Skip to main content
Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Blogs de autor

Paul Harding: "El estilo es algo tan indeleble como la forma del cerebro"

 

La editorial RBA acaba de publicar Vidas de hojalata, una magnífica novela que sin duda será uno de los acontecimientos literarios del año. Con ella su autor, Paul Harding (1967), se alzó con el premio Pulitzer el 2010. Vidas de hojalata es la primera novela de Harding; después de varios rechazos fue aceptada por una editorial muy pequeña (Bellevue Literary Press). Podía haberse perdido entre tantas publicaciones, pero el Pulitzer cambió todo. Harding accedió a conversar con El País sobre la novela.   

 

¿Vidas de hojalata está basada en una historia real?

La trama está basada libremente en relatos que mi abuelo materno solía contarme de su infancia en el estado de Maine. Como en el libro, su padre era un vendedor ambulante y tenía epilepsia, y fue forzado a abandonar la familia cuando se enteró de que su mujer planeaba internarlo en un psiquiátrico. Sabía de estas leyendas familiares solo lo suficiente como para despertar mi imaginación, pero no tanto como para saciarla.

Me han impresionado mucho las páginas que le dedicas a la epilepsia, la forma en que la describes como un "relámpago". Te ha debido ser difícil tocar esta enfermedad sobre la que hay tantos prejuicios.

Es verdad. Hay muchas ideas equivocadas sobre esta enfermedad: que es sagrada, trascendente, ecstática, etc. Decidí que la mejor manera de escribir sobre este tema era evitando cualquier descripción patológica o clínica y enfocándome en lo subjetivo, viendo cómo era la experiencia personal del personaje. Sin embargo, es verdad que los ataques epilépticos tienen que ver con corrientes eléctricas neurólogicas. También me aseguré de describir estos ataques como si fueran catástrofes físicas, hechos que disminuían cualquier lado trascendente o ecstático del personaje en vez de aumentarlo.

Los críticos han aplaudido el lenguaje de la novela. ¿El estilo, la voz es lo más importante a la hora de escribir una novela?

El estilo de un escritor, su voz, son parte tan indeleble de él como la forma de su cerebro. Así que no intenté conseguir un "estilo". Solo traté de describir lo que veía y escuchaba de la manera más precisa posible; mi voz igual aparecía, de una manera menos consciente, menos ornamental. La belleza de un tema es inherente, de modo que mi trabajo es lograr descripciones exactas, no intentar que una prosa bonita se imponga a lo demás.

En tu novela el mundo natural tiene mucha densidad, está lleno de detalles. Eso te lleva a algunas reflexiones metafísicas sobre la condición humana. ¿Crees que, como sugiere Javier Marías, hay algo que puede llamarse "pensar literario"?

Javier Marías me gusta mucho, estoy de acuerdo con él. El arte consiste en gran parte en ser testigo de las paradojas y contradicciones del corazón humano. El filósofo tiende a verse obligado a reconciliar estas contradicciones, mientras que el escritor puede ponerlas una al lado de otra, mostrarlas al lector. Eso le produce una satisfacción estética al lector, pues está viendo descrita una experiencia que reconoce como verdadera a pesar de su aparente imposibilidad.

Cuéntame un poco de tu proceso creativo.

Como decía Wallace Stevens, las investigaciones de un filósofo son deliberadas, pero las de un poeta son fortuitas. Escribo totalmente basado en la intuición, en las sensaciones, por lo menos en las primeras versiones. Escribo interrogándome, es decir escribo tratando de descubrir algo, a la búsqueda de una revelación. Soy muy desordenado; me muevo por todas partes alrededor del mundo que estoy tratando de conjurar. Cada vez que me siento a escribir me enfoco en lo que me llama la atención en ese momento. Con los meses y los años lo que al principio parece un gran nube puntillista de sinsentido comienza a condensarse, a tomar una dirección uniforme, a ordenarse en órbitas coherentes. No es muy eficiente pero sí es un proceso absorbente.

La escena principal de la novela, la de un hombre en su lecho de muerte, me hizo recuerdo a una novela de Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz. ¿Pensabas en esa novela cuando escribías la tuya? También has mencionado que Terra Nostra, otra novela de Fuentes, fue clave en tu desarrollo como escritor.

Por supuesto que Artemio Cruz estaba en mi mente, de la misma forma que Mientras agonizo, de Faulkner, estaba en la mente de Fuentes cuando escribía su novela. Una de las cosas que me impresiona de escritores como Fuentes y García Márquez y Cortázar es que tenían el espíritu de llevar a cabo un trabajo conjunto. Parecía como si estuvieran escribiendo capítulos de la misma gran Novela. Oliveira, el personaje principal de Cortázar en Rayuela, aparece en Terra Nostra y también en Cien años de soledad. Me encanta el hecho de que eran escritores que estaban tratando de añadir algo a lo que habían leído en Woolf, en Faulkner, en Poe. Mis primeros y pésimos intentos de escribir cuentos estaban tan influidos por Fuentes y su generación, que mi prosa en inglés parecía como si fuera una pobre traducción del castellano.

Vidas de hojalata fue publicada por una editorial mpequeña, es una novela muy literaria, de modo que fácilmente podía habérsela pasado por alto, como ocurre con tantos buenos libros cada año. ¿Hay algún libro de esos que han sido pasados por alto que recomendarías?

No puedo recomendar nada reciente. Es una pena, un defecto que acepto. Solía trabajar en librerías y estar al día con cada novela y libro de cuento que se publicaba. De todos modos, un clásico que me parece que no se le ha dado toda la atención que se merece es una nouvelle de Nikolai Leskov, El peregrino encantado (Alba, 2009). Es una obra de arte impresionante, estremecedora, maravillosa.

Leí que estás escribiendo una novela basada en familiares de los personajes de Vidas de hojalata.

El libro se llama Enon, que es el nombre de un pueblo en Massachusetts donde George Crosby, el personaje de Vidas de hojalata, termina quedándose a vivir. Está basado en uno de los nietos de George, Charlie Crosby, y en la hija de Charlie, Kate. Es una suerte de cuento de fantasmas, una lamentación, y está preocupado por muchas de las cosas de Vidas de hojalata. Debería publicarse a fines de este año o a principios del próximo.

¿Qué ha cambiado en tu vida con el Pulitzer?

Mucho. Haber recibido un reconocimiento tan importante por mi primer libro ha sido una experiencia increíble, una lección de humildad. Ahora tengo mucha presión, se espera mucho de mi próximo libro, y también quiero devolverle el favor a la gente que me ha dado semejante voto de confianza. Sin embargo, si bien nadie había escuchado hablar de mí antes de 2010, ya había estado escribiendo durante diez años. Me costó mucho lograr que esta novela fuera publicada, de modo que cuando mi suerte cambió ya estaba acostumbrado a la idea de ser un escritor que quizás nunca sería publicado. Durante un largo tiempo escribí por el solo hecho de escribir. Y como eso ha funcionado tan bien, no hay por qué cambiar. Solo quiero escribir ficciones de sustancia, ficciones hermosas en las cuales la gente pueda reconocer sus propias experiencias como seres humanos.

