha sucedido para que resulte tan difícil darle interés literario a la dicha, al júbilo, al furor de vivir? ¿Por qué es tan aburrida para los modernos la afirmación y el homenaje? Todavía Diderot y Lawrence Sterne podían expresar con toda naturalidad y gran belleza el puro gozo sin sombra de horror que lo compense.

Nos quedamos durante un rato cabizbajos y contrariados. Me arrepentí de haber llevado el tema a un encuentro de media tarde, sin copas, en una atmósfera silenciosa, de velatorio. Ambos, repentinamente, dimos con una solución transitoria, esto es, una nueva cita para seguir royendo el asunto, pero esta vez de noche y con copas. Llega el verano, hay terrazas, los cielos se cubren de estrellas, los vodkas con tónica sudan un forro de perlas resbaladizas, pasea la gente cogida del brazo.

He aquí que, tras el momento sombrío, volvía a aparecer la célebre promesa de felicidad, que es como se suele definir a la obra de arte. La burda imitación de Trapiello podía concluir.

 

Artículo publicado en Jot Down.

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11 de junio de 2013
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La madre de la literatura

Hablamos como podemos y sobre todo como nos enseñan en casa, si acaso tenemos casa. El aprendizaje suele ser suelto y zoológico, pura imitación. Otra cosa es lo que escribimos. La lengua de la literatura apenas tiene relación con la lengua que se habla, es el resultado de una técnica esforzada y compleja, así que no parece raro que vaya desapareciendo, sustituida por una prosa que se arrastra por la tierra como las lombrices, pero con menos gracia. Escribir literariamente es una tarea extenuante y hermosa. Los literatos actuales tienden, razonablemente, a una escritura masificada.

    Suele decirse que la moderna literatura europea nace a finales del renacimiento y su impulso decisivo es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas. Adaptar el gran estilo bíblico a una expresión comprensible en lengua llana fue una tarea monumental. Ahora que por fin se está traduciendo al castellano la versión de los Setenta, la célebre Septuaginta de Alejandría, podemos dedicar diez minutos a pensar en este particular: que en España, a diferencia de Inglaterra, Alemania o algunos lugares de Italia, no hemos tenido un texto bíblico como modelo literario.

    El primero que concibió el alcance inmenso que podía tener una traducción de la Biblia al idioma común y corriente fue, famosamente, Lutero. En 1522 aparece un modo de escribir que rápidamente se convertiría en lo propiamente literario del ámbito germánico. Lutero estuvo atento al habla de la calle e incluso se dice que iba por los mercados anotando expresiones como un profesor Higgins teutón. Lo cierto es que el idioma alemán no existía, sino un sinfín de dialectos muchas veces incomprensibles los unos para los otros. En este sentido puede decirse que Lutero inventa el alemán literario al ingeniar una síntesis de gran belleza. Su influencia sobre Herder, Lessing, Goethe o Nietzsche, proclamada por ellos mismos, llega hasta las jeremiadas bíblicas de Bernhard.

    Lo mismo sucede con la Biblia en tierras inglesas y aún con mayor fuerza. La primera traducción de intensa influencia es la de Tyndale, comenzada, por emulación, a partir de la edición de Lutero. Sólo pudo acabar el Nuevo Testamento y parte del Antiguo, pero sus discípulos la completaron y está en la base de la llamada Biblia de Ginebra editada en 1560. Era la primera en usar el texto hebreo en lugar del griego, pero el lenguaje mismo, el lenguaje literario de la Biblia de Ginebra, contiene un ochenta por ciento de Tyndale según Harold Bloom.

    La Biblia de Ginebra tuvo una gran difusión y es la que leyeron Shakespeare, Milton, Spenser o Donne, pero era de ideología puritana de manera que el rey Jacobo I encargó una nueva versión para uso de la Iglesia de Inglaterra. Es la célebre King James, que se completa en 1611. Esta será la Biblia común de ingleses y americanos, una obra maestra traducida del texto hebreo (el Antiguo Testamento) y del griego (el Nuevo). Escritores como Melville o Faulkner serían inconcebibles de no contar con esta fuente siempre conspicua. Autores de muy distinta musicalidad, como Dickens, Joyce o Jane Austen, son también hijos de tan asombrosa obra de arte literario.

    En España, como es nuestro frecuente destino, eso no fue posible porque la prohibición de leer la Biblia se prolongó hasta el siglo XIX. Y aún podríamos añadir que ni siquiera en el siglo XX es una lectura literaria común, excepto entre los mejores, como Juan Benet y Sánchez Ferlosio, lectores admirados de la Biblia del Oso, nuestra traducción renacentista. El siglo XXI ya no necesitará que nadie la lea. Hemos llegado a otro mundo y no está en éste.

