Eduardo Gil Bera
La introducción de la imprenta fue el punto culminante de la persecución de los verdaderos poetas. Los menospreciadores de internet debieran recordar que la técnica de imprimir y reproducir textos fue considerada por alguna gente exquisita como un ataque profano contra la sacralidad de las letras, y su promoción, como una vileza destinada a destruir la excelencia.
Todo empezó en el calor de Roma, donde el cónclave que siguió a la muerte del verdadero poeta, aunque romano pontífice, fue muy breve. No hubo más que un día de deliberación y un escrutinio. Sólo D’Estouteville, el francés infatuado, y Scarampo, el guerrero desencantado, tenían dinero y votos como para hacer frente a Pietro Barbo, el veneciano ventripotente. Rodrigo Borja se levantó, pronunció una perorata en favor del último, y propuso que se pasara al accessit. Todos recordaban su maniobra en el anterior cónclave y nadie se atrevió a distinguirse en su contra. También esta vez consiguió hacer elegir a quien le convenía y, tras el accesit, Pietro Barbo fue proclamado sumo pontífice.
Al principio quiso llamarse Formoso II, en sutil alusión a su hermosura, pero Borja lo disuadió, diciéndole que la gente es tan envidiosa que iba a parecer vanidad. Entonces, pensó en llamarse Marcos, que era el grito de guerra de los venecianos. Borja volvió a disuadirlo, haciéndole ver que los romanos se lo tomarían a mal.
—¿Por qué?
—Recuerde su santidad cómo su tío, Eugenio IV, sumo pontífice de feliz recordación, hubo de huir porque la plebécula romana lo quería apedrear y no volvió en siete años…
—Por la envidia que los romanos nos tienen a nosotros los venecianos.
—Por supuesto, santidad… Por eso, no os conviene echar en cara a los romanos vuestra ilustre condición…
Por fin, tomó el nombre de Paulo II. Tenía cuarenta y ocho años. Era un hombre bastante bruto, incluso para eclesiástico. Corpulento, frente huida, ojos saltones con pestañas albinas, quijadas amplias y ademanes solemnes. Y detestaba las letras.
Al saber que había caído el papa humanista y, en su lugar, había un iletrado, la tropa de verdaderos poetas volvió a ilusionarse. Algunos de ellos estaban enquistados en el Colegio de los Abbreviatori, que era una dependencia de la cancillería de Borja, donde pacían juristas, poetas y oradores, y se redactaban los enredos judiciales. En el tiempo de Pío II, algunos ripiadores, que no se habían pasado al turco, se habían refugiado allí y ahora querían aumentar sus privilegios. Paulo II, aleccionado por Borja, la emprendió con los escribientes pretenciosos, despidió a unos y encerró a otros.
En la corte de Mahomet, los cerebros fugados se habían encontrado con una competencia inesperadamente fuerte. Creyeron que con decir flores manidas sobre la “Sublime Puerta” bastaría para ser reconocidos y pensionados como verdaderos poetas. Pero los verdaderos poetas turcos sabían del arte de la adulación tanto o más que cualquier florentino o paduano, con la diferencia de que sabían más turco. En cuanto se supo que había nuevo papa, comenzaron los regresos. Entre los rebotados de Estambul y los abbreviatori cesantes, la tropa de literatos descontentos era aún mayor que en el pontificado anterior. Borja advirtió al papa que no le convenía despreciar a todos a la vez; que los escribientes, aunque desleales, murmuradores y vagos, son una clase de tropa que un príncipe necesita, y que sería bueno que fingiese tener consideración con algunos.
El consejo era demasiado complejo para Paulo II, quien sólo entendió que eran una cuadrilla de traidores que lo querían mal. Era un idea que tuvo desde siempre. Cuando su tío, el papa Eugenio IV, lo nombró obispo, tenía diecisiete años; tuvo que oficiar su primera misa y era incapaz de leer una línea sin atascarse y dar cabezazos. Aún recordaba las risitas. Era tan conocido que detestaba a humanistas y poetas que, cuando llegó a cardenal, el obispo de Verona, Hermolao Bárbaro, le dedicó una Oratio contra poetas que aceptó con mucho gusto. En Venecia, su tierra natal, no se llevaba el humanismo, y la poetería se consideraba una variante de la mendicidad.
El primer acto pontificio de Paulo II fue ordenar el traslado de los dos obeliscos egipcios desde el Circo Máximo a la Porta Flaminia, que aún no se llamaba del Popolo, y a la plaza de su palacio. El más pequeño quedaría tras el arco de triunfo de la entrada de Roma y el más grande se situaría ante su residencia. Era otra sutil alusión al obelisco mayor de todos, que era su propia persona, y que quedaba en tercer lugar. Era un hombre tan iletrado que tenía ideas propias, aunque un poco zafias. Pero el proyecto fue interferido por una adulación y se retrasó todo un siglo, hasta que Sixto V lo llevó a cabo.