(El País, 22 de enero 2012)

Leer más
profile avatar
27 de enero de 2012
Blogs de autor

Cuando en Hunstville

A fines de los ochenta fui a estudiar ciencias políticas a Huntsville, una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes en el norte de Alabama. No sabía mucho del sur de los Estados Unidos, excepto que el peso de la derrota en la guerra civil había hundido a sus estados económica y moralmente. Todavía había tensiones raciales; quizás siempre estarían ahí, las heridas eran profundas ("el pasado no está muerto; ni siquiera es pasado", escribió Faulkner).

Huntsville era muy diferente a lo que imaginaba: un polo de desarrollo avanzado, en el que se apostaba por la tecnología de punta; en la universidad predominaban las carreras de ciencias y la mayoría de los edificios tenía paredes espejadas, como si fueran de una gran corporación. La ciudad era una de las cinco de los Estados Unidos con mayor consumo de comida chatarra (una buena proporción de sus habitantes eran científicos sin mucho tiempo para la cocina).

No solo la universidad atraía a los científicos; Huntsville también era sede de un centro espacial de la NASA y del arsenal militar Redstone, con una historia fascinante: durante la segunda guerra mundial fue una fábrica de armas químicas -entre ellas el gas mostaza--, y a partir de 1950 se dedicó al desarrollo de cohetes y misiles. El legendario científico alemán Wernher von Braun había llegado ese año a Huntsville y vivido allí durante dos décadas. Una vez mis amigos y yo nos topamos con un refugio antibombas en los alrededores del arsenal; a la entrada un letrero ordenaba no acercarse. Quisimos forzar la puerta pero no pudimos; nos quedamos con la curiosidad, pensando en quién habría sido el paranoico capaz de imaginar que los Estados Unidos podría ser víctima de un ataque aéreo.       

La ciudad era una meca científica, per en materia de cultura era un páramo. El cine solo ofrecía los típicos estrenos de Hollywood; la película más arriesgada que vi fue una de Woody Allen. En el centro comercial había una librería de literatura chatarra. En las discusiones de política en clases, mis compañeros se ofendían ante cualquier cuestionamiento del patriotismo y el excepcionalismo de los Estados Unidos; ante una decisión francesa de mostrar su independencia en política exterior, una pelirroja sugirió que había que invadir Francia. Quizás me había equivocado; a Huntsville no se iba a estudiar carreras de humanidades.

La ciudad había sido construida para los autos; casi no había aceras para peatones. Debía caminar al supermercado bordeando una carretera, y no faltaban los insultos: ¡consíguete un auto! En esas caminatas descubrí una cantidad impresionante de iglesias de todo tipo de denominaciones, compitiendo por los feligreses con anuncios que prometían salvación y amenazaban con el infierno; algunos tenían luces de neón. Poco después salí con una chica que era hija de un pastor evangélico y me sentí en el mundo gótico sureño de Flannery O'Connor. Billy Ruth ayudaba a su padre en la misa de los domingos, pero durante la semana se emborrachaba a conciencia -más de una vez debí meterla casi inconsciente a su cuarto en la madrugada, procurando no hacer ruidos que despertaran a sus padres--. Soñaba con ir a Los Ángeles y posar desnuda para Playboy.

Trabajaba medio tiempo en la biblioteca, y allí hice amigos, entre ellos el único goth que conocí en mi estancia, un chico que se vestía a la manera del cantante de The Cure. Yo jugaba por el equipo de fútbol de la universidad y en pocos meses aprendí a tenerle cariño a ese lugar de costumbres raras. Viajaba por el Sur y descubría lugares como Athens, de intensa movida musical gracias a R.E.M. y los B-52s, y Nueva Orleans, de cuyo carnaval recuerdo las bandas de música negras y la tradición de que las chicas se subieran a los balcones de las casas y esperaran a que se arremolinara la gente en la calle para levantarse la camisa y mostrar los pechos. Mi último año en Huntsville pude al fin conocer Oxford, la ciudad de Faulkner. En la casona del escritor de Santuario, mientras contemplaba el estudio en el que escribía, me dije que extrañaría el Sur pero que ya estaba listo para reemprender el viaje.

(El Semanal, La Tercera, 22 de enero 2012)

Leer más
profile avatar
23 de enero de 2012
Blogs de autor

Los descendientes de Faulkner y O'Connor

La narrativa norteamericana contemporánea está cada vez más dedicada a ahondar en paisajes urbanos y suburbanos, lo cual a ratos la torna aburrida, predecible. Hay notables excepciones a esta tendencia, entre los que se encuentran Daniel Woodrell y Donald Ray Pollock. Woodrell es un autor con una obra extensa -ocho novelas y un libro de cuento--, pero ha tenido que esperar a que el cine llame a su puerta (Winter's Bone, película favorita de la crítica y ganadora en Sundance, está basada en una de sus novelas) para hacerse conocido; Pollock, en cambio, solo tiene un par de libros, pero estos muestran una voz tan madura, tan consolidada, que no da la impresión de haber publicado por primera vez hace apenas cuatro años.

Woodrell y Pollock coinciden en varios aspectos importantes, entre ellos una fuerte concepción del lugar: Woodrell es el narrador de la zona montañosa de los Ozarks, entre Missouri y Arkansas, mientras que Pollock se ocupa del mundo rural de Ohio. En los cuentos de Knockemstiff, Pollock se muestra determinista: el lugar es una maldición y no hay forma de escapar de él por más que uno lo intente. En los cuentos de The Outlaw Album, Woodrell también crea personajes firmemente atados al lugar, pero ellos viven esa atadura como una bendición: es lo único firme en sus vidas.

Otras coincidencias: sus personajes son de extracción popular, conocidos de manera derogatoria como white trash; gente pobre que no ha terminado el colegio, perdedores de escasa cultura y pocas oportunidades en la vida: (Woodrell: "El mal humor en sus vidas a veces marchitaba a Dalrymple, acortaba su visión, el mal humor se debía sobre todo a no haber tenido ambición terrenal, haber cortado los deseos de la vida, aceptando una suerte de decadencia, una podrida reducción de aquello que podían haber sido capaces de ser al principio). Debido a ello muchos están enganchados al meth, tanto en su producción ilegal (Winter's Bone) como en su consumo (Knockemstiff). Pero no se trata solo de la droga; estos personajes tienen en general relaciones complicadas con la ley y con los tabúes culturales.

Las novelas de Woodrell y la de Pollock, The Devil All the Time, son también policiales, con asesinos seriales y fugitivos de la justicia comandando la acción (la policía solo aparece en los márgenes). En esta narrativa hay incesto ("Hair's Fate", de Pollock) y abundan los personajes retardados ("Uncle", de Woodrell); una genealogía debería mencionar la narrativa sureña gótica como la influencia principal, sobre todo la obra de William Faulkner y Flannery O'Connor, aunque Woodrell le añade a Faulkner un toque noir y Pollock, tan fascinado por lo grotesco como O'Connor, radicaliza la mirada irónica a la religión de la escritora de Georgia (en la novela de Pollock la religión es un disfraz, una forma de vida oportunista, el mejor camino para los vividores).

