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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Nick Drake: Pink Moon

 

En la larga y notable lista de músicos muertos en plena juventud y en medio de una gran explosión creativa, se encuentra el nombre del inglés Nick Drake. Nacido en 1948, Drake falleció en 1974 a los 26 años; se especuló con un suicidio, pero nunca se pudo confirmar esa sospecha. Lo único cierto es que su muerte se debió a la sobredosis de un antidepresivo que se le había prescrito.

La carrera de Drake le hace justicia al término "meteórica": su primer album es del 69, y el tercero y último, del 72, año en que se "retiró" de la escena musical. Si bien su nombre apareció por aquí y por allá en los ochenta --The Cure y Michael Stipe lo reinvidicaron-- y en los noventa --un documental de la BBC--, fue un comercial de Volkswagen el que le dio la fama popular de la que ha gozado en esta década. Se podría hablar de la ironía del comercio capitalista que populariza a un artista independiente, romántico, pero eso ya es un lugar común (si Verlaine y Rimbaud vivirían hoy, estarían filmando comerciales para Apple). Lo importante es que la música de Drake está muy presente entre nosotros, tanto, que a veces no nos damos cuenta que lo estamos escuchando a él (sí, es suya esa canción de The Garden State que nos conmovió, y Zach Braff no es tan novedoso como creemos). De sus tres discos, el último, Pink Moon, es el mejor: en canciones como "Pink Moon", "Which Will", "Parasite" and "From the Morning", se puede apreciar la excelencia de sus letras.

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18 de diciembre de 2008
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Pasajera en trance

 

Cuando se separó de su pareja, hacía casi tres años, se fue a vivir a un condominio. "Ideal para ti", le había dicho una amiga, "cerca de un aeropuerto". No se había dado cuenta de ello, pero ahora que lo decía, era cierto. ¿Y? Ya no quería sentirse culpable de nada. Años atrás, en una clase de antropología, había leído ese libro famoso sobre esos espacios de tránsito que, al carecer de importancia para la identidad, las relaciones, o la historia, eran considerados no-lugares: los hoteles, los supermercados, los aeropuertos. En ese entonces se había sentido mal: no decía nada bueno de ella que le gustaran esos no-lugares. Pero, ¿qué si una pasaba buena parte de su tiempo, cada vez más, en esos no-lugares? ¿No se convertían para una en lugares?

Ella, ahora, se encuentra en un aeropuerto. Ella está por embarcar. Ella está por despegar. Ella se va. Y recuerda: algunos de los momentos más intensos de su vida los pasó en aeropuertos. La primera vez que se fue de Bolivia: todavía le duelen las lágrimas de su madre ("para eso una cría hijos, para que se le vayan"). La vez que volvió y su padre no estaba para esperarla ("hermana, no te lo quería decir por teléfono, pero papá... Nunca llevó bien la separación, pero a nadie se le ocurrió que llegaría a ser capaz de esto"). O cuando llegó a esa terminal vacía en un país desconocido, y sintió, opresivo, todo el peso de la ausencia. O aquel romance de verano que terminó en lágrimas ("si me lo pides, me quedo unos días más") y la sensación angustiosa, después del abrazo y los besos furtivos y el darle la espalda para encaminarse a la revisión, de haber vivido una historia que había terminado antes de comenzar. 

Ella siente que baila sobre el mar. Esta vez, sabe, sospecha, intuye, que la historia tendrá un final feliz. O mejor: no tendrá un final. Y se va. Es una pasajera en trance. Pasajera en tránsito perpetuo, redimida por saber que, incluso en el dolor, en la ausencia, en los equívocos, ha estado transitando por los lugares ciertos. Y piensa: un amor real es como vivir y estar despierto. Un amor real es como vivir en aeropuertos.

