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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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La ley, viva la ley, siempre la ley

 

La historia de la promoción de la humanidad, o de cómo el hombre elevó al hombre hasta su status más noble, como si la condición humana implicara estar dotado de razón y dignidad, se puede resumir en dos pasos. El primero sucedió en Mesopotamia: mediante la domesticación de plantas, se pasó de la estepa al regadío, y de recolectar a producir, con lo que se proveyó de casa y pan a un altísimo número de gente por primera vez desde que el hombre se irguió y vaga sobre la tierra. Fue el dominio de los cereales lo que produjo el excedente que permitió hacerse ilusiones sobre la dignidad y la razón. 

El segundo paso fue la emergencia de la polis (plural poleis) griega. Este suceso acompañó a la difusión del alfabeto, y tuvo lugar durante el llamado Período Geométrico (900-700 a. C.), más en especial, a lo largo del siglo VIII a. C. Este segundo fenómeno ha conformado la condición humana tanto como el primero, e incluso más en lo tocante a la razón y la dignidad. 

Mientras escribo esto, tengo de cuerpo presente sobre la mesa los dos kilos y cuarto  de An Inventory of Archaic and Classical Poleis, edición de Hansen y Nielsen, publicado por Oxford University Press en 2004, con 1400 páginas, 27 introducciones, otros tantos índices, y 1035 entradas a cargo de una cincuentena larga de colaboradores. Tras lectura piadosa, no se detecta en el volumen atisbo de barrunto, ni siquiera olfateo cauteloso, de qué cosa era una polis. Se podrá avanzar la suposición caritativa de que es algo sobreentendido, o sea que todos sabemos que polis es ciudad y arreando. También se podrá sostener que una obra que presenta estadísticas de extensión de las diversas poleis, disquisiciones sobre el significado urbano y político del término, cronologías y otras particularidades, profundiza como nunca en la materia. Pero esa profusión no hace más que agravar la ostentación de la gran mácula ciega en el centro de su propia investigación, que ignora cuál era la característica definitoria de la polis y por qué era tan importante para los griegos vivir en una. 

Polis no quiere decir ciudad-estado, algo que, por otra parte, se inventó en Mesopotamia milenios antes. La esencia de la polis griega consiste en ser una unidad legislativa. Eso quiere decir que la polis posee un corpus legal propio, y que se lo concede, mantiene y aplica ella misma. Una polis puede estar gobernada por un tirano, un rey, una oligarquía o cualquier otra variante mandona, que incluso puede residir en otra polis; también puede poseer mucho o poco territorio y  albergar una o muchas etnias; pero nada de eso  afecta su esencia de polis, que consiste en ser unidad legislativa y primar el procedimiento legal en todas las interacciones humanas que tienen lugar en su seno. La polis puede adquirir su legislación de muchas maneras, puede contratar escribanos y gentes de leyes (como el caso del fenicista Espesintio, contratado por la polis de Datala), puede fichar a legisladores famosos (como Tales, fenicista de la polis de Gortina, fichado  como legislador y árbritro de la polis de Mileto), puede importar y adaptar códigos (como hicieron Atenas y Esparta por medio de Solón y Licurgo inspirados en la legislación cretense), o puede delegar en un consejo de ciudadanos, todo eso es secundario respecto a lo principal, que es la ley y su categorización por encima del individuo.

La polis griega nació al mismo tiempo que el alfabeto griego a partir del fenicio. El dato es crucial, porque el cargo legislativo más antiguo de la polis es precisamente el de fenicista o “hacedor de signos fenicios”, sucesor y sustituto del mnemon o “memorador”, que era el archivo y código viviente de la comunidad. El empleo escrito más antiguo conocido del término polis como abstracción que decide por encima de los ciudadanos se lee en el código mural de Dreros, en Creta, que data de mediados del siglo VII a. C., algo anterior al código también mural de Gortina, fechado a finales del mismo siglo.

Lo que la modernidad debe a los griegos es justo esa unidad legislativa y primacía del procedimiento que salvaguarda al hombre, al estar por encima de él en la creación y aplicación y de las normas que rigen su relación con los demás.

En la Odisea IX, 112-115 se puede leer el ejemplo de cómo viven los cíclopes, que no tienen polis y carecen de legislación: “no tienen asambleas del consejo, ni leyes […] cada cual manda sobre sus hijos y mujeres, y no se ocupan los unos de los otros.” Los cíclopes son  athemistoi  o sea, “sin leyes”. Palabra de Tales, el mayor legislador de su tiempo. En el tiempo de la guerra con Lidia, el mismo Tales propuso establecer un consejo en Teos, que pasaría a ser la sede de la polis de Jonia, mientras las demás poleis pasarían a ser demoi (distritos territoriales o comarcas). No hay noticias de que la propuesta,  descrita en Heródoto I, 170, se llevara a efecto; pero da una idea del prestigio y consideración del legislador el hecho de que, más adelante, ya en época de paz, Tales fuera nombrado ciudadano de todas las poleis jonias.

Cuando Tucídides (2, 16) narra el traslado forzoso de algunos atenienses desde la zona rural a la urbe de Atenas en 431 a. C., enfatiza que al dejar sus casas se sentían casi “como si dejaran su polis”.  Donde se muestra que la polis era para ellos un elemento protector, dignificante y esencial casi del rango de la casa. Heródoto (8, 61) refiere que, unos cincuenta años más tarde, antes de la batalla de Salamina, el general corintio Adeimanto se permitió ordenar callar a Temístocles por ser alguien apolis (carente de polis), queriendo decir que Atenas ya estaba tomada por el enemigo. Temístocles replicó que los atenienses poseían, con mejor título que los corintios, polis y tierra, y la mejor prueba era que habían armado doscientas naves con sus correspondientes tripulaciones. Al dejar Atenas, los atenienses no dejan su polis, sino que la trasladan a Salamina.

De ahí la costumbre impuesta y extendida por los griegos de añadir el nombre de su polis al suyo propio, con lo que indicaban su status de ciudadano. Que la formación de la polis fue un avance de suma relevancia en el progreso que va de la bestialidad a la humanidad y un paso decisivo hacia la civilización es algo consabido en los textos griegos clásicos desde Sófocles a  Platón y Aristóteles. Es famosa la definición de este último (1253a, 2-4): “El hombre es por naturaleza un animal de polis, y el que es apolis por naturaleza y no por circunstancias queda por debajo o por encima del hombre.” La idea está ratificada por la expresión griega andrapodismos conectada con la conquista de una polis, que significa literalmente “entrabar los pies de los hombres”, y quería decir que los hombres supervivientes a la conquista de la polis eran esclavizados junto a sus mujeres e hijos, como pasó en Mileto en 494 a. C., aunque también podía indicar que sólo eran esclavizadas las mujeres y los niños, y se mataba a los hombres adultos. Pero se ve que había muchos grados en la diferencia entre vencedores y vencidos, porque contando desde los primeros testimonios hasta el 323 a. C., se registran cuarenta y seis aplicaciones de andrapodismos, pero solo en cinco casos acarreó la desaparición de la polis, el resto siquieron floreciendo igual o más que antes, y hay incluso casos de poleis rehabitadas por supervivientes de andrapodismos.

