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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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Vindicación de Per Abbat

 

En los estudios sobre la Odisea que proliferaron el siglo pasado, era obligado observar que en los poemas homéricos el término que indica poeta es aedo (“cantor”), de donde se concluía que en aquellos tiempos —no se sabía a ciencia cierta cuáles— no había poetas que compusieran por escrito, sino improvisadores orales. Semejante conclusión fue un lugar común en la investigación homérica desde la publicación de la tesis de Milman Parry en 1928, y un axioma en los estudios sobre los cantares de gesta. Como lo de Homero va a ser revelado en otra parte, aquí me ocuparé solo de la influencia de esa doctrina en la recepción de una obra clave de la literatura española, el poema de Mio Cid.

Menéndez Pidal publicó en 1924 su estudio Poesía juglaresca y, aunque no llegó a proponer que la epopeya medieval se compusiera oralmente, sí venía a coincidir con los teóricos de la oral poetry, al suponer una serie de versiones que pasaban de juglar a juglar y se iban haciendo cada vez más fantásticas, con sucesivos lances y modificaciones, como las capas de nácar en una perla.

Riquer sumó su autoridad al prestigio pidaliano y decretó enérgicamente que el lector actual no debe ver en el Mio Cid “una obra de lectura, ni creerse que es un libro”. El dictamen pretende la anulación de pleno derecho literario del colofón del texto (“Quien escrivió este libro […] Per Abbat le escrivió”), y para ello impone la doctrina de que, en aquellos dichosos tiempos, “libro” no quería decir “libro”, ni “escrivir”, “escribir”, y que, en fin, en el Mio Cid no hay autor ni poema que valgan. La insistencia en que sea llamado Cantar, y no Poema, obedece al mismo furor didáctico y negacionista. Por si no bastara, se deja caer la chocante noticia de que la preceptiva juglaresca vedaba la lectura, aunque al recitador le era dado “suplir los fallos de la memoria con una cierta improvisación”. Causa perplejidad que, en una sociedad donde sabía leer menos del 5 % de la gente, estuviera vedada la lectura ante un público que la ignoraba y no tenía por qué admirar más al memorioso que al lector. La misma arbitraria noticia se ha sobreentendido referida a los homéridas, e igualmente ha sido aliñada con historietas yugoslavas sobre las pasmosas performances conseguidas por improvisadores que con la sola ayuda de una zanfoña evacuaban de 16 a 20 versos por minuto, y podrían añadir las verbosas prestaciones de los bertsolaris, troveros y repentizadores, que riman a velocidad de crucero.

Una réplica elemental a la argumentación basada en el uso homérico de “aedo” en lugar de “poeta”, sería que tampoco en las Églogas de Garcilaso se habla de “poetas”, sino de “pastores”, de donde habría que concluir que no se trata de una composición escrita por un poeta, sino del trabajo de campo de un copista a orillas del Tajo, un Jarama avant la lettre, resultado de un quehacer subalterno que el confeso anotador, que no poeta, deja entender:

El dulce lamentar de dos pastores,

Salicio juntamente y Nemoroso,

He de contar, sus quejas imitando

¿Qué diremos de Berceo? Él mismo lo dice todo, porque llama “dictado” a lo suyo. Y en Los milagros de nuestra Señora (866,b) dice ser:

[Golzalvo] Que de los tos milagros fue dictador

De donde se concluiría lo mismo: Berceo no era poeta escribidor porque dictaba composiciones de existencia previa, pero lo que se dice componer, no componía.

¿Qué nos impide sostener que Garcilaso y Berceo no eran más que copistas, como Per Abbat, o que Cervantes también lo era, porque el Quijote es obra confesa de Hamete Berengeli? ¿Qué nos retiene de proclamar que simplemente dictaron a un escriba, improvisaron sobre un tema previo, o no eran nadie? Sólo una cosa, la convención del nombre que atribuye la obra a un autor que suponemos capaz de ficcionar, arcaizar, o hacer que hace. Porque las obras en sí no pasarían el examen de frases formulares y apelaciones performativas basado en el parecer de A. B. Lord, quien definía la fórmula como “un grupo de palabras regularmente empleado bajo las mismas condiciones métricas para expresar determinada idea esencial” y, por si eso no fuera lo bastante equívoco, proponía unas veces 20, otras 50 y otras un 70-90 %  de fórmulas para distinguir entre poemas orales y escritos. En el Mio Cid, el Libro de Alexandre y los poemas narrativos del siglo XII, los porcentajes formulares oscilan entre el 12 y el 17 por ciento; en Los Milagros de nuestra Señora, se cuenta un 15 por ciento de fórmulas y más de un 20 de frases formulares, porcentaje que el Quijote triplica en numerosos pasajes, y en el Cuento de cuentos atribuido a Quevedo alcanza el cien por cien, por hacer gracia de Tiempo de Silencio, donde menudean las tiradas que aspiran al mismo resultado, casi tanto como en la obra de Fernán Caballero, el Lazarillo, o la penúltima prosa pochascao.

Es preciso ver que, si es absurdo examinar de obra de autor a una obra de autor, no lo es menos hacerlo con el Mio Cid, obra firmada y fechada por su autor con todos los requilorios.

La declaración de minoría de edad literaria de una época es una idealización al revés que niega la capacidad de forjar una voz literaria o urdir una ficción memorable a sus poetas. Esa miopización autosuficiente fue  típica de la soberbia complacida del siglo XX, persuadida de que la literatura culminaba en sus días, en tal innovador o teórico genial, y cualquier tiempo pasado fue ingenuo y balbuciente. Esas fatuidades han engendrado estadísticas egregias como las de la historia de la literatura del padre Risco, quien decreta que los versos de Mio Cid “no son más que versos en embrión” y perpetra un censo del que se desprende que, al cabo de 3730 intentos, no se consiguen más que 270 “versos perfectos de catorce sílabas”, o sea, un 92,7 % de versos métricamente fallidos, algo digno de indulgencia por tratarse de “los primeros vagidos de nuestra poesía”.

Las piadosas concesiones de ingenuidad balbuciente e incapacidad de escansión repetidas por la preceptiva de raigambre pidaliana contrastan con la personalísima respiración del poema de Mio Cid, donde se cuentan una docena de tipos de versos con oscilaciones de hasta veinte sílabas, se emplean quince asonancias puras, impuras y mixtas, y hasta las fórmulas épicas son irregulares. No hay canon de asonancias, ni de métrica, y tampoco reglamento de sinalefas, hiatos o sinéresis. No se puede hablar de “licencias”, ni hay “verso normal”. Su escansión, en fin, es exclusiva de su poética. Y si, en la preceptiva usual, la métrica se ciñe a la cantidad silábica y sus reglas, en el Mio Cid la métrica está determinada por la cantidad poética y narrativa establecida por su autor, y no es reducible a números modales (de esos que tienen moda, media y mediana). En resumen, ya no es que esa poesía se diferencie mucho o  poco de la juglaresca, sino que un mero examen formal demuestra que Per Abbat es el poeta más libre de su tiempo, y de muchos otros.

La arcaización de los sufijos y otros rasgos de lenguaje no pueden servir para datar el texto —que por su parte está fechado de modo fehaciente, como por alguien acostumbrado a hacerlo—, eso sería un ejercicio de ingenuidad solo comparable a la que se atribuye a la imaginaria pareja de juglares que según Menéndez Pidal tuvieron que componer uno tras otro el cantar. Baste observar que también Zorrilla trabajó el tema de Don Juan, que existía previamente, y también lo salpimentó de arcaísmos, pero todavía no se ha pretendido datar su obra, ni dilucidar su genética oral o escrita, a partir de su lenguaje artístico.

A semejanza de otros poetas épicos, Per Abbat es perito en leyes y domina el lenguaje jurídico. También en eso, como en su probable oficio de notario civil o eclesiástico, se trasluce una notable semejanza circunstancial con Berceo. Pero el poeta del Mio Cid no sólo sabe latín o usa latinismos estilizantes, sino que se inspira en Salustio (cfr. la toma de Castejón en 420-441 y Bellum Jugurthinum 90-91) o parafrasea a Terencio (compárese el final del poema en este logar se acaba esta rrazón, con mea sic est ratio —”he ahí mi teoría”— en Adelphoe, 60).

Ahora, más que la admirable red de invenciones que el poeta supedita a su exigencia artística, a despecho de la mayor “verdad” histórica de otras  composiciones cidianas anteriores, y más que la subordinación de la  consecutio temporum a una particular progresión poética y narrativa mediante la sucesión de tiradas que describen con independencia la misma escena (algo que habría merecido la reprobación de todo el areópago literario, desde Aristóteles a los teóricos dieciochescos), la mejor prueba de la radicalidad poética de Per Abbat es su emulación homérica.

En el Carmen Campidoctoris, poema latino compuesto a finales del siglo XII, aproximadamente una década antes que el Mio Cid, y cuyo autor demuestra conocer bien la Ilíada, la Eneida y la biografía de Virgilio por Focas, se celebran las hazañas del Cid, recientes y cercanas, comparándolas ventajosamente con las de Paris, Pirro y Eneas, todas ellas rancias y alejadas. El autor del Carmen muestra su regocijo porque, ni siquiera Homero empleándose a fondo, sería capaz de cantar épicamente las heroicas victorias cidianas. Es llamativo el particular afán de emulación que el Carmen muestra con las figuras de Homero y Virgilio, y más aún su instigación y emplazamiento al deseado poeta que sea capaz de componer una épica cidiana digna de compararse con los mayores poetas universales. Per Abbat hubo de sentirse emplazado por el Carmen, que en resumen viene a decir: tengamos poeta impar, ya que tenemos héroe incomparable.

El poema de Mío Cid da por sabida y archiconocida la biografía de Rodrigo Díaz de Vivar, y también otros panegíricos y cantares de gesta, donde el Cid tenia un papel importante. Pero lo importante es que el poeta escoge la parte final de la vida del héroe, en un destacado paralelismo con la épica homérica y en particular con la Ilíada —que hubo de leer en la versión conocida como Ilias Latina— y el Cid entra en escena a raíz del injusto destierro impuesto por su rey. De modo que Per Abbat sigue el precepto de Horacio en su comentario sobre Homero, e inicia su poema justo in medias res, o sea, en el meollo del asunto y haciendo una estudiada elipsis.

Al único manuscrito conocido del poema, que es una copia hecha en la segunda mitad del siglo XIII, le falta la primera hoja del primer cuaderno.  Esa circunstancia ha hecho que se dé por cierta la pérdida de los cincuenta primeros versos y se haya supuesto que al poema hoy conocido le falta el inicio original. Pero nada sugiere que esa hoja faltante contuviera texto alguno. En cambio, si se lee el inicio con el debido respeto, la impresión dominante es que cualquier duda sobre su autenticidad tal y como aparece en el manuscrito incurre en necedad de lesa literatura:

De sos oios tan fuertemientre llorando

Tornava la cabeça e estávalos catando:

Vio puertas abiertas e uços sin cañados

Es difícil imaginar un comienzo con mayor poder emotivo y más centrado en la médula del tema épico por antonomasia: la buena fama del héroe que inicia su recuperación justo desde su punto más bajo. También Aquiles y Ulises lloran desconsolados e impotentes ante la humillación y el descrédito que el destino les impone al inicio de sus respectivas recuperaciones de fama (Ilíada I, 348 y ss., y Odisea V, 82 y ss.)

Hay en el Mio Cid momentos ciertamente iliádicos, como la tirada final con el lanzazo de Muño Gustioz que atraviesa el escudo de Asur González rompiéndolo por la bloca, y le penetra la armadura y avanza carne adentro, hasta que la lanza con su pendón asoman una braza por detrás, luego lo retuerce y derriba del caballo, y por fin saca la lanza con el hasta y el pendón rojos de sangre. El episodio aparece descrito con anticipaciones y ritornelos que le dan una dimensión envolvente.

Las fechas del poema no presentan problemas. Per Abbat lo firmó y fechó en mayo de 1207. Por la manera de tratar a los almohades y la rivalidad puntual entre Castilla y León, se trasluce un terminus a quo en 1204. Y la celebración del emparentamiento del linaje del Cid con los reyes de España remite al año 1201, que se perfila como terminus post quem

La división del poema en tres cantares no es del autor, y seguir presentándola tiene tan poco sentido como insistir en editar el poema como anónimo, lo cual ya es porfiar en la ignorancia. La unidad literaria efectiva del Mio Cid son las 152 tiradas que obedecen a la estructura poética y narrativa establecida por su autor.

Respecto a la persona de Per Abbat, su nombre era demasiado común en la época. Y, si se admite que quien sembró de arcaísmos estilizantes su poema bien pudo hacer lo mismo con su nombre de poeta, habría que considerar como candidatos también a los Pero Abat y otras variantes que podría presentar su nombre en documentos oficiales. 

No estaría mal fumigar algunos tópicos cansinos, como el de la ingenuidad y balbuceo poéticos, y aún mejor sería entronizar de una vez al poeta y su obra en el panteón literario español y universal.