La adulación fue obra del genealogista Canesio. Por entonces, era del mejor gusto y distinción descender de los antiguos romanos y había una manada de muñidores de genealogías que, por unos ducados, injertaban a Vespasiano en el árbol genealógico del cliente. Paulo II fue emparentado por Canesio con Ahenobarbus, el padre de Nerón. Cuando el santo padre supo que él también era romano de los de antes, cambió de parecer respecto a los obeliscos y decidió que si “el tío Agusto y el tío Constancio” los habían puesto en el Circo Máximo, él los dejaría allí y, además, honraría a sus antepasados como nunca antes se hiciera.
Fundó el museo de arte antiguo del Capitolio y recuperó los trionfi que no se celebraban en Roma desde la época imperial. El primer triunfo celebrado fue el de “Augusto sobre Cleopatra”. El desfile, con más de dos mil figurantes, culminó con un banquete público de cinco días ante el Palazzo Venezia, residencia del sumo pontífice, quien se mostró para gusto propio y el de sus amados romanos, con su tiara de doscientos mil florines, sus vestidos cuajados de pedrería y sus dedos hechos un primor de perlas y diamantes.
El palacio del papa quedaba al pie del Capitolio, era un cajón inmenso, híbrido de castillo y lonja pescatera, con salas enormes como casas y recargadas de artesonados. Para hacerlo, hubo que derribar un barrio entero, junto a la basílica de San Marcos. En el caso de mortales corrientes, sólo sería habitable en verano, porque las piezas eran tan grandes que, en invierno, se formaba niebla dentro y hacía un frío pasmador. Pero Paulo II lo encontraba de tamaño adecuado para su egregia persona. Desde la ventana central, el santo padre contemplaba los festines que daba a su plebe en la plaza y, al final, les arrojaba monedas. El trayecto desde la Porta Flaminia hasta el Palazzo Venezia se convirtió en una especie de gran estadio o teatro descomunal.
Los romanos estaban encantados con Paulo II porque, bajo su pontificado, el carnaval alcanzó un esplendor y una duración desconocidos. Además, introdujo otros regocijos novedosos, como las carreras, que jamás tuvieron tantos matices en parte alguna: las había de asnos, búfalos, mujeres, judíos, ciegos, tullidos, viejos… Cuando salía de Roma, las cacerías aparatosas y de fasto llamativo, como la que dedicó al duque de Ferrara, en compañía de numerosos cardenales, tenían muy poco que envidiar a una guerra y asolaban comarcas enteras.
Una de las más extrañas glorias que perpetúan la memoria de Paulo II fue favorecer la introducción en Roma de la imprenta dándole, de paso, entrada franca en la civilización y la cultura europea.
Un príncipe de la época, además de soldados, jardineros o pintores a su servicio, solía sostener a su cuadrilla de copistas artesanos que se encargaban de hacerle los libros. Cosimo Medicis instaló una biblioteca en su palacio favorito, contratando a una cincuentena de esos obreros calígrafos que le manufacturaron doscientos libros en dos años, una presteza inaudita.
El motivo del favor papal para con la imprenta no fue otro que el desagrado con que los bibliófilos de la época recibieron el villano invento. Hacer imprimir libros era algo vulgar, indigno de un humanista y de un protector distinguido de las letras. Cuando Paulo II supo que Federico de Urbino proclamaba que él se avergonzaría de tener en su biblioteca un libro impreso, y que ésa era una opinión común entre los grandes señores letrados, vio la oportunidad de vengarse. Promocionó la imprenta para mancillar las letras odiosas y ofender a sus adoradores despreciables. Fueron sus compatriotas venecianos, los que menos apreciaban el humanismo y las letras, los primeros en imprimir y mercadear los nuevos libros.
Con la introducción de la imprenta, Paulo II estaba persuadido de haber causado una gran ofensa a la arrogancia de los humanistas y ganado una batalla definitiva en su guerra particular con aquella ralea de gente soberbia. Así que recelaba un contragolpe. Los espías pontificios vigilaban a los poetas.
Por fin, en medio del jolgorio carnavalero de 1471, corrieron extraños rumores. Unos decían que los poetas se habían sublevado y que se habían intitulado pontifices maximi; otros, que había sido descubierto un complot contra el papa, y que varios literatos y otros delincuentes, todos ellos miembros de la banda que llamaban “Academia romana”, habían sido detenidos.
El cerebro de la conjura era el poeta Pomponius, un napolitano bajito y calvo, con ojuelos como carbones encendidos. Como era tartamudo, poseía la cátedra de elocuencia en la Sapienza, y como siempre estaba agraviado, su inspiración era inagotable.