El poeta Foquílides, que floreció en Mileto en el siglo VI a. C., dejó escrito que: “una pequeña polis bien situada en lo alto de una colina es mejor que la insensata Nínive”. En efecto, Nínive fue la mayor ciudad de su tiempo, de una  población y dimensiones ingentes, incluso para la actualidad. Foquílides emplea el adjetivo “aphrainouses”, que remite al verbo “phrazo”, que a su vez significa deliberar, idear, pensar. Es decir, la polis, prescindiendo de su tamaño y poderío, era un consenso, y la gran Nínive, no.

Por eso es razonable situar el fin de la polis en el momento del siglo III en que Diocleciano impuso la burocracia centralizada. Menandro de Laodicea (no el dramaturgo) escribía hacia el año 300 que todas las poleis romanas estaban gobernadas por una, que era Roma.

En fin, otro fallo del Inventory, que no desmerece sino que complementa de maravilla al anterior, es haber prescindido de los poemas homéricos y hesiódeos entre las fuentes escritas que tratan de las poleis, que es como escribir la historia de la penicilina prescindiendo de Fleming.


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16 de febrero de 2012
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Breve noticia de dos guillotinados

 

El sábado 12 de febrero de 1764 fue presentado en Versailles, en los departamentos de las hijas de Luis XV, un niño de siete años que tocó el clavecín ante ellas. Las princesas quedaron encantadas con el pequeño genio y encargaron al intendente de los Menus-Plaisirs (conocidos como “los placeres que llaman menudos” o simplemente “Menus”) que le pagara cincuenta luises. El niño prodigio era Mozart, que había llegado a la corte versallesca con su padre y su madre. Los Mozart se alojaron durante quince días en el hotel Cormier de la calle Bons-Enfants, y el dueño les pelucó doce luises. 

El acontecimiento está anotado en las memorias de Denis-Pierre-Jean Papillon de La Ferté, intendente de los Menus-Plaisirs, y también en las de Friedrich von der Trenck, caballero memorialista que recorría Europa ofreciendo sus servicios como espía, duelista, diplomático y militar. Papillon y Trenck representaban dos formas de sobrevivir al arrimo de las monarquías del Antiguo Régimen, ambos nacieron en 1727 y, por lo demás, eran tan diferentes en carácter y circunstancias, que apenas coincidían una vez cada treinta años.

En 1744, Trenck ingresó en el ejército prusiano del modo en que solía suceder tan magno acontecimiento: le cayó en gracia a Federico II que pasaba por Prusia oriental en viaje de inspección. Federico II, quitando su amor de juventud, fue un homosexual comedido y discreto, se limitaba a reclutar guapos, ejercía su derecho de pernada sobre los mozos de su reino que le parecían de buena planta, y los coleccionaba para que combatieran y murieran por él. El enciclopedista D’Alembert contaba que una vez estaba charlando con Federico II cuando entró un camarero imponente. D’Alembert pareció impresionado, y el rey le dijo: “Este es el más guapo de mis Estados. Lo tuve una temporada de cochero y he estado tentadísimo de enviarlo como embajador a Rusia.” 

Papillon no era tan guapo, pero sí hijo de un importante tesorero de la corona, por todo lo cual, a los veinte años se impuso viajar para vencer la timidez. La venció, se casó, tuvo tres hijos en tres años, y al cuarto, se le murieron los tres, su mujer, su padre y su madre. Entonces, como se vio solo y rico, se compró un cargo. 

Uno de los tres cargos de intendentes de los Menus-Plaisirs estaba vacante por cese de su titular, el imprudente Curis, que permitió a Fontainebleau un prólogo donde se burlaba de los nobles del lugar. Papillon no tenía esas veleidades. Como itendente, debía velar por el presupuesto de las distracciones de la corte, comedia, ópera, ballet, decoraciones, pompas incluyendo fúnebres y jabonosas, construcción de catafalcos, reglamento de las ceremonias, preparativos de bodas regias, más los viajes y la renovación del ajuar del rey y el delfín. Tenía por encima a los cuatro primeros nobles de cámara, que nunca se entendían entre ellos, y por debajo, a dos secretarios, una docena de inspectores de decorados, vestuarios, maquinarias, guardarropas y obreros tramoyistas, y tres tesoreros. Papillon ganaba diez mil libras más una gratificación anual de seis mil. Como su cargo le costó doscientas sesenta mil, su rentabilidad era del seis por ciento. Algo bastante modesto comparado con un mangante actual. Y no se enriqueció, porque cuando se compró el tercer cargo de intendente tuvo que pedir dinero. Además debía festejar en su mesa casi a diario a comediantes, autores y nobles.

El guapo Trenck, en cambio, se dedicaba a sus duelos y conquistas sin presupuesto. Cuando aún no llevaba un año de soldado, conoció en Berlín a una bella dama y, visto y no visto, Federico II lo hizo encerrar un año por el atrevimiento. Cuando salió, Trenck ofreció sus servicios a la emperatriz de Austria, pero Federico II lo supo y lo volvió a encerrar, esta vez encadenado a la pared del más negro calabozo de Magdeburgo. La bella dama resultó ser  la princesa Amalia, hermana pequeña del celosísimo Federico II, que la hizo ingresar en un convento en Quedlinburg. Amalia era, por lo visto, muy buena compositora, entre otras prendas, lo que le valió para que su hermano la encerrara de por vida.

Trenck, en cambio, salió nueve años más tarde y publicó sus memorias, que anduvo distribuyendo por las cortes europeas. Papillon era entonces director de la Ópera, además de todo lo anterior, y había publicado, por puro entretenimiento, varias obras sobre materias tan diversas como pintura, geografía, introducción a Copérnico y matemáticas.

Llegó la Revolución y Trenck se presentó en París, donde anduvo hecho un intrépido corresponsal que tomaba nota de todo, con miras a publicar algo gordo. Papillon, por su parte, perdió todos sus cargos y se retiró a su casa de Saint-Denis. Como era prudente, pensó que acaso se había comprometido demasiado con el régimen anterior. Así que prestó el juramento cívico obligatorio, se inscribió como voluntario para guardia nacional y lo nombraron comandante de la guardia de su comuna. Además, obsequió una hermosa bandera nueva a su batallón y, cuando empezaron las requisas de dinero, entregó su vajilla de plata para que batieran moneda, y suscribió un bono patriótico de cuarenta mil libras. Mientras tanto, Trenck hacía saber a todo el mundo que pertenecía al servicio secreto austríaco. 