 

 

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10 de febrero de 2011
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Impaciencia de banquero

 

El 5 de abril de 1478, Guglielmo d’Estouteville, el cardenal más viejo de la curia, octogenario gotoso y jovial, organizó en su palacio de San Apollinare, junto a la Torre Sanguigna y el estadio de Domiciano, una fiesta para celebrar el dieciocho cumpleaños de Raffaelo Riario, el cardenal más joven, recién nombrado legado pontificio en Perusa. 

El cardenal d’Estouteville hacía honor a su origen franciscano con una frugalidad extraordinaria. Acudía a los consistorios con un séquito de trescientos jinetes, amaba tanto la arquitectura como la música, y sostenía en su palacio a una orquesta completa, siempre preparada para lo que fuera menester. También apreciaba otras formas del arte y era el mecenas de santa Fiesolina, que ya tenía más años que su ilustrísima, y vivía en su palacio nadie sabía desde cuándo. Unos decían que estuvo incluida en la compra, como uno más de los enseres palaciegos. Otros aseguraban que era hermana de Juana de Arco y fue concubina del cardenal cuando éste regresó de Rouen, donde revisó el proceso de la heroica doncella. Con el tiempo, empezó a ponerse amarilla y a levitar, mostrando claros síntomas de santidad. 

Santa Fiesolina era uno de los atractivos de los festines de Estouteville. Solía hacer esperadas apariciones, en pleno banquete, espectral y flaca como un espadín bergamasco. Salmodiaba en un dialecto cruce de normando y retorromano, hacía visajes, afeaba a los comensales su depravación y los amenazaba con el infierno.

Además de santa Fiesolina, en la fiesta, estaba Franceschino Pazzi, banquero bajito y elegante; Francesco Salviati, arzobispo de Pisa, eclesiástico de mucho aspaviento; y Girolamo Riario, tío de Raffaelo, el joven cardenal agasajado en la fiesta. El arzobispo Salviati dijo a Raffaelo Riario que debía acudir a Perusa, a hacerse cargo de sus funciones como legado en la ciudad. Él mismo lo acompañaría hasta Florencia. Franceschino Pazzi, el banquero bajito, también mostró mucho interés en acompañarlo. Él era florentino, le enseñaría la ciudad y su tío Jacopo Pazzi lo recibiría en su fastuosa villa de Montughi. Además, era casi seguro que los Medicis también lo invitaran a su villa de Fiesole.

Raffaelo Riario, recién salido de la universidad de Pisa para ser objeto del favor papal en forma purpurada y sin tiempo todavía de contraer a fondo la rabbia papale o alguna de las otras muchas rabias que hay en la vida, no podía sospechar que iban a ser utilizados de cebo en una emboscada urdida en una conjura. Él encontraba muy natural que la vida fuese un continuo agasajo a su persona.

Franceschino Pazzi aspiraba al monopolio banquero de Roma y Florencia. Para eso, había prestado a Sixto IV los miles de ducados necesarios para que comprase Imola y se la regalara a su sobrino. Los Medicis, banqueros rivales, lo acusaron de traición, por ayudar a sustraer Imola del dominio florentino, y privaron a su hermano Giovanni Pazzi de una herencia. Como es natural, los Pazzi deseaban matar, patear e incluso apuñalar a los Medicis.

Francesco Salviati había sido nombrado arzobispo de Pisa contra el parecer de Lorenzo el Magnífico, quien no deseaba sino obstaculizar su carrera y favorecer con la púrpura cardenalicia a su hermano Giuliano de Medicis. Como es natural, el buen Salviati deseaba exterminar, aniquilar e incluso liquidar a toda la estirpe medicea.

Al arrimo del joven cardenal Raffaelo Riario, se formó un séquito numeroso de humanistas, bandoleros y curas, todos dirigidos por el banquero Pazzi y el arzobispo Salviati, y conjurados para dar un golpe de mano en Florencia que acabase con la dictadura de los Medicis.

Como era de esperar, Lorenzo el Magnífico no podía dejar pasar a un cardenal por su ciudad, sin invitarlo a su casa. Conocida la invitación medicea, los conjurados decidieron que el mejor escenario para asesinar un poco a los hermanos Lorenzo y Giuliano de Medicis sería el convite en su propio palacio. Pero Giuliano se había herido en una cacería y, a última hora, anunció que no asistiría a la fiesta.

Por sugerencia de Pazzi y Salviati, Raffaelo Riario solicitó visitar a Giuliano en el Palazzo de Via Larga. Se convino en celebrar una misa solemne, en la catedral, presidida por el joven cardenal, y después banquetear en la mansión de los Medicis. 

La noche anterior a la entrada en Florencia, el banquero bajito y el arzobispo ceremonioso repartieron los papeles entre los conjurados: unos, los lacónicos, apuñalarían a los dictadores, y otros, los locuaces, instigarían a los florentinos a un levantamiento. Era perfecto pero, por la mañana, se conoció un imprevisto que arruinaba el plan: Giuliano de Medicis hacía saber a Raffaelo Riario que no iría al banquete, a causa de su herida, pero acudiría a la misa catedralicia.

—¡El maldito fastidioso! —clamó el banquero Franceschino Pazzi— ¡Lo mataría!

Se acordó, en efecto, que el banquero matara al fastidioso en misa, a la vez que el condottiero Montesecco apuñalaba adecuadamente a su hermano Lorenzo.

Raffaelo Riario y los más allegados de su séquito se instalaron en el coro de Santa Maria del Fiore, donde se les unió Lorenzo de Medicis. A escasa distancia, Torralba estudiaba absorto la fisonomía del amo y señor de Florencia, según la metoposcopia, última novedad científica. Aquella nariz porrona, aquella boca complacida y burlona, ¿qué querrían decir? No se dio cuenta, ni el objeto de su estudio tampoco, de un movimiento de inquietud en los conjurados. Giuliano, el fastidioso, no llegaba.

Franceschino Pazzi, el banquero impaciente, fue a buscar a Giuliano el fastidioso al palacio cercano. Jamás conoció Giuliano adulador ni amante que lo invitara con más dulces bromas y halagos. Conocía la enemistad del banquero Pazzi; pero, ante tanto cariño, creyó que la llegada del cardenal Riario marcaba el inicio de una reconciliación firme. ¡Qué abrazos! Franceschino le pasaba la mano amistosa por el pecho y la espalda. Tenía que asegurarse de que el fastidioso no llevase cota de malla. Cualquiera que haya apuñalado a un semejante, aunque sea de paso y pensando en otra cosa, sabe lo enojoso y frustrante que resulta embotar la daga en el momento crucial.

No hacía mucho que habían apuñalado, con éxito, a Galeazzo Maria Sforza, el duque de Milán, a la entrada de la iglesia de San Estefano. Porque era sabido y notorio que, cuando quería ir elegante, no se ponía cota de malla, que le arruinaba su talle gentil. Los Medicis, en cambio, eran menos atildados, y Pazzi era concienzudo en los detalles de negocios.

El momento de la elevación de la hostia era el señalado. Pero un instante antes, el encargado de apuñalar a Lorenzo, Gian Battista Montesecco, soldado disciplinado, al menos mientras se le pagase con puntualidad, se pasó de los lacónicos a los locuaces. Musitó al oído del cura Maffei que no le parecía bien apuñalar a Lorenzo, allí, en el templo, justo cuando el sacerdote hacía el milagro de la transustanciación.

—¿Transus… qué? ¡Asno! ¡Qué sabrás tú de eso! ¡Yo lo haré!

Asi pues, el cura Maffei hubo de pasar, en el último momento, a los lacónicos, siendo él de natural locuaz. Y, así como el condottiero Montesecco no debía saber mucho de transustanciaciones, el cura Maffei no dominaba el arte del atentado con puñal y tuvo que improvisar.

Cuando el oficiante elevó la hostia en el altar, Bandini, uno de los lacónicos, dio una puñalada normal y corriente a Giuliano de Medicis. Entonces, Franceschino Pazzi el impaciente saltó sobre el fastidioso y lo apuñaló con frenesí tan desordenado, lleno de pasión y falto de miramiento, que asestó una de las mejores en su propia pierna, hiriéndose de gravedad.

Entretanto, el cura Maffei, acostumbrado a las maneras curiles y melifluas de su oficio, le puso la mano sobre el hombro a Lorenzo de Medicis, antes de ponerle el puñal en el pecho. Quizá creyó que era como dar un pésame, una adhesión inquebrantable, o una falsedad semejante; tal vez leyó esa técnica defectuosa en Gubbio o algún otro de los novellieri ecclesiastici, muy pulidos, pero desconocedores del arte. Lo cierto es que ese gesto permitió a Lorenzo apartarse, chocado por esa familiaridad inusual. Maffei, además, empeoró su actuación con una puñalada tarda, floja y desatinada, que sólo rozó el cuello de la víctima. Otro cura, Bagnone, quiso ayudar a su colega, pero en tanto levantaba el puñal muy alto con la diestra, manoteaba con la siniestra, queriendo preparar el terreno en la pechera del Medicis, que no se dejaba. Quizá Bagnone era un esteta y había visto aquella grandiosa pose cesarina en algún cuadro, sin sospechar lo poco efectiva que era.

Lorenzo envolvió el brazo izquierdo en la capa, desenvainó la espada, saltó la valla del coro, cruzó ante el altar mayor, donde se había verficado el misterio de la transustanciación que fascinaba a Montesecco, y se dirigió a la sacristía. Pazzi lo persiguió, furioso, arrastrando su pierna herida. Pero Angelo Poliziano, el poeta humanista, cerró tras Lorenzo la puerta de bronce. La hazaña quedó acreditada en su crónica Pactianae coniurationis commentarium, de severo aire salustiano, y en varios de sus sonetos, lamentos y madrigales. Dentro de la sacristía, los amigos aprovecharon para salvar la vida al Medicis, unos succionando el rasguño del cuello, porque es sabido que los curas usan puñales envenenados y había que aspirar la ponzoña, y otros rasgando sus capas para hacer vendas y compresas.

Riario se metió debajo del altar mayor. Parecía el lugar más seguro. El cura oficiante también procuraba meterse debajo, sin ocuparse de la hostia transustanciada, que ya no fascinaba a Montesecco, porque se abrió paso entre la muchedumbre a sablazos, sin considerar que ensangrentaba el templo, y salió a la calle. Los curas Maffei y Bagnone, tan poco expeditivos para huir como para apuñalar, fueron capturados por la plebe y, tras las clásicas cirujías reductoras de narices, orejas y otros adminículos, fueron linchados en la misma catedral.

Franceschino Pazzi, agotado por las emociones y por la pierna que se apuñaló él mismo, se fue al palacio familiar y se metió en la cama. Bandini, el autor de la primera puñalada a Giuliano, huyó a pie, a caballo y en barco, y no se detuvo hasta llegar a Constantinopla. Año y medio después, a finales de 1479, Lorenzo consiguió su extradicción de Mahomet II, y fue colgado de las señoriales ventanas del palacio Bargello. 

Leonardo da Vinci hizo un croquis del ajusticiado, emulando a Botticelli, por ver si conseguía la gracia medicea. Fue su última labor en el ingrato meritoriaje que hizo en Florencia, para no conseguir jamás el favor de Lorenzo el Magnífico.

Los lacónicos habían fracasado a medias. Los locuaces, encabezados por el arzobispo Salviati, gran predicador, lo hicieron del todo. Debían expulsar a los priores del palacio comunal de la Signoria, instaurar un gobierno revolucionario y hacerlo aclamar por el pueblo. El arzobispo, escoltado por el humanista Bracciolini y una treintena de agitadores armados, se hizo anunciar como portador de un mensaje urgente del papa para la Signoria de la ciudad. Fue recibo por el gonfaloniero Petrucci, que era la máxima autoridad policial florentina. Pero, al acudir a la sala de audiencia, cerró inadvertidamente la puerta de la cancillería, dejando encerrados a sus acompañantes. Viéndose solo, perdió el hilo, olvidó la soflama revolucionaria y todo el discurso. El humanista Bracciolini irrumpió en la sala, creyendo que estaba llena de los suyos, y no tuvo mejor idea que gritar “¡Pueblo y libertad!” a la vez que llegaban a la Signoria las noticias de lo sucedido en la catedral. Los locuaces fueron detenidos y los que no fueron apuñalados ni arrojados desde las ventanas, no tardaron en balancearse, condecorados por la soga apretada. Ese  fue el honor que le cupo al arzobispo Salviati, gran orador, así como a Jacopo Bracciolini, poeta en ciernes, que dejó varias estancias inacabadas. Y Franceschino Pazzi, banquero bajito y elegante, fue sacado de la cama por una multitud, entre la que figuraban no pocos de sus clientes, y colgado de la misma ventana señorial que Salviati.

El cardenal Riario permaneció escondido detrás del retablo de la capilla della Croce, hasta que fue arrestado y encerrado en los calabozos del palacio Medicis, tres plantas por debajo de la sala donde le aguardaba el banquete. Y fue por suerte para él, porque había comenzado la cacería de los conjurados.  

