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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El conflicto en Siria: un ataque de amenazas

El reciente reporte del United Nations Human Rights Council ha sido contundente: en Siria, ni el gobierno ni los rebeldes se guían por los principios de una "guerra justa". Sólo entre mayo y julio de este año, las fuerzas gubernamentales de el Asad han cometido al menos ocho masacres, y han atacado a hospitales y han usado bombas de racimo; en cuanto a los rebeldes, se distinguen por ejecuciones sumarias. Ambos bandos han torturado a sus enemigos o a sospechosos de serlo; también han secuestrado a gente y usado a niños como soldados.

Pese a todo ese panorama perturbador en una guerra que ya supera los cien mil muertos, Estados Unidos y algunos gobiernos europeos (sobre todo el de Hollande en Francia) se han sentido con la obligación de actuar solo cuando el gobierno de el Asad ha utilizado armas químicas contra su propia población, causando alrededor de 1.500 muertos; el uso de armas químicas es una transgresión moral inadmisible, aunque queda la duda de por qué otros crímenes de guerra no escandalizan tanto a la opinión pública. ¿Estamos tan acostumbrados a que se masacre a civiles con armas convencionales?

La opinión pública y los líderes de opinión en los Estados Unidos entienden el estatus particular de las armas químicas. Sin embargo, cuestionan que una intervención norteamericana contra al Asad termine ayudando a los rebeldes, que tampoco juegan con armas limpias y entre los cuales se encuentran varios grupos de extremistas islámicos. En una desastrosa situación moral, en la que ambos bandos -uno más que otro- han cometido abusos, no se ve con claridad por qué los Estados Unidos tenga que intervenir a favor de uno. Tampoco convence cierta soledad del país en este desafío, que Obama no haya podido armar una amplia coalición internacional que respalde su decisión de "castigar" a al Asad. A eso se añade el cansancio, el desgaste psicólogico de haber participado en guerras continuas (Afganistán, Irak) durante más de una década. El secretario de Estado John Kerry, casi como pidiendo disculpas, dijo que sería un "ataque muy pequeño" contra los arsenales químicos del gobierno sirio, y que no habría guerra; críticos conservadores y liberales han escuchado esta historia antes y utilizan una imagen repetida para ponerle reparos al plan de Obama: se trata de "una cuesta resbalosa" ("slippery slope"), es decir, un pequeño paso que puede llevar a eventos que no estén bajo el control de los Estados Unidos y por lo tanto conducir a algo tan grande como una nueva guerra.

La opinión pública internacional tampoco está convencida del plan de Obama. Las razones son diversas: están quienes desconfían de los Estados Unidos como garante del orden moral y señalan que en ocasiones recientes (Irak) ya ha manipulado a inspectores nucleares para fabricar una guerra; como confiar en la policía, dicen, si la policía no ha sido un modelo de virtud. Y están quienes ven a Siria como una excusa para que los Estados Unidos actúe una vez más como un imperio arrogante y tonto, capaz de provocar muchas muertes de ciudadanos inocentes como castigo por tantas muertes de ciudadanos inocentes provocadas por al Asad.     

Lo más curioso de todo es que ni el mismo Obama parecía convencido de su plan. El "guerrero reticente", lo ha llamado la revista Time. Así es como el premio Nobel de la Paz, en vez de saltarse el escollo del Congreso --como se suele hacer en estos casos--, decidió que no podía atacar sin previa autorización de un Congreso controlado en la Cámara Baja por la oposición. Obama sólo quería ganar tiempo para conseguir más aliados; no lo logró, y al final, para evitar una derrota en el Congreso, tuvo que apoyarse una salida intempestiva de John Kerry, que insinuó en una entrevista que los Estados Unidos estaría dispuesto a no atacar si Siria ponía su arsenal químico a disposición de una fuerza internacional y luego permitía su destrucción. Esa salida de Kerry se convirtió en punto de partida del gobierno ruso para que buscara salvar a su aliado sirio con un proyecto de desarme. El martes por la noche, las principales cadenas televisivas dieron paso a un mensaje de Obama que parecía urgente pero en realidad no lo era: pedía al Congreso que postergara la votación autorizando un ataque que, al fin de cuentas, no quería llevar a cabo.

En su mensaje, Obama fue por primera vez claro y explícito, incluso moralmente convincente en cuanto a la necesidad de intervenir con fuerza para que al Asad entienda que cualquier uso de armas químicas tendría serias consecuencias. Pero ese mensaje no ha logrado cambiar muchas posturas. De hecho, todo sigue igual esta semana, excepto por algo importante que pasó un poco desapercibido: por primera vez, el régimen sirio admitió que tenía armas químicas y que estaba dispuesto a firmar el tratado internacional para evitar su proliferación (Siria es uno de los escasos países que no ha firmado ese tratado). De algo sirven las amenazas del imperio, por más que, en principio, no parezcan convencer a nadie, ni siquiera a quien las profiera.      