Papillon fue finalmente reconocido y encarcelado por los jacobinos. Tras unos meses en maceración carcelera, compareció ante el tribunal revolucionario que ofició una farsa de juicio. Los sesenta y un acusados  que lo acompañaban fueron ejecutados esa misma noche en la place de la Barrière-Renversée, antes llamada du Trône. Entre ellos estaba Mique, antiguo arquitecto de María Antonieta, Randon de La Tour, administrador del tesoro, un comisario de policía, empleados del ayuntamiento de París, escribientes del Parlamento, y el guapo Trenck, que aún presumía de ser un pollo ligón, de cartearse con el emperador José II de Austria, muerto ciertamente cuatro años antes, y de haber sido encarcelado por Federico II. Todavía tuvo ganas de farolear un poco, y a última hora recordó al público su pedigrí de represaliado, a fin de que alguien tomara nota para la posteridad: “¡Federico de Prusia era grande e infame, pero vosotros no sois más que infames!” El prudente Papillon y el fanfarrón Trenck, fueron guillotinados en la misma jornada veraniega.

 

 

 

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6 de febrero de 2012
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Yo, por mi música, mato

 

Los antiguos escribían y leían sobreentendiendo cosas que nosotros no leemos, ni deducimos entre líneas, ni de ningún otro modo. Mauro Servio Honorato, gramático nacido hacia 370, escribió este comentario a la Eneida VI, [107]: Sine gaudio autem ideo ille dicitur locus, necromantia vel sciomantia, ut dicunt, non nisi ibi poterat fieri: quae sine hominis occisione non fiebant; nam et Aeneas illic occiso Miseno sacra ista conplevit et Vlixes occiso Elpenore. Lo que quiere decir que la práctica de la necromancia (adivinación mediante consulta a los muertos) o de la esciomancia (adivinación mediante consulta a las sombras) precisaba el viaje a ese lugar sin alegría que es la morada de los muertos y adonde no era posible llegar sin sacrificio humano. Por eso Eneas lo hizo después de matar a Miseno, y Ulises, a su vez, una vez matado Elpenor.

Cualquiera que lea los pasajes correspondientes de la Odisea y la Eneida, notará que el texto no dice expressis verbis que Ulises sacrificó a Elpenor, ni que Eneas hiciera lo propio con Miseno. Sin embargo, a la luz del comentario de Servio, aparece otra lectura. Elpenor, descrito como el mas joven y menos heroico de los compañeros de Ulises, se mató al precipitarse borracho desde lo alto de la morada de Circe. Quedó insepulto y luego fue la primera alma que se apareció a Ulises en el Hades reclamándole una sepultura adecuada. El lance se calca en la Eneida con Miseno, joven compañero de expedición que había fallecido en el mar, y que luego reclama a Eneas ser enterrado como es debido para que el héroe pueda consultar al alma de su difunto padre Anquises.

La redacción está cuidada de modo que esas muertes con valor sacrificial de Elpenor y Miseno no parezcan tener relación alguna con Ulises y Eneas, que hacen como que no se enteran de ellas hasta encontrarse en el puertas del más allá. Sin embargo, eran muertes imprescindibles para el descenso del héroe a la morada de los difuntos, y están narradas siguiendo un modelo antiquísimo, pero en una época que ya no aprobaría que el héroe sacrificase a las claras a un compañero. 

Pero, una vez bien perfilado el lance gracias al comentario de Servio, no solo se hace evidente que Virgilio lo sobreentendía así al leer la Odisea y, en consecuencia, hacía su correspondiente calco en la Eneida, sino que se ha tratado de un lugar común y predilecto para otros autores. Lucas, el evangelista más observador y  literato, narra en Hechos de los Apóstoles 20, 7-12 la historia de Eutico, que estaba sentado en lo alto oyendo predicar a Pablo y se cayó, matándose del mismo modo que Elpenor y, no por casualidad, en la Tróade, lugar de suma resonancia homérica. También en los Hechos de Pablo se narra lo mismo de Patroclo, copero de Nerón, que se cae y mata mientras asistía desde lo alto a la predicación de Pablo. En estos dos casos, el héroe apóstol se cubre de gloria resucitando convenientemente a los precipitados; en la épica, en cambio, el héroe procede a enterrarlos para poder seguir adelante con su propósito glorioso de descender a la morada de los difuntos, platicar con ellos, y regresar.

¿Dónde encontramos el modelo primigenio de esas muertes sacrificiales necesarias para ser un gran héroe llegar a la morada de los difuntos? Pues en la literatura sumeria, cómo no. Allá se narra el viaje de la diosa Inanna, que tiene el valor de abandonar los esplendores de su existencia celestial y terrena, para visitar la región tenebrosa y sin retorno. En su descenso debe ir abandonando una a una sus siete potencias divinas, debe ir muriendo. La heroicidad es vista como absolutamente desmesurada por los propios difuntos: “Si eres Inanna, del lugar donde el sol se levanta, ¿por qué has venido al país sin retorno y tu corazón te lleva hacia la ruta por la que ningún viajero regresa?” (Kramer: Inannas Descent, 82). En la versión acadia del mismo mito, Inanna se llama Istar (antecedente de la Astarté fenicia, la Afrodita griega y la Venus romana) y debe franquear siete puertas de siete murallas, despojándose con ello de las siete potencias que hacían de ella un ser vivo.

Y cumple decir que el más famoso émulo del periplo mortuorio es Jesucristo, que se dedica a que lo maten para no ser menos que los dioses y héroes que le han precedido, de modo que que crucifixus, mortuus, et sepultus, descendit ad inferos… 

Orfeo, el héroe músico, también quiso cometer la consabida hazaña. Pero, como era artista, su lance reviste las particularidades de su profesión. En realidad, revisado su periplo a la luz del comentario de Servio, se patentiza que su viaje a los infiernos es con el fin de ganar más público, que es la perenne heroicidad del artista, y el papel de la necesaria muerte sacrificial le toca a Eurídice. O sea, Orfeo mata a Eurídice con un propósito artístico: hacer una gira y triunfar a lo grande en un lugar nunca visto y ante un público extraordinario. Platón, que entendía del género y también le puso su muerto —el insepulto Er, hijo de Armenio mencionado en Sócrates 614b, eco reminiscente de Elpenor y de Patroclo, entre otros— consideraba que Orfeo fue un cobarde incapaz de morir de amor pero, podemos apuntar ahora, muy capaz de matar para triunfar. Era imposible que Eurídice regresara viva de allá, eso ya lo sabía Orfeo, que justo había utilizado su muerte para poder acceder a aquel escenario, y con razón pudo decir “yo, por mi música, mato.”