Muchos fueron ejecutados en la calle o en sus casas, conforme los capturaban. Los significados, como Jacopo o Renato Pazzi, huyeron disfrazados, pero fueron reconocidos y ahorcados. Después, sus cadáveres desmejorados aún fueron objeto de ultrajes póstumos: desenterrados, arrastrados, arrojados al Arno, repescados, apaleados… Todo ello con el entusiasmo de un pueblo apasionado por la belleza, el arte y el humanismo. Los poetas locales, súbitamente inspirados, hallaron rimas líricas contra los Pazzi, sus amigos y parientes. Los escudos de armas de los Pazzi se picaron  y borraron de las fachadas. La fiesta que hasta entonces se llamaba Carro dei Pazzi, porque los pedernales traídos del Santo Sepulcro por los Pazzi era paseados en un carro y usados para encender el fuego artificial del Sábado Santo, pasó a llamarse sólo Scoppio del Carro y se olvidaron los santos pedernales. Y, por último, se encargó a Sandro Botticelli el retrato infamante del arzobispo Salviati y los Pazzi ahorcados en la fachada del palacio.

Cuatro días más tarde, después de protagonizar algunas escaramuzas en las calles florentinas, Montesecco fue preso y, tras declarar los nombres de los conjurados y la implicación del papa Sixto IV, se le decapitó ante la misma reja del calabozo de Riario. El trato de favor no se debió a su confesión ni a su condición de soldado, sino a a que, gracias a su respeto al misterio de la transustanciación, fracasó parcialmente la conjura.

De la declaración de Montesecco, se deducía que Raffaelo Riario no sabía nada de la conjura y que los instigadores eran sus tíos, Sixto IV y Girolamo Riario. Pero el cardenal era un rehén importante porque, en cuanto se supo la noticia en Roma, el papa declaró la guerra a Lorenzo de Medicis y a Florencia.

El papa exigió el destierro de Italia de Lorenzo de Medicis. Luego, hizo que cinco cardenales instruyeran un proceso a Florencia y, como sentencia, redactó una bula fulminante: excomunión para Lorenzo de Medicis, la Signoria, los priores y todos sus cómplices. Lorenzo era declarado iniquitatis  filius et perditionis alumnus “hijo de la iniquidad y discípulo de la perdición”; sus seguidores, infames, abominables e ineptos para tener cargo, testar, heredar o comparecer ante la justicia. Todos los hombres de la Cristiandad tenían prohibido tener cualquier relación con ellos, incluida la conversación; sus bienes pasaban a la Iglesia, sus casas serían destruidas y dejadas en ruinas para siempre. Toda la ciudad de Florencia quedaba en interdicto: se suprimían los sacramentos todos, nadie podría ser bautizado, casado o enterrado, no se celebraría ninguna misa transustancial en la diócesis, las campanas debían enmudecer y desaparecía el rango de arzobispado.

La Signoria replicó, en misiva a todos los príncipes de la Cristiandad, extrañándose de la severidad papal contra una ciudad tan piadosa como Florencia y un sanctissimus civis como Lorenzo, que había salvado la vida al cardenal Raffaelo Riario, arrancándolo de las manos furiosas de la plebe. Los elegantes latinistas florentinos Scala y Becchi también redactaron algunas abominaciones contra el papa, que era llamado siervo del adulterio y vicario del demonio. 

De parte de Florencia se pusieron Venecia, Milán y Francia, que propuso un concilio cismático. A favor de Roma, tomaron partido Nápoles y Siena. Pero la guerra se suspendió para celebrar los funerales de santa Fiesolina.

 

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3 de febrero de 2011
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Los verdaderos poetas (y II)

 

La introducción de la imprenta fue el punto culminante de la persecución de los verdaderos poetas. Los menospreciadores de internet debieran recordar que la técnica de imprimir y reproducir textos fue considerada por alguna gente exquisita como un ataque profano contra la sacralidad de las letras, y su promoción, como una vileza destinada a destruir la excelencia.

Todo empezó en el calor de Roma, donde el cónclave que siguió a la muerte del verdadero poeta, aunque romano pontífice, fue muy breve. No hubo más que un día de deliberación y un escrutinio. Sólo D’Estouteville, el francés infatuado, y Scarampo, el guerrero desencantado, tenían dinero y votos como para hacer frente a Pietro Barbo, el veneciano ventripotente. Rodrigo Borja se levantó, pronunció una perorata en favor del último, y propuso que se pasara al accessit. Todos recordaban su maniobra en el anterior cónclave y nadie se atrevió a distinguirse en su contra. También esta vez consiguió hacer elegir a quien le convenía y, tras el accesit, Pietro Barbo fue proclamado sumo pontífice.

Al principio quiso llamarse Formoso II, en sutil alusión a su hermosura, pero Borja lo disuadió, diciéndole que la gente es tan envidiosa que iba a parecer vanidad. Entonces, pensó en llamarse Marcos, que era el grito de guerra de los venecianos. Borja volvió a disuadirlo, haciéndole ver que los romanos se lo tomarían a mal. 

—¿Por qué?

—Recuerde su santidad cómo su tío, Eugenio IV, sumo pontífice de feliz recordación, hubo de huir porque la plebécula romana lo quería apedrear y no volvió en siete años… 

—Por la envidia que los romanos nos tienen a nosotros los venecianos.

—Por supuesto, santidad… Por eso, no os conviene echar en cara a los romanos vuestra ilustre condición…

Por fin, tomó el nombre de Paulo II. Tenía cuarenta y ocho años. Era un hombre bastante bruto, incluso para eclesiástico. Corpulento, frente huida, ojos saltones con pestañas albinas, quijadas amplias y ademanes solemnes. Y detestaba las letras.

Al saber que había caído el papa humanista y, en su lugar, había un iletrado, la tropa de verdaderos poetas volvió a ilusionarse. Algunos de ellos estaban enquistados en el Colegio de los Abbreviatori, que era una dependencia de la cancillería de Borja, donde pacían juristas, poetas y oradores, y se redactaban los enredos judiciales. En el tiempo de Pío II, algunos ripiadores, que no se habían pasado al turco, se habían refugiado allí y ahora querían aumentar sus privilegios. Paulo II, aleccionado por Borja, la emprendió con los escribientes pretenciosos, despidió a unos y encerró a otros.

En la corte de Mahomet, los cerebros fugados se habían encontrado con una competencia inesperadamente fuerte. Creyeron que con decir flores manidas sobre la “Sublime Puerta” bastaría para ser reconocidos y pensionados como verdaderos poetas. Pero los verdaderos poetas turcos sabían del arte de la adulación tanto o más que cualquier florentino o paduano, con la diferencia de que sabían más turco. En cuanto se supo que había nuevo papa, comenzaron los regresos. Entre los rebotados de Estambul y los abbreviatori cesantes, la tropa de literatos descontentos era aún mayor que en el pontificado anterior. Borja advirtió al papa que no le convenía despreciar a todos a la vez; que los escribientes, aunque desleales, murmuradores y vagos, son una clase de tropa que un príncipe necesita, y que sería bueno que fingiese tener consideración con algunos. 

El consejo era demasiado complejo para Paulo II, quien sólo entendió que eran una cuadrilla de traidores que lo querían mal. Era un idea que tuvo desde siempre. Cuando su tío, el papa Eugenio IV, lo nombró obispo, tenía diecisiete años; tuvo que oficiar su primera misa y era incapaz de leer una línea sin atascarse y dar cabezazos. Aún recordaba las risitas. Era tan conocido que detestaba a humanistas y poetas que, cuando llegó a cardenal, el obispo de Verona, Hermolao Bárbaro, le dedicó una Oratio contra poetas que aceptó con mucho gusto. En Venecia, su tierra natal, no se llevaba el humanismo, y la poetería se consideraba una variante de la mendicidad.

El primer acto pontificio de Paulo II fue ordenar el traslado de los dos obeliscos egipcios desde el Circo Máximo a la Porta Flaminia, que aún no se llamaba del Popolo, y a la plaza de su palacio. El más pequeño quedaría tras el arco de triunfo de la entrada de Roma y el más grande se situaría ante su residencia. Era otra sutil alusión al obelisco mayor de todos, que era su propia persona, y que quedaba en tercer lugar. Era un hombre tan iletrado que tenía ideas propias, aunque un poco zafias. Pero el proyecto fue interferido por una adulación y se retrasó todo un siglo, hasta que Sixto V lo llevó a cabo. 

La adulación fue obra del genealogista Canesio. Por entonces, era del mejor gusto y distinción descender de los antiguos romanos y había una manada de muñidores de genealogías que, por unos ducados, injertaban a Vespasiano en el árbol genealógico del cliente. Paulo II fue emparentado por Canesio con Ahenobarbus, el padre de Nerón. Cuando el santo padre supo que él también era romano de los de antes, cambió de parecer respecto a los obeliscos y decidió que si “el tío Agusto y el tío Constancio” los habían puesto en el Circo Máximo, él los dejaría allí y, además, honraría a sus antepasados como nunca antes se hiciera.

Fundó el museo de arte antiguo del Capitolio y recuperó los trionfi que no se celebraban en Roma desde la época imperial. El primer triunfo celebrado fue el de “Augusto sobre Cleopatra”. El desfile, con más de dos mil figurantes, culminó con un banquete público de cinco días ante el Palazzo Venezia, residencia del sumo pontífice, quien se mostró para gusto propio y el de sus amados romanos, con su tiara de doscientos mil florines, sus vestidos cuajados de pedrería y sus dedos hechos un primor de perlas y diamantes.

El palacio del papa quedaba al pie del Capitolio, era un cajón inmenso, híbrido de castillo y lonja pescatera, con salas enormes como casas y recargadas de artesonados. Para hacerlo, hubo que derribar un barrio entero, junto a la basílica de San Marcos. En el caso de mortales corrientes, sólo sería habitable en verano, porque las piezas eran tan grandes que, en invierno, se formaba niebla dentro y hacía un frío pasmador. Pero Paulo II lo encontraba de tamaño adecuado para su egregia persona. Desde la ventana central, el santo padre contemplaba los festines que daba a su plebe en la plaza y, al final, les arrojaba monedas. El trayecto desde la Porta Flaminia hasta el Palazzo Venezia se convirtió en una especie de gran estadio o teatro descomunal.

Los romanos estaban encantados con Paulo II porque, bajo su pontificado, el carnaval alcanzó un esplendor y una duración desconocidos. Además, introdujo otros regocijos novedosos, como las carreras, que jamás tuvieron tantos matices en parte alguna: las había de asnos, búfalos, mujeres, judíos, ciegos, tullidos, viejos… Cuando salía de Roma, las cacerías aparatosas y de fasto llamativo, como la que dedicó al duque de Ferrara, en compañía de numerosos cardenales, tenían muy poco que envidiar a una guerra y asolaban comarcas enteras.

Una de las más extrañas glorias que perpetúan la memoria de Paulo II fue favorecer la introducción en Roma de la imprenta dándole, de paso, entrada franca en la civilización y la cultura europea. 

Un príncipe de la época, además de soldados, jardineros o pintores a su servicio, solía sostener a su cuadrilla de copistas artesanos que se encargaban de hacerle los libros. Cosimo Medicis instaló una biblioteca en su palacio favorito, contratando a una cincuentena de esos obreros calígrafos que le manufacturaron doscientos libros en dos años, una presteza inaudita. 

El motivo del favor papal para con la imprenta no fue otro que el desagrado con que los bibliófilos de la época recibieron el villano invento. Hacer imprimir libros era algo vulgar, indigno de un humanista y de un protector distinguido de las letras. Cuando Paulo II supo que Federico de Urbino proclamaba que él se avergonzaría de tener en su biblioteca un libro impreso, y que ésa era una opinión común entre los grandes señores letrados, vio la oportunidad de vengarse. Promocionó la imprenta para mancillar las letras odiosas y ofender a sus adoradores despreciables. Fueron sus compatriotas venecianos, los que menos apreciaban el humanismo y las letras, los primeros en imprimir y mercadear los nuevos libros.

Con la introducción de la imprenta, Paulo II estaba persuadido de haber causado una gran ofensa a la arrogancia de los humanistas y ganado una batalla definitiva en su guerra particular con aquella ralea de gente soberbia. Así que recelaba un contragolpe. Los espías pontificios vigilaban a los poetas. 

Por fin, en medio del jolgorio carnavalero de 1471, corrieron extraños rumores. Unos decían que los poetas se habían sublevado y que se habían intitulado pontifices maximi; otros, que había sido descubierto un complot contra el papa, y que varios literatos y otros delincuentes, todos ellos miembros de la banda que llamaban “Academia romana”, habían sido detenidos.

El cerebro de la conjura era el poeta Pomponius, un napolitano bajito y calvo, con ojuelos como carbones encendidos. Como era tartamudo, poseía la cátedra de elocuencia en la Sapienza, y como siempre estaba agraviado, su inspiración era inagotable. 

Su principesca familia, los Sanseverini de Palermo, no lo había querido reconocer y había emigrado a Roma, donde su bastardía no tuviera ningún significado. Se hizo llamar Pomponius para tener un nombre declinable, rimable y, sobre todo, sonoro, con el que desbancar al legendario Campanus, el único poeta que había probado la ambrosía del poder y seguía siendo el más considerado de la Academia.

