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El deseo de superación como manía: de la afición a inventarse récords sólo para que los señores de Guinness lo certifiquen

Por 10 de enero de 2012 Sin comentarios

Edmundo Paz Soldán

El Libro Guinness de los Récords es uno de los libros más robados de las bibliotecas públicas en los Estados Unidos. No me extraña: mi hijo Gabriel y yo podemos diferir en muchas cosas, pero ambos queremos saber con urgencia cuánto mide la pizza más grande y quién es la mujer con más piercings en el mundo. El Libro de los Récords es una suerte de posteridad de los pobres, la fama del granjero que no ha conseguido otra cosa que cosechar la zanahoria más grande en su granja, de la mujer que tiene las piernas más largas (Svetlana Pankratova) o del hombre capaz de correr más rápido una milla con una pelota en la cabeza (Yee Ming Long, 8′ 35»). Según el principio de incertidumbre de Heisenberg, a nivel atómico es imposible medir algo sin perturbarlo, es decir, el observador modifica lo que observa. Con el Libro Guinness de los récords pasa algo así: cada vez que sus inspectores certifican una nueva marca, de alguna forma están invitando a todos los que se quedaron fuera a modificar alguna conducta o incluso a inventarla para llegar a estar en sus páginas.

Leo en ese libro que Chris Walton es la mujer que tiene las uñas más largas: miden 309.8 centímetros en su mano izquierda y 292.1 en la derecha. El récord de uñas más largas le pertenecía a Lee Redmond, quien comenzó a hacerlas crecer en 1979. Casi una década y media después, Chris Walton se dispuso a superarla. Todavía estaba lejos cuando el azar intervino: a principios del 2009, Redmond perdió las uñas en un accidente automovilístico. En 2011, en una ceremonia en Las Vegas, se oficializó a Walton como la nueva portadora del récord. La Duquesa, como se la conoce, no se cambia por nadie. Sus uñas no le han impedido una vida normal: tiene cinco hijos, es cantante y ya ha grabado un álbum. Escribe mensajes en el celular con sus nudillos. Lo que más le cuesta es meter las manos en los bolsillos.

Lo que hace La Duquesa es extraño, pero entiendo sus pulsiones. Siempre me gustó la competencia. Cuando tenía diez años organizaba carreras en cochecitos de juguete con mis compañeros de curso. Los ganadores iban sumando puntos que se tabulaban para ver quién triunfaba antes de las vacaciones. Después organicé campeonatos de fútbol en el colegio. Me interesaba no sólo ver quién era el campeón, también quería que se siguieran adecuadamente los registros de goleador o portero menos batido. Por supuesto, tenía un interés personal: solía anotar muchos goles. Al segundo año del torneo descubrí que se ponía más complejo e interesante: ahora podía comparar los goles de ese año con los del pasado. La idea no sólo era ganar sino meter más goles que el año anterior. Después de cada jornada publicábamos un periódico con todas las estadísticas. A veces pensaba que organizaba todo el campeonato para que pudiera existir ese periódico. ¿De qué sirve batir un récord si no se entera todo el mundo? El deseo de competir se halla inextricablemente enlazado con el de contar cómo nos fue en esa competencia.

Competir contra otros es divertido, pero no lo es menos competir contra uno mismo: nuestra sombra nos espera, ahí, agazapada. A los doce, no se trataba sólo de leer lo que me interesaba: había que cuantificar esa lectura. Cuando descubrí que Agatha Christie había escrito setenta y nueve novelas, decidí que leería todas. Para ello, iba cada semana de librería en librería buscando títulos no tan conocidos, comprando, vendiendo, canjeando. Una vez terminé una novela de doscientos cincuenta páginas en un día. Sumé las horas que le había dedicado, y quise ver si la siguiente podría terminarla en menos. No pude. Llegué a llevar una lista de los libros que había leído y cuánto me había tomado leerlos. Ahora sé que de nada vale leer muy rápido si no se entiende nada. La campeona mundial de lectura veloz es Anne Jones, con 4,700 palabras por minuto, de las cuales sólo entiende dos tercios.