 

 

 

 

 


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16 de enero de 2012
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La carta estercoraria

 

En la corte de Luis XIV vivía una duquesa gorda importada de Alemania, que se llamaba Charlotte Elisabeth von der Pfalz —‘Lieselotte’ para sus primas y admiradores—.  A los diecinueve años, la trajeron de Heidelberg y la casaron con el viejo duque de Orleans, el hermano de Luis XIV, cuya pasión por los hombres guapos, en particular su amantísimo caballero de Lorraine, era pública y notoria. Los dos formaban la pareja más dispar imaginable. Él, bajo y rechoncho, cubierto de puntillas y sobre tacones desmesurados, parecía una marioneta obesa. Ella, fuerte y recia, tenía el aspecto y los andares de un granadero bávaro. Bajo los títulos oficiales de “Monsieur” y “Madame” residían los dos en el Palais Royal, y hacían vida separada desde 1676.

Las pasiones de la duquesa eran la cerveza, las salchichas, la caza a caballo con perros, y la correspondencia epistolar donde daba noticias a sus primas de la corte versallesca. Por ejemplo, lo que zampaba Luis XIV: “A menudo he visto al rey comerse cuatro platos de distintas sopas, un faisán, una perdiz, una fuente de ensalada, dos grandes lonchas de jamón, un plato de ternasco adobado con ajo y acompañado de consomé, otro plato lleno de pasteles, y luego frutas y huevos duros.” O bien lo aburrida que era la corte:  “El juego del billar es una cosa aburridísima. Van a una mesa y se echan tripa abajo, sin que nadie diga una palabra. Y allá están amontonados, hasta que el rey ha jugado una partida. Luego se canta una vieja aria de ópera que ya hemos oído mil veces.”

En los peritajes que hacía de sí misma tampoco empleaba la lisonja: “Mi talla es simplemente monstruosa, soy cuadrada como un dado, la piel es de un rojo mezclado con amarillo, mi cabello ha empezado a grisear, la nariz sigue estando torcida como antes, pero ahora está festoneada por la varicela, igual que mis mejillas, y tengo los dientes hechos polvo.”

La duquesa Lieselotte escribía en alemán con mucha gracia, pero no pensaba pasar a la posteridad literaria. Un día, cuando ya llevaba escritas más de tres mil cartas, supo que su correspondencia era retenida en la frontera, traducida al francés y enviada al rey, lo que ocasionaba un retraso importante. Decidió entonces escribir en francés, a fin de evitar tanto circunloquio. Para su estreno, escogió un ejercicio de estilo que, de paso, le permitió vengarse de su cuñado Luis XIV, y pasar a la posteridad como una de las cumbres del género estercorario. Su celebrada carta del 9 de octubre de 1694 a la electora de Hannover  enmarcaba  estas fragantes reflexiones: 

“Vos sí que sois dichosa, que podéis ir a cagar cuando os parece; cagad, pues, y quedaos ancha. Aquí no es el caso, y me veo obligada a guardar mi  cagada hasta la tarde; no hay reposaculos en las casas del lado del bosque, y yo tengo la desdicha de vivir en una, y en consecuencia la molestia de ir a cagar fuera, lo que me fastidia, porque querría cagar a gusto, y no cago a gusto cuando mi culo se apoya en nada. Además, todo el mundo nos ve cagar; pasan hombres, mujeres, chicas, niños, curas y suizos. Ya veis que no hay placer sin menester y que, si no cagásemos, yo estaría en Fontainebleau como pez en el agua. Es muy penoso que mis placeres se vean interrumpidos por cagadas. Me gustaría que el primero que inventó el cagar no pudiera cagar, él y toda su estirpe, más que a bastonazos. ¡Es terrible que no se pueda vivir sin cagar! Aunque estéis en la mesa con la mejor compañía del mundo, basta que os dén ganas de cagar, para que tengáis que ir a cagar. Aunque estéis con una chica guapa o con una mujer que os guste, basta que os dén ganas de cagar, para que tengáis que ir a cagar o reventar. ¡Maldito sea el cagar! No conozco cosa más vil que el cagar. Si veis pasar una persona linda, bien guapa y relimpia, os decís: ¡Ah qué bien estaría si no cagase! Yo se lo disculpo a los golfos, a los soldados de guardia, a los porteadores de sillas y gente de ese calibre. Pero es que los emperadores cagan, las emperatrices cagan, los reyes cagan, las reinas cagan, el papa caga, los cardenales cagan, los príncipes cagan, los arzobispos y obispos cagan, los generales de orden cagan, los curas y los vicarios cagan. ¡Reconoced, pues, que el mundo está lleno de gentuza! Porque, en conclusión, se caga en el aire, se caga en la tierra, y se caga en el mar. Todo el universo está lleno de cagones, y las calles de Fontainebleau, de mierda, principalmente de mierda de suizo, porque ellos evacuan grandes cagadas, como vos, Señora.”

Esta fue la primera carta de la duquesa que, conforme a su cálculo, llegó a manos de Luis XIV en versión original, y así pudo decir con propiedad que llegó a cagar en manos regias.

Por su parte, la electora de Hanover, que la leyó después del rey de Francia, también quiso estar a la altura y contestó en excelente francés:

“Bonito razonamiento de mierda que me hacéis sobre el cagar. Me parece que no conocéis bien los placeres, puesto que ignoráis el que produce cagar […] Espero que os retractéis de haber querido dar tan mal olor al cagar y estéis conmigo de acuerdo en que no se puede vivir sin cagar.”

Con su carta estercoraria, la duquesa Lieselotte ingresó en la fragante tradición francesa de lo escatológico, y obtuvo su destacado lugar después de Rabelais y antes del marqués de Sade. Epígonos suyos fueron Bataille, con su escatología defecatoria metafísica y angustiada, y Flaubert, quien anotaba en su correspondencia que su siglo había perdido la salud y consciencia del propio cuerpo, lo que se traducía en una pérdida de simpleza de lenguaje, mientras en Aristofanes “se caga en escena”. Algo después, a finales del siglo XIX, E. de Goncourt escribía en su diario: “Dios, en su bondad, tendría que haber concedido a la mujer excrementos en forma de bosta caballuna o de boñiga de vaca, o incluso, de haber estado en sus mejores días cuando creó a la mujer, excrementos semejantes a las cagarrutas almizcladas de la gacela, y no caca de hombre. Confieso que el pensamiento de encontrar una hacedora de mierda en la criatura angelical ha enfríado siempre mis exaltaciones sentimental-amorosas.” 

La fragancia de la carta estercoraria de la duquesa Lieselotte atravesó los siglos y saturó las narices del delicado Gautier, quien elucubraba así sobre Luis XIV: “Siempre comiendo y cagando […] una fístula en el culo y otra en la nariz”. E. de Goncourt, que anotó la reflexión en su diario (23 de agosto de 1862), recuerda que Gautier, sin duda embriagado por los efluvios estercorarios, parecía en su furor querer “lapidar a Luis XIV a cagada limpia”, mientras Claudin volvía la cabeza, “aturdido como un niño que viera cagar sobre su catecismo”.