    La historia de la Biblia del Oso y de su autor, Casiodoro de Reina, es una novela fascinante. Sorprende que no haya dado pie a una serie televisiva en los periodos medianamente liberales que hemos tenido en ese ente. Casiodoro de Reina era un monje del monasterio de San Isidoro, próximo al centro urbano de Sevilla, en donde burbujeaba la Reforma luterana con auténtico vigor. En consecuencia, él y otros doce monjes se vieron obligados a huir en 1557 al saber que la Inquisición se estaba interesando seriamente en sus ideas y trabajos. Bien hicieron, porque de los cien que no pudieron escapar cuarenta murieron en la hoguera.

    Se instaló primero en Ginebra, pero la intransigencia calvinista le hastiaba y las ejecuciones le repugnaban. Se exilió, entonces, a Londres donde llegó a ser nombrado pastor con parroquia y pensión. Sin embargo, las relaciones diplomáticas con España habían dado un siniestro poder a los espías de la Inquisición, así que hubo de huir nuevamente en 1563. Su efigie había sido quemada en Sevilla un año antes y su cabeza tenía precio. Buscó entonces refugio en Fráncfort, donde vivía su suegro. El resto de sus días los pasará en constante trasiego entre esta ciudad, Basilea y Estrasburgo.

    La Biblia del Oso, así llamada por la ilustración de portada, un oso en trance de arañar con sus garras un panal, aparece en 1569 y es una de las más bellas y perfectas del conjunto europeo. Tiene la peculiaridad de que, aun siendo obra de un creyente protestante, contiene el entero canon católico. Su nombre es la transcripción icónica del impresor, Samuel Biener (Apiarius), y juega con el oso de Berna y las abejas del apellido. Cipriano de Valera, otro de los monjes que huyó de Sevilla junto a Reina, editó en 1602 una segunda edición con algunas alteraciones y esa es la biblia de los protestantes hispanos así como la de los literatos de arte mayor.

    Al igual que los casos alemán, italiano o inglés, la escritura de Reina es un fabuloso ejemplo de la lengua común castellana de su siglo, empleada con suma elegancia literaria. Si la King James suele compararse con Shakespeare (aparece cuando se estrena The Tempest), Reina puede hacerlo con Cervantes cuyo Quijote data de 1605. Así lo juzga Menéndez Pelayo: "(Casiodoro de Reina es) el escritor a quien debió nuestro idioma igual servicio que el italiano a Diodati". La frase (citada por González Ruiz en su inencontrable edición de 1987) parece un sacacorchos, pero se entiende: Reina inventa el castellano literario de la calle, por así decirlo, como Giovanni Diodati inventó el italiano en su traducción de 1607, obra maestra de la lengua de su país.

    No obstante, la frase de Menéndez Pelayo es extraordinaria porque, habiendo podido ejercer la influencia que las traducciones bíblicas tuvieron en Inglaterra o Alemania, en España esto no fue posible. Muy poca gente leyó la traducción de Reina en nuestro país. Podía costarle la vida. Todavía en 1835, cuando George Borrow recorre España intentando vender biblias protestantes, su vida pende de un hilo. Hay que leer sus aventuras en La Biblia en España (hay una muy notable traducción de Manuel Azaña), para darse cuenta de lo que debió de soportar. Casi hemos de ponernos en Unamuno para divisar la influencia de la Biblia del Oso en algún escritor de altura.

    Pero entonces, si no se produjo un efecto similar al del resto de Europa, una lectura doméstica del texto que originara un estilo literario, ¿cómo explicarse la aparición en España de una literatura en lengua vulgar, pero de gran elevación estilística? Comprendo que cometo una imprudencia al dar mi opinión de un modo tan abrupto, pero tengo para mí que el Quijote de Cervantes, cuya primera parte se edita en 1605 y la segunda en 1615, cumple exactamente con las condiciones exigidas en ese momento de fundación literaria en lenguas vernáculas europeas. Sus trescientas citas de las Sagradas Escrituras confirman un extenso conocimiento del texto bíblico, aunque no se ha podido establecer qué traducción llegó a sus manos.

    Puede sonar como una frivolidad de aficionado, pero ¿no podría ser el Quijote nuestra particular Biblia y de ahí su enorme éxito, no sólo en España sino también en Inglaterra y Alemania? Una Biblia laica, sin subida nobleza, pero mucha sagacidad, sin grandeza quizás, pero con cálida fraternidad, sin heroísmo, pero con esa simpatía que se da en los países pobres hacia los pequeños, los desvalidos, los chiflados. Una Biblia aún más popular que la elegante traducción de Casiodoro de Reina para un público algo más bajo, más vulgar que el lector protestante norteño. Un libro que expresa igual o mayor desengaño que el que pueda leerse en el Eclesiastés, igual o mayor fervor amoroso que en el Cantar de los Cantares. Una Biblia descreída e irónica. Una Biblia para un país sin Biblia.

