Era un espejismo. De inmediato se ha vuelto a levantar el fortín, sólo que ahora no está formado por una muralla de sotanas sino por otros atuendos no menos uniformados: coletas, rastas, jerséis de la abuela, toda suerte de disfraces que gritan: "Yo soy un moralista que odia la moral del Estado". Bien es verdad que ese nuevo búnker de la superioridad moral también ha entrado en el Estado y ha comenzado a caer en las inevitables corruptelas y chanchullos. Como los obispos que predicaban castidad y pobreza mientras su vida privada era un escándalo de riquezas y sometimientos, también ahora los moralistas se desmienten una y otra vez a medida que van siendo más ricos y poderosos.
Pero ese no es el asunto que nos ocupa hoy. Dejemos que los nuevos capellanes se corrompan debidamente. Pero sería bueno que explicaran por qué ordenan que nos portemos a su gusto con el lenguaje, con el sexo, con los animales, con el clima... ¿Por qué hemos de ser más virtuosos y no más inteligentes, por ejemplo? ¿Qué ganamos con sus principios morales? ¿Qué clase de humano quieren producir? La Iglesia vivía de abstracciones: bondad, caridad, santidad, amor. ¿Sirve de algo la corrección política cuando llegan los problemas reales? ¿O es otra elegancia burguesa?