Su principesca familia, los Sanseverini de Palermo, no lo había querido reconocer y había emigrado a Roma, donde su bastardía no tuviera ningún significado. Se hizo llamar Pomponius para tener un nombre declinable, rimable y, sobre todo, sonoro, con el que desbancar al legendario Campanus, el único poeta que había probado la ambrosía del poder y seguía siendo el más considerado de la Academia.
Los conjurados se reunían en la casa de Pomponius, en la colina del Quirinal. Allá jugaban a los romanos. Se ponían nombres terminados en us, databan los años desde la fundación de Roma, vestían togas, escandían versos, imponían laureles, practicaban la maledicencia de ausentibus y otros ejercicios propios de su condición. Cuando los soldados pontificios fueron a prenderlos por ideas republicanas, injurias al papa, epicureísmo y sodomía, Pomponius estaba en Venecia, a donde había huido, dejando una declaración en muy pulidos hexámetros en la que acusaba al poeta Callimacus, quien también había escapado a Polonia.
La reata de líricos fue conducida a los calabozos de Sant’Angelo. Pronto comenzaron a aterrorizarse mutuamente con magníficas descripciones de las sesiones de tortura e interrogatorio que les aguardaban. No habían transcurrido unas horas desde la detención, cuando los verdaderos poetas fueron poseídos por la inspiración de la musa Mneme la memoriosa y llovieron memoriales, memorias y dietarios donde, además de ofrecerse a su santidad como delatores, espías y aduladores, recordaban detalladamente los delitos de los demás y los llamaban estultos, beodos, disolutos, sodomáticos y hasta piojosos. Paulo II quiso detener a todos los que eran aludidos de alguna manera, pero Borja le advirtió que no cabrían en Sant’Angelo y tendría que meterlos en el Coliseo.
Platina, que entonces era cronista ensalzador del papa y luego sería su biógrafo más severo, había quedado como jefe de la Academia en funciones y, en un escrito pormenorizado, denunció a Pomponius y Callimacus. A éste último lo acusó de que, tras copiosas libaciones, solía arreglar el mundo masacrando monarcas y repartiendo reinos, lamentándose de no poder hacerlo más que en verso. Pero el principal motivo de odio por parte del buen Platina era que Callimacus había encontrado una estupenda colocación como lisonjero mayor en la corte de Cracovia y se burlaba de sus antiguos compañeros de fatigas líricas. Respecto a Pomponius, esperaba que no volviese y así pasar a ocupar de manera permanente la jefatura de ripio y pluma.
Pero los venecianos, siempre prácticos, extraditaron a Pomponius tras breve regateo, y añadieron la acusación de que había inducido al torpe vicio a dos jóvenes de las mejores familias. Durante la primavera se instruyó el proceso que lo haría famoso. Empezó por negarse a declarar en otra lengua que no fuese el latín. Dijo que nunca había tenido más que alabanzas para la santidad de Paulo II y que, lejos de ser sodomático, nadie había escrito fustigando el torpe vicio con más aplicación e insistencia que él. Respecto a su huida, sostuvo que no fue tal, sino que había partido hacia Oriente ad perdiscendas letras arabicas et græcas (a estudiar las letras árabes y griegas), punto que, en parte, fue su salvación, porque Paulo II, que no sabía palabra de latín y hasta en dialecto veneciano daba tropezones y farfullidos, entendió que era “para la perdición de las letras árabes y griegas”, y llegó a creer que fue una misión que Pomponius se habría impuesto para obedecer su pontifical condena del humanismo. De modo que el papa llegó a planear ponerlo al frente de una cruzada contra las letras heréticas, pestilentes y malditas. De haberse llevado a cabo, habría sido el sueño de todo poeta agraviado.
Pero, entretanto, surgieron más acusaciones. El alcaide de Sant’Angelo, declaró que, en las emparedadas soledades, el pequeño y docto Pomponius daba muy particulares lecciones al joven académico Lucido Fazini.
Todo acabó en verano, la época fatal para los papas. En Roma, después de ponerse el sol, el calor seguía en el aire, pesado como un mar morado y turbio. Las piedras aún irradiaban un resquemor ardiente. La noche se derramaba de los portales y las arcadas ruinosas, colmaba las calles y subía por los muros como una hiedra oscura. Las campanas de san Marcos, que apenas se veían en la última claridad que sobrenadaba Roma, tocaban a muerto mientras se iban borrando.
Los ventanales del Palazzo Venezia daban latidos de luz despareja. Antorchas y fanales pasaban y repasaban. Paulo II había muerto, fulminado casi de repente por la aplopejía, despues de haberse comido dos grandes melones.
Y así fue como empezó la era impresa y terminó la persecución de los verdaderos poetas.