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27 de mayo de 2013
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Pregón para la Feria del Libro Viejo 2013

En abril de este año leí el pregón de la Feria del libro antiguo y de ocasión. Fue una ceremonia simpática y amistosa de un sector que me ha dado múltiples ocasiones de placer a lo largo de decenas de años. Incluyo el texto como homenaje a estos libreros.

 

***

 

Es una tradición de estos pregones dar un apunte sobre la actividad personal en la rebusca libresca. Pues bien, todavía conservo el que, creo yo, debió de ser el primer libro de mi vida comprado en una librería de ocasión. Es un diccionario francés-español editado por la casa Garnier de París en fecha desconocida, seguramente a finales del XIX. Lo compró mi madre para ayudarme con la asignatura de Lengua Francesa que comenzaba a impartirse en tercero de bachillerato. No sé cómo se denomina ahora el tercero de bachillerato, el caso es que yo tenía doce años y corría el de 1956. Así que este librito y yo llevamos juntos nada menos que cincuenta y siete años. Hace ya muchísimo tiempo que no lo consulto, pero no he podido desprenderme de él. Algunos libros viejos guardan entre sus páginas una parte insoslayable de nuestra vida. En el caso del diccionario, mi juramento de sangre con la literatura francesa.

    Desde aquel año de 1956, las librerías de viejo nunca me han abandonado. He comprado cientos de libros viejos en aquellos inolvidables comercios de la calle Aribau de Barcelona que no habían cambiado desde la construcción misma del Ensanche. En ellos solían despachar caballeros que entonces me parecían ancianos y que no debían de tener ni los cincuenta. Siempre estaban inclinados sobre ejemplares maltrechos, pasando páginas delicadamente, excepto algún que otro caso de sabio chiflado, como aquel señor Castro que llevaba veinte años escribiendo una cosmografía en la que demostraba, mediante la matemática y la geometría (eran sus palabras), que el sol giraba en torno a la tierra. Gastaba el peluquín más barato e inverosímil que he visto en mi vida. Era de cartón y medio pintado.

    Las visitas a librerías de viejo solía yo hacerlas casi siempre en compañía, aunque sé que hay cazadores que sólo actúan en solitario por miedo de que el compañero aviste la pieza antes que él. En mi caso la compañía era importante porque tan satisfactorio era encontrar algo raro, o gracioso o interesante o curioso o portentoso, como comentarlo con el camarada. He tenido siempre en muy alta estima las inacabables conversaciones, disputas y  desencuentros sobre libros. Especialmente sobre los no leídos. Son las mejores.

    Durante años mi compañero de librerías fue Paco Ferrer Lerín, uno de los mejores poetas vivos de la actualidad. Era un caso patológico porque Paco no podía leer más que libros de viejo. No tenía ni un solo libro nuevo. Y no era por ahorrar o porque la pobreza le obligara a ello, sino porque sólo le gustaba un tipo de libro que resultaba inútil buscarlo en librerías normales. Tenía verdadera pasión por Guido da Verona, un discípulo de D'Anunzio aún más absurdo que el maestro. Había sido muy publicado en el primer tercio de siglo en España y no era difícil de encontrar en los montones de libros a una peseta. Sólo leía poesía francesa, inglesa o alemana en traducciones argentinas. Conocía perfectamente el francés y el inglés, pero le emocionaba mucho más la traducción argentina. Entre los clásicos sólo le vi leer las Odas de Ossian, que como todo el mundo sabe, son una falsificación. Ir con Paco de librerías era como ir con André Breton al mercado de las pulgas. Era asistir a un acto creativo. De pronto sacaba de un montón, entusiasmado y sosteniéndolo como un conejo muerto, una "Historia del plátano". Lo compraba sin regatear.

    No vaya a creerse que en aquellas librerías sólo se encontraba lo antiguo y lo saldado. También era uno de los depósitos clandestinos donde podían comprarse libros prohibidos. Es casi imposible convencer a los actuales adolescentes de que entonces estaba prohibido leer, por ejemplo, a Albert Camus. Uno de los principales problemas de la política, tanto la de entonces como la actual, es que resulta de todo punto increíble, no por su maldad, su violencia o su talante represivo, sino por su completa estupidez. La estupidez es una de las potencias humanas más difíciles de explicar.

    Los que teníamos manía galófila, en aquellos años sesenta y setenta comprábamos los libros de Camus, de Sartre o de Gide en las librerías de viejo. Y de vez en cuando, confundidos los libreros por nuestro interés, sacaban de los depósitos más recónditos unos ejemplares deslumbrantes que sólo podíamos comprar ahorrando durante meses, como el disparatado La Rome des Borgia, de Guillaume Apollinaire en la edición de la Bibliothèque des curieux de 1913. Les leo cómo se anuncia la reedición actual: "Protagonistas de este libro son el papa libertino Alejandro, entregado a los placeres mas abyectos en el Vaticano, el asesino y verdugo César Borgia, y la hermosa envenenadora Lucrecia". Irresistible.