Woodrell y Pollock escriben cuentos tan compactos como brillantes, en los que el desenlace suele ser violento. En sus mejores relatos (entre otros, "The Echo of Neighborly Bones", "Two Things" y "Night Stand" en el primero, "Pills", "Lard" y "Bactine" en el segundo) abundan las frases e imágenes originales, y el sentido del ritmo es impecable. Las novelas son desiguales, quizás porque en ellas esa violencia continua a ratos se vuelve truculenta y gratuita (sobre todo en Pollock). Si hay algo que diferencia a estos autores es el tono: aunque su especialidad es la narración en primera persona, Woodrell maneja más registros y su fraseo alcanza un lirismo conmovedor; Pollock tiene mucho más sentido del humor y se decanta por la sátira a veces gruesa. Entre el lirismo y el humor, un mundo desolado encuentra espacios para la redención, aunque los personajes no la tengan.

(La Tercera, 14 de enero 2012)

Leer más
profile avatar
16 de enero de 2012
Blogs de autor

El contable hindú

Pronto, muy pronto, el matemático indio Ramanujan será muy conocido: se anuncian dos o tres películas sobre la vida de este genio sin ningún tipo de educación formal que, durante las primeras décadas del siglo XX, logró llegar a la élite de Cambridge, para enfermarse poco después y regresar a la India, donde falleció en 1920, a los 32 años. David Leavitt, novelista conocido por El lenguaje perdido de las grúas (1989), narra su historia en El contable hindú (Anagrama). Leavitt se centra en G. H. Hardy, otro matemático importante, y sus esfuerzos por traer a Ramanujan a Inglaterra una vez que descubre su inmenso talento. Impresiona la reconstrucción de la Inglaterra de hace un siglo -sobre todo el ambiente intelectual gay de Trinity College en Cambridge, dominado por figuras de la talla de Russell, Keynes, Moore y Wittgenstein--, pero tanta minucia termina por lastrar a la novela. Ramanujan tarda en aparecer, y decepciona cuando lo hace; Leavitt no logra iluminar al personaje, con lo que su genio se queda en el enigma. Una vez en Inglaterra, hay algo de trama en los esfuerzos de la mujer de un matemático por seducirlo y en sus desencuentros con la cultura inglesa (la novela es una versión sofisticada del clásico motivo del "pez fuera del agua"), pero todo esto no levanta vuelo de la misma manera en que lo hace el retrato del círculo de poder en Cambridge. El problema está en que la novela está narrada desde el punto de vista de Hardy, que no tiene el aura o el carisma de Ramanujan como para sostener un relato de 600 páginas. Es notable el esfuerzo por narrar las matemáticas, por animarse a incluir explicaciones detalladas de series infinitas, ecuaciones y "teoremas disparatados sin demostración"; también es de destacar la complejidad de la relación colonial entre Inglaterra y la India, en un momento como el de la primera guerra mundial, en que el gran imperio va dejando de serlo rápidamente. Hay mucho que recomendar de El contable hindú, excepto, paradójicamente, la historia del contable hindú. 

 

(Babelia, El País, diciembre 2011)       

Leer más
profile avatar
13 de enero de 2012
Blogs de autor

El deseo de superación como manía: de la afición a inventarse récords sólo para que los señores de Guinness lo certifiquen

El Libro Guinness de los Récords es uno de los libros más robados de las bibliotecas públicas en los Estados Unidos. No me extraña: mi hijo Gabriel y yo podemos diferir en muchas cosas, pero ambos queremos saber con urgencia cuánto mide la pizza más grande y quién es la mujer con más piercings en el mundo. El Libro de los Récords es una suerte de posteridad de los pobres, la fama del granjero que no ha conseguido otra cosa que cosechar la zanahoria más grande en su granja, de la mujer que tiene las piernas más largas (Svetlana Pankratova) o del hombre capaz de correr más rápido una milla con una pelota en la cabeza (Yee Ming Long, 8' 35''). Según el principio de incertidumbre de Heisenberg, a nivel atómico es imposible medir algo sin perturbarlo, es decir, el observador modifica lo que observa. Con el Libro Guinness de los récords pasa algo así: cada vez que sus inspectores certifican una nueva marca, de alguna forma están invitando a todos los que se quedaron fuera a modificar alguna conducta o incluso a inventarla para llegar a estar en sus páginas.

Leo en ese libro que Chris Walton es la mujer que tiene las uñas más largas: miden 309.8 centímetros en su mano izquierda y 292.1 en la derecha. El récord de uñas más largas le pertenecía a Lee Redmond, quien comenzó a hacerlas crecer en 1979. Casi una década y media después, Chris Walton se dispuso a superarla. Todavía estaba lejos cuando el azar intervino: a principios del 2009, Redmond perdió las uñas en un accidente automovilístico. En 2011, en una ceremonia en Las Vegas, se oficializó a Walton como la nueva portadora del récord. La Duquesa, como se la conoce, no se cambia por nadie. Sus uñas no le han impedido una vida normal: tiene cinco hijos, es cantante y ya ha grabado un álbum. Escribe mensajes en el celular con sus nudillos. Lo que más le cuesta es meter las manos en los bolsillos.

Lo que hace La Duquesa es extraño, pero entiendo sus pulsiones. Siempre me gustó la competencia. Cuando tenía diez años organizaba carreras en cochecitos de juguete con mis compañeros de curso. Los ganadores iban sumando puntos que se tabulaban para ver quién triunfaba antes de las vacaciones. Después organicé campeonatos de fútbol en el colegio. Me interesaba no sólo ver quién era el campeón, también quería que se siguieran adecuadamente los registros de goleador o portero menos batido. Por supuesto, tenía un interés personal: solía anotar muchos goles. Al segundo año del torneo descubrí que se ponía más complejo e interesante: ahora podía comparar los goles de ese año con los del pasado. La idea no sólo era ganar sino meter más goles que el año anterior. Después de cada jornada publicábamos un periódico con todas las estadísticas. A veces pensaba que organizaba todo el campeonato para que pudiera existir ese periódico. ¿De qué sirve batir un récord si no se entera todo el mundo? El deseo de competir se halla inextricablemente enlazado con el de contar cómo nos fue en esa competencia.

Competir contra otros es divertido, pero no lo es menos competir contra uno mismo: nuestra sombra nos espera, ahí, agazapada. A los doce, no se trataba sólo de leer lo que me interesaba: había que cuantificar esa lectura. Cuando descubrí que Agatha Christie había escrito setenta y nueve novelas, decidí que leería todas. Para ello, iba cada semana de librería en librería buscando títulos no tan conocidos, comprando, vendiendo, canjeando. Una vez terminé una novela de doscientos cincuenta páginas en un día. Sumé las horas que le había dedicado, y quise ver si la siguiente podría terminarla en menos. No pude. Llegué a llevar una lista de los libros que había leído y cuánto me había tomado leerlos. Ahora sé que de nada vale leer muy rápido si no se entiende nada. La campeona mundial de lectura veloz es Anne Jones, con 4,700 palabras por minuto, de las cuales sólo entiende dos tercios.