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17 de diciembre de 2008
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Mexican Institute of Sound

Santiago Vaquera, mi DJ particular, me mandó hace unos meses un compact con música de más de diez grupos que yo no conocía. Los he ido descubriendo poco a poco. Anoche le tocó a Mexican Institute of Sound. Escribía un capítulo de mi nueva novela a las dos de la mañana, y de pronto, el ritmo de la música electrónica de M.I.S. fue ingresando a la escritura. Logré capturar la voz, el tono de un personaje escurridizo. Y sonreí.

Los que saben de Nortec Collective están en buenas manos con M.I.S. Las canciones más pegajosas de su último compact, Piñata, son "Escríbeme pronto", "El micrófono", "A todos ellos" y "Katia, Tania, Paulina y la Kim".

 

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16 de diciembre de 2008
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Richard Yates y la invención de los suburbios

Confieso que decidí leer Vía Revolucionaria (Alfaguara), la novela de Richard Yates, gracias a la avalancha publicitaria para promocionar la película basada en la novela. Una de las funciones del cine es la de ser propagandista de la literatura (y de la novela gráfica: también estoy leyendo The Spirit, la obra maestra de Will Eisner, antes de ver la película). Yates nunca desapareció del todo, y ha tenido defensores de primer nivel -Vonnegut, Styron, Richard Ford--; lo cierto, sin embargo, es que sólo ahora su novela de 1961 ocupará su merecido lugar entre los clásicos de la literatura norteamericana del siglo XX.

El efecto Hollywood puede verse incluso en las páginas del New Yorker, la revista que en vida rechazó los cuentos de Yates por considerarlos crueles: esta semana, su crítico literario estrella, James Wood, dedica cinco páginas a una relectura de Vía Revolucionaria, y concluye que, a casi cincuenta años de su publicación, la novela de Yates "parece más radical que nunca".

¿Qué tiene de radical esta novela? Sus logros pueden apreciarse mejor si comparamos el trabajo de Yates con el de los escritores de su generación, J. D. Salinger y John Cheever. Salinger creó rebeldes al sistema en la década conformista de los cincuenta, y Cheever se ocupó de dotar a sus personajes de un aura romántica y situarlos en medio de los suburbios, esa invención de fines de los cuarenta. Lo que hace Yates en Vía Revolucionaria es, con una prosa que no llama la atención en sí misma pero que se las ingenia para alcanzar profundas resonancias simbólicas, crear personajes con apariencia rebelde y romántica, pero que en el fondo no son nada revolucionarios (el título de la novela es, por supuesto, irónico).

Frank y April, la pareja en torno a cuyas batallas conyugales gira la novela, se hallan atrapados en los suburbios de Connecticut, "aburridos" y "deprimidos". Tienen sueños de escape: Frank alguna vez quiso ser un artista, y April quiere que ellos y sus dos hijos se muden a París. Pero Frank parece intuir que las utopías de una vida nueva son sólo eso, utopías: la tentación a conformarse con lo que uno ya tiene es más fuerte que el miedo a fracasar en ese ilusionado futuro. En cuanto a April, su carácter es, en la jerga contemporánea, "pasivo-agresivo". Si Frank puede pero no quiere, ella es la ama de casa que quiere pero no puede. Las limitaciones que la sociedad impone a las mujeres, su rol subordinado a los hombres antes de las luchas por la igualdad de los sesenta y setenta, ganan la partida. Al final, a ella no le queda más que un trágico acto de rebeldía, y aprende, por fin, que "si uno quiere hacer algo del todo honesto y verdadero, esto siempre tiene que hacerse a solas".

Lo que impresiona de Yates es la capacidad que tuvo de ver el vacío, la soledad de los suburbios en pleno momento de su apogeo. En la década del cincuenta, la expansión de la clase media en los Estados Unidos y la prosperidad económica produjeron no sólo la explosión de los suburbios sino su conversión en algo a lo que se aspiraba: para una mejor calidad de vida, había que huir de las ciudades, lugares donde la moral decaía y se corrompía la gente. Los suburbios, al final, no fueron la panacea. Yates satirizó esa vida blanda, pero fue capaz de ver que sus personajes, en el fondo, querían esa vida blanda. Si a los editores del New Yorker esa mirada les parecía cruel, es porque lo era. No hay nada más radical que mostrar que no estamos a la altura de nuestros sueños.