    El caso es que puedo confesar y confieso que he sido muy feliz en las librerías de viejo y que he pasado un sinnúmero de horas simplemente hojeando ejemplares y paseando por diez o doce librerías como quien pasea por los pasillos del zoco de Estambul curioseando y manoseando. De modo que en este cambio de era siento una extraña sensación, como si hablara de algo que pertenece a la edad media. Y sin embargo, creo yo que es todo lo contrario. El libro de viejo es el libro del futuro. Trataré de explicarlo muy resumidamente.

    Aun cuando todavía no tiene una clientela mayoritaria, el libro electrónico no hace sino avanzar cada vez más deprisa, como les advertía el poeta Caballero Bonald el año pasado. Sin embargo, me parece que no son los lectores quienes piden a gritos leer en esas pantallas, sino los propios editores quienes tienen urgencia por dar ese paso, del mismo modo que son los directores de diarios los que están haciendo crecer de modo exponencial la consulta por Internet gracias a unos periódicos digitales cada vez más completos y mejor hechos. Aunque se quejen, tengo para mí que les fascina el nuevo soporte y les hace sentir más jóvenes y modernos. Ellos dicen que no tienen más remedio que lanzar la edición digital y que cada día ha de ser mejor porque la competencia es muy grande, etcétera. Lo cierto es que les encanta. Son como esos ciclistas que no pueden resistir la tentación de ponerse un nuevo casco en forma de melón rebanado, no porque sea mejor, sino porque es nuevo.

    Suponiendo que la tendencia crezca (y serán los editores quienes la hagan crecer), en unos cuantos decenios podríamos estar realmente ante la desaparición del libro de papel. El propio Juan Luis Cebrián ha asegurado en público que a los diarios de papel les queda apenas una decena de años de vida. Démosle al libro tres decenas. Cuatro. ¡Qué más da! El horizonte que dibujan los expertos es el mismo: se acabó el soporte papel.

    Si nos ponemos en el escenario de ciencia ficción (cada vez menos ficticio y más científico) de que desaparezca la impresión sobre papel, entonces no cabe la menor duda de que los libros, tal y como los hemos conocido, leído, amado y almacenado, los libros en papel, sólo se podrán comprar en las librerías de viejo.

    De manera que todo aquel que haya acudido a esta Feria y se encuentre en las proximidades de este podio escuchando a un humilde bibliópata, que es como nos llama Trapiello, entérese de algo sensacional: está asistiendo a una Feria con un futuro glorioso y a un negocio puntero. Aquí no se vende el pasado, aquí se está anunciando un futuro que sólo se puede llamar de una manera: el monopolio del libro de papel.

    Felicidades pues a todos los queridos libreros de viejo y celebren con júbilo encontrarse en la punta de lanza del comercio actual, con las mayores expectativas de crecimiento económico.

    Muchas gracias.

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20 de mayo de 2013
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Sobre lo insoportable

Me parece extraordinario que el jefe de un partido europeo con ambiciones de gobierno dijera que él era "un anticapitalista radical". Al principio, cuando me lo comentaron, no podía creerlo. Luego lo comprobé en Internet, aunque no es el mejor lugar para adquirir seguridades. En efecto, al parecer Rubalcaba dijo ser un anticapitalista radical, como Kim Il Sung, pero luego matizó que se refería "al capitalismo especulativo". Y eso acabó de hundirme en el desconcierto porque no creo yo que por el momento haya otro capitalismo que el especulativo. De modo que, o bien Rubalcaba no sabe lo que quiere decir la palabra "capitalismo", o bien pertenece a una etapa arcaica del capitalismo, digamos que a la fisiocracia, y sigue creyendo que la riqueza son las fincas rústicas.

No mucho más tarde hube de constatar nuevamente por Internet otra frase del futuro presidente socialista de España. Esta vez había dicho que para acabar con el dinero negro "habría que prohibir los billetes de 500 euros". Pregunté por aquí y por allá y todo el mundo aseveró que en efecto Rubalcaba había soltado esta frase, aunque nadie, ni siquiera sus más leales partidarios, entendía el sentido. ¿Habría que ir recogiéndolos de uno en uno y casa por casa? ¿O simplemente se anulaban por decreto en el continente? Una vez más, ¿qué cree Rubalcaba que es el dinero? ¿Una "cosa"? ¿Algo que se limpia con detergente y que se pone encima del piano? ¿Algo que se saca a pasear o se guarda en un armario?