Los conjurados se reunían en la casa de Pomponius, en la colina del Quirinal. Allá jugaban a los romanos. Se ponían nombres terminados en us, databan los años desde la fundación de Roma, vestían togas, escandían versos, imponían laureles, practicaban la maledicencia de ausentibus y otros ejercicios propios de su condición. Cuando los soldados pontificios fueron a prenderlos por ideas republicanas, injurias al papa, epicureísmo y sodomía, Pomponius estaba en Venecia, a donde había huido, dejando una declaración en muy pulidos hexámetros en la que acusaba al poeta Callimacus, quien también había escapado a Polonia. 

La reata de líricos fue conducida a los calabozos de Sant’Angelo. Pronto comenzaron a aterrorizarse mutuamente con magníficas descripciones de las sesiones de tortura e interrogatorio que les aguardaban. No habían transcurrido unas horas desde la detención, cuando los verdaderos poetas fueron poseídos por la inspiración de la musa Mneme la memoriosa y llovieron memoriales, memorias y dietarios donde, además de ofrecerse a su santidad como delatores, espías y aduladores, recordaban detalladamente los delitos de los demás y los llamaban estultos, beodos, disolutos, sodomáticos y hasta piojosos. Paulo II quiso detener a todos los que eran aludidos de alguna manera,  pero Borja le advirtió que no cabrían en Sant’Angelo y tendría que meterlos en el Coliseo. 

Platina, que entonces era cronista ensalzador del papa y luego sería su biógrafo más severo, había quedado como jefe de la Academia en funciones y, en un escrito pormenorizado, denunció a Pomponius y Callimacus. A éste último lo acusó de que, tras copiosas libaciones, solía arreglar el mundo masacrando monarcas y repartiendo reinos, lamentándose de no poder hacerlo más que en verso. Pero el principal motivo de odio por parte del buen Platina era que Callimacus había encontrado una estupenda colocación  como lisonjero mayor en la corte de Cracovia y se burlaba de sus antiguos compañeros de fatigas líricas. Respecto a Pomponius, esperaba que no volviese y así pasar a ocupar de manera permanente la jefatura de ripio y pluma. 

Pero los venecianos, siempre prácticos, extraditaron a Pomponius tras breve regateo, y añadieron la acusación de que había inducido al torpe vicio a dos jóvenes de las mejores familias. Durante la primavera se instruyó el proceso que lo haría famoso. Empezó por negarse a declarar en otra lengua que no fuese el latín. Dijo que nunca había tenido más que alabanzas para la santidad de Paulo II y que, lejos de ser sodomático, nadie había escrito fustigando el torpe vicio con más aplicación e insistencia que él. Respecto a su huida, sostuvo que no fue tal, sino que había partido hacia Oriente ad perdiscendas letras arabicas et græcas (a estudiar las letras árabes y griegas), punto que, en parte, fue su salvación, porque Paulo II, que no sabía palabra de latín y hasta en dialecto veneciano daba tropezones y farfullidos, entendió que era “para la perdición de las letras árabes y griegas”, y llegó a creer que fue una misión que Pomponius se habría impuesto para obedecer su pontifical condena del humanismo. De modo que el papa llegó a planear ponerlo al frente de una cruzada contra las letras heréticas, pestilentes y malditas. De haberse llevado a cabo, habría sido el sueño de todo poeta agraviado.

Pero, entretanto, surgieron más acusaciones. El alcaide de Sant’Angelo, declaró que, en las emparedadas soledades, el pequeño y docto Pomponius daba muy particulares lecciones al joven académico Lucido Fazini.

Todo acabó en verano, la época fatal para los papas. En Roma, después de ponerse el sol, el calor seguía en el aire, pesado como un mar morado y turbio. Las piedras aún irradiaban un resquemor ardiente. La noche se derramaba de los portales y las arcadas ruinosas, colmaba las calles y subía por los muros como una hiedra oscura. Las campanas de san Marcos, que apenas se veían en la última claridad que sobrenadaba Roma, tocaban a muerto mientras se iban borrando.

Los ventanales del Palazzo Venezia daban latidos de luz despareja. Antorchas y fanales pasaban y repasaban. Paulo II había muerto, fulminado casi de repente por la aplopejía, despues de haberse comido dos grandes melones. 

Y así fue como empezó la era impresa y terminó la persecución de los verdaderos poetas.

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31 de enero de 2011
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Los verdaderos poetas (I)

 

¿Cuándo empezó la persecución de los verdaderos poetas? Algunos estudiosos han propuesto que el cruel fenómeno se remonta a finales del siglo XX, cuando los poetas de la experiencia y de la diferencia se tiraban del moño. Pero recientes investigaciones han sugerido que la represión atroz se inició en la Roma renacentista, en el momento en que un verdadero poeta accedió al papado. Y todo fue que, cuando murió Alfonso Borja, el hábil financiero valenciano que aprovechó ser el papa Calixto III para convertir el purgatorio en el artefacto que remodeló Europa, su sobrino Rodrigo Borja se presentó ante sus ilustrísimas que votaban en el cónclave como un joven cardenal inexperto y humilde: como las votaciones se repetían, no había acuerdo, y todos estaban cansados, les propuso que se pasara al accessit

Hacía mucho tiempo que no se recurría a esa ceremonia, muchos cardenales no sabían en qué consistía, y el propio Borja, buen orador, muy seguro y aplomado, con gran conocimiento de cánones, procedió a explicarla. El accessit es un medio de abreviar las votaciones por escrito, cuando nadie alcanza los preceptivos dos tercios favorables. Cada cardenal ha de aproximarse al altar y decir:  “accedo a los que han votado a Tal”. Estos votos se suman a los escritos y, si se alcanzan los dos tercios, la elección es válida. No les dijo que, en el accessit, las perspectivas de elección pueden dar un vuelco inesperado. Bien porque los votantes minoritarios, ante el temor de ser conocidos como tales, cambian su voto; o bien porque se desvela que los sufragios casi mayoritarios a algún candidato eran una maniobra de distracción. También es lícito no votar a nadie y decir: accedo nemini. El cardenal Nemini ha obtenido muchas veces la mayoría, cuando la rabbia papale hace estragos.

Pero, de repente, cuando algunos aún no acababan de entender qué era el accessit y los votos de la última ronda todavía estaban sin contar, el propio Rodrigo Borja, tras una pausa efectista, proclamó de viva voz su voto al cardenal Æneas Silvio Piccolomini, un literato pobretón en el que nadie había pensado. 

Inmediatamente, se prosternó a sus pies, reconociéndolo como vicario de Cristo. No hizo falta explicar que también es válida la elección por aclamación, inspiracion y adoración. La maniobra era audaz y muy arriesgada. Si, en vez del favorable tumulto esperado, la concurrencia cardenalicia se quedaba indiferente, el desprestigio del adorador y el adorado sería irreparable. Pero el efecto fue fulgurante. Hasta el cardenal Scarampo, el más rico, que ya tenía apalabrada la compra de los votos que necesitaba menos tres, celebró el golpe de mano y aclamó al nuevo pontífice.

Sólo el cardenal D'Estouteville, opulento y ambicioso, que aún se sentía molto papabile, no podía creer lo que estaba pasando, se levantó y clamó furioso: Poetamne loco Petri ponemus?; que vale como decir: “¿Caeremos tan bajo como para elegir papa a un poeta?” Æneas Silvio se permitió recordar que, si bien él padecía el mencionado vicio, el cardenal D'Estouteville tenía uno insalvable: era francés. 

Pío II, el nuevo papa, era un erudito menudo, de ojos saltones, que tomó su nombre de un verso de Virgilio: pius Æneas… Había recibido el capelo cardenalicio de Calixto III y debía la tiara a su sobrino, Rodrigo Borja.

También la inquieta horda de poetas y humanistas entró en efervescencia. En una semana, aparecieron cientos de ditirambos, apologías y retumbos. Ninguno podía reprimir la admiración que profesaba a los escritos del nuevo papa. Pero pronto se vio que Pío II, adulador de papas y prelados diversos, copista de concilios y secretario de emperadores, era un verdadero poeta: también él había sufrido la rabbia papale, siempre había querido ser papa y lo demás era cuento. Todos los verdaderos poetas de la cristiandad sufrieron un amargo desengaño, no eran premiados con cardenalatos, arzobispados ni laureles, por más altura de miras que ponían en la adulación papal. Sólo Filelfo recibió una pensión raquítica en pago de su maledicencia, y el poeta Campanus, por tener un nombre sonoro y ser muy malencarado, recibió un obispado que tenía que sudarse cada día fabricando dísticos como un forzado para gloria de su santidad.

No quedó en eso el escarnio y tormento que Pío II infligió a los verdaderos poetas. Escribió la bula In minoribus agentes donde declaraba execrable la obra de un tal Æneas, particularmente su novela ovina De Euryalo et Lucretia, que estaba siendo objeto de grandes alabanzas por los verdaderos poetas. Pío II renegaba de la obra de Æneas Silvio; sus poemas sieneses, sus comedias alemanas, su hijo alsaciano… todos quedaban sin padre. “No atribuyáis a Pío lo que fue de Æneas”, acababa. Era para volverse loco. Sin saber a quién adular, versificadores y doctos humanistas erraban como almas en pena. Casi un centenar de los más desesperados botaron un bajel en Otranto para ir a la corte del gran turco y mahometizar. Al menos allá, se decían, sabremos con certeza a quién rendir admiración. 

Indignado con aquella fuga de cerebros, Pío II convocó a los príncipes cristianos en Mantua para predicarles la Cruzada contra el gran turco, que recomenzaba su avance sobre Belgrado, envalentonado con la preciosa adquisición de poetas. Llegado el día señalado, ningún príncipe cristiano se presentó en Mantua. Como Pío II no había derrotado a ningún cometa, nadie confiaba en la victoria y, lo más asombroso, nadie se entusiasmaba con la posibilidad de recuperar a los poetas cobistas mahometizantes.

Concibió el papa entonces un plan tremendo. Escribió una carta al sultán Mahomet exhortándole a cristianarse. El latín de la misiva era tan excelso que hubiera corroído de envidia al estilista Cicerón y arrancado tiernas lágrimas al severo Tácito. “Mahomet, —le decía—, ilustre sultán de los turcos, si quieres dilatar tu imperio y hacer glorioso tu nombre, no necesitas oro, ni armas, ni ejército… Basta un poco de agua con que te bautices, te hagas cristiano y creas el Evangelio. Si eso hicieres, no habrá en el orbe un príncipe que te supere ni iguale en poderío. Te llamaremos emperador de los griegos y de Oriente. Ordenaré a todos los cristianos que te veneren y escojan como árbitro de sus litigios. Volverán los tiempos de Augusto y los siglos áureos cantados por los poetas. Habitará el leopardo con el cordero y el ternerillo con el león… las letras latinas y griegas, y también las bárbaras, cantarán tus loores…” Tuvo la delicadeza de pasar por alto el bajel de aduladores del que injustamente se había apropiado y, a cambio, le pormenorizó detenidamente el misterio de la Trinidad y le refutó los errores islámicos con citas del Cribratio Alchorani, de Nicolas de Cusa. Pero el sultán Mahomet, incomprensiblemente, no era sensible a las buenas letras; siguió avanzando, y conquistó Lesbos, y toda Bosnia. 

El poeta Campanus recordaba el episodio en sus memorias y se lamentaba de la ignorancia del turco que, por ser tan suma, impidió que cambiase el curso de la historia: Ah, se Maometto avesse saputo il latino! 

No todos los verdaderos poetas se habían ido. Algunos se quedaron y conspiraban contra Pío II. Tiburzio Porcari planeaba derrocarlo y presidir un Parnaso laico que hiciera un nuevo reparto de laureles. Fue descubierto a tiempo y condecorado con la soga apretada. Piccinino, cómplice del anterior, se había apoderado de Asís y otras ciudades pontificias donde se había laureado a sí mismo. 

Pero, en toda Italia, no había literato a quien odiara más el sumo pontífice que a Sigismondo Malatesta, el tirano insolente que, pese a ser excomulgado y quemado en efigie, seguía haciendo befa del papa y gobernando su ciudad de Rímini. Allá campaba a sus anchas, rodeado por poetas y eruditos a los que imponía trabajos forzados como disertar con elegancia, sostener controversias peliagudas y alabarlo sin cesar, y a quienes, según su capricho, retribuía con un quinta campestre u obligaba a ganar el sustento como acémilas de noria o soldados rasos de su ejército. 

Para liberar al Pío II del disgusto y mortificación que le causaban los verdaderos poetas, el cardenal Borja montaba espectáculos en su honor. Ya por entonces, comenzó a destacar por la pompa, alarde y estruendo de salvas de artillería de sus coreografías audaces.  Como uno de los nombres del papa era Silvio, en un tramo del recorrido de la procesión del Corpus, hizo instalar una selva frondosa de total verismo en donde figuraban cinco reyes con su gente armada y un salvaje despechugado que luchaba con un león en medio de un cañoneo feroz. Fue un gran éxito de público y crítica.