Con el plan de terminar las novelas de la Christie descubrí que no era muy difícil inventarse objetivos a vencer, por más extraños o peculiares que fueran. Todos mis amigos estaban embarcados, de una manera u otra, en excentricidades de ese tipo. Había el que quería matar más colibríes con su escopeta, la que quería tener todas las ropas de la muñeca Barbie que se podían conseguir en la ciudad, el que sumaba cuántos partidos de hockey había jugado en Atari y se comparaba con su hermano menor. Nuestro ridículo afán coleccionista y competitivo podía ser una actitud adolescente pero, luego, con los años, descubrimos que también era algo más que eso; una práctica en el tortuoso mundo adulto, en que nos medimos y nos miden constantemente. Cada vez que enfrentamos un parámetro, cambiamos un poco. Nos fijamos en las calorías que consumimos durante el almuerzo porque no queremos ser los más gordos del grupo, comparamos nuestro aumento de sueldo con el de nuestros colegas, coleccionamos los pases de abordar de los lugares que visitamos.   

En busca de nuevas marcas que superar con mis amigos, descubrimos una de las mejores aplicaciones del principio de incertidumbre de Heisenberg. Hay récords que sólo se crean para entrar al Guinness, proezas que se inventan sólo porque hay alguien dispuesto a dar fe de su existencia.¿Es necesario, por ejemplo, tener constancia de que MaQinghua voló cuarenta y tres cometas al mismo tiempo, o de que Francisco Alonso pasó más de veinticuatro horas cortando jamón en Tenerife? Ni qué decir de las actividades grupales: hay un récord para «mayor cantidad de gente vestida como superhéroe», y son más de cincuenta los cocineros que intervinieron para preparar el omelet más grande del mundo en Ankara. Y así, mil ejemplos.

El éxito del Libro Guinness de los Récords ha contribuido a la creación de récords cada vez más insólitos. A nadie se le ocurrió intentar hacer el taco de harina más grande del mundo (750 kilos, en la ciudad de Mexicali) hasta que apareció el Libro. Y es posible que a nadie le haya importado si estaba caliente, era nutritivo o si tenía buen sabor. Hay incluso un Día de los Récords Guinness (9 de noviembre), en el que participan más de cien mil personas. Para ver el efecto que el Libro tiene en la creación de récords, solo hay que pensar en que, gracias a ese Día, hay un récord de cantidad de gente reunida llevando un disfraz de personaje de la película El mago de Oz. El Libro fomenta la competencia y la creatividad y también se muerde la cola: para aprender cómo se baten récords, 154 delegados de la compañía que administra a los Récords de Guinness se juntaron en 2001 para lograr ser la mayor cantidad de gente turnándose para recitar una canción de cuna.

La posteridad que asegura el Libro Guinness de los Récords es muy frágil: Ashrita Furman tiene el récord de tener más récords (131), pero ¿quién lo conoce? No importa: todos, sin darnos cuenta, hemos superado una marca que nos enorgulleció, aunque no fuera más que compitiendo con nosotros mismos. Luego, sabiéndolo, quisimos volver a superarlo y quizás hemos creado objetivos artificiales por vencer. El Libro de los Récords no solo proporciona constancia de los récords batidos en todos los campos sino que él mismo, a través de su existencia, condiciona la creación de nuevas marcas, cada vez más insólitas. Los que están a cargo del libro son así la mejor constatación del principio de Heisenberg pues, al observar una conducta, influyen tanto en conductas futuras que llegan a hacer que algunas se inventen.

De modo que Chris Walton debería cuidar sus uñas celosamente. Jamás imaginó que las suyas serían las más largas del mundo tan pronto. Ahora que las tiene, necesita precaverse de gente como ella, que un día, años atrás, dejó de cortarse las uñas, y se las mide con paciencia cada semana, cada mes, percibiendo de manera hipersensible, como Ireneo Funes en el cuento de Borges, los cambios mínimos, soñando con ese momento en que, sí, será capaz de superar a La Duquesa y hacernos cosquillas con su nuevo récord.


(Etiqueta Negra 100, diciembre 2011)

 

Leer más
profile avatar
10 de enero de 2012
Blogs de autor

Después de Iowa

 

El caucus de Iowa dio inicio esta semana a las elecciones primarias del partido Republicano. Mitt Romney ganó por apenas 5 votos, pero el gran vencedor fue Rick Santorum, quien, después de languidecer entre los últimos de un grupo caracterizado por la ausencia de figuras verdaderamente carismáticas, se convirtió en el favorito de los votantes evangélicos. El tercero, Ron Paul, él único que ha logrado atraer a votantes nuevos, independientes, estuvo lo suficientemente cerca como para ser considerado una alternativa importante en las siguientes elecciones primarias.

Ninguno de los candidatos logró conseguir un 25% de los votos, con lo que el panorama se muestra complejo para los republicanos: a estas alturas, se puede hablar de un partido dividido en tres, incapaz de agruparse detrás de un político. Los neoconservadores y los preocupados por temas económicos están con Romney; los votantes religiosos le han dado su apoyo a Santorum; y los "libertarios" aislacionistas y antigobierno han conseguido mantener a Paul en la lucha. El partido todavía no ha encontrado su identidad en la era post-Bush; la aparición del Tea Party radicalizó a sus votantes de base y los divorció de un establishment más pragmático. Así, se ha dado la paradoja de que, en un año propicio para el triunfo de la derecha gracias a la debilidad de Obama, casi todos los políticos más centristas, menos estridentes, prefirieron pasar de largo y dejar el circo a los más extremistas.

Romney es el que tiene más capacidad financiera y de organización para aguantarlas; se ha posicionado como el tecnócrata del grupo, el "manager" que sabe cómo administrar una empresa (o un país), lo cual le augura buenos resultados en un año en que la economía es el tema principal. Sin embargo, es un candidato poco querido por su ideología tan diluida, por su incapacidad para mantenerse fiel a sus principios; no ha logrado convencer ni a los populistas ni a los conservadores ortodoxos. Santorum apenas tiene organización, por lo cual no le irá bien en las primarias de New Hampshire la próxima semana, pero luego viene Carolina del Sur, ideal para su discurso cristiano-evangélico; sin embargo, ¿puede un candidato que se opone a cualquier tipo de control de la natalidad llegar muy lejos? En cuanto a Paul, algunas de sus posiciones -legalización de la droga, no intervencionismo- son un anatema para los republicanos tradicionales.

El establishment conservador soñaba con unas elecciones rápidamente definidas en torno a un líder, para ahorrarse la batalla interna y centrarse en Obama. El sueño se ha convertido en una pesadilla fascinante: cada nueva primaria no hará más que exponer las debilidades de los principales candidatos. Bachmann ya se bajó de la carrera y es probable que Perry renuncie, con lo que todavía quedarían Gingrich y Huntsman. No se los debe descartar: estarán allí, agazapados, esperando que la lucha desangre a los favoritos. Gane quien gane, los demócratas han recuperado el optimismo. El grupo de republicanos que les ha tocado en suerte este año se muestra débil para un Obama que, aunque no ha sido un gran presidente, sigue siendo un político brillante y un candidato de primer nivel. 