 

(revista Qué Pasa, 13 de septiembre 2013)   

 

 



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13 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El factor Siria

Los videos mostrados por los rebeldes sirios como pruebas del ataque de armas químicas del régimen de Assad son contundentes: está la niña que se convulsiona y no se acuerda de su nombre; el anciano con las pupilas dilatadas; la mujer que no para de vomitar. Los inspectores y los médicos neutrales confirman las sospechas. Aun así, muchos dudan: ya se sabe lo qué pasó con los inspectores en la guerra en el Golfo, tan burdamente manipulados por Estados Unidos e Inglaterra.

Barack Obama se encuentra en una de esas situaciones en las que no hay forma de salir triunfante. Un ataque con armas químicas es una atrocidad moral, con el peso suficiente como para convencer a la opinión pública de que, al menos por esta vez, el imperio tiene el apoyo para actuar de policía. Sin embargo, no es así. La opinión pública desconfía, se burla del guerrero premio Nobel de la Paz, sospecha de intenciones ulteriores (el petróleo árabe, la necesidad norteamericana de mostrar que su poder sigue intacto). Y queda claro el daño infligido por George Bush a la credibilidad de su país: ir a la guerra del Golfo contra Irak con pruebas inventadas hace que se dude de las intenciones de Obama incluso cuando las pruebas son concretas (algunos dirán que en eso de inventarse pruebas para justificar una guerra Bush no fue el primero y se retrotraerán a Vietnam y a otros momentos históricos infames, y estarán en lo cierto).

La revista Time ha bautizado a Obama como "el guerrero reticente". No es para menos: después de amenazar con un ataque unilateral al régimen de Assad, Obama dice que antes de cualquier ataque le pedirá autorización al Congreso. Sabemos que los presidentes norteamericanos que de verdad quieren atacar lo último que hacen es buscar el apoyo del Congreso, y peor aun si saben que ese Congreso está dominado por la oposición. Obama sólo quiere ganar un poco de tiempo para justificar el argumento del ataque a Siria y ver si así consigue más respaldo en en frente doméstico y en internacional. No será fácil: después de Irak y Afganistán, el norteamericano promedio, de por sí más dado a precautelar su burbuja que a aventuras en tierras donde se hablan idiomas raros, está agotado y le cuesta entender el porqué de una nueva aventura. Lo conmueven las imágenes que se muestran en los noticieros y el número de víctimas del ataque --1500 muertos--, pero de ahí a pensar que Estados Unidos debería intervenir dista un gran paso.

Obama se ha comprometido a un ataque del que ni siquiera él mismo parece convencido; la opinión local no lo apoya y la internacional desconfía de sus intenciones. Algunos dirán que está bien así: éste es un asunto entre árabes y mejor no entrometerse. Pero lo cierto es que el uso de armas químicas nos implica a todos y deberíamos tener salvaguardas firmes para casos como estos. Éste era el gran momento para que Estados Unidos, liderado por un premio Nobel de la Paz, consiguiera el respaldo de las Naciones Unidas, fuera capaz de construir una coalición creible, y convenciera a la opinión pública de la necesidad de mostrarle al régimen de Assad de que su ataque no quedaría impune. Lamentablemente, aventuras anteriores han hipotecado esa autoridad moral y nos encontramos con una nueva confrontación en la que, más que dudar del ladrón, dudamos de la policía. Esa duda se la tiene bien ganada la policía

 

(El Deber, 8 de septiembre 2013)

 

 

 

 



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10 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La fórmula Piglia

La nueva novela de Ricardo Piglia se lee como una brillante condensación de los temas fundamentales que ha trabajado el escritor argentino a lo largo de su obra. El camino de Ida (Anagrama) atrapa desde el primer párrafo y su interés no decae hasta el muy logrado final; tiene momentos ensayísticos y no hay página sin alguna disquisición intelectual, pero eso, más que frenar la historia narrada, le da un ritmo vertiginoso, porque todas las digresiones son la historia; se hace crítica desde la ficción. La fórmula Piglia sigue intacta.