La excelencia de una obra no sólo se mide por los admiradores o detractores que tiene sino por su capacidad de generar textos. Vía Revolucionaria es una máquina productora de textos: de ahí proceden las novelas de A. M. Homes (Music for Torching), Rick Moody (The Ice Storm) y Tom Perrota (Little Children), y los guiones de la película American Beauty y la serie televisiva Mad Men. Su mundo también insinúa varios temas que serán luego explorados por Carver y Ford.

Los adultos del suburbio de Yates son niños atrapados en un parque, y ya lo sabe el narrador de la novela: "en la distancia, todas las voces de los niños suenan igual". Sí, muchas obras nos suenan parecidas a Vía Revolucionaria. Pero Yates llegó primero, y lo que hizo, lo hizo mejor que nadie.   

(La Tercera, 15 de diciembre 2008) 

Una aclaración: leí la novela en inglés, en la edición de Vintage, pero como acaba de ser reeditada por Alfaguara en español, y este blog se lee sobre todo en América Latina y España, mencioné esta edición en español para los lectores interesados en conseguirla. Las traducciones que cito de la novela son mías.

 

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14 de diciembre de 2008
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Invierno en Ithaca

Fueron los románticos quienes le sacaron partido a las analogías entre el paisaje y el estado de ánimo. Si el sujeto poético encontraba unas ruinas en un poema de Espronceda, ya sabíamos a qué atenernos. La novela realista y la naturalista también explotó esta correspondencia entre el mundo interior y el exterior: los "malos" en Dickens y Zola son reconocibles por su fisonomía desagradable. El siglo veinte se fue por otros caminos (en América Latina esos gestos retóricos persisten hasta la primera mitad del siglo veinte, en la novela regionalista, en la indigenista: en Raza de Bronce, las ruinas pre-colombinas son testimonio de la decadencia de toda una civilización). Acaso esas analogías se habían vuelto fáciles lugares comunes. Por supuesto, que la literatura las haya abandonado no significa que hayan dejado de existir.

Pienso en estas cosas ahora que veo a través de mi ventana el paisaje nevado, la desolación invernal de Ithaca, y no puedo evitar que ese invierno penetre en mi estado de ánimo. En términos clínicos, debo padecer de S.A.D. (seasonal affective disorder); de manera más coloquial, esto se llama "winter blues". Sí, existe. Cuando voy a buscar a mis hijos a las cinco de la tarde, y me encuentro con la noche más oscura, me deprimo. Cuando veo los árboles despojados de sus hojas, cubiertos de nieve, me deprimo. A veces me pregunto cómo hice para sobrevivir más de diez años a estos inviernos. Debo reconocer que los primeros seis todo esto fue muy pintoresco: tengo fotos orgullosas de mi auto enterrado bajo la nieve, y yo al lado, con una gran sonrisa. Y la navidad, bueno, no era tal sin la nieve y el trineo y toda esa parafernalia. Y luego pienso en los últimos cuatro inviernos y me digo que mis crisis personales no fueron inventadas por el invierno, pero sí las agudizaron el frío, la falta de luz, las largas horas de encierro (no soy de ir a esquiar).

En diez días me iré de vacaciones a México. Estaré cerca de un mes viajando por San Cristobal de las Casas, Palenque y otros lugares muy turísticos. En estos momentos, me gustaría emocionarme al pensar en las ruinas mayas con las que me toparé (¿testimonio de qué decadencia? ¿de la civilización maya, o de la nuestra, que convierte todo en turismo?), en la historia conflictiva de Chiapas. Pero reconozco que lo que hoy mismo me conmueve es ver que en Chiapas están a treinta grados centígrados.