Tras esta segunda declaración de Rubalcaba comprendí que, o bien el PSOE está persuadido de que sus posibles votantes son lelos, o bien estamos ya ante la candidatura de un Beppe Grillo a la española, o sea, a lo Paco Martínez Soria, lo cual, sin duda, puede traer mucho rendimiento en las próximas elecciones, pero entonces quizás el PSOE debería presentar a Leire Pajín, que hace mejor de característica. El PSOE cree que va a ganar algún voto entre la juventud soltando bravuconadas de patio de colegio, pero solo consigue ir perdiendo a los que ya llegaron a la edad de la razón.

No obstante, el goteo de chifladuras que vienen teniendo lugar en los últimos meses está a punto de convertirse en una plaga. Todo empezó cuando el presidente de los catalanes, Artur Mas, dijo que convocaba elecciones para conseguir una mayoría aplastante, brutal, terminante, heroica. Algo que permitiera poner a Cataluña en el concierto de las más grandes naciones con equipo de fútbol. Tras comprobar que había perdido un montón de escaños y que los resultados eran un desastre, saludó al público barretina en mano y se felicitó del éxito obtenido por el chiste. Fue como si a partir de ese momento la política española se entregara a la Banda del Empastre.

Con una izquierda perfectamente lobotomizada y una derecha que solo vive para conservar los privilegios de los cientos de miles de parásitos que impiden cualquier acción eficaz de la Administración, especialmente en el terreno de las grandes compañías, quedaba la posibilidad de tirarse al monte, pero tampoco. La extrema izquierda se divide entre los que imitan el modelo argentino y venezolano, lo cual es elegir una ejemplaridad política perfectamente hidrocefálica, y los que defienden el derecho de los alcaldes a robar en supermercados y están dejando Andalucía en los huesos. Elegir entre Verstrynge y el alcalde de Marinaleda no es tarea fácil ni siquiera para la prensa deportiva.

Para mejorar y clarificar esta situación los medios de comunicación han asumido como propias las majaderías de un partido o de otro. Para defenderse, los lectores, si pueden, se refugian en la patafísica, o sea en una señora que se filmó a sí misma en agitada masturbación y fue defendida por las derechas e izquierdas apelando al "derecho a la intimidad". No recuerdo yo que apelaran tanto a ese derecho cuando se difundió otro vídeo, el de un probo director de diario, más imaginativo y menos pornográfico que el de la concejala. Tampoco he observado que apelen al derecho de los votantes a que sus elegidos no sean tan memos como para filmarse a sí mismos haciendo el ridículo.

Sigue siendo entretenido observar cómo unos y otros se llaman constantemente "fascistas" y "nazis", solo para que el insultado aparezca en TV sollozando por los judíos. "¡Ah, qué sacrilegio! ¡Comparar con los genocidas alemanes a unos energúmenos que asaltan viviendas privadas!". La izquierda, siempre tan compasiva con los judíos, mientras no vivan en Israel. O bien, por el otro lado, "¡Ah, qué sacrilegio! ¡Comparar a unos dignos parlamentarios españoles que salen a dos millones de pesetas mensuales, con los criminales y asesinos del común!". Como dice el refrán, "lo cortés no quita lo donoso", de manera que cabe perfectamente que sean lo uno y lo otro todos juntos, pero no por las razones que aducen, sino por la torpeza y sumisión que manifiestan ante sus jefes, que es lo que caracteriza a los partidos totalitarios.

De modo que hemos tocado fondo. Algo lo hacía suponer cuando el Gobierno decidió que entre los recortes imprescindibles estaba también el que deja sin piernas a eso que suele llamarse "cultura" y que es justamente lo que les falta a los políticos en general y lo único que debería cuidarse en este país que, como todo el mundo sabe, ha sido domesticado, pero no civilizado. ¿Qué importancia pueden tener las escuelas, la universidad, los museos, la lectura, el cine, las bibliotecas o la ciencia para una gente que se pasa el día insultando a los del bando contrario y manteniendo bien calentito el sillón? Nuestro presidente lo dejó cegadoramente claro cuando le regaló al Papa actual, el señor Francisco, una camiseta del equipo de fútbol español. Es verdad que también le regaló un facsímil (otro, en el Vaticano ya no caben), pero era para disimular.

 No puede caber mejor confesión de intensidad anímica y comprensión de los misterios de la fe. La altura alcanzada por el Gobierno español en materia espiritual quedó simbolizada con espléndida nobleza en aquella imagen del señor Francisco mirando perplejo la camiseta roja como si fuera un ornitorrinco. No vale ni siquiera la excusa de que el señor Francisco es argentino y ahora la política argentina dicta nuestro comportamiento. No. Ese regalo es lo más colosal que ha recibido papa alguno y recuerda a la estatua de Don Quijote que el rey Juan Carlos entregó a los astronautas norteamericanos para que lo llevaran consigo en el cohete. En este último caso, por fortuna, la idea no era suya.