Con el plan de terminar las novelas de la Christie descubrí que no era muy difícil inventarse objetivos a vencer, por más extraños o peculiares que fueran. Todos mis amigos estaban embarcados, de una manera u otra, en excentricidades de ese tipo. Había el que quería matar más colibríes con su escopeta, la que quería tener todas las ropas de la muñeca Barbie que se podían conseguir en la ciudad, el que sumaba cuántos partidos de hockey había jugado en Atari y se comparaba con su hermano menor. Nuestro ridículo afán coleccionista y competitivo podía ser una actitud adolescente pero, luego, con los años, descubrimos que también era algo más que eso; una práctica en el tortuoso mundo adulto, en que nos medimos y nos miden constantemente. Cada vez que enfrentamos un parámetro, cambiamos un poco. Nos fijamos en las calorías que consumimos durante el almuerzo porque no queremos ser los más gordos del grupo, comparamos nuestro aumento de sueldo con el de nuestros colegas, coleccionamos los pases de abordar de los lugares que visitamos.   

En busca de nuevas marcas que superar con mis amigos, descubrimos una de las mejores aplicaciones del principio de incertidumbre de Heisenberg. Hay récords que sólo se crean para entrar al Guinness, proezas que se inventan sólo porque hay alguien dispuesto a dar fe de su existencia.¿Es necesario, por ejemplo, tener constancia de que MaQinghua voló cuarenta y tres cometas al mismo tiempo, o de que Francisco Alonso pasó más de veinticuatro horas cortando jamón en Tenerife? Ni qué decir de las actividades grupales: hay un récord para «mayor cantidad de gente vestida como superhéroe», y son más de cincuenta los cocineros que intervinieron para preparar el omelet más grande del mundo en Ankara. Y así, mil ejemplos.

El éxito del Libro Guinness de los Récords ha contribuido a la creación de récords cada vez más insólitos. A nadie se le ocurrió intentar hacer el taco de harina más grande del mundo (750 kilos, en la ciudad de Mexicali) hasta que apareció el Libro. Y es posible que a nadie le haya importado si estaba caliente, era nutritivo o si tenía buen sabor. Hay incluso un Día de los Récords Guinness (9 de noviembre), en el que participan más de cien mil personas. Para ver el efecto que el Libro tiene en la creación de récords, solo hay que pensar en que, gracias a ese Día, hay un récord de cantidad de gente reunida llevando un disfraz de personaje de la película El mago de Oz. El Libro fomenta la competencia y la creatividad y también se muerde la cola: para aprender cómo se baten récords, 154 delegados de la compañía que administra a los Récords de Guinness se juntaron en 2001 para lograr ser la mayor cantidad de gente turnándose para recitar una canción de cuna.

La posteridad que asegura el Libro Guinness de los Récords es muy frágil: Ashrita Furman tiene el récord de tener más récords (131), pero ¿quién lo conoce? No importa: todos, sin darnos cuenta, hemos superado una marca que nos enorgulleció, aunque no fuera más que compitiendo con nosotros mismos. Luego, sabiéndolo, quisimos volver a superarlo y quizás hemos creado objetivos artificiales por vencer. El Libro de los Récords no solo proporciona constancia de los récords batidos en todos los campos sino que él mismo, a través de su existencia, condiciona la creación de nuevas marcas, cada vez más insólitas. Los que están a cargo del libro son así la mejor constatación del principio de Heisenberg pues, al observar una conducta, influyen tanto en conductas futuras que llegan a hacer que algunas se inventen.

De modo que Chris Walton debería cuidar sus uñas celosamente. Jamás imaginó que las suyas serían las más largas del mundo tan pronto. Ahora que las tiene, necesita precaverse de gente como ella, que un día, años atrás, dejó de cortarse las uñas, y se las mide con paciencia cada semana, cada mes, percibiendo de manera hipersensible, como Ireneo Funes en el cuento de Borges, los cambios mínimos, soñando con ese momento en que, sí, será capaz de superar a La Duquesa y hacernos cosquillas con su nuevo récord.


(Etiqueta Negra 100, diciembre 2011)

 

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Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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