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12 de diciembre de 2008
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La canción más patética

 

Ella y yo hablábamos de canciones patéticas. Recordé los domingos por la mañana de mi infancia, cuando papá escuchaba "El club de la vieja ola" en Radio Centro, y mencioné las canciones de tango, en las que el hombre, herido, habla de lo difícil o imposible que será vivir sin su amor. Ella me preguntó si conocía "Malevaje", "posiblemente la canción más patética que se haya escrito jamás". Le dije que no. Me mandó la letra por chat en el skype, y no pude evitar reírme: era demasiado ("Ya no me falta pa completar/ más que ir a misa e hincarme a rezar"). Aquí, el hombre no la perdía, pero el amor lo volvía una gelatina. Luego vi la canción en YouTube, en una versión del Polaco Goyeneche, y la cosa mejoró: bueno, el patetismo seguía ahí, pero en la interpretación del Polaco llegaba a conmover.

Aquí va la letra (leer primero, ver después el video):

¡Decí, por Dios, que me has dao,
que estoy tan cambiao!...
¡No sé más quién soy!...
El malevaje extrañao
me mira sin comprender;
me ve perdiendo el cartel
de guapo que ayer
brillaba en la acción.
No ven que estoy embretao
vencido y maniao
en tu corazón.

Te vi pasar tangueando, altanera,
con un compás tan hondo y sensual,
que no fue más que verte y perder (1)
la fe, el coraje, el ansia'e guapear...
No me has dejado ni el pucho en la oreja
de aquel pasao malevo y feroz.
Ya no me falta pa completar
más que ir a misa e hincarme a rezar.

Ayer, de miedo a matar,
en vez de pelear,
me puse a correr...
Me vi en la sombra o finao,
pensé en no verte y temblé.
Si yo -que nunca aflojé-
de noche angustiao
me encierro a llorar... (2)
¡Decí por Dios que me has dao
que estoy tan cambiao!...
¡No sé más quien soy!

¿Sugerencias para otras candidatas al título de "canción más patética"?

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11 de diciembre de 2008
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Jaime Sáenz en Facebook

Hace un par de años enseñé en Cornell un seminario de post-grado sobre literatura andina. Una de las cosas que más me conmueve hoy es que varios estudiantes de ese curso quedaron fascinados con Jaime Sáenz (Beth Bouloukos incluso lo ha incorporado a su tesis doctoral). Leimos las Imágenes paceñas e Immanent Visitor, una antología bilingüe de poemas publicada en los Estados Unidos.

Si hay un escritor boliviano del siglo XX que es nuestro contemporáneo y debería ser más conocido fuera de Bolivia, ése es Jaime Sáenz (bueno, también están Cerruto y Céspedes). Para los que gustan acompañar la lectura de una obra con la mitología de su creador, ahí está la vida de Jaime Sáenz, alguien a quien el título de "poeta maldito" le quedó chico. Para los que sólo están interesados en los textos, hay para elegir: los que buscan perfección en la prosa y piensan que para eso nada mejor que una novela corta, harían bien en leer "El señor Balboa" y "Santiago de Machaca"; los que creen que el género vital del momento es la crónica, pueden darse una vuelta por las Imágenes paceñas; los que están interesados en novelas ambiciosas, excesivas e imperfectas, capaces de vencerlo a uno en la lectura, tienen a Felipe Delgado esperándolos; los que piensan que lo que importa es la poesía, y todo el resto es literatura, pueden leer cualquier poema de Sáenz. Cualquiera.

Todo esto viene a cuento de que hoy me encontré con una página de Sáenz en Facebook. Y me alegré. Hay que seguirlo difundiendo. Quizás todo ese esfuerzo haga que el escritor paceño termine ocupando su merecido lugar en la literatura en español del siglo XX.