Ante semejante estado de cosas, posiblemente lo mejor sea aguantar los dos años que quedan para las elecciones mirando vídeos de políticos españoles masturbándose y en las próximas elecciones dar nuestro voto, sea a Rosa Díez, sea a Ciutadans si uno tiene la manía de vivir en Cataluña. No porque vayan a sacarnos de este manicomio, sino para observar si el asunto es congénito y también ellos hacen lo mismo.

La así llamada "crisis económica" ha servido para convencernos de que nuestra clase dirigente no solo es incapaz de resolver problemas monstruosos como el del paro, sino que también es incapaz de resolver un crucigrama un poco grande. Evidentemente, ya estoy oyendo a unos cuantos políticos, muchos de ellos amigos míos, que se quejan de esta generalización arbitraria (¿y facha?). De acuerdo, este artículo es injusto con muchos políticos. Juro conocer a más de una docena perfectamente honrada, trabajadora y con una verdadera necesidad de sacar a este país del atolladero.

Pues para ellos y con ellos también escribo este exagerado artículo, porque si quieren mantener la dignidad que aún les reconocemos, no pueden dejar pasar más payasadas. Creo que la ciudadanía ya ha soportado bastante. No basta con comentarlo en reuniones y en privado. La próxima vez que un jefe suyo, o un cargo público de su partido, haga el ganso, por favor, pónganse ustedes en pie y díganselo a sus electores, júrenles que no van a votar a ese mamarracho. Recuerden que más vale una vez rojo que ciento amarillo.

 

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6 de mayo de 2013
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En el origen de la vanguardia

Durante un par de días me dediqué a constatar que en efecto ésta era la primera edición en español de El absoluto literario, de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, según anuncia el editor (Eterna Cadencia, Buenos Aires). Al parecer han circulado algunas traducciones privadas (de Emilio Bernini, por ejemplo), pero nunca antes se había editado completo este tratado, uno de los más influyentes en la actual filosofía del arte.

    El caso es que apareció originalmente en 1978 (Seuil), hace pues treinta y cinco años, pero todavía nadie se había atrevido con él en España. Me parece sorprendente. Lacoue (muerto en 2007) y Nancy pertenecían a una generación que no sólo se había alejado del aún poderoso estructuralismo, sino que desconfiaba de los post-estructuralistas, de modo que tomaron un camino propio a la sombra de Heidegger. La producción de ambos filósofos ha sido abundante y de notable interés. Sin embargo, este trabajo que ahora se edita en español es, a mi modo de ver, su mejor contribución.

    En ella analizan y antologan uno de los momentos más fascinantes de la modernidad. Como ellos mismos dicen, se trata de un episodio efímero (pongamos que de 1798 a 1803), un grupo de gente cambiante (aunque siempre dirigidos por los hermanos Schlegel) y una revista de la que sólo se editaron seis números (Athenaeum). He dicho antes que es un momento de la modernidad, aunque en todos los manuales aparece como un momento del romanticismo e incluso del primer romanticismo (el frühromantik). Ciertamente es un prototipo de romanticismo, pero en una acepción de la palabra que, a mi modo de ver, debería incluir un vastísimo proyecto que sólo acaba hacia 1960. Si se acepta esta noción, el grupo aquí estudiado fue de los primeros en poner las bases de la modernidad: "Se trata, de hecho, y no es exagerado decirlo, del primer grupo de "vanguardia" de la historia" (p.27).

    El invento de este grupo, al que podemos llamar "del Athenaeum", es nada menos que la literatura en cuanto tal. Hasta ese momento no había tal cosa como una literatura en el sentido de un arte absoluto de la palabra escrita. Había, eso sí, un arte de la poesía, otro del drama, algo (poco) de la novela, y así sucesivamente. El grupo del Athenaeum unifica la totalidad del arte de la palabra y propone una primera teoría de la literatura como absoluto. Asombrosamente, en esa teoría la prosa toma el lugar de la más alta poesía y la literatura queda fundida en la filosofía en tanto que dos modos (literarios) de expresar el mundo en su verdad más recóndita. Esto es el "absoluto literario".

    Así lo expone Friedrich Schlegel en su Conversación sobre la poesía: "Todo arte y toda ciencia que actúan mediante la palabra, cuando se ejercen como arte por sí mismas, y cuando alcanzan su cima más alta, aparecen como poesía" (p.380). No es sólo un ataque contra la secular teoría de los géneros y sus forzosos paragones, es también la negación de toda la filología hasta ese momento y la propuesta de una historia de la literatura tan audaz que ni siquiera es posible escribirla en nuestros días.