Cuando se produjo la invención del cráneo de San Andrés en Grecia y se trasladó a Roma, también Borja se encargó de organizar el recibimiento, que destacó por su esplendidez. Hubo cortejos de patriarcas recitando versos, ángeles músicos que volaban, una representación de la vida del inquilino del cráneo en diecisiete cuadros vivientes, incluyendo el cielo y las gradas del Altísimo y, por supuesto, pirotecnia.

Pío II apreciaba mucho las creaciones tan entretenidas de Borja, pero, al final, no soportaba la urbe. Pasó la última parte de su pontificado haciéndose llevar por montes y valles en su palanquín. Estaba tan gotoso y apesadumbrado que no podía ponerse en pie ni sostener la pluma entre los dedos. En tan penoso estado, se impuso el deber de escribir algo que definitivamente demostrara que Pío era superior a Æneas. La idea la tuvo un día de siroco en que el mismo cielo se había puesto amarillo de sofoquina. En las cuestas del monte Amiata, los porteadores de la silla, chorreando sudor y atormentados por las moscas rabiosas, tropezaban y sacudían malamente al santo padre que se ahogaba de calor en su cajón. 

Campanus, siempre cumplidor de su deber, dijo que su santidad era como el heroico rey Filipo el macedonio que, según cuenta Tito Livio, ascendió al monte Hæmus sin otro propósito que contemplar su reino y meditar la guerra con Roma. Su santidad callaba. Campanus volvió a la carga.

—Pero, con la diferencia de que su santidad es… como el heroico rey Filipo y el gran Tito Livio, a la vez…

Su santidad no decía nada. 

—Su santidad es como el heroico rey Filipo, el gran Tito Livio… y Petrarca, soberano de los poetas, a la vez…

Por fin, Pío II, petrarquista ferviente, acusó recibo.

—¿Por qué Petrarca?

Campanus recordó cómo el soberano de los poetas emprendió la descripción del golfo de Spezia, porque no había sido cantado hasta entonces, y cómo ascendió al Mont Ventoux para dar cuenta de una emoción que no habían registrado los antiguos ni los contemporáneos. También la visión repentina de los bosques calabreses le hizo reanudar la composición de unos endecasílabos que tenía atascados… 

Pío II asintió. Cuando un verdadero poeta asiente, no tarda en entusiasmarse y aquel entusiasmo fue el origen de la célebre sella stercoraria poetica. El ingenioso vehículo, construido según los planos de Pietro Torrigiani, cumplía los requisitos líricos y jerárquicos al mismo tiempo.

Campanus iba alojado, con su recado de escribir, en el cubículo debajo del orificio estercorario que quedaba ante los pies del papa. Éste profería fragmentos de versos en agraz, comentarios eruditos y descripciones memorables. Fue un verano con un calor de volcán. Sofocado en su cubículo infrapapal, registrando las pontificales excelsitudes que le venían de lo alto, cuántas veces recordaba Campanus con indecible nostalgia la dulzura de los tiempos en que viajaba a lomos de su asno, detrás de la sella gestatoria, ripiando algún que otro dístico y lisonjeando a su santidad. 

Cuando el poeta, aunque romano pontífice, decidió emular a Petrarca y ascender en la sella stercoraria poetica al Mont Ventoux para estercolar muchos versos, comentarios y descripciones, el primer impulso de Campanus fue arrodillarse e implorar piedad. Sin embargo, conociendo  lo inútil de tal recurso ante un verdadero poeta, tuvo la lucidez de contenerse y sugerir a su santidad que la ascensión al Mont Ventoux y el correspondiente estercoleo lírico ya los había hecho Petrarca, y que le reportaría más gloria dirigirse a Ancona, donde miles de cruzados de todas partes se habían reunido para embarcarse contra el turco y, como nadie se ocupaba de embarcarlos, se masacraban entre sí y condenaban sus almas jugando a los dados y blasfemando.

—Su santidad podría describir el famoso puerto de Trajano, arengar a los cruzados y bendecir las galeras… —sugirió Campanus

La travesía de los Apeninos fue especialmente penosa. Pío II cogió una diarrea tan sumamente prolífica que la sella stercoraria poetica hubo de ser provista de otro orificio, éste estercorario sin más. En Loreto, ante una de las cien Madonnas que pintó san Lucas, el verdadero poeta estaba tan decaído y absorto en el redoble de sus borborigmos y trifulcas intestinales que no apreció el turiferio de Campanus, cuando improvisó unos ripios donde decía que el mejor pincel y la más excelsa pluma de la Cristiandad se encontraban frente a frente.

A la vista de Ancona, el Adriático parecía de ceniza y el cielo estaba blanco de calor. Los palanquineros habían dejado la calzada y caminaban campo a través, por la arena dorada y ardiente. Tenían prisa. Pío II llevaba dos horas muerto, echado para atrás en su sella estercoraria poetica, y las tripas le seguían haciendo ruido. 

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27 de enero de 2011
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La librería de Royo

 

 

En la difunta librería de Royo había dos incunables que custodiaba un gato peludo de color naranja. Las fábulas de Esopo en vitela dorada con ilustraciones, y un manuscrito gótico de Romancea Proverbiorum, una de las compilaciones de refranes más antiguas conocidas, con algunos pasajes vilmente chamuscados y agujereados por los invasores franceses que saquearon el palacio del obispo de Tarazona. Cierto es que a veces Royo contaba que el Romancea procedía del palacio de los Gaitanes, que tenía un pasadizo que venía de la muralla vieja, bajaba hasta el  río Mediavilla, y naturalmente contenía tesoros; pero, en general, al incunable refranero le atribuía procedencia aragonesa, como al calendario zaragozano. Un día Royo se fue a Basilea con su Romancea y lo vendió a un judío riquísimo, eso dijo. Pero el Romancea seguía visible en la librería de Royo, junto al gato naranja y el Esopo dorado. Sin duda, el astuto de Royo le vendió una copia al judío, pensábamos, o tal vez colocó el original en uno de esos depósitos helvéticos y herméticos. O vendió copias a diestro y siniestro en su excursión suiza, y se quedó con el original para su gato naranja. Royo pasaba por virtuoso de las bromas pesadas y decía que en el Romancea estaba todo el mundo resumido, unas veces recordado, y otras, anticipado.

Muchos años después de la liquidación de la librería de Royo, se hizo patente que, no sólo el mundo, sino también el propio Royo aparecía profetizado en esa literatura refranera: en Los trabajos de Persiles y Segismunda (IV, 1) aparece un peregrino español en Roma que fabrica y vende libros raros, y proyecta escribir uno que se llamará Flor de aforismos peregrinos. El romero cervantino explica así su propósito:  

“A costa ajena quiero sacar un libro a la luz, cuyo trabajo sea, como he dicho, ajeno, y el provecho mío […] Esta mañana llegaron aquí y pasaron de largo un peregrino y una peregrina españoles, a los cuales, por ser españoles, declaré mi deseo, y ella me dijo que pusiese de mi mano —porque no sabía escribir— esta razón: 

‘Mas quiero ser mala con esperanza de ser buena, que buena con propósito de ser mala’

Y díjome que firmase: La peregrina de Talavera. Tampoco sabía escribir el peregrino, y me dijo que escribiese: 

‘No hay carga más pesada que la mujer liviana’

Y firmé por él: Bartolomé el manchego. Deste modo son los aforismos que pido; y los que espero desta gallarda compañía serán tales que realcen a los demás, y les sirvan de adorno y de esmalte.”

A continuación, todos los presentes, damas y caballeros, aportan su sentencia firmada, de modo que el refrán se convierte en un recurso narrativo inesperado. A su vez, el Persiles adquiere entonces un ritmo insólito, y muestra que la característica más importante del refrán en la lengua española es su consideración de forma correcta, porque es norma interiorizada por todo usuario del español que una palabra o un giro avalado por su presencia en un refrán es un recurso legitimado por una autoridad lingüística fuera de discusión. Eso mismo hace que el refrán sea uno de los principales recursos para la transgresión y la ironía, y el origen modélico del conceptualismo y la importancia modélica de la metáfora en español. Y de ahí que fuera un lugar común repetido por Giovanni Miranda y los maestros italianos de español de los siglos XVI y XVII que los españoles tienen una marcada predilección por hablar con metáforas y valoran en alto grado la perspicacia en su uso. La fuerza conservadora del refrán y su consideración de autoridad determina una estructura latente que resiste la erosión e influye en la evolución de la lengua, y es uno de los motivos por los que el lector inglés de hoy se encuentra mucho más alejado de la lengua de Shakespeare, que el español de la de Cervantes.

Una vez liquidada la librería de Royo, quedaban unos pocos libros y algunos abiertos exhalaban su postrer aliento. En la última página de un Quijote descabalado, se leía el cumplimiento de otra profecía refranera. En el final trágico, Sancho se vuelve quijotesco y propone un anticipo manchego del eterno retorno: “Vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada”. Sancho no sólo quiere seguir, también hace un revelación capital: lo tenían concertado. Hacían de Sancho y de don Quijote. Esa última invocación de complicidad triunfa en el alma de cada uno de los lectores, pero ya no en don Quijote, un personaje abandonado por su actor, que encima resulta ser un tipo refranero: “Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo; yo fui don Quijote de la Mancha.” 


 

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24 de enero de 2011
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Literatura realista

 

 

Cervantes, que ha vivido la pobreza, los embargos por deudas y la cárcel, que ha huido de la justicia que lo busca por pendenciero, que ha padecido la guerra y el cautiverio de Argel, se empeña en escribir La Galatea, en largo balido empalagoso donde no dice nada, en el género que no triunfa. Al poco tiempo, tras una temporada como empleado pobre y de nuevo en la cárcel por dinero, empieza el Quijote, que él considera una mascarada menor, falta del preceptivo muermo de égloga, sin el aliño y falseo debidos. Tras el inesperado éxito, vuelve a la cárcel, con casi toda su familia. Hace la segunda parte del Quijote donde, contra lo que se ha dicho, no solo no trata mejor al protagonista, sino que adula a quienes lo escarnecen, con tal sean duques, aunque de papel. Por fin, tras cometer, insistir y reincidir en la poesía más vacua, malviviendo de la protección de una arzobispillos y condes, da cima tenaz alPersiles, comistrajo laborioso, irreal e insufrible, al que se aplica durante muchos años, y para el que toma como modelo a Heliodoro, novelista griego de la época decadente e indigesta, literato heroico incomprendido, que prefirió renunciar a su obispado de Trica antes que repudiar sus etiópicos Amores de Teágenes y Clariclea, novela hipercasta e intrincada hasta la perdición. Por fin, Cervantes, ya en la dedicatoria de Persiles, a punto de morir, se declara aficionado al servilismo y a besar los pies a los condes, impetra la gloria para sus retumbos y obras más ovejunas, y no recuerda la famosa que la posteridad dice venerar. Queda el Quijote, con su suerte singular de obra no idealista de un autor que sí lo fue, y que sirve para que sus glosadores se declaren idealistas, sin serlo.

La vida de Cervantes podría ser archimodélica como aquella del hombre que pasa su vida ajetreado y urgido por cosas agrias, mezquinas, tristes y viles, pero que, salvo entreactos de flaqueza realista, se empeña y esmera en escribir, con gran trabajo y ningún aplauso, maravillas relamidas que suceden en armonía imposible. Al morir, insiste en su contumacia heroica. Jamás, nadie, ni el público contemporáneo, ni la posteridad, le da la razón, y finalmente la grey de comentaristas atribuye su nombre a un espectro que él nunca fue ni deseó ser. 

La vida de un autor que se empeña, no en que los libros de caballería sean verdad, sino en que lo sean los pastoriles, sería una vida heroica, pero no podía ser obra de Cervantes. Como tampoco fue obra de Roth la vida de un escritor olvidado en Amsterdam, que no puede andar a causa de sus pies hinchados y del delirium, y escribe en la cama La confesión de un asesino contada en una noche, mientras vive de un comité de ayuda que le paga el alquiler de su cuarto. 

Literatura que nos salva del mundo y trata de sacrificios humanos. Se ve que atiende una necesidad. Entre los griegos se usaban los fármacos, que eran unos irrelevantes mediante los que se purgaba la necesidad pública de masacre, y a los que se lapidaba siguiendo la indicación de algún sabio. A falta de matar a quien uno querría, se mataba impunemente y en feroz cuadrilla a quien señalase la autoridad. Con el tiempo, el día de matar a los fármacos tuvo su lugar fijo en el año, y no tardó todo el mundo en ver que era muy feo lapidar a unos fármacos andrajosos. De modo que los hicieron funcionarios fijos, y los vestían y alimentaban en unas farmacopeas de la polis, para soltarlos el día de los fármacos y apedrear unas piezas que diera gusto. También todo aquello amplió sobremanera la literatura.