(revista Qué Pasa, 6 de enero 2012)

Leer más
profile avatar
6 de enero de 2012
Blogs de autor

Jennifer Egan: La forma es el fondo

Con El tiempo es un canalla (2010), su cuarta novela, la escritora norteamericana Jennifer Egan ha ganado premios tan prestigiosos como el Pulitzer y el National Book Critics Circle Award, superando a autores conocidos como Jonathan Franzen y David Grossman. Egan se merece todos los elogios; su libro es una curiosa y muy lograda combinación de realismo convencional y experimentación con la forma. Egan está tan dispuesta a conseguir varias cosas dispares a la vez que El tiempo es un canalla puede leerse como una novela y también como una colección de cuentos con personajes interrelacionados entre sí. Incluso en sus influencias, el libro se inclina ante el altar de Proust -los dos epígrafes le pertenecen, al igual que el tema central del paso del tiempo--, pero, para su estructura, Egan ha confesado que una serie televisiva -Los Soprano- fue su modelo principal (la idea era "escribir una novela que tuviera la misma sensación lateral de una serie televisiva -la misma clase de movimiento en todas las direcciones, no siempre hacia adelante. El movimiento de los personajes centrales hacia los periféricos de temporada a temporada o incluso en la misma temporada").

El tiempo es un canalla recorre cincuenta años -desde los convulsos años 70 hasta la distópica década del 2020- en la vida de varios personajes asociados a la industria musical; los más importantes son Bennie Salazar, un ejecutivo de una compañía musical que alguna vez fue músico punk, y Sasha, su secretaria, una cleptómana compulsiva llegada a Nueva York con sueños de triunfo. Su historia no es contada linealmente: por dar un ejemplo, si en el primer capítulo Sasha tiene 35 años y ya no trabaja con Bennie, en el segundo, ella todavía es su secretaria y lo acompaña a ver a un grupo musical del cual la companía quiere deshacerse. La novela explota luego en múltiples historias, cada una narrada desde una perspectiva y un tono diferentes, y aparecen, entre otros, Lou, un productor musical mujeriego, con cuatro hijos y las ganas de llevarse el mundo por delante, Mindy, una estudiante de Berkeley que es amante de Lou ("Safari", el capítulo/cuento que relata su historia, es uno de los mejores), y el "magnético" Scotty, un cantante de "baladas de paranoia y desconexión" a cargo de narrar el capítulo más cómico (cuando visita a Bennie en sus oficinas lujosas con un pescado muerto en la mano).

Esta estructura desordenada de la novela no es gratuita. En El tiempo es un canalla, la forma es el fondo: Egan trata de captar la relación no lineal del individuo con el tiempo. En un párrafo, la novela puede congelar la acción del presente y proyectar a los personajes dos o tres décadas en el futuro, para luego volver al presente. La música, constante en la novela, es ideal para esos viajes en el tiempo, para que Sasha y compañía se den cuenta de que las capas se han ido sedimentando, de que se están convirtiendo en historia. El título tiene ese sentido: nadie está libre de la destrucción del tiempo; Lou, que en su momento triunfal llega incluso al desafío de decir que nunca envejecerá, termina un par de décadas después en una cama de hospital, agonizante.   

La novela aspira a narrar el momento actual como si fuera histórico, registrar la sensibilidad del presente. Sacudida por transformaciones dramáticas, la industria musical en torno a la cual giran los personajes de El tiempo es un canalla es ideal para que Egan explore los cambios durante el medio siglo en que transcurre la acción. Por un lado, la novela puede leerse como una crítica de la forma en que la digitalización tecnológica está produciendo películas, canciones y fotos tan precisas y perfectas que carecen de vida: "un holocausto estético", piensa Bennie, que, sin ironía alguna, está a cargo de crear esos productos culturales que detesta. Pero esa misma digitalización también crea instrumentos que, usados de manera creativa, pueden ser liberadores. El capítulo más arriesgado, un diario de alrededor de cien páginas que Alison, la hija de doce años de Sasha, lleva allá por el 2020 en formato Powerpoint, encierra una de las metáforas principales de la novela: los gráficos, las flechas y los círculos que se repiten una y otra vez representan cuán conectados estamos todos en la era digital.

(Babelia, El País, 31 de diciembre 2011)
Leer más
profile avatar
5 de enero de 2012
Blogs de autor

Buenas noticias del cuento latinoamericano

Algún día, cuando se juzgue la narrativa latinoamericana de estos años, quizás se haga más obvia esta verdad: que mientras más seguimos discutiendo de las novelas de las nuevas generaciones, mejores libros de cuentos se escriben y se publican. Timoratos cuando hablamos de novelas, pensamos en los grandes monumentos del pasado y decimos que estamos lejos de cualquier "boom"; cuando se trata de cuentos, sin embargo, deberíamos ser concretos: existe un "boom" y no nos hemos dado cuenta. Los buenos libros llegan de Argentina (La hora de los monos, de Federico Falco) de México (La marrana negra de la literatura rosa, Carlos Velázquez; La señora Rojo, de Antonio Ortuño), de Bolivia (Fotos tuyas cuando empieces a envejecer, de Maximiliano Barrientos; Vacaciones permanentes, de Liliana Colanzi), de todas partes.  

Dos de estos libros notables son Lecciones para un niño que llega tarde y Los días más felices, de Carlos Yushimito y Rodrigo Hasbún. El peruano Yushimito y el boliviano Hasbún tienen estilos muy diferentes: mientras que la prosa de Yushimito es de frases sinuosas y de un vocabulario que apunta a enrriquecer los matices del mundo, la escritura de Hasbun va directo al corazón de las cosas, es intencionalmente despojada, como para concentrarse en las esencias. Pese a ello, hay algo que los emparenta: el deseo de percibir ese instante en que un niño, un adolescente, una pareja, un grupo de amigos descubren que el mundo es harto más complejo y perverso de lo que creían.

El que haya leído Las islas, el anterior libro de relatos de Yushimito, se encontrará con varios textos familiares en Lecciones; en ese sentido, Lecciones es una pequeña antología de la obra de Yushimito. Las islas lograba crear de manera convincente un Brasil de malandros capaces de rezar por sus enemigos después de matarlos. Lecciones recupera cuentos magistrales de ese libro -"Seltz", "Tinta de pulpo", "Tatuado"- y le añade otros que muestran una ambición por expandirse, por intentar nuevos personajes y atmósferas, desde la perversidad de la infancia en "Lecciones para un niño que llega tarde" hasta el registro apocalíptico en "Los que esperan", en el que un periodista recorre el Perú en busca seres deformes a partir de los cuales el jefe de redacción del periódico sensacionalista pueda leer el futuro (y conseguir lectores): "los monstruos escribían con sus cuerpos lo que había pasado y lo que habría de suceder. Eran palabras y las palabras nunca mentían, solo aparecían, y uno debía aprender a leerlas; eso era todo". "Oz", el primer cuento del libro, es el único que no convence del todo; lo demás es de un nivel tan alto que Yushimito tendrá problemas para superarse.