    El grupo estaba compuesto por dos dictadores, los hermanos Schlegel, y un conjunto variable de afiliados (Novalis, Wackenroder, Brentano, von Arnim) que se reunían, se expulsaban, se excluían o formaban secesiones, como es habitual en cualquier movimiento de vanguardia. En su proximidad giraba una nube de mujeres poco típicas de su época, sexualmente emancipadas, con una notable formación filosófica y aguda percepción artística. Son Sophie Tieck, Bettina von Arnim, Carolina Michaelis o Dorothea Mendelssohn-Veit. Todas acabaron casadas con alguno de los participantes del grupo.

    Había también una relación externa, pero intensa, con personajes de extraordinaria importancia como Hölderlin, Schelling, Hegel, Schleiermacher o Goethe. Este último los detestaba, pero a él se unirían los Schlegel cuando la edad los volviera rapaces y la invasión napoleónica pusiera en marcha el nacionalismo germano.

    No sólo inventaron la literatura tal y como la entendemos ahora. También transformaron la recepción de la herencia griega. A veces parece que la palabra "romanticismo" sólo puede usarse para asuntos empalagosos, pero es un enorme error. El romanticismo fue un movimiento revolucionario y salvaje que sacó de la quietud marmórea, del estatismo idealista, a los neoclásicos y a los kantianos. La Grecia que aparece tras la crítica de los románticos del Athenaeum ya no tiene nada que ver con "la belleza", la "serenidad" o "la perfección", es la Grecia arcaica, infernal, enigmática, siniestra que años más tarde Nietzsche expondrá magistralmente en su seminal Origen de la tragedia.

    La traducción es meritoria, aunque con imperfecciones inevitables dada la oscuridad del propio texto (téngase en cuenta que la mitad del libro es una antología de escritos de los Schlegel, Schelling y Novalis), lo que las hace excusables. Sólo he pillado un error grave, pero que puede corregirse con facilidad: la pg.22 da como fechas del Sturm und Drang 1870-1880. Son, evidentemente, 1770-1780. Contando con estas mínimas mancillas, el libro es imprescindible para cualquier interesado por la teoría del arte y aún por la teoría de la teoría.

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8 de abril de 2013
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Ni la O con un canuto

Todo el episodio es grotesco y nos arranca una de esas carcajadas seguidas de mucha tos que suenan a cascajo y desesperación. El asunto comienza con unos aspirantes a maestros que a duras penas podrían llevar las cuentas de un figón con tiza sobre barra. Una vez constatan los examinadores (a quienes ya me gustaría examinar) que no pasa el examen ni el veinte por ciento, deciden publicar algunos de los disparates más atroces para que la población en general se haga una idea del nivel educativo del país.

    Bueno, no era necesario. Hace veinte años que los profesores, no de primaría sino de universidad, venimos diciendo que habría que publicar los exámenes de los actuales universitarios para que la población se percatara del grado de analfabetismo que hemos alcanzado con tanto esfuerzo y solidaridad. Seguramente sería inútil porque a la población no sólo no le parecería una monstruosidad sino que incluso a lo mejor se maravillaba de lo mucho que saben los universitarios. El caso es que las propias autoridades administrativas, rectores y demás personal imprescindible, siempre han prohibido la divulgación del genocidio educativo que ha tenido lugar en España en los últimos veinte años, por lo menos.

Ea, pues tenían toda la razón los burócratas: una vez publicados los resultados, de inmediato los sindicatos de la educación, principales causantes del subdesarrollo pedagógico hispano, han saltado como un resorte, se han indignado, amostazado, enrabiado y amenazan y denuncian. Dicen que publicar esos horrores significa humillar a los profesores y maestros. En realidad, como es lógico, los que humillan a profesores y maestros son esos aspirantes beocios convencidos de que su ignorancia es un mérito para llegar a profesor en España, pero los sindicatos es que son muy sensibles.

A los sindicatos parece como si les gustara, como si prefirieran ese tipo de maestro totalmente en blanco, sin el menor conocimiento, con el cerebro lobotomizado. Es posible que así se lo parezca porque ellos, los que amenazan y denuncian, se sienten hermanados con los analfabetos eufóricos. Porque si no, no se comprende que los sindicatos de la educación (insisto, de la educación) quieran humillar a profesores y maestros exigiendo la ocultación de los inútiles, de los pícaros, los majaderos, los enchufados, los atontados, las nulidades a quienes se precipitan a proteger.

¿Pero qué idea de la educación ha acabado por imponer esta falsa izquierda obsesionada por defender sus intereses burocráticos, sus chanchullos, sus subvenciones, sus privilegios, y a la que estar en el último lugar de la comunidad europea en educación les parece haber alcanzado el mayor premio de su carrera?