            El camino de Ida está narrada por un viejo conocido, Emilio Renzi, invitado a enseñar en una universidad "elitista y exclusiva" de la Costa Este: "los campus son pacíficos y elegantes, están pensados para dejar afuera la experiencia y las pasiones pero corren por debajo altas olas de cólera subterránea: la terrible violencia de los hombres educados". En su camino se cruza Ida Brown, la profesora estrella del Departamento, formada en el mundo radical de Berkeley y estudiosa de toda una fecunda tradición de luchadores anticapitalistas, defensores del "mito de la vida natural y la comuna campesina" (desde los populistas rusos hasta los hippies y los ecologistas). La conexión es obvia: a Renzi le interesa W. H. Hudson, ese naturalista y escritor argentino-inglés que en sus libros exaltó la geografía argentina como un territorio "pastoril y violento" contrapuesto a la Inglaterra capitalista que sufría los embates de la revolución industrial.

            Hay un romance, hay una muerte, y de pronto la novela entra de lleno en la intriga policial. La clave para entender esa muerte está en Thomas Munk, un personaje basado en Theodore Kaczynski, terrorista legendario conocido como el Unabomber. Como el Unabomber, Munk es un niño genio que a los 25 años ya es profesor de matemáticas en Berkeley; cansado del sistema, deja todo para irse a vivir a Montaña en una cabaña sin agua corriente ni electricidad. Poco después, inicia en solitario su cruzada antitecnológica y se pone a enviar cartas bomba a académicos y científicos, gente que para él representa la deshumanización del sistema (toda esta sección está narrada por Renzi a partir de un informe sobre Munk que le hace un detective al que ha contratado; la vida de Munk seduce, pero desde el punto de vista de la narración es la parte más débil de la novela, porque los intereses del detective se parecen demasiado a los de Renzi).

       En su ensayo El último lector, Piglia lee "las representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción", desde Don Quijote a Anna Karenina. Preguntarse por el lector es preguntarse por la literatura y la sociedad. Es obvia la atracción de Piglia por el Unabomber. Al igual que el Unabomber, Munk es un gran lector, alguien que se inspira en un personaje de una novela de Conrad (El agente secreto) para modelar sus pasos; la literatura es un manual de instrucciones para la vida (también ha leído a Horacio Quiroga y utiliza uno de sus cuentos para mostrar "la crueldad de la civilización"). Renzi menciona a Conrad, pero hay otro escritor no menos importante para esta novela, y es Don DeLillo, que en Mao II sugiere que vivimos en una época en que el terrorismo ha reemplazado al arte en sus "ataques a la conciencia"; los terroristas son los nuevos novelistas (Munk es también un escritor de cartas y diarios y manifiestos).    

       El presente golpeado por la historia y cruzado por ficciones que iluminan la realidad, la lectura fanática como un camino que lleva al sentido -a "establecer el nexo y reponer el contexto"-y también a la acción, la crítica al sistema capitalista, Emilio Renzi: todo Piglia se encuentra destilado en El camino de Ida. Su mirada ácida se posa en los Estados Unidos y encuentra una sociedad de individuos solitarios y despolitizados. Pero ahí, quién sabe, puede que haya un ejército de jóvenes como Munk, dispuestos a atacar el sistema; es uno de los sueños de El camino de Ida, y ya sabemos --nos lo ha enseñado Piglia-que hay que tomar las novelas en serio.      

 

(La Tercera, 9 de septiembre 2013)



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9 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Jorge Ibargüengoitia, el cronista descortés

La escritora mexicana Margo Glantz dijo alguna vez que su compatriota y colega Jorge Ibargüengoitia tenía el "don de la maledicencia, era terrible... Transformar esa maledicencia cotidiana, esa mala leche nacional en literatura era un gran mérito, su rasgo genial". Ibargüengoitia, uno de los "olvidados del Boom" según Jorge Volpi, ha quedado en el recuerdo como un humorista a tiempo completo, capaz de parodias magistrales (como en la novela Los relámpagos de agosto) y con una notable facilidad para rasgar el velo cínico de las costumbres mexicanas (ver la escalofriante Las muertas). Sólo eso podría ser suficiente para su incorporación al canon de la literatura latinoamericana del siglo XX. Sin embargo, hay más, mucho más, como se comprueba en Recuerdos de hace un cuarto de hora (Ediciones Diego Portales), la antología de sus "crónicas en primera persona" preparada por Rafael López Giral y con un prólogo muy útil de Álvaro Díaz.

Ibargüengoitia fue un especialista en la observación de la vida cotidiana elevada a la disección aguda de un carácter nacional. En Recuerdos de hace un cuarto de hora muestra, se muestra tan preocupado por entender la esencia de lo mexicano como el Octavio Paz de El laberinto de la soledad, sólo que lo hacía desde un ángulo más subterráneo, menos ampuloso: no quería elevar sus observaciones a una teoría general (aunque, claro, esa teoría general se puede deducir de sus crónicas). Por ejemplo, en "Lo cortés no quita lo valiente", Ibargüengoitia habla de la cortesía: para pedir un salero, un español diría "¡Un salero!", mientras que un mexicano diría: "Oígame: cuando tenga un ratito, me hace el favor de traerme un salero, si no le es molesto". De allí se deduce una conclusión: el mexicano "prefiere dar órdenes envueltas en paliativos". Pero Ibargüengoitia no se queda ahí, y señala que si la persona a la que se le pide el salero dice "ahora no tengo tiempo", el mexicano reacciona mal: "es lo malo de la cortesía mexicana, que es nomás de dientes para afuera".