La carta estercoraria de la que el editor Brunet, que publicó la correspondencia de la duquesa en 1855, aseguraba “hemos dudado si reproducir las dos cartas siguientes, que se encuentran en francés en el volumen alemán aparecido en 1789”, fue luego reproducida por los Goncourt en su diario, y para que cada su siglo dejara su huella particular, Edmond reemplazó culo y cagar por c… 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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10 de enero de 2012
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La placa de Larra en Corella

 

Entre las curiosidades de Corella está la casa donde vivió Larra entre los once y los quince años. En esa época aprendía a escribir en español traduciéndolo del francés. Después de aprender el castellano en España, lo olvidó en Francia, y en su época corellana se esforzaba en regresar desde el francés al primero. La placa memora que a los trece años Larra tradujo del francés una gramática castellana, las fábulas de Reyre —casi al mismo tiempo que lo hacía Juan de Escoiquiz, traductor del Paraíso perdido de Milton y los poemas de E. Young, lo que da idea de lo enterado en moda literaria que estaba el padre de Larra— y la Ilíada, a partir de la versión de madame Dacier, de quien decían los envidiosos que podía trasladar cualquier cosa que hubiera dicho un autor de la antigüedad, excepto su bien decir.

Con el mismo método de memorizar cuadros sinópticos gramaticales y traducir fragmentos escogidos que empleaban los estudiantes de su edad para aprender latín y francés, Larra aprendía español. En aquel traductor adolescente que iba en la dirección opuesta se perfilaba el desacuerdo incurable con el mundo, el gramático minucioso que inventó una nueva precisión en la prosa, y el censor de escritura portentosa. En las letras españolas, constituye un caso único de presencia continuada e ininterrumpida en el canon; lo mismo en vida que después. Mientras los aficionados extranjeros identificaban el estrellato del romanticismo español con Martínez de la Rosa, Zorrilla y Espronceda; en España, los primeros nombres del santoral romántico eran Larra y Bécquer.

Sería curioso saber en qué versiones leyó Werther. En castellano hubo media docena de ellas, hechas del francés, hasta que en 1835 Mor de la Fuente hizo la primera traducción del alemán. Es probable que lo leyera primero en versiones llenas de hélas y pistoletes, que es otra música.

La posteridad siempre encontrará en él madera de tópico, imprescindible  material edificante. Desde Zorrilla a Umbral, los émulos españoles de Larra han repetido que al escritor lo suicidó la sociedad española. Una melonada como cualquier otra. ¿Lo suicidó aquella masa de público que lo adoraba y consideraba su primer y más caracterizado escritor, lo eligió diputado, quedó conmocionada por su suicidio, acudió en masa a despedirlo y, si los curas se llegan a oponer a su entierro en sagrado, se lleva por delante a los curas? ¡Pero si Larra murió en fragor de santidad!

Es cómica la fijación de periodistas y escritores vindicando para sí el título de solitarios e incomprendidos. La redacción entera del Progreso, liderada y sermoneada por Azorín, acudió en 1898 al cementerio abandonado de San Nicolás, porque los restos de Larra se habían trasladado desde el viejo camposanto de Fuencarral en un homenaje anterior, y en 1901, otro escogido puñado de admiradores repitió la peregrinación de armarse literato ante la tumba del santo con el cráneo descalabrado ceñido de laurel. Y aún se celebraron en el siglo XX media docena más de traslados y homenajes. Unos celebraban al ácrata, otros al rebelde, al escéptico, al soñador, y había para todos. Solo los santos tienen un público así.

Ahora, cabe fantasear que Corella hubiera sido un buen sitio para leer por primera vez Werther. En aquel héroe que leía sin cesar lo que él llamaba “mi Homero”, el joven Larra homérico tuvo que encontrar un compañero. Y luego, cuando Werther echa el resto en su traducción de Ossian, convencido de hallarse ante un original que anticipaba los postulados de Sturm und Drang, los deseos regresivos de heroísmo se convertían en autocomplacencias mortuorias en un mundo donde el héroe inocente es entregado a un destino trágico que no deja otra que renunciar a la existencia con una buena detonación.

“He sobrevivido a mi Werther” escribía Goethe. Larra no sobrevivió al suyo. 

 

 

 

 

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2 de enero de 2012
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Trincheras en Navidad

La crónica apareció en el británico North Mail el 9 de enero de 1915. La firmaba el cabo Heath, de quien nunca más se supo. Es una de la muchas descripciones del acontecimiento que pasó a la historia como “Paz de Navidad”, cuando en un tramo de casi treinta kilómetros de trincheras en el frente occidental, entre las localidades belgas de Mesen y Nieuwkapelle, los soldados dejaron espontáneamente las armas y celebraron juntos la Navidad, en medio de la guerra.

Al anochecer del día 24 de diciembre de 1914, el cabo Heath hubiera querido, como todos, estar lejos de las trincheras, en casa, donde ahora encenderían las luces en las habitaciones bien caldeadas, mientras reflexionaba con tristeza que precisamente estaba en las trincheras a oscuras, por defender aquellos lejanos hogares iluminados y calientes.

Las trincheras estaban tendidas en algunos puntos a escasos veinte metros del enemigo y se podía oir el chapoteo de sus botas. Entonces se encendió una luz en la trinchera alemana, luego otra y otra. Y se oyó una voz alemana, sonaba tan cerca que el cabo Heath se dispuso a disparar. “English soldier”, decía, “English soldier, a merry Christmas, a merry Christmas”. Los ingleses callaban. Y algo pasó que desbordó al miedo y la desconfianza. Se empezaron a oír respuestas inglesas a las felicitaciones alemanas. Heath vio con asombro a los alemanes fuera de su trinchera y caminando hacia ellos, hasta pararse en tierra de nadie. Los británicos dudaban. Los alemanes, no. Hasta que, como escribe Heath, no quisieron quedar como cobardes, salieron a su encuentro, y les estrecharon las manos. Comenzaron a hablar y la desconfianza seguía entre ellos, unos y otros vigilaban para que nadie asomara a la trinchera contraria. Con todo, intercambiaron cigarrillos y direcciones. Los británicos invitaron a Christmas Pudding, y dice Heath que “tras el primer bocado, nos hicimos amigos para siempre”.

El ambiente llegó a tal punto de distensión que, en las afueras de Fromelles, se celebró una función religiosa donde la muchachada entonó el Salmo 23 “El Señor es mi pastor” en inglés y alemán. Aparecieron viejos conocidos, un alemán se encontró con su patrono inglés para el que trabajó como cocinero antes de la guerra. Hasta se organizó un partido de fútbol entre sajones y escoceses en un tramo donde la separación entre trincheras lo permitía.