Seguramente mantienen la misma opinión, en verdad surrealista, que una tal Teresa la cual, en sus mensajes electrónicos, escribió que enseñar los ríos españoles a los estudiantes es puro franquismo. Y que lo que habría que enseñarles es lo de "las fosas". Textual. Posiblemente alguien debió decirle a esta buena mujer que lo de las fosas era hablar con excesiva claridad sobre el nivel intelectual del partido y entonces borró esa parte. Pues bien, la tal Teresa ha sido ministra de vivienda de Zapatero. Voy a repetirlo: ministra de Zapatero. Que Zapatero nombrara ministros (y ministras, claro, como dice Santiago) con semejante dotación intelectual lo dice todo sobre este esperpento de país.

Porque estamos hablando de lo que se supone que es la izquierda, aquella ideología que impulsaba el estudio, la cultura y la enseñanza de calidad a quienes más lo necesitan, que protegía al trabajador y ayudaba al talentoso persiguiendo al mentecato. Que veía en la enseñanza el instrumento de superación esencial de los explotados, sin el cual no hay izquierda que valga.

En consecuencia, una de dos, o sindicatos y ex ministros (o ex ministras) se han pasado a la derecha extrema, o están dispuestos a hundir este país con tal de mantenerse con los sueldos que tan generosamente les pagamos.

Artículo publicado en Jot Down.

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2 de abril de 2013
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Una vida pendiente del botón

La niña es muy pequeña, tiene catorce meses, sin embargo muestra ya una gran afición por la música. Su favorito es "El Moldava", de Smetana. Como ha visto a sus padres poner una y otra vez discos en el aparato y tiene notables dotes de observación, sabe cómo encender la cadena. Cuando le vienen ganas de oír a su músico favorito, ella misma se acerca al amplificador y aprieta el botón de encendido. Luego se pone de puntillas, sube la mano hasta el lector de CD y pulsa el botón correspondiente. En cuanto ve que las luces brillan, se vuelve hacia su padre o hacia su madre o hacia ambos y les mira con un gesto de extraordinaria seriedad, pero imperioso. Su padre, su madre o ambos, se precipitan a poner "El Moldava".

    Ya había yo observado que casi todas las madres suben en brazos a sus hijos hasta los botones del ascensor para que los pulsen, acción que puede llevarse un tiempo con el consiguiente cabreo de los que esperan. Lo mismo con los timbres del interfono en algunos domicilios: "Anda, toca, a ver si te contesta alguien". Y que muchos niños (por ejemplo, la niña pequeñísima de la que hablo) cogen los teléfonos de sus padres, simulan marcar un número, y se ponen el aparato en la oreja. Como la niña pequeñísima no sabe hablar, suelta una retahíla de polisílabos, nanananana pacapocopuyapocopata. Veo a los niños actuales extremadamente adheridos al botón universal, por ejemplo en los ordenadores de sus padres, a los que se encaraman y toquetean el teclado hasta que en la pantalla aparecen ventanas inverosímiles o el aparato se apaga con un mugido de agonía.

    Observando la conducta infantil de un modo científico, me pregunté el otro día cuál había sido mi primer botón. Pregunta que luego he repetido a mis amigos. Nadie lo recuerda, o mejor dicho, han de hacer un esfuerzo para recordarlo. Si son menores de cuarenta años, algunos tienen presente una televisión de juguete que les regalaron y en la que aparecía Pluto cuando se apretaba etcétera, o incluso un animalito mecánico que oficiaba cuando se le daba al botón. Es el caso de un oso panda que la niña pequeña hace cantar dándole a un botón que descubrió ipso facto, el primer día de tenerlo entre sus manos. "Soy un panda juguetón del balón soy el campeón..." canta el oso ante los horrorizados padres. La niña se contonea. Le gusta la música.

    Yo diría que el primer botón consciente que recuerdo fue el de una radio alemana marca Nordmende, de pilas de petaca (ya casi inencontrables), que me regalaron cuando aprobé el primero de bachillerato en su totalidad de una tacada, y que aún conservo a pesar de las burlas que provoca. Eran botones protuberantes, con coronas finales de color rojo sangre. Al apretarlos soltaban un sonoro "clac", como si partieran nueces. Para mí lo de los botones tenía entonces un carácter transcendental y los teléfonos eran de dial, o sea, con agujeros en lugar de botones. Había muy pocos botones que sirvieran para algo en aquellos años infelices. Ahora, en cambio, todo viene a resumirse en un botón.

    Como en aquella película de Paco Martínez Soria que comentaba admirado cómo en la ciudad le dabas un pellizco a la pared y se encendían las luces, así también ahora los niños apenas se percatan de que toda su vida, todos sus actos, el placer, el trabajo, la salud, el dolor y el ardor, dependen de un botón. En realidad de muchos botones. Uno de los cuales por cierto, sólo puede pulsarlo el presidente de los EEUU y lo lleva en un maletín.

 

Artículo publicado en Jot Down.

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21 de marzo de 2013
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El Boomeran(g)
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