Por su parte, Hasbún, más que expandirse, profundiza en el mundo de Cinco, su primer libro de cuentos. Están aquí, de nuevo, el desasosiego familiar, la turbulencia de la amistad adolescente, el drama de los primeros amores que marcan a fuego a una persona, pero hay más aristas, más capacidad para narrar sentimientos muy sutiles. Hay poesía en el ritmo del fraseo: "Mamá ya no está y todo es diferente porque mamá ya no está y porque la distancia entre lo que existía y ya no existe es insalvable". El universo de Hasbún es restringido -el paisaje exterior es más bien escaso, los ruidos de fondo del mundo (la política, por ejemplo) no parecen afectar mucho a sus personajes--, pero eso no lo hace minimalista. Cuentos magníficos como "El futuro", "El lugar de las pérdidas", "Ladislao" o "Calle, concierto, ciudad" quedan para las antologías porque logran atrapar de la manera más precisa e intensa posible un estado de ánimo: "Deja la mochila en el suelo de su cuarto, se echa sobre la cama. Está cansado y feliz y las dos cosas les resultan un poco parecidas. Son días valiosos, no van a durar para siempre. Son días valiosos precisamente porque no van a durar para siempre".  

Los libros de Yushimito y Hasbún son valiosos precisamente porque van a durar.   

(La Tercera, noviembre 2011) 

 

 

Leer más
profile avatar
4 de enero de 2012
Blogs de autor

El maldito Jaime Saenz

Hace un año recibí una invitación de la periodista argentina Leila Guerriero para escribir un perfil del escritor boliviano Jaime Saenz. Leila, creativa e inagotable, preparaba un libro sobre escritores latinoamericanos "malditos", con el deseo de ir más allá de los lugares comunes de esa categoría tan romántica como incomprendida. No me costó aceptar su propuesta: era una oportunidad magnífica para entender un poco más a Saenz, para releerlo y de alguna manera descubrirlo. Los malditos acaba de ser publicado en Chile por la editorial de la universidad Diego Portales, e incluye diecisiete perfiles de autores tan canónicos como Alejandra Pizarnik y tan desconocidos como Samuel Rawet. Allí escriben, entre otros, Alan Pauls (sobre el Barón Biza), Alberto Fuguet (sobre Gustavo Escanlar) y Alejandra Costamagna (sobre Teresa Wilms Montt).  

En el prólogo, Leila escribe que estos malditos "padecieron diversos grados de desdicha y de devastación, ya sea por ejercer el sexo a contrapelo en el momento y el lugar equivocados, por escribir en contra (de su época, de su circunstancia, de su entorno), por vivir en contra (de su época, de su circunstancia, de su entorno), por haber enfermado cuando no había cura, por no tener amor ni patria ni padres ni hermanos ni casa ni rumbo ni consuelo. Vivieron en un mundo que les resultaba demasiado incomprensible o demasiado despreciable o demasiado hostil, y se enfrentaron a él con hostilidad, con desprecio, con fragmentación, con fragilidad, con espanto". Por supuesto, además de eso -y sobre todo--, los malditos debían tener una obra "contundente": hay muchos poetas que viven en los bares, muchos narradores que se han suicidado, pero ni el alcoholismo ni el suicidio justifican el malditismo si la obra no está a la altura de la leyenda.

La presencia de Saenz en el libro se encuentra plenamente justificada. Su obra poética no solo es una de las más inmensas de la poesía latinoamericana del siglo XX; su vida es un inventario de gestos provocativos contra la clase media de la que provenía, contra un tiempo que se le antojaba dominado por la razón. Nacido en La Paz en 1921, Saenz fue un ser torturado desde muy temprano; comenzó a beber a los quince años y a los veinte ya era alcohólico. Dos experiencias con el delirium tremens a principios de la década del cincuenta lo llevaron al borde de la muerte y lo obligaron a dejar el alcohol y dedicarse plenamente a la escritura. Para Saenz, el alcohol era un camino de conocimiento que permitía acceder a un grado de conciencia superior, a un estado de revelaciones y una visión más profunda de la realidad. En La noche (1984), escribe: "La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora/ que imaginarse pueda,/ es sin duda la experiencia del alcohol./[...]/ Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de/ espanto y miseria, que uno quisiera quedarse muerto allá".

Una de las facetas más extrañas de Saenz es su relación con el nazismo, que descubrió durante un viaje a Alemania en 1939. Lo fascinaba el lado mágico, místico del nazismo; tenía una gran simpatía por el irracionalismo alemán. En la pared de uno de sus cuartos tenía la foto de Hitler y en una pizarra había dibujado una esvástica; creía que el nazismo era la última esperanza para detener el avance del capitalismo (que veía como una conspiración judía). Esa fascinación con el nazismo lo acompañó toda su vida, y estaba plagada de contradicciones: Saenz utilizaba ideas nacionalsocialistas sobre la importancia de lo telúrico para aplicarlas a Bolivia y creía que en la potencia de la raza aymara se encontraba el futuro del país (en su escritorio guardaba la foto de un indio aymara gigante).

A Saenz le gustaba visitar la morgue, pero su interés era más metafísico que morboso. Vivía de noche y dormía de día (tenía cartulinas negras en las ventanas de sus cuartos, para que no entrara la luz); era un ermitaño, pero no un antisocial: en su casa, por las noches, recibía a sus amigos, y la tertulia se convertía, en palabras de la poeta Blanca Wiethuchter, en una "larga conversación metafísica", en la que imperaba el gran sentido del humor de Saenz. Estudió doctrinas teosóficas, leyó a místicos como Milarepa y llevó a cabo sesiones de magia negra en su cuarto: todo ello en procura de buscar caminos radicalmente diferentes a la racionalidad imperante. Esa búsqueda incansable fue plasmada en una obra que incluye entre sus cumbres a poemas como Aniversario de una visión (1960) y novelas como Felipe Delgado (1979). Falleció en 1986, ya canonizado con justicia como el escritor boliviano más grande del siglo XX.    

(La Tercera, 31 de diciembre 2011)

Leer más
profile avatar
3 de enero de 2012
Blogs de autor

Bolivia a toda costa: Tres postales

Este martes 27 se presenta en Cochabamba Bolivia a toda costa, libro de crónicas de la Bolivia contemporánea, editado por Fernando Barrientos y publicado en forma conjunta por las editoriales El Cuervo y Nuevo Milenio. Es un honor ser uno de los catorce autores incluidos en el libro. A manera de adelanto, va mi texto, que en realidad es una suma de tres columnas publicadas antes en Etiqueta Negra, Letras Libres y Vanity Fair.

Tres postales 

1.-En la carretera

Cuando era niño y vivía en Cochabamba y mis papás estaban todavía juntos, solíamos ir los domingos a almorzar a los pueblitos del valle alto. Después de unos kilómetros tranquilos, aparecían los precipicios y la carretera se ondulaba, enroscándose sobre sí misma, angostándose de modo que sólo hubiera espacio para dos autos, los que iban y los que volvían a toda velocidad, los conductores a veces borrachos. Mis hermanos y yo nos poníamos nerviosos y papá decía que no nos preocupáramos, la carretera era segura. No era fácil creerle: toda la vera del camino estaba sembrada de cruces blancas con flores, pequeños nichos mortuorios con nombres y fechas que indicaban cuándo y quién se había matado ahí. En esta curva se mató Miguelito Ajén, un corredor de autos, contaba papá como un buen guía turístico en ese ascenso infernal. Yo escuchaba y hacía esfuerzos por distraerme con los ríos en las hondonadas, las casuchas en la lejanía, los campesinos y sus vaquitas. Era un paisaje idílico si uno lograba olvidar esa abrumadora procesión de cruces, esos muertitos cuyo trayecto había sido interrumpido por la carretera.