¿Dónde habría parado todo aquello, si a los soldados les hubiera dado por seguir dándole al pudín, a los cigarrilos y al fútbol en vez de matarse? Entre los oficiales cundió la preocupación. Hubo tramos donde la paz empezó a durar demasiado, incluso llegó a enero. Y se tomaron medidas disciplinarias. Había que seguir la guerra. Cierto que, al principio, hubo soldados que no reaccionaban a las órdenes de abrir fuego, pero fue una resistencia efímera. Dice Heath, en la última noticia que tenemos de él, que aún sonaban cánticos navideños en las trincheras alemanas cuando, de repente, sonaron de nuevo los disparos y se pasó a la normalidad, donde solo se oían los gritos de los heridos. Había mucha tarea pendiente, aún les faltaban casi cuatro años para alcanzar los diez millones de muertos. En aquella Navidad de 1914, aún no llegaban al medio millón. 

 


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24 de diciembre de 2011
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Cuestiones alistadas

 

Según minucioso censo elaborado por nuestro departamento de averiguaciones impertinentes, hay en el mundo unos quinientos profesores universitarios de griego. La mayor parte ejerce en Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña. Pero también los hay en Canadá, Sudamérica, Escandinavia, Italia, Países Bajos, España, Francia, Polonia, Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda, Japón, Malta, e incluso Grecia y otras reconditeces ultramarinas, por ese desorden. Si descontamos los dedicados a las épocas helenística y bizantina, a Platón, Aristóteles u otros apartaderos y tientas, quedan unos doscientos, siempre redondeando generosamente hacia arriba, doscientos escogidos y largamente adiestrados ingenios capaces de leer los poemas homéricos. Los depositarios de tan delicada sapiencia son una especie en peligro de extinción o al menos jubilación, diríamos a primera vista, pero a segunda resulta que el número constituye una constante. Doscientos fueron los homéridas, doscientos los romanos helenófilos de la época virgiliana, doscientos los sabios renacentistas, doscientos los helenistas románticos y siempre doscientos hasta el día de hoy. 

Y en estas vaciedades inconducentes andaba yo fisgando, cuando he recibido un correo con la invitación a sumarme a una iniciativa que suspira por conseguir la declaración del latín y el griego patrimonio intangible de la humanidad. Los sabios peticionarios desean hacer ascender dichas lenguas difuntas a la categoría de la marimba colombiana, la alfombra azerbayana,  los castells catalanes, el sistema normativo de los wayuus cn su pütchipü’üi,  el pan de especias croata, y el encaje de Alençon, y que me perdonen los  patrimonios intangibles olvidados, es que estoy muy afligido porque no encuentro en la lista las culecas de Tudela. 

A todo esto, como los de griego son muy suspicaces, me permito advertir que los sabios peticionarios siempre mencionan la lengua homérica en segundo lugar, sin respetar la preceptiva que prima la antigüedad, ni el orden alfabético, que también tiene su aquel. Además, sumido en todavía más vacuas pesquisas, compruebo que dichos sabios son todos italianos y adheridos, que el original del manifiesto está redactado en italiano y luego pasado ex italico sermone a otros lenguajes decorativos, que de las seis instituciones promotoras cuatro son italianas, que proponen para definitivo arreglo de la preterición grecolatina la declaración de Italia como baluarte simbólico y encrujizada cultural, que el gobierno italiano encabezone la salvaguarda del griego y el latín, y que la cultura griega se las apañe para fundar en Italia florecientes colonias y extraordinarias escuelas filosóficas, por pedir que no quede.

Es verdad que sin una homéricamente dilatada memoria cultural, el hombre puede vivir, aunque sea por debajo del más noble nivel de la especie. Y es verdad que así ha pervivido durante milenios, mientras custodiaban la luz de la lamparita los doscientos ignotos guardianes que no han podido evitar la pérdida del noventa por ciento largo de los textos aún existentes al inicio de la época medieval. Pero yo estoy preocupado con la lista de los intangibles, ¿cómo es que falta toda alusión a la matanza, del cerdo, quiero decir, y a la cultura maragata? Quo confungient? Que, en romance, viene a ser ¿qué será de ellas?

 

 

 

 

 

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21 de diciembre de 2011
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Objetividad

Hoy trae el correo una cosa bonita, el catálogo de la exposición “Nueva Objetividad en Dresde” montada estos días en la Kunsthalle Lipsiusbau. Hay ciento ochenta obras de ochenta autores, con precios muy arreglados que van desde los poco más de mil, hasta los casi cien mil euros. Son obras hechas entre 1918 y 1933, y supervivientes de la llamada ala izquierda de la Nueva Objetividad. El cuadro de arriba se titula “Traseras en Dresde”, de Franz Radziwill y data de 1931. Es un Canaleto ostrogodo que no está mal. Traseras pintadas de la forma contraria a como lo haría el expresionismo, advierten los entendidos. Traseras que se arrasaron, igual que las delanteras, en el bomardeo de la noche del 13 de febrero de 1945. ¿No es profético ese avioncito pinturero?

El movimiento de la Nueva Objetividad me recuerda a Joseph Roth, que pasó por adalid de la nueva escuela y enseguida se distanció de ella con todas sus fuerzas. Primero hizo una aparición sonada como partidario de la “nueva objetividad” —que luego definió como literatura rebajada a sombra de una sombra— con el prefacio de cinco líneas que escribió para La huida sin fin, la novela que redactó durante su estancia rusa. En marzo de 1927, instalado en París tras su regreso de Rusia, desde una mansarda del hotel Foyot, en el 33 de la rue de Tournon, a la vista del jardín de Luxemburgo, anunció una nueva era: 

Ya no se trata de “hacer poesía”. Lo importante es lo observado.

Con La huida sin fin, Roth tuvo la intención de escribir una novela moderna y adecuada a la moda de la nueva objetividad. Pero las “atrevidas” novedades, como las puestas en escena a modo de informe o el final por medio de interrupción, son sólo aderezos ‘pro forma’. En la obra, afloran la compasión, el énfasis, la simpatía, la melancolía y la imaginación, como no podía ser menos. También hay intervenciones poéticas y filosóficas del autor, y, en definitiva, la evocación de una atmósfera, algo mucho más determinante para la obra que aquella venerada objetividad de tan problemática existencia.

Así que, como es natural, Roth no cumplía en absoluto ninguna de las preceptivas de la “nueva objetividad”, según la cual, él mismo sería un cronista indiferente y su actitud correspondería a la de un autor moderno que no urde ninguna fábula, sino que abre los ojos, porque no hay fábula más interesante que la realidad, según escribió en el artículo “El charlatán idealista” del 4 de diciembre de 1927. 

Tiene algo de cómica paradoja que Roth se pusiera una sola vez a defender una moda literaria, no más ni menos vacua que cualquier otra, y lo hiciera justo con la tendencia que menos podía corresponder a sus impulsos más íntimos.