 

 

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20 de enero de 2011
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Del antiguo nombre de Olite

 

 

 

Hacia el final del siglo II se documenta por primera vez en las ciudades italianas un curator rei publicae. No se trataba de un irrelevante magistrado local, sino de un funcionario especial nombrado por el emperador. Antes de Diocleciano ya se conocen al menos diez curatores rei publicae en la Galia Narbonense, que pueden verse como instrumentos de centralización imperial. Entre otras funciones, el curator fijaba los precios del mercado y se ocupaba de los impuestos. En otras palabras, no era un funcionario local, sino que representaba la larga mano del emperador. En la ley del emperador Mayoriano, del año 458 (Nov. 7) se lee este importante apunte sobre el cargo Curiales nervos esse rei publicae ac viscera civitatum nullus ignorat. Y en efecto, Diocleciano pretendió establecer mediante los curiales un estricto control de las ciudades.

En una carta imperial a la ciudad de Efeso datada en la segunda mitad del siglo II y, sobre todo, de la correspondencia de Plinio en Bitinia, se evidencia que el término griego correspondiente al curator civitatis / curial latino es logistes, y el nombre de la función logisteia puede leerse en P. Oxy XXXVI 2780 (530 d. C.).

En el Egipto romano y bizantino, en el período 300-500 d. C., o sea, a partir de la reforma diocleciana, la presencia documental de logistes alcanza su máximo, y su competencia cubre áreas de poder que hasta entonces se atribuían a cargos ya arcaicos como prytanis, exegetes, riparios, agoranomos, pater poleos y otros. En el área bizantina, el cargo de logistes con nombramiento imperial  y con funciones de regulación de conflictos, fijación de precios y política social en general perduró, o al menos está documentado, hasta entrado el siglo VII (P. Lond. I, 217).

Christoph Müller ha constatado en una investigación sobre curiales y obispos que, en las ciudades galas de los siglos IV - VI, se pone de relieve una importancia creciente del papel del obispo en cometidos que antes eran exclusividad del curator civitatis. Del abuso y desprestigio de los curiales trata Salviano en un tratado significativamente titulado De Gubernatione Dei y escrito a mediados del siglo V, donde dice (5, 18): Quae enim sunt non modo urbes sed etiam municipia atque vici, ubi non quot curiales fuerint, tot tyranni sunt? Los curiales aparecen por lo tanto, ya en esa fecha, como parte del aparato de represión imperial, ante la inflexión que supuso el paso del gobierno urbano mediante curiales imperiales al gobierno por notables de la propia ciudad.

En ese contexto se produce también la evolución de la ciudad bizantina, que pasa de cristiana a episcopaliana para mejor gestión del imperio, y se concibe el bizantinismo tardío del theologistes, un logistes que abarcaba cometidos sacros y profanos pero que, en esencia, mantenía la función imperial del curator civitatis y del logistes poleos.

Este nombre de inspiración bizantina tardía aparece en la antigua denominación de Olite, ciudad fundada por Suintila hacia el 621, que en una inscripción conmemorativa recién publicada en la prensa y datable hacia el siglo XII se lee (TH)EOLOGITE NEON. Suintila, por lo tanto, no sólo fundó la ciudad, sino que la hizo sede episcopal y le impuso una administración de impronta imperial bizantina inspirada, a su vez, en la antigua romana. No es el único caso en que la denominación del cargo queda en la toponimia, porque el nombre Curiel presenta un paralelo latino, pero sí es el unico caso atestado de nombre griego fuera del área bizantina que, cuando se fundó Olite, aún incluía el sureste peninsular. El adverbio griego neon, tanto si reproduce una inscripción previa, como si es de la conmemorativa, indica que, pese a la erosión de la forma plena, en el siglo XII en Olite aún se sabía que el nombre de la ciudad era griego.

El nombre antiguo de Olite ha sido motivo de controversia desde tiempo atrás: ahí está el testimonio de Esteban Garibay, quien de paso que identificaba como primer vasco de la historia a Tubal, el arquitecto de Babel que trajo consigo una de las setenta y dos lenguas a España, se inspiró en el pasaje de Isidoro de Sevilla que data la fundación de Olite para confeccionar un “Erri berri”, con el éxito fervoroso que suelen tener esas invenciones en la parroquia. Ahora, dejando la fantasía y volviendo al problema epigráfico que representa Theologite, desde la antigüedad se ha pensado que es un término absurdo y hasta ridículo, de modo que las letras iniciales THE han sufrido un editing que las ha hecho desaparecer en la mayoría de las versiones. Así, la redacción convencional establecida del texto de Isidoro postula Ologitin civitatem que remitiría a un Ologitis como nombre de la ciudad.

Pero ahora la presencia epigráfica de Theologite en la propia Olite obliga a un confrontación con la lectura recta que nos remite al cargo de theologistes, y a su nombramiento o reposición por parte del rey Suintila como hito fundacional de la población.

Es natural preguntarse cómo es que Suintila se preocupa tanto por un nombramiento episcopal y, sobre todo, parece escoger un hiperbizantinismo para definir el cargo. Hay que recordar que los concilios de Toledo eran un instrumento de la monarquía visigoda. De entrada, eran convocados por el rey, y no sólo participaban los eclesiásticos, sino los principales personajes de la corte, la llamada aula regia, que también era nombrada directamente por el rey. Las atribuciones conciliares no eran solo ni principalmente de disciplina eclesiástica, sino que el concilio representaba el cuerpo legislativo más importante de la monarquía y venían a representar a unas verdaderas cortes nacionales. De modo que un obispo visigodo era un secundus a rege en todos los sentidos.

La elección de un término bizantino para el importante cargo plenipotenciario se encuadra en la admiración y aversión que inspiraba entonces el imperio bizantino a un visigodo, una particular relación que incluía la emulación. En aquel momento, el bizantino era un imperio real, mientras el visigótico no pasaba de aspirante. Por ejemplo, el emperador bizantino debía dar su aprobación a la elección papal y cobraba por ello una tasa. Todo sugiere que Suintila hizo en Olite un nombramiento de emulación bizantina.

Una buena pregunta sería cómo pudo formarse un theologistes condenado a ser tan semejante a theologos que no podía ser viable. Y la mejor prueba de su inviabilidad es que el Theologite de Olite ha sido unánimente reputado absurdo y ridículo, aunque constaba su documentación. Al respecto es preciso saber que, en el ámbito bizantino y oriental en general, theologia no tenía entonces el significado actual. Era un término técnico y erudito que se refería exclusivamente a la teoría trinitaria, al tiempo que se distinguía expresamente de oikonomia “economía”, que era la teoría sobre Cristo. Con la “teología” sucedió lo mismo que con esa acepción cristológica de “economía” que ha sido suprimida y reducida a arcaísmo por el uso que vino luego.

La hipótesis de que hubiera una inscripción griega de ínfulas bizantinas que fuera modelo de la inscripción latina del siglo XII está reforzada por la chocante presencia del adverbio griego neon y la llamativa irregularidad per suhintihilanem. El autor de la inscripción sabía poco latín y quizá menos griego, y su testimonio hace pensar que trató de trasladar un theologistes neon pros suinthilan basilea que en griego podría tener este aspecto:

ΘΕΟΛΟΓΙΣΤΗΣ

ΝΕΟΝΠΡΟΣΣΥΙΝ

ΘΙΛΑΝΒΑΣΙΛΕΑ

y que significaría: “Theologistes de nuevo (nombrado) en presencia del rey Suintila”. Se aludiría de ese modo a la reposición de un theologistes, lo que sugiere que algo pasó con el anterior, y también a la presencia efectiva de Suintila que emulaba así una conducta imperial bizantina.

 

 

 

 

 

 

 

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17 de enero de 2011
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Cuando no existían los vascos (y IV): Mestizo y advenedizo

 

 

Las tres lenguas principales que se escribieron en la España prerromana habían alcanzado, sobre los siglos III-I a. C., el estatus que la escritura proporciona en una sociedad de cultura avanzada.

En tartésico e ibérico se redactaban contratos y resoluciones jurídicas, textos religiosos, históricos y literarios. El celtibérico, que fue el último en acceder a la escritura, disponía de un reputado centro legislativo y judicial en Contrebia Belaisca, capital de los celtíberos que se nombraban Beli o Belici: “los fuertes”.

De las lenguas que no se escribieron, poco podemos saber. No está acreditado que los cántabros hablasen una lengua emparentada con el aquitano, y los pocos nombres cántabros conocidos sugieren que las dos lenguas no tenían nada que ver. La presencia de contingentes cántabros luchando junto a los aquitanos no prueba, como se ha pretendido, que hablasen la misma lengua. También hubo celtas mercenarios luchando junto a los cartagineses y nadie ha concluído, hasta ahora, que celtas y cartagineses hablasen la misma lengua o una muy parecida.

Tampoco el testimonio de Séneca (Ad Heluiam VII, 9), que sugiere la semejanza entre algunas palabras de los corsos y los cántabros, puede ser tomado al pie de la letra. El autor habla de dos lenguas que ignora y, en esa situación, es imposible pasar de alguna remembranza de sonsonete.

En el momento de la romanización, la mayor parte de los vascones, várdulos e ilergetes hablaban celtibérico, y no paleovasco, que era entre ellos la lengua de una población marginal, no urbana, y en estancamiento o regresión, situada entre el valle de Arán, el curso alto del Cinca, norte de Huesca y montañas navarras hasta el río Deba. En Vizcaya, que ostenta un nombre originario de las cercanías de Pamplona, y habla con latinismos de peculiaridad absoluta, no entró el vasco antes del siglo VI en su parte más oriental, mientras en su máxima extensión, que tuvo lugar en el siglo XI, no llegó a Orduña ni a las Encartaciones.

Porque la lengua vasca, que es el resultado de la influencia del latín en el paleovasco, alcanzó su mayor extensión territorial y demográfica en la Edad Media. El romance y el vasco presentan una evolución coetánea que además sucedió en estrecho contacto. No es raro que los primeros testimonios escritos conservados estén redactados en el romance castellano-riojano y, a la vez, contengan las primeras frases en vasco. 

En las llamadas Glosas Emilianenses, es decir, las del manuscrito nº 60 del monasterio de San Millán, se leen, entre las primeras frases en romance, las dos primeras frases conocidas en vasco. El documento se data hacia mediados del siglo X, y las palabras vascas, pese a las numerosas propuestas, todavía carecen de explicación satisfactoria.

En el folio 67 v., se encuentran el siguiente texto latino y glosas:

jncolumes [sanos et salbos] jnveniri meruimur [jzioqui dugu]

No cabe duda que jzioqui dugu es un verbo que glosa meruimur, es  decir, “hemos merecido”. Izioki es un adverbio derivado de izio, que significa “motivo” (cfr. zio en vasco; la deriva de la inicial e > i > ø es muy usual). El significado es “lo hemos merecidamente”.

En el folio 68 v., se lee:

Non nobis sufficit [non conuienet anobis] [guec ajutu ez dugu] quod christianum nomen accepimus si…

Durante años se creyó que la glosa vasca se refería a precipitemur [nos non kaigamus], que figura más arriba en el folio, lo cual hacía imposible una lectura aceptable. El término clave en vasco es ajutu, un préstamo latino (de adjutum, supino de adjuvo) con el significado de “apoyar”, “secundar”. La construcción verbal se puede comparar con la de otro préstamo latino en vasco, laket (de placet), que presenta laket dugu “nos complace”. Guec, por su parte, es la forma sincopada o, si se prefiere, la versión dialectal riojana de guhaurek. De modo que guec ajutu ez dugu significa “nosotros mismos no secundamos”. 

La aparente inversión —ajutu ez dugu en lugar de ez dugu ajutu, como se esperaría hoy— no es enfática ni errónea, sino que refleja la formulación que entonces regía en vasco: más latina que la del romance.

Desde mediados del siglo IX, se documenta una emigración y colonización de várdulos (Bardulia aparece ahora como denominación que abarca la Rioja y el norte de Burgos y Palencia, lo que diríamos cogollo de Castilla la Vieja:  in Barduliam, quae nunc Castella dicitur, referido al año 842 se lee en el Chronicon de Tuy) y de váscones en tierras castellanas: Villabáscones, en el Arlanzón, cerca de Burgos, y localidades como Gipuzuri, o Bascuri en tierras riojanas atestiguan esos movimientos de colonos que llevaron la lengua vasca hacia el sur y el oeste.

En ese contexto, cumple decir algo de Gonzalo de Berceo (119o-1260),  un poeta fingidor que fue notario y graduado en los Estudios Generales de Palencia. Los literatos de la primera mitad del siglo XX, particularmente los miembros de las generaciones del 98 y del 27, achacaron a Berceo sencillez, ingenuidad y candor, con las naturales miras de vindicar tan claras virtudes para ellos mismos. Así se formó el tópico del poeta rústico, de personalidad sencilla, y ajeno a la pompa libresca.

 Con el mismo propósito de autoalabanza que se encuentra tras el tópico de la ingenuidad rústica de Berceo, sus pretendidos vasquismos han constituido un tema recurrente, y se han elaborado listas con docenas de términos que no resisten un examen elemental. En realidad, la única palabra vasca utilizada por Berceo es Don Bildur “Don Miedo”, nombre de una personificación popular. Y si la poesía berceana se fuera a utilizar como registro fiable de la vasquidad de la Rioja Alta en su tiempo, habría que concluir que, entre la época del anónimo glosador emilianiense y mediados del siglo XIII, el vasco había desaparecido de la comarca, a excepción de Ojacastro, donde los vecinos todavía tenían derecho a declarar en esa lengua en 1235.