Conozco la mitología de la carretera y muchas veces me la he creído. Kerouac estaba en lo cierto, nada como estar en el camino, al aire libre, para que sientas que te ocurren cosas. Sí, lo reconozco: es una gran aventura y a veces lo he pasado bien. Pero, la mayor parte del tiempo, me ganan el miedo, la ansiedad. En las carreteras de mi país siento la preocupación constante de no saber hasta dónde llegaré. Están el pánico al abismo que se abre ante mí a cada rato, la desesperación debida a tanta incertidumbre.

Cuando era adolescente y mis papás ya no vivían juntos, mamá nos llevaba las vacaciones de verano a Santa Cruz. Íbamos en autobús, su presupuesto no daba para más. El viaje, decían, duraba ocho horas si uno tenía suerte. Después de dos o tres horas, el valle dejaba paso al trópico, y había partes húmedas en las que el pavimento no agarraba o se destruía con rapidez. Una vez nuestro viaje duró veinticuatro horas. Había derrumbes y deslizamientos de tierra que nos retuvieron hasta que llegaran los del Servicio Nacional de Caminos. Para colmo, el motor del autobús se arruinó a la medianoche y después de cuatro horas de intentos infructuosos por repararlo, el chofer se rindió y debió llamar a Cochabamba para que enviaran otro autobús de reemplazo. Estábamos en plena selva y mis hermanos menores, asustados, le preguntaban a mamá cuándo llegaría el coco a comernos. El coco ya llegó y nos comió, decía mamá entre insultos al chofer, jurándose no viajar nunca más en autobús. No lo volveríamos a hacer, hasta la siguiente vacación.

Ya adulto, a principios de esta década, debí llevar a mis estudiantes de Cornell a Bolivia, a que conocieran las peculiaridades de su historia. Un fin de semana nos tocaba el lago Titicaca, pero los campesinos, azuzados por Evo Morales, que todavía no estaba en el poder, habían anunciado un bloqueo de caminos "contra las políticas neoliberales" del presidente Sánchez de Lozada. Los pueblos aymaras en torno al lago estaban en pie de guerra, era mejor cancelar el viaje. Sin embargo, a último momento escuché que el ejército garantizaba la circulación por las carreteras nacionales, así que, ingenuo, decidí que partiéramos. No hubo problemas en la ida; la vuelta fue otra historia. Nos topamos con campesinos enardecidos que nos hacían pasar previo pago de una multa. Mis estudiantes pasaron por la humillación de tener que limpiar las piedras del camino. En uno de esos pueblos, ya ni siquiera nos dieron la oportunidad de pasar. Golpearon la vagoneta con palos y nos agarraron a insultos; a los costados podían verse otros autos, todos con los vidrios destrozados. Temí por mi vida, la del chofer de la vagoneta y la de los quince estudiantes de los que estaba a cargo. Los líderes del bloqueo hablaban en aymara y yo no entendía una palabra. Era un guía perdido en mi propio país. Un anciano se apiadó de nosotros y nos dijo que entráramos al pueblo y pernoctáramos ahí. Esa noche, en pleno altiplano, en la plaza de Pucarani, deseé que se obrara un milagro secreto que nos permitiera salir con vida. El milagro ocurrió: un lugareño nos condujo a un camino de tierra abandonado que daba directamente a La Paz.

Ahora, en las carreteras sin curvas de los Estados Unidos, a veces me sorprendo cabeceando a punto de dormirme, y debo detenerme en una gasolinera en busca de café. Me digo que prefiero viajar en avión, aunque una vez, en una viaje de Cochabamba a Tarija, el mío se cayó en plena selva y yo tuve que pasar dos días desesperados al borde de la muerte. Pero esa es otra historia.

2.-El rey de la coca y yo

A mediados de 1993, me encontraba de vacaciones en casa de mis padres en Cochabamba, cuando recibí el llamado de Gary, un amigo que me proponía revisar el manuscrito de las memorias de su padre. Me interesé de inmediato: el padre de Gary, Roberto Suárez Gómez, había sido a principios de 1980 el narcotraficante más importante de Bolivia. En el momento cumbre de su poder, hacia 1983, el Rey de la Coca había ofrecido pagar la deuda externa del país a cambio de la liberación de su hijo Roby. Ese mismo año, el eco de su fama llegó a la cultura popular: Alejandro Sosa, el narcotraficante que le suple la droga a Tony Montana en Scarface, está basado en Roberto Suárez.

Acepté la oferta de Gary con gran curiosidad. Días después, me llevó a donde se encontraba su padre en una suerte de arresto domiciliario: en el segundo piso de una casa particular que alguna vez fue una clínica. Roberto Suárez se había entregado a la justicia en 1988 y, después de cuatro años en la cárcel de San Pedro en La Paz (1992), había sido trasladado a Cochabamba por problemas cardiacos. Tenía 61 años cuando lo vi, pero me pareció que su fortaleza física estaba intacta; me estrechó la mano y crujieron mis huesos. Gary me dejó solo, y luego Don Roberto me entregó el manuscrito de 500 páginas y me dijo que no podía sacarlo de la casa. Tampoco quería fotocopiarlo. Tenía sólo un ejemplar y mucho miedo a que se lo robaran. Me dijo con un vozarrón intimidatorio que varias editoriales norteamericanas estaban interesadas en publicar el manuscrito, y que quería que lo leyera y le diera mi opinión sincera. 

Así fue cómo, durante un par de semanas, visité a Roberto Suárez. Yo leía en un sillón mientras él daba vueltas en torno mío; a un costado, un secretario de Don Roberto -supuse que era quien había transcrito las memorias- ordenaba papeles en un mesa. A veces acompañaba a Don Roberto a tomar el té, y observaba cómo encendía su cigarrillo y dejaba que se consumiera para luego comerse la ceniza: decía que estaba llena de potasio y era buena para su corazón, que le daba problemas desde fines de los 70. Escuchaba sus teorías extrañas: era un próspero ganadero -veintidós estancias en el Beni, 35.000 novillos- que se había metido al narcotráfico en 1979 por un encargo divino: Dios le había revelado que la hoja de la coca era un recurso estratégico que no debía regalarse a los extranjeros. Su comercialización podía permitir el pago de la deuda externa boliviana, que alcanzaba los 5.000 millones de dólares. Me contó con orgullo que cuando ingresó al negocio, los colombianos compraban la pasta base en Bolivia a 1.800 dólares el kilo, pero que gracias a él el precio se elevó a 9.000.  

El manuscrito repasaba toda su vida, mencionaba sus logros de ganadero y empresario, y pasaba de puntillas por el tema del narcotráfico. Era un libro deslavado, inofensivo. Tuve miedo del momento en que debía darle mi crítica literaria: sus ojos color miel me fulminarían. Pero lo hice. Le dije que era entendible que él no quisiera ser recordado como un narcotraficante, pero que, si una editorial extranjera se interesaba en su vida, no era por el hecho de haber sido el principal exportador de ganado al Brasil. Estaba bien contar que había financiado el golpe de García Meza en 1980, impresionaba enterarse que los militares en el poder habían convertido al gobierno en una narcodictadura (gracias a la alianza de Suárez con ellos, eran aviones militares los que despegaban del Beni llevando el cargamento de pasta base a Colombia), pero había que ser más preciso con los nombres y las fechas.