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10 de diciembre de 2008
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Postales de México

Mañana invernal en Ithaca. Escucho a Nick Drake, y rememoro mis últimos dos viajes a México. Quedan muchas imágenes, y los dos viajes se van haciendo uno. Queda Juan Gabriel Vásquez en un pasillo del Fiesta Inn, llevando consigo un ejemplar de la traducción al inglés de Crimen y castigo y diciéndome que si no he leído a Dostoievsky en las recientes traducciones al inglés, entonces no lo he leído (leí casi todo Dostoievsky hace veinte años, en las traducciones al español de Bruguera: ergo, no lo he leído). Santiago Gamboa orgulloso en un taxi, después de gastar doscientos pesos mexicanos en la primera edición de Terra Nostra. Santiago Roncagliolo en otro taxi, contándonos que está traduciendo dos novelas cortas de Joyce Carol Oates (Beasts y Rape) porque quería entender de cerca cómo funcionaban. Martín Caparrós regalándome un ejemplar numerado de uno de sus diarios de viaje. Alberto Fuguet desesperado buscando en la feria del libro de Guadalajara los diarios de Alejandra Pizarnik (¿Fuguet y Pizarnik?). Yo, tomando tequila antes de una presentación, para relajarme (funcionó). Yuri Herrera recomendándome, en medio de una taquiza, qué autores debería leer de la nueva narrativa mexicana (Bernardo Fernandez, Heriberto Yepez, Elmer Mendoza). Gastón García y Guadalupe Nettel, grandes anfitriones, invitándonos a cenar pollo en mole en su casa en Coyoacán. Un desayuno con Efraín Kristal, y una charla rápida, camino al aeropuerto, sobre Badiou y Esposito. Una medianoche en un VIPS con Jorge Volpi y Rocío, Ignacio Padilla, Eloy Urroz y sus parejas. Las cervezas con Luis Miguel Solano, editor de Libros del Asteroide, contándonos de sus nuevas publicaciones (Ann Beattie). Valeria Huerta, la entusiasta editora de Fazi (Italia), haciendo todo lo posible por publicar a autores latinoamericanos y españoles en Italia. La casa de Carlos Fuentes, con una biblioteca intimidatoria de clásicos de Gallimard y de The Library of America, y con unos mariachis de punta en blanco (¿es el uniforme, o es que todos los mariachis son barrigones?). Sergio Ramírez preocupado por la situación en Bolivia. La noche en que no fui al legendario Veracruz porque estaba cansado. El viaje de ida, en el que descubrí a Bruno Schulz, y el de regreso, en el que me leí de un tirón la última novela de Iván Thays. 

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9 de diciembre de 2008
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Don Werner

Hacia 1986, le mandé el manuscrito de mi primer libro de cuentos a Don Werner Guttentag, el legendario editor de los Amigos del Libro, la editorial boliviana más importante del siglo XX. El manuscrito se llamaba Cristales en la noche, y yo, en el atrevimiento de los diecinueve años, pensaba que sería aceptado y publicado de inmediato.

Don Werner lo rechazó. Era mi primer rechazo editorial. Yo conocía a Don Werner, lo había visto varias veces en su librería en la calle Heroínas en Cochabamba. Lo visité, quería escuchar sus razones. Encontré a un señor afable, incluso charlatán, que me hizo pasar a sus oficinas en el segundo piso y me mostró una serie de libros raros (primeras ediciones de novelas de Vargas Llosa, novelas alemanas). Me dijo que no me desanimara.

Para el adolescente que era yo, fue muy importante escuchar esas palabras. El rechazo se convirtió en un gran estímulo para continuar escribiendo. Revisé el manuscrito y comprobé que don Werner tenía razón. Eliminé la mitad de los cuentos, y con la otra mitad inicié otro libro, ahora con el título Las máscaras de la nada. Cuatro años después, don Werner lo publicaría.

Don Werner falleció ayer a los 88 años. El alemán que llegó a Bolivia en 1939, escapando del terror nazi, contribuyó como pocos a la difusión de la literatura nacional. Deja un vacío inmenso en el país que terminó haciendo suyo. Lo recuerdo como un incansable fanático de los libros, alguien que, pese a las dolencias de los últimos años, tenía la fortaleza para seguir asistiendo a presentaciones y a ferias del libro. Lo recuerdo como el mejor primer editor con el que puede soñar un aprendiz en la impaciente disciplina de la carrera literaria.