Enseguida sintió la necesidad de distanciarse de su defensa de la dichosa nueva objetividad. A eso obedecen sus artículos “Autocrítica demoledora” o “La vida privada”, de noviembre y  diciembre de 1929,  donde es patente otra postura: 

“Desde hace unos años me esfuerzo en vano por no conocer la vida privada de los autores contempráneos. Nada me parece en este instante más difícil. […] Desde hace unos años los reseñistas siente predilección por un especial elogio, que no es tal, porque no hacen sino ensalzar la carencia de carácter literario como si fuera un plus. Emplean con gusto la fórmula: “¡Este libro es más que una novela! ¡Es un fragmento de vida!” ¿Qué es eso de más que una novela? Dentro de la literatura, un ‘fragmento de vida’ tiene valor si ha encontrado una forma válida. Un ‘fragmento de vida’ informe no es más que una novela, sino menos, no es nada, no es digno de consideración en absoluto. […] La experiencia como puro suceso, como realidad, como historia o episodio, sólo es materia prima para un escritor […] El lector, aleccionado en la épica realista desde mediados del siglo XIX hasta Proust y André Gide, está habituado a mesurar lo figurado literariamente en el material bruto que le ha servido al autor como muestra. Si un autor describe, por ejemplo, la época de la inflación, el lector que conoce bien la inflación quiere verla en el libro. Pero en mi novela encuentra otra, o no encuentra ninguna. O sea, la materia prima va a parar, en mis libros, a la insignificancia de una ilustración. Sólo es significativo el mundo que configuro a partir de mi material de lenguaje (igual que un pintor pinta con colores) […] Porque el material de un escritor es, sin duda, ‘la vida’; pero una vida transplantada al lenguaje y que, a continuación, brota de él.”

Pero la expresión más acabada de la crítica rothiana a la modernidad, que confunde la verdad con la realidad demostrada documentalmente, está en un artículo que publicó dos veces,  en 1930 con el título “¡Basta de ‘Nueva Objetividad!”, y en 1937, llamado “Sobre lo documental”:

“Nunca fue tan grande la ignorancia material de quien escribe, ni tan acentuada la autenticidad documental de lo escrito. Nunca fueron más manifiestas la cantidad, ineficiencia y oquedad de las publicaciones, ni mayor la credulidad con que se acepta su declaración de pertinencia. Nunca fueron los anuncios más engañosos y sugestivos.  Así comenzó la más temible de las confusiones, la de la sombra que arrojan las cosas con las cosas en sí. Lo real comenzó a tenerse por verdadero; lo documental, por genuino; lo auténtico, por válido. Es asombroso que, en una época donde las declaraciones de los testigos ante la justicia se describen con razón en la moderna ciencia médica como no fiables, sea más válida la declaración testifical literaria que la representación artística. Se duda de la fiabilidad de los testigos que declaran bajo juramento. Pero se presta al testimonio escrito el mayor de los reconocimientos que existe en la literatura, el de la veracidad. Y si al menos la crítica fuera lo bastante fuerte como para verificar la legitimidad del “documento”. ¡Pero qué va! ¡Sólo se considera fiable la aseveración! No se compara, por ejemplo, la fotografía con su objeto, sino que se confía en el rótulo bajo la fotografía.

Jamás fue mayor, más ingenuo y de menos alcances el respeto por la “materia”. Es la causa de la segunda confusión, la de lo simple con lo inmediato; la notificación, con el informe; la del momento fotografiado, con la vida que sigue; la de lo “grabado”, con la realidad. Así es como incluso lo documental pierde la capacidad de ser auténtico. Se presta al fotógrafo una confianza mayor que a su objeto, y a la placa, una fiabilidad más fuerte que a la realidad. La declaración del fotógrafo es suficiente. Basta la explicación del retratista de que él no ha hecho sino fotografiar. Si se inventa una historia y se dice que se ha estado presente, la historia inventada se cree. El respeto por la autenticidad es tal que se cree incluso la autenticidad inventada. […] No se escribe bien; se escribe sencillo, de modo que pasa por “inmediato”. Jamás se mintió tanto como ahora en lengua alemana. Pero sobre una mentira de cada dos figura la denominación “fotografía”, ante la cual enmudece toda objeción. Se dice “documento”, y todo el mundo queda sobrecogido de respeto temeroso, como en otro tiempo ante la palabra poesía. El autor sostiene que ha estado presente; y se le cree, primero, como si en efecto hubiera estado, y, segundo, como si fuera importante si estuvo o no.

 Ya no se sabe que, entre la realidad del “mero hecho” y la expresión de lenguaje con que se comunica, hay una diferencia tan grande como entre un objeto y su sombra.”

 

Hay cuadros y dibujos bien bonitos, pero yo no sé si colgaría uno de esos en casa. La doctrina fatiga mucho. Si acaso, esas traseras de Dresde, óleo sobre madera, donde a primera vista no se ve a nadie.


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13 de diciembre de 2011
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Pensamiento reaccionario español

 

Con retraso me llega la noticia de un simposio organizado por el Duke Center for Hispanic Studies sobre pensamiento reaccionario español. Mi amigo informante me felicita, encuentra que aparecer en una nota da la medida de ser alguien, dice que así lo sostienen los criterios más modernos. Antes de marearme con dilemas vacuos sobre si uno es alguien o no, leo las ponencias y veo un avance notable en el estudio del reaccionarismo español: el editor Alberto Moreiras advierte de entrada que los ensayos recopilados a raíz del simposio “se mueven en la dirección de un cuestionamiento, no ya de lo reaccionario de la reacción, sino también del supuesto progresismo [,] que queda hoy bajo el manto de una inmensa sospecha.”

A primera vista, no se aprecian novedades espectaculares, el antisemitismo como racismo, Donoso, Menéndez Pelayo, Maeztu… y, caramba, Baroja. El profesor Gurwirth llama Baroja, en el título de su ensayo, a Caro Baroja. No por economía ni distracción, sino como medido arranque de un ensayo demoledor hecho a partir de la lectura del juicio de Caro Baroja referido a un autor, Josseph Penso de la Vega, sobre cuya producción literaria  Caro emite este veredicto: “La Academia tenía otros ingenios de su mismo linaje y mal gusto”.

La conclusión aparece en su obra Los judíos en la España moderna y contemporánea. Según informó él mismo en su discurso de ingreso en la Academia de la Historia, titulado La sociedad criptojudía en la corte de Felipe IV, desde 1955 se venía ocupando de “la historia de los hebreos peninsulares”, para concluir que “cuando menos, he abierto la puerta de un recinto poco visitado en el conjunto inmenso de nuestra Historia.”