Ahora, un somero muestrario del vocabulario de Berceo y su cotejo con los correspondientes términos vascos puede ser ilustrativo:

alcandora "camisa" (ár. alqandura) alkandora "camisa" 

asmar “imaginar” (lat. aestimare) / asmatu “acertar”

ardura “apuro” (lat. arduus) / ardura “preocupación”

artero “hábil” (lat. ars) / artetsu “hábil”

atorra "camisa" (ár. adurra) / atorra "camisa" 

bocin “burla” (lat. boccina) / muzin “desprecio”

catino “jarro” (lat. catinus) / katilu “taza”

ciella “celda” (lat. cella) / gela “cuarto”

colpado “herido” (lat. collapsus) / kolpatu “herido”

corroto “mortificación” (lat. corrodere) / gorroto “odio”

cordoio “pesar” (lat. corrodere) / korromio “pesar”

defirmes “garantizado” (lat. firme) / berme “garantía”

enanzar “avanzar” (lat. inante) / enantzu “avance”

endrezar “dirigir” (lat. derigere) / endrezera “dirección”

foya “hoyo” (lat. fovea) / hobi “hoyo”

guizquio "chuzo" (lat. gaeso icere) / kizki "garfio" 

lazrar “penar” (lat. lacerare) / latz “áspero”

laydo “burla” (lat. loidos) / laido “ofensa”

lodor “alabanza” (lat. laudare) / laudorio “alabanza”

massiellas "mejillas" (lat. maxilla) / masailak "mejillas"

nucir “dañar” (lat. nocere) / nozitu “padecer”

puntada “instante” (lat. punctus) / puntada “instante”

quessa “queja” (lat. quassiare) / kezka “preocupación”

quirolas “juegos” (lat. gyrolla) / kirolak “juegos”

refierra “réplica” (lat. referre) / errefera “réplica”

rehez “fácil” (ár. raiz) / errez “fácil”

rehez “nadería” (ár. raiz) / yeus, deus “nadería”

rencura “rencor” (lat. rancor) / arrenkura “disgusto”

tastar “tocar” (lat. tactus) / dastatu “probar”

truferia “burla” (fr. truand) / trufa “burla”

 

 Queda patente que el vasco no ha tomado esas palabras del latín,  del árabe, ni del francés, sino del romance riojano. En español, hace mucho que son arcaísmos, mientras en vasco todas siguen vigentes.

Lo llamativo es que la mayoría de ellas figuren en el acervo del llamado navarro-labourdin littéraire (nombre que propuso Pierre Lafitte para el dialecto literario vasco escrito en Francia entre los siglos XVI y XIX), y que, en cambio, sea imposible hacer una lista de gasconismos y galicismos, contemporáneos de Berceo, en lengua vasca.

Todos los galicismos en vasco son modernos, y los gasconismos, apenas unos pocos, y casi todos tardíos. ¿Por qué será?

De entrada, no es un detalle irrelevante, si se tiene en cuenta que el vasco, como lengua conservadora, mantiene préstamos lusitánicos y celtibéricos de todas las edades, y un surtido amplísimo de todo el latín, desde el arcaico al más tardío, y lo mismo del romance castellano-riojano, del navarro-aragonés y, en fin, del español. Es decir, conserva trazas evidentes de todas las lenguas con las que ha tenido contacto.

La falta de gasconismos y galicismos antiguomedievales conforma el terminus post quem del movimiento expansivo de la lengua vasca que se estableció al norte del Pirineo, procedente de la vertiente meridional, en lugares donde no había población estable antes del siglo XI. Aunque las incursiones vasconas al norte de los Pirineos datan de 587, cuando los Wascones, de montibus prorumpentes in plana descenderunt (Gregorio de Tours, Historia Francorum VI, 12), y aunque luego practicaron famosamente el saqueo y pillaje de los transeúntes por el Pirineo occidental, hubo grandes extensiones de aquella vertiente que no se poblaron hasta bien entrada la época medieval. También los arabismos, que el vasco incorporó desde el romance, y que están presentes en la toponimia de la vertiente norte del Pirineo (por ejemplo, el nombre de Sara, población vasca con una primera documentación en el siglo XIII, procede del árabe sacra “jaral"), hablan a favor de una colonización medieval. 

Después de que Ricardo Corazón de León, duque de Aquitania, saqueó el norte del Pirineo a finales del siglo XII, acordó con su cuñado el rey Sancho el Fuerte el traspaso de la comarca, y el rey navarro fundó la Castellanía de San Juan (Sant Johan del Pie del Puerto, en romance navarro, Sanctum Johannem de Pede Portus en latín notarial), para que fuera capital militar y administrativa de Ultrapuertos. Esa comarca se pobló entonces y era conocida en Pamplona como “Tierra de Vascos”, por la lengua de sus colonos, que llegaron a fundar poblaciones como Bascoteguia (nombre real que se ponían los vascos a sí mismos, al contrario de Euskalherria, que es invención de clérigos) en Bearne, cuando los condes de Foix eran también reyes de Navarra. 

Porque otra prueba de que el vasco del norte del Pirineo es de procedencia hispánica es precisamente la palabra “basco”, cuya /b/ inicial y /o/ final sólo pudieron originarse al sur del Pirineo. 

Los vascos han empleado el celtibérico “basco” para nombrarse a sí mismos en su lengua, hasta el siglo XVI como mínimo, cuando Dechepare (1545), primer poeta en vernáculo, insiste con remarcada intención en el término popular basco frente al culterano heuscalduna

En todo caso, donde calla la literatura, clama la toponimia: Bascuri, en la Rioja y en Vizcaya (1089), y Bascoteguia, en Bearne (1350), son nombres de colonias vascas que no sólo prueban que los vascos se llamaban a sí mismos “bascos”, sino que marcan a la perfección, como mandados hacer de encargo, la extensión máxima de la expansión de la lengua vasca en la Edad Media.

 

Todo esto ha venido de una conversación sobre los dólmenes y monumentos megalíticos de por aquí. Mi amigo creía que los hicieron los vascos. Yo le decía que no, que los dólmenes se erigieron cuando aún no existían los vascos; y le explicaba que, incluso sin conocerla, él asumía la tesis de Barandiarán, cura, paleontólogo, vascoiberista y antidarwinista, para quien los vascos eran una raza pura y maravillosa que habitaba poéticamente su rincón exclusivo desde milenios incontables. Mi argumentación, en cambio, es de rango lingüístico y algo prolija y larga, así que mejor te la escribo en el blog.

Por lo demás, mi conclusión es que toda lengua es mestiza y advenediza, como el pensamiento. 

 

 

 

 

 

 

 

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13 de enero de 2011
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Cuando no existían los vascos (III): Celtas y vascos

 

El reclamo de “preindoeuropeo” ha seducido a teóricos del arte y el pensamiento, que han despachado efusiones de rango poético y filosófico sobre el vasco. Ahora, llamar preindoeuropea a una lengua idealizada, basándose en hechos históricos inexistentes, y adquirir así una ventana con magníficas vistas al pensamiento poético y la cosmovisión imperante siete mil años atrás, es un tanto alegre, porque el vasco no sólo es posterior al latín, sino que debe su formación a la influencia del latín, o sea, tiene la misma edad que sus hermanos romances. Y de los millares de lenguas no indoeuropeas del mundo, la vasca es la más indoeuropea. 

La llegada de los celtas al sur de los Pirineos hacia la mitad del primer milenio a. C., constituye un terminus ad quem para la formación de dos lenguas  hispánicas de relieve, el celtibérico y el paleovasco.

 Eso no quiere decir que estas dos lenguas vinieran entonces al mundo armadas de su propio vocabulario, giros y flexiones. Pero sí indica que a partir de esa fecha, los celtas y los aquitanos que cruzaron los Pirineos iniciaron de modo gradual la formación del celtibérico y el paleovasco a partir de lenguas anteriores.

En el caso del paleovasco (que es una lengua anterior al contacto con el latín, y por lo tanto con una morfología, sintaxis y vocabulario muy diferentes del vasco) los ingredientes básicos eran hablantes aquitanos, con relevante impronta cultural celta, mezclados con lusitanos autóctonos.

La incidencia del celta en el aquitano y luego en la formación del paleovasco representó la influencia civilizadora indoeuropea en una lengua de covada. En otras palabras, introdujo el nuevo concepto de padre, fundamental en las familias lingüísticas, religiones y civilizaciones indoeuroepea y semítica, llamadas a dominar el mundo.

El aquitano que se estaba convirtiendo en paleovasco al sur del Pirineo se hallaba sometido a leyes que aún hoy siguen vigentes en la evolución del vasco, como por ejemplo la tendencia a que /mb/ sea /m/, que determinó el paso del aquitano sembe al vasco seme “hijo”, una tendencia que se mantiene en el habla popular de la cuenca del Bidasoa donde denbora (“tiempo”) se pronuncia “demora”, y lehenbiziko (“primero”), “lemizko”.

Entre la multitud de préstamos celtas en vasco, figuran atta “padre”, andere “señora”, haltza “aliso, sei “seis”, zazpi “siete”, oker “torcido”, ezker “izquierda”, erreka “arroyo”, la copulativa eta que deriva de uta, y egi, muy frecuente en toponimia con el significado de “cordal de un monte” o “prolongación de una cresta”, y viene del celta gyo “valladar” o “alineación”, todavía perceptible en el nombre del Moncayo. En la poesía de Marcial (Ep. 25, 5: senemque Gaium nivibus), se ve que el gyo celtibérico sonaba gaio a oídos latinos.

Pero aún más llamativa es la importancia de la toponimia celta en el territorio consierado vasco. El río Deba, que discurrre por la parte occidental de Guipúzcoa, tiene  nombre celta. El Bidasoa y el Bidousse fluyen bajo teónimos celtas. De los afluentes pirenaicos del Ebro, sólo el Cinca presenta nombre vasco (Cinga > Txinga “terreno pantanoso” cfr. Txingudi, marisma del Bidasoa) mientras Ega, Arga y Aragón, llevan nombres celtas. Deio, que es monte y región enblemática en el nacimiento de la monarquía navarra, y se extiende desde la fortaleza de Monjardín hasta el río Ega, es nombre celta, así como Ultzama, valle al norte de Navarra, y Segia (Ejea).

También Nemanturista, antigua población cerca de Eslava, al sureste de Pamplona, presenta un superlativo celtibérico relacionado con las inscripciones celtas Menmandutiae, en la Galia Narbonense, Minmantii, en la Aquitania Céltica, Mermandios, testimoniado en Lusitania, Mermandiceo, descubierta no lejos de Lisboa, y Mirmanos, junto a Tudela. Todos estos nombres derivan de un antiguo término celta que se podría reconstuir como Menmandios “divinidad de la memoria”. 

Y también los bardyetas, que ocuparon casi toda Gipúzcoa y la parte oriental de Álava, llevan un nombre celta, que pasó a ser varduli, con diminutivo latino, en época histórica. 

Se hace patente que la lengua y la cultura superiores y referenciales en el territorio vasco eran célticas, y la población paleovasca servía a una élite de régulos y guerreros celtas, hasta la llegada de los romanos.

Todo esto sugiere que la relación de los celtas con los aquitanos, sobre quienes ya ejercían presión e influencia antes de pasar los Pirineos, y, en particular, con los aquitanos que se asentaron en el sur pirenaico, fue la que corresponde a un pueblo satélite, que les acompañó o fue empujado por los propios celtas en su marcha hacia el sur, y se quedó a unas pocas jornadas de su patria.

¿Qué nombre tenía para los celtas aquel pueblo inferior? La forma más antigua, o al menos anterior a las fuentes literarias, es la que aparece escrita con grafía ibérica en monedas aparecidas con frecuencia en Navarra, y datables sobre el siglo II a. C.: Barscunes y también Bascunes. La palabra es celtibérica, aparece en nominativo plural, y resulta llamativa la vacilación entre las dos formas.

El nombre de los vascos no se ha conseguido explicar desde su lengua —sólo Humboldt aventuró un basoko “del bosque”—, ni desde el celtibérico —salvo la propuesta de Tovar, que partía del radical bhar- que aparece en el nombre de los bardyetas-várdulos—. La dificultad mayor estriba en el grupo interno /sk/, que en la jerga lingüistica se llama infijo, y no se sabe qué pinta ni puede querer decir.

La solución podría no ser complicada. Si se toma guhaurek, “nosotros mismos” en vasco actual, se puede reconstruir la forma plena guhauresek (cfr. behauresek “ellos mismos” y hauresek “estos mismos”), que en celtibérico daría (g)uarsk > barscunes y (g)uask > bascunes; en latín (g)ausk > auscus —los ausci eran un pueblo aquitano con capital en Auch, antiguamente llamada Ilimberri— y (g)uascones; así como (g)ouaskonoi en griego. El acento en la /a/ de guháurek explicaría la antigua pronunciación váscon y váscones, o sea (g)uásk, así como la pronta caída de la /g/ inicial, y la vacilación celtibérica barscunes/bascunes

Hasta los vascos adaptaron a partir del celtibérico el término “basco” para nombrarse a sí mismos en su lengua. El culterano “heuscalduna” es una invención posterior.