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3 de diciembre de 2008
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Cantar de ciegos

Participé en una mesa sobre la obra de Carlos Fuentes en la feria del libro de Guadalajara. Me pidieron que hablara sobre un libro de Fuentes. Escogí Cantar de ciegos (1964). Esto es lo que leí: 

En "La muñeca reina", cuento publicado en Cantar de Ciegos, asistimos a múltiples viajes temporales. El narrador, ya un hombre maduro, encuentra en un libro de su infancia una tarjeta en la que se halla escrita una frase en caligrafía infantil: Amilania no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo. Esa tarjeta es una magdalena proustiana que despierta en el narrador la memoria del tiempo perdido de su infancia. En ese tiempo, el narrador era un joven al que no le interesaba la educación tradicional y se pasaba las horas leyendo en el parque. Allí, una niña de siete años, Amilania, se hace amiga de él. Cuando la recuerda, Amilania carece de movimiento, y aparece fijada para siempre, como en un álbum de fotos: "detenida en su carrera loma abajo... sentada bajo los eucaliptos... boca abajo con una flor entre las manos... viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde".  Que la memoria tenga la fijeza de las fotografías prefigura el desenlace del cuento: diversos críticos (Morin, Barthes, Sontag, Cadava) han escrito acerca del vínculo entre fotografía y muerte: la fotografía es una presencia que ya es ausencia, un instante detenido en el tiempo, destinado a sobrevivir en una placa de nitrato mientras el tiempo sigue fluyendo y acumulando edades y llevándose consigo a los seres fantasmales que pueblan las imágenes fotográficas.

El narrador y Amilamia dejarán de verse y seguirán caminos distintos. Alrededor de quince años después, la tarjeta encontrada en el libro hará que el narrador regrese al parque. Allí, descubrirá eso que Proust sabía tan bien: la memoria es capaz de dotar a la realidad de una patina de gloria de la que ésta carece. El recuerdo mitificado es superior a la realidad: "detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso... Y la colina... Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle".

El narrador, intrigado, comienza a averiguar hasta dar con la casa de Amilamia cerca del parque. Allí descubrirá a dos seres -los padres de Amilania- presos del tiempo, de los recuerdos: Amilamia está muerta. El narrador se pregunta: "¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente?" Los padres, desesperados, le preguntan tres veces cómo era su hija, y el narrador descubre que, en cierta forma, los seres humanos están hechos de tiempo, son las memorias que guardamos de ellos: "Cierro los ojos. Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate".

Cuando el narrador entra al cuarto de Amilamia, descubre que los padres lo han convertido en un recinto mortuorio: "al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa... ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa..."

Amilamia está representada por una muñeca-reina de porcelana, un "falso cadáver" entre las sábanas y junto al acolchado. La Reina de las fantasías del narrador ha adoptado la máscara inmóvil de la muerte. Casi un año después, el narrador descubrirá que si los padres de Amilamia continuarán para siempre atrapados en el culto de la muerte, él, más bien, podrá volver a la afirmación de la vida: "La verdadera Amilania ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo".
 
Toda la obra de Carlos Fuentes se pregunta: ¿cuál es la edad del tiempo? El cuento "La muñeca reina" responde: aquella que muestra nuestro paso de niños vivaces a muñecas mortuorias de porcelana, de jóvenes perdidos en los libros a imágenes congeladas y frías en un féretro. La edad del tiempo es la edad de la muerte. ¿Qué hay detrás de las máscaras de las muñecas, de la inmovilidad de las fotos en el álbum? La vida, que, a través de los recuerdos, gracias a nuestra memoria, es capaz de vencer a la muerte. Instalados en el tiempo, los seres humanos están condenados al fin; pero en el transcurso de ese tiempo tienen muchas oportunidades, fugaces todas, para liberarse de sus ataduras y trascenderlo.

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2 de diciembre de 2008
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