Don Roberto me escuchó y no dijo nada. Entendí que su fortaleza física era una apariencia: en el fondo estaba cansado. Quizás recordaba sus momentos de gloria, cuando gastaba parte del dinero que le entraba a raudales en escuelas y postas sanitarias para los pueblos más alejados del Oriente boliviano (gracias a esos gestos, la revista Time lo había bautizado como un "Robin Hood de hoy"). Me despedí pensando en su destino atormentado. Luego me enteré que fue liberado el 94 y volvió a sus estancias en el Beni. Seis años después falleció por unas úlceras en el estómago. El manuscrito nunca se publicó.

3.-Aventuras en el Miss Bolivia

La cálida y no tan remota noche del 18 de julio del 2008, me hallaba en un salón elegante de la Feria Exposición de Santa Cruz, cuando, acosado por un grupo de exaltados, debí, como los arbitros que cobran un penal decisivo en los minutos finales del encuentro, escabullirme del lugar para salir indemne. Sabía que el evento para el que me habían invitado desataba pasiones en todo el país, pero jamás se me ocurrió pensar que, como dice el lugar común, la sangre llegaría al río: antes de irme, vi mucha sangre en el piso del salón. Había vasos tirados, platos rotos, gente que se golpeaba con denuedo. Una vez fuera del salón, mientras llegaba agitado al lugar donde unas amigas tenían aparcado el coche, pensé que todo había ocurrido por un simple concurso de belleza. Acababa de confirmar en carne propia que, en América Latina, los concursos de belleza son cualquier cosa menos simples.

A principios de julio, cuando estaba de vacaciones en Cochabamba, recibí un llamado para formar parte del jurado del Miss Bolivia, que se llevaría a cabo el 18 de ese mismo mes en la ciudad de Santa Cruz. Aunque mi impulso inicial me pedía que aceptara la invitación, decidí pensarlo un poco: en un país en el que la literatura suele estar dominada por la solemnidad, sabía que sería atacado por mi gesto frívolo. Luego me justifiqué diciendo que el escritor debía explorar todos los rincones de la sociedad, y que si alguna vez había visitado el Palacio Presidencial y me había codeado con políticos incompetentes y mezquinos, era justo que visitara esa otra cara tan fundamental de Bolivia: para un país sin estrellas de cine ni de televisión, sin una industria cultural capaz de producir grandes cantantes, las misses y las modelos son nuestra precaria realeza.

Cuando llegué al salón Sirionó de la Feria Exposición, me topé con una alfombra roja, modelos en una pasarela, periodistas con cámaras y micrófonos. Me sorprendí: el concurso no sólo era importante, sino incluso trascendente. Debía haberlo sospechado, al enterarme que las representantes de Pando no participarían en protesta porque en el concurso del año interior miss Pando, una de las favoritas, no había ganado. Sí sabía que tendríamos, como siempre, a las representantes del Litoral. Así estaban las cosas en mi país: no había representantes de uno de los nueve departamentos, y sí de un departamento fantasma.

Éramos siete en el jurado. Otro de los miembros era Juan Claudio Lechín. ¿Era Bolivia el único país en que dos escritores habían llegado a formar parte al mismo tiempo de un jurado así? Eso decía mucho, o poco, del país. Como fuera, yo estaba sentado al lado de una ex-Miss Bolivia y una ex-Miss México. Mi compatriota, Jessica Jordan, derrochaba simpatía y, me enteraría luego, era una experta a la hora de defender a su candidata. La mexicana era de Monterrey y contó que trabajaba en Univisión; sólo abría la boca para pedirnos que le sacáramos fotos. Debió haber sacado trescientas esa noche. Era fotogénica, imaginé que no borraría ninguna. Le dije que quizás hubiera sido mejor que se trajera una filmadora, para que alguien la filmara todo el tiempo. Se rió, pero no me contestó.

Del concurso, recuerdo haber pensado que, en la parte de los trajes típicos, las representantes del Occidente y los valles estaban en desventaja en relación a las del Oriente tropical: a la chica de Sucre su traje de indígena de Tarabuco apenas le dejaba ver el rostro, mientras que el traje ínfimo de la de Beni le aseguraba fácilmente un lugar entre las finalistas. En la parte de los trajes de baño, los hombres del jurado éramos tímidos, las mujeres no tanto ("esa miss no tiene cuello"; "esa otra tiene kilos demás"). En cuanto a la sección de preguntas y respuestas, me pregunté por qué chicas tan jóvenes no decían lo que querían decir, sino lo que pensaban que la gente quería escuchar, y terminaban enredadas en una respuesta más que falsa. Si tuviera la oportunidad de ser otra persona por un día, ¿quién quisiera ser una chica de veinte años? Pensé: Scarlett Johansson, Julieta Venegas, Evita. Una de las finalistas dijo: "Moisés". Yo comencé a llamarla Miss Moisés. Ahí, y no cuando aparecieron los trajes típicos o los de baño, estaba la parte falsa del concurso.

Las deliberaciones del jurado hicieron que nos decantáramos por dos finalistas: miss Beni, que no había terminado colegio y tenía un aire de la-vecina-de-al-lado, si es que las vecinas fueran voluptuosas y se movieran como bailarinas de samba; y miss Cochabamba, que era alta, tenía un cuello grácil de modelo y una seriedad que asustaba. En un país de gente no muy alta, los altos son reyes, me dije, y creí que la cochabambina lo tendría fácil. No fue así, después de la votación se encontraba en la minoría. Entonces apareció la ex-miss Bolivia en el jurado, y, con un tono experimentado de yo-estuve-ahí, arengó a los que defendían a miss Beni con el argumento de que la chica de Cochabamba tenía las virtudes que se necesitaban en un miss Universo -era alta, tenía garbo y apostura--. La mayoría colapsó y cambió su voto con una facilidad de espanto. Es muy difícil decirle no a una miss decidida.

Entre el público había barras para todas las misses, pero al final, cuando se anunció que la ganadora era miss Cochabamba -rompiendo así un predominio de dos décadas de las representantes de Santa Cruz--, la mesa en la que se encontraba la familia de una de las que no había ganado reaccionó airada. De manera inocente, salí de la sección protegida del jurado para hablar con la gente que se acercaba; pensaba: ya se dio el veredicto, el resultado final no tiene trascendencia, lo importante es competir. De pronto, la madre de una de las misses me increpó; me dijo que, como Evo Morales estaba en el poder, su hija había sido discriminada por ser rubia, por no ser "originaria'. Traté de razonar con ella, le dije que no era cierto lo que decía; después de todo, la ganadora era de padre francés y se llamaba Dominique.

Era inútil. De pronto, volaron platos y puñetes; hubo sangre en el piso. Los organizadores del concurso no habían contratado personal de seguridad, por lo que algo que podía haberse detenido en cinco minutos tardó cincuenta en ser controlado. Me encontré rodeado y temí por lo que podría pasar. Ese fue en el momento en que me sentí como un árbitro amenazado y decidí escaparme por la puerta de atrás.

Esa noche aprendí mucho de la sociedad boliviana. Me dije que no lo volvería a hacer.

Leer más
profile avatar
27 de diciembre de 2011
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.