 


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10 de enero de 2011
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Cuando no existían los vascos (II): La lengua indoeuropea más antigua de la Península

 

La escritura ibérica fue descifrada por primera vez en 1925 por Manuel Gómez-Moreno (1870-1970). La naturaleza semisilábica de las inscripciones y una primera lectura del plomo de Alcoy, descubierto en 1921, se impusieron como prácticamente indiscutibles, y la confianza en la identidad vasco-ibérica decreció notablemente, pese al prestigio de ilustres figuras, como Menéndez Pidal (1869-1969), que continuaron postulando una remota ecuación ibérico-vasca en la práctica totalidad de la península, y especialistas como Antonio Tovar (1911-1984) que habían mostrado un entusiasmo menor ante la hipótesis vascoiberista, pero que se inclinaban por la aceptación de la existencia de cierto grado de parentesco basado en listas comparativas que revelarían correspondencias notables. 

El corpus de las inscripciones ibéricas fue por primera vez susceptible de una lectura sistemática tras la publicación por Jünger Untermann de Monumenta Linguarum Hispanicarum (1975-1997).

A mediados del primer milenio a. C., se escribieron los textos más antiguos conocidos en España. La escritura es semisilábica y sólo se ha descifrado muy parcialmente. La lengua es tartésica, sin relación aparente con el ibérico ni el indoeuropeo, y se desarrolló en una civilización avanzada de tipo mediterráneo situada en Andalucía occidental.

Los textos inmediatamente posteriores son de la segunda mitad del primer milenio a. C. La escritura todavía es silábica en gran parte, procede de la fenicia y la griega, y hoy se puede leer casi en su totalidad. La lengua, por su parte, es ibérica y continúa siendo desconocida. El idioma ibérico se utilizó a lo largo de la costa mediterránea, desde Andalucía hasta el norte del Pirineo, y se extendía hacia el centro peninsular por las cuencas del Ebro, el Júcar y el Segura. Los griegos pusieron nombre a los iberos haciéndolo derivar de la denominación de su río principal, el Hiber, que hoy llamamos Ebro.

A lo largo de los siglos III-I a. C., se escribió en celtibérico en la cuenca del Ebro y alrededores. La escritura es la ibérica levantina, con algunas adaptaciones, y es legible casi en su totalidad. La lengua celtibérica es indoeuropea y puede interpretarse con fiabilidad muy alta. Hay una enojosa semejanza entre celtibérico e ibérico que puede originar alguna confusión: celtibérico es el celta que se habló en la península ibérica y, aunque aparece escrito en signos ibéricos, no tiene nada que ver con el ibérico, que no era indoeuropeo. 

Es preciso retener por qué el ibérico o el tartésico, pese a estar escritos, no responden a las exigencias que permiten descifrar una lengua desconocida. La fórmula “escritura ignorada” + “lengua conocida” autoriza todas las esperanzas. El mejor ejemplo sería el Lineal B, descifrado por Ventris y Chadwick: es cierto que el micénico es un griego antiguo, muy diferente del homérico, pero no dejaba de ser una lengua básicamente conocida y la escritura desconocida que la “recubría” acabó por ser leída. 

En cambio, la fórmula inversa de “escritura conocida” + “lengua ignorada” es un callejón sin salida que sólo puede producir elucubraciones. De modo que mientras no aparezca una piedra de Rosetta del ibérico o el tartésico, que permita un anclaje comparativo en lenguas conocidas, su comprensión no está a nuestro alcance.

Ahora vamos a tratar de identificar la lengua indoeuropea más antigua de la península ibérica. Durante el primer milenio a. C., la escritura y la civilizacion avanzada se extendieron desde el sur hacia el este y el norte. Sin embargo, el conocimiento y la interpretación de sus lenguas han seguido la direccion contraria por una circunstancia crucial: la romanización empezó en el Ebro y tenemos más noticias históricas de esa zona, y también ahí se escribieron los primeros textos conocidos en indoeuropeo, lengua cuya gramática y vocabulario ya conocemos en alguna medida.

La primera lengua indoeuropea escrita en España fue el celtibérico, la lengua que los celtas desarrollaron en la Península durante más de medio milenio. Pero el celtibérico no fue la primera lengua indoeuropea en la región, porque mil años antes llegó otra. 

El lusitano es una lengua prehistórica que recibe su nombre del hecho de haberse hallado sus últimas inscripciones, antes de desaparecer, en la zona de Cáceres y el centro y sur de Portugal. 

Pero el nombre no debe engañar respecto a su antigüedad y extensión. Se trata de una lengua coetánea del micénico y el hitita. Sus restos y huellas, en forma de préstamos en otras lenguas, particularmente el aquitano y el ibérico, la muestran como representante del extremo suroccidental del indoeuropeo, en una comarca que se extendía desde los Alpes al golfo de Cádiz, y abarcaba como mínimo la Narbonense, Aquitania, toda la península ibérica y la italiana, donde dio lugar al osco-umbro y al latino-falisco. Como suele suceder en las lenguas situadas en un extremo de su familia, conserva notables rasgos arcaicos que, en su caso, presentan paralelos mucho más septentrionales y orientales que lo estudiado y esperable hasta ahora por la preceptiva indoeuropea.

 La datación de la llegada del lusitano es problemática. Si ya es difícil establecer una fecha para la llegada de los celtas a la Península, mucho más lo es hacerlo con una lengua que debió vivir al final de la edad de Bronce, al menos desde mediados del II milenio a. C.

Desde la época de Oihenart, la correspondencia del ibérico ili con el vasco iri, con significado de “ciudad”, ha sido el caballo de batalla y más firme puntal del vasco-iberismo. La forma original ili se registra en aquitano, que es una lengua desaparecida en el siglo I d. C. En vasco, el término presenta las formas de evolución dialectal (h)iri, iri, uli, uri. Es decir que la correspondencia, si la hubo, fue entre el aquitano y el ibérico.

¿Cuál pudo ser la palabra que tomaron como préstamo el aquitano y el ibérico y de qué lengua procedía? La primera candidata con cierta apariencia es la palagra griega polis, en homérico ptolis, que también significa “ciudad”. Pero en la época donde hubo de suceder el contacto entre la antigua lengua indoeuropa, que llamamos lusitano, y las lenguas no indoeuropeas aquitano e ibérico, el griego aún no se había formado, y su antecesor, el micénico, presenta en Lineal B una forma po-to-ri (ptolis) que se corresponde mal con el “ili” que conocemos en aquitano e ibérico.

Si nos fijamos en el radical indoeuropeo bhergh, con significado de elevación, que es la reconstrucción hipotética de donde parecen provenir todas las formas indoeuropeas, incluyendo el polis y el pyrgos griego, los berg y brig gemano-célticos, el fortis latino, y el púr sánscrito, notamos que las lenguas indoeuropeas occidentales han mantenido la /b/ inicial. En cambio, presentan una /p/ inicial las lenguas más orientales, desde el griego hasta el tocario. Esa observación es más o menos válida para el I milenio a. C., pero el testimonio del lusitano, que conservó la /p/ inicial, muestra que antes no era así. Y también invalida el axioma paleohispanista que consideraba la ausencia de /p/ un rasgo propio de las lenguas prerromanas de la Península.

La forma original que tomaron como préstamo el aquitano y el ibérico hubo de tener esa /p/ inicial. ¿Cómo lo sabemos? Porque el aquitano y el ibérico rechazaban la /p/ como inicial de palabra y, por lo tanto, no la mantenían en aquellas palabras que tomaban como préstamo. En cambio, si hubiera sido /b/, la habrían mantenido de algún modo. La forma ili que asimilaron el aquitano y el ibérico tuvo que sonar pilis en lusitano.

En baltoeslavo, que es una rama indoeuropea que tiene aproximadamente la misma edad que el lusitano, y presenta con éste llamativos paralelos, existe en efecto la forma pilis, con significado de “ciudad”, y preservada en lituano.

Eso no quiere decir que gente baltoeslava bajara hacia el suroeste europeo y contactara con aquitanos e íberos, sino más bien que el baltoeslavo y el lusitano proceden del mismo lugar eurasiático entre el mar Negro y el Caspio, y se desplazaron por la misma época en dirección al oeste europeo. A la altura aproximada de los Alpes, aquel movimiento masivo de hablantes indoeuropeos se separó en dos, unos fueron hacia el Báltico, y originaron la rama baltoeslava, y otros se encaminaron hacia el suroeste, para establecerse en toda la región comprendida entre los Alpes y el golfo de Cádiz, o sea, la Galia Narbonense, Aquitania, y las penínsulas ibérica e italiana. La lengua de estos últimos hablantes indoeuropeos era la que llamamos lusitano. Como vivió unos mil años, hay que dar por hecho que en ese tiempo el lusitano cambió y se derramó en dialectos.

Con la aparición del testimonio lusitano, la ecuación aquitano = ibérico, también acogida y mantenida con cariño hasta hoy por los más modernos vascoiberistas, se revela como de nula consistencia. En ibérico aparecen las variantes il(t)ir, il(d)ur, il(t)u, il(d)u… donde la /t/ y la /d/ eran mudas para el oído latino, que transcribía ili-, ilu-… pero sin duda no lo eran para el ibérico, donde tenían un valor que se nos escapa. Sólo en la adaptación de un préstamo tan simple como “pilis”, el aquitano y el ibérico demuestran haber sido lenguas muy diferentes entre sí.

El significado original de polis, pilis, pyrgos, púr, brig, burg y el resto de formas indoeuropeas emparentadas no es ciudad, ni comunidad política, sino elevación fortificada.

La fecha en que este préstamo entró en el aquitano representa, al mismo tiempo, un terminus post quem para la formación de la lengua vasca.  Es decir, el vasco aún no existía cuando el aquitano contactó con el lusitano. Mientras en la lengua aquitana, que despareció en el siglo I d. C., se mantuvo ili, en la vasca, que procede de aquélla, se registran las formas iri, uri, uli y otras, que se han formado en época histórica. 

La segunda ecuación más frecuentada por el vascoiberismo es la correspondencia entre el ibérico beles, -bels y el aquitano belex, -bels, que está apoyada por el vasco beltz , que significa “negro”. 

En el radical indoeuropeo bel- que significa “fuerte, pavoroso” está el evidente origen del término que ha engendrado los superlativos balista y beltistos, en sánscrito y griego —que significan “el más fuerte” y también “el más temido”—, el término latino belua, que quiere decir “cosa monstruosa”, y el frigio beleya, epíteto de la diosa madre. Un grupo muy importante de los celtíberos se llamaban los Beli y también Belici “los fuertes”, y son muy significativos los dioses celtas Belistos y Belisama.

En vasco, beltz significa en efecto “negro”, pero también es muy patente su significado acromático de terrible o desmesurado. Itsaso beltza quiere decir “mar arbolada”, y se llama horma beltza a la helada fuerte que se prolonga bajo cielo nublado. También es notable la afición al uso de ese radical para la formación de nombres propios en vasco, con inveterada intención jactanciosa e intimidatoria. Baste como ejemplo el término beldur “miedo”, procedente de la misma raíz.

No hay, hasta ahora, medio de saber qué significaban beles y -bels en ibérico, pero no cabe duda que el préstamo procedió del lusitano.

Hay otros vestigios lusitanos en las lenguas prerromanas de la península ibérica. Por ejemplo, Perkunetae, que figura en la primera línea del primer bronce de Botorrita, escrito en celtibérico, y que es uno de los textos más largos e importantes conservados en esa lengua. La palabra deriva de un dios Perkuno (cfr. en lituano el dios Perkunas o las antiguas Nymphae Percernae en la Galia Narbonense), es decir, “de las encinas”, cuyo santuario estaba en un trescantos o trifinium, o sea, un lugar que marcaba la frontera entre tres territorios, ya desde la edad de Bronce. Como testimonios inconfundibles perduran los nombres del Val de Percuñal y la localidad de Percuñar, en la margen derecha del Ebro, a la altura de Caspe, en la provincia de Zaragoza.

Con el mismo origen lusitano figura en vasco la palabra ezkur, que significa “árbol” en general y también “bellota”, y es matriz de numerosos topónimos como Ezkurdi, Erkuden o Eskurtsa.

También el radical narb-, que significa “terreno pantanoso” y es visible en Narbarte o Narbona, pertenece al estrato indoeuropeo más antiguo registrado en el extremo suroccidental de la familia lingüística.

Así como la raíz ken-, con el significado de “vacío”, que aparece en  el armenio sin “vacío”, el griego kenoo “vaciar”, y el vasco ken “quitar”, “sustraer”.

Los vestigios lusitanos en las lenguas hispánicas prerromanas, y también en las posteriores, han de ser numerosos y no cabe duda que estudios sistemáticos revelarán otros muchos paralelos con el indoeuropeo precéltico, más antiguo y oriental.

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6 de enero de 2011
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El Boomeran(g)
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