Las críticas, tibias y limitadas, que se escribieron sobre los textos relativos a los judíos que Caro Baroja reiteró desde 1960 y su término clave “criptojudaísmo”, de cuya invención se mostraba particularmente ufano, presentan un vacío evidente, pero que nadie ha señalado antes de Gutwirth: “no tienen en cuenta algo obvio, a saber, que buena parte de la cultura ahí investigada era expresada en hebreo y judeo-español. También una parte significativa de la erudición se publicaba en hebreo. Caro Baroja tenía limitado acceso a tales fuentes, con lo que las generalidades que intentaba construir a partir de obras tales como Gazpacho o Mein Kampf se derrumban por su propio peso.”

En realidad, las fuentes de Caro Baroja estaban fundamentalmente constituídas por la biblioteca de textos antisemitas reunida por Pío Baroja: “Mi tío había reunido cantidad de lo que se publicó a comienzos de siglo […] Su tendencia hostil a los judíos […] está cimentada en muchas lecturas. De casi todas ellas me he aprovechado aquí.”

La prueba más elocuente de la temprana vinculación de Caro Baroja con Comunistas, judios y demás ralea, donde su tío incluyó, entre otros, los artículos que hizo para la fascista Delegación de Prensa y Propaganda, es la carta dirigida por Baroja desde París a su hermana donde le anuncia que el editor va a girar por la reedición de la mencionada obra “a Julito dos mil quinientas pesetas…”

Por entonces, Baroja pasaba largas temporadas en Basilea, en casa de Schmitz, el suizo nietzscheano y hitleriano, del que hablamos el otro día, cuando la memorable excursión al Urbión. Schmitz, que solía firmar “Dominik Müller” entre otros seudónimos, fue tan conspicuo y constante en su posición filonazi, que su cantón suizo le retiró la pensión ya avanzada la década de 1950. Él fue quien tradujo al alemán diversos artículos de Comunistas, judíos… y presentaba a Baroja como führer de la intelectualidad española, lo que Baroja consideraba una “exageración por amistad”. Respecto a la admiración por Hitler, Baroja era más comedido que Schmitz y se limitaba a considerarlo “un hombre extraordinario”.

Ante la insistencia de Caro Baroja en tópicos como el linaje o el mal gusto [judío], Gutwirth apunta: “La vinculación entre Pío Baroja, autor de los textos reunidos en Comunistas, judíos y demás ralea, y Caro Baroja no es menos evidente que la existente entre el gusto de escritores de similar linaje en el Amsterdam del siglo XVII.”

En su utilización del cliché del gusto, Caro Baroja se basaba en el artículo “El lenguaje del siglo XVI”, de Menéndez Pidal, quien desarrolla la teoría de que la reina Isabel, además de haber expulsado a los judíos, inventó el buen gusto, que se extendió entre los humanistas de toda Europa a través de Italia. Dicha fantasía fue eficazmente barrida por Wardropper, con la demostración de que la tesis de Menéndez Pidal malinterpretó “gesto” como “gusto”.

Como réplica al reproche de alineación entre familia y escritura que Caro Baroja dirige a Penso de la Vega, Gutwirth demuestra con solvencia incontestable la adhesión de Caro Baroja a la supuesta especie de unidad literaria de la familia Baroja, donde el tío escritor confeccionaba Comunistas, judíos… y el tío pintor “mantenía una posición de admiración hacia Hitler, Mussolini y Stalin.”

Caro Baroja llegó a denunciar en el prólogo que añadió a las ediciones de Los judíos… la existencia de una especie de conspiración de grupos internacionales empeñados en la destrucción de su gran edificio. Se trataba sin duda de aquella célebre conspiración judeomasónica que hizo furor en tiempos franquistas.

La autodescripción basada en una reiterada idea de independencia, inconformismo y oposición a los viejos tópicos, cuidadosamente alimentada por el propio Caro Baroja, es la continuación familiar de lo que Baroja decía de sí mismo, y ha constituído la escasa médula de la mayoría de los análisis de los estudiosos.

El inteligente ensayo de Gutwirth “Baroja y Penso: escritura, reacción y valores familiares” incluye una breve semblanza y una valiosa reseña de la obra de Penso de la Vega, autor prolífico y original, celebrado por sus contemporáneos y menospreciado por los racistas vergonzantes del siglo XX.

 

 

 

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1 de diciembre de 2011
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Túmulos

Un peregrino japonés muere el mismo día en que comienza su camino a Santiago, en medio del bosque de Erro. Dos peregrinos indígenas, Marichu y Josechu, que lo habían adoptado para el camino, erigen en el lugar un recordatorio consistente en una placa cuyo texto sostiene que ellos no lo olvidan. Pasan los peregrinos, algunos leen la placa, y otros menos dejan una piedra. Los peregrinos memoradores regresan al lugar y encuentran un creciente túmulo que les molesta, porque ellos quieren que la placa se erija en solitario y diga que son ellos quienes no olvidan. Durante un tiempo, acuden a deshacer el túmulo sobrevenido y a limpiar la placa. Pero los peregrinos, en virtud de un mecanismo ancestral, sigan dejando piedras y el túmulo renace como un tumor mal extirpado. Los indígenas prosiguen con su labor purificadora y autocontemplativa. Somos nosotros quienes recordamos, ustedes lean, conmuévanse, admiren nuestra sensibilidad y hagan el favor de no dejar piedras. Pero es imposible estar siempre de guardia, las piedras vuelven y el túmulo renace con la misma terquedad mansa con que regresan las estaciones. Resueltos a defender su memoria, los indígenas cuelgan bajo la placa un cartel en cinco lenguas, con más texto que el recordatorio, donde conminan a los pasantes a no dejar piedras. Los peregrinos pasan, leen, y dejan piñas de pino royo. El túmulo de piñas resiste la aniquilación crónica de los indígenas. A veces rebasa hasta la altura del cartel, algunas piñas llega a posarse en la misma placa y no dejan leer. Pasan los años, vienen los líquenes, las letras se enturbian, ayer aún se distinguía el túmulo de piñas ya diluido en el bosque.

Según una leyenda frigia, los hijos del rey Midas invitaron a Homero a escribir un epigrama sobre la tumba de su padre, sobre la que había una joven de bronce que lloraba su muerte. Y se dice que Homero escribió: “Soy una doncella broncínea sentada sobre el túmulo de Midas, mientras fluyen las aguas, medran los grandes árboles, se desbordan los ríos, bañan sus costas los mares, y brillan el sol naciente y la luna reluciente, yo permanezco sobre esta muy llorada tumba, indicando a los pasantes que aquí yace Midas.” El caminante, ¿qué puede hacer? Pertenece al género de los árboles que medran,  no al de los fluyentes, como los ríos y mares incansables, ni a los cíclicos brillantes, como el sol y la luna. La tumba ya ha sido muy llorada. Ni una  mención a lo que fue el gran Midas, solo a lo que tú eres, uno que pasa. El túmulo de Midas, erigido piedra a piedra sobre la llorosa doncella de bronce, es uno de los mayores nunca visto, hoy es un monte frigio desconocido.

 

 

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29 de noviembre de 2011
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