Hace algunos años, El curioso incidente del perro a medianoche, una novela del escritor inglés Mark Haddon, se convirtió en éxito de ventas y de crítica. Las razones de su triunfo tenían mucho que ver con el autismo de su protagonista principal, John Francis Boone. Haddon lograba meterse de manera convincente en la mente de un chiquillo que sabía de memoria todas las capitales de todos los países del planeta y los números primos hasta el 7,057. El libro venía avalado en la contratapa por un neurólogo reputado como Oliver Sacks: la ficción se legitimaba a partir de su parecido con el discurso científico.
El caso de Haddon no es único en la literatura anglosajona de los últimos años. A diferencia de la latinoamericana, que abusa de protagonistas un poco tontos y a veces muy equivocados pero en general sin obvios problemas mentales, la literatura en inglés no se cansa de explorar diferentes tipos de narradores y/o protagonistas con dificultades mentales o lingüísticas. Ahí está la brillante Huérfanos de Brooklyn (1999), de Jonathan Lethem, cuyo narrador, el detective Lionel Essrog, padece de síndrome de Tourette ("Hay días en que me despierto por las mañanas y voy a tientas al baño y dejo correr el agua y me miro y no reconozco mi propio cepillo de dientes en el espejo"), y, recientemente, dos novelas sobre esquizofrénicos: Atmospheric Disturbances (2008), de Rivka Galchen, y Lowboy (2009), de John Wray.
El ejemplo de Faulkner sigue presente en esta tradición: su Benjy Compson, el narrador retardado de la primera parte de El sonido y la furia (1929), no tiene equivalentes en la literatura latinoamericana. La diferencia de los nuevos escritores con Faulkner es que estos están muy preocupados por la verosimilitud científica. En los agradecimientos Wray cita, entre otros libros, The Diagnostic Statistical Manual of Mental Disorders IV y The Psychiatric Interview in Clinical Practice. Eso no significa, claro, que Faulkner no haya estado en lo cierto desde la primera hasta la última frase de Benjy ("Caddy uncaught me and we crawled through. Uncle Maury said do not let anybody see us, so we better stoop over, Caddy said. Stoop over, Benjy. Like this, see").
Los esquizofrénicos de Galchen y Wray son diferentes. El siquiatra Leo Liebenstein, narrador de Atmospheric Disturbances, cree que su mujer, Rema, ha sido reemplazada por un "simulacro"; este tema aparece en los cuentos de Philip Dick ("The Electric Ant") y en las películas apocalípticas de los años cincuenta (Invasion of the Body Snatchers). Galchen actualiza ese tema para una época más científica: su narrador utiliza un lenguaje clínico, pero no por eso deja de conmover. Por supuesto, el "simulacro" es la misma Rema, pero Leo, incapaz de reconocer lo que tiene delante suyo en su piso en Nueva York, viaja hasta los confines del continente americano (la Patagonia) en busca de la verdadera Rema.
Lowboy, el adolescente esquizofrénico paranoico de Wray, está más cerca de Salinger: creyendo que tiene el secreto para salvar el planeta del apocalipsis debido al cambio climático, se escapa del siquiátrico y, a la manera de Holden Caulfield, se embarca en un recorrido por las calles de Manhattan (mejor: por los túneles, ya que su forma de escape es el metro). Su forma de ver las cosas es peculiar: "el tren calzó perfectamente en el túnel, como una mano en un bolsillo, y rodeó el cuerpo de Lowboy y lo mantuvo quieto"; "el túnel se enderezó sin ningún esfuerzo y las rieles y ruedas callaron".
El autismo, el síndrome de Tourette y la esquizofrenia consiguen dar a quienes sufren estos problemas una mirada original de las cosas. Al crear narradores y/o protagonistas con estas enfermedades, Haddon, Lethem, Galchen y Wray radicalizan algo que debería estar presente en toda obra narrativa: una novela puede ser muchas cosas, pero es sobre todo una cosmovisión propia, una manera idiosincrática de mirar el mundo.
(La Tercera, 19 de mayo 2009)
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