Aunque le molestaba que lo describieran como un humorista (ver su crónica "Humorista: agítese antes de usarse"), lo cierto es que muchas de sus páginas hacen reír, incluso cuando tratan de temas como la muerte de su madre (en ‘No manden flores", escribe: "Nunca fue afecta a entierros, pero creo que el suyo no le hubiera parecido mal... Los empleados de la agencia, que la cargaron y la bajaron a la tumba, le hubieran causado muy buena impresión: ‘Muy limpios, muy bien rasurados, dos de ellos bastante guapos. ¡Pobres muchachitos, qué oficio tan terrible el de andar cargando muertos'"). Al escribir en un registro humorístico, "menor", como dice Álvaro Díaz en el prólogo, "en un continente que alaba la introspección, los barroquismos, el deber ser y todas las formas conocidas del aburrimiento", Ibargüengoitia se arriesgó a no ser tomado en serio. El problema fue otro: fue tomado tan en serio que se lo encasilló como un proveedor de risas fáciles.

Algunas crónicas se refieren a Londres y París, ciudades en las que vivió, pero en ellas México nunca está lejos: "Yo paso los días en París y las noches en México". Su mirada siempre está comparando actitudes, como en "Nota roja", un texto magistral sobre las diferencias entre periódicos ingleses, franceses y mexicanos en el reporte de la información criminal. También era capaz de indagar en otras realidades, y si bien se le reprochó la falta de compromiso en sus artículos, pocas crónicas hay más devastadoras de la revolución cubana que "Revolución en el jardín", escrita en 1964 a partir de un viaje a Cuba para recibir el premio Casa de las Américas. Sólo por ese texto descortés -un premiado que no habla bien de sus premiadores--, en el que en cada párrafo aparece convertida en literatura esa mala leche mencionada por Margo Glantz, habría que pensar en Ibargüengoitia como un gran crítico de la realidad social y política del continente.

 

 

(La Tercera, 24 de agosto 2013)



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26 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las mil magdalenas de Orhan Pamuk

En el primer piso del Museo de la Inocencia, situado cerca del popular barrio de Beyoglu en Estambul, se encuentra una enorme vitrina con 4.213 colillas de cigarrillos, cada una de ellas con una nota al pie indicando el día en que fue conseguida y lo que representa. Quienes han leído la novela El museo de la inocencia (2008), de Orhan Pamuk, saben que esas colillas eran de Füsun, el gran amor del narrador, Kemal: "cada una de aquellas colillas, uno de cuyos extremos había tocado los labios de rosa de Füsun, había entrado en su boca, a veces había rozado su lengua humedeciéndose, como comprendía cuando tocaba el filtro, y, en la mayoría de los casos, se había pintado de un agradable rojo con su lápiz de labios, era un objeto muy particular e íntimo que llevaba consigo el recuerdo de dolores intensos y momentos felices".

            El Museo de la Inocencia abrió sus puertas en abril del año pasado y es uno de los edificios más impactantes de una ciudad a la que no le faltan lugares para impresionar. Es un edificio dedicado a una obra de ficción, que se presenta como si esa ficción fuera real. La novela cuenta el amor contrariado de Kemal, un hombre de la clase acomodada estambulí, por Füsun, una pariente lejana de la clase media baja; una vez que ella desaparece después de un breve romance, Kemal, desesperado, se dedica a coleccionar los objetos que ella ha tocado como si fuera un "drogadicto": esos objetos le recuerdan "el placer de haber estado sentado junto a ella, la taza de té, el pasador de pelo olvidado, la regla, el peine, el bolígrafo... y ampliaba mi colección reviviendo ante mi mirada cada uno de los recuerdos relacionados con ellas".

            En los cuatro pisos del edificio, situado en la esquina de las calles Çukurcuma con Dalgik -el lugar exacto donde vivía Füsun con su familia en la novela--, están los más de mil objetos coleccionados por Kemal, organizados meticulosamente, una vitrina correspondiente a cada uno de los 83 capítulos. Hay saleros, peines, cepillos, espejitos, broches para el pelo, pendientes, etc; hay incluso una cucaracha que alguna vez cruzó por la cocina de la casa de Füsum. Proust tenía su magdalena; en el Museo de la Inocencia, Pamuk tiene más de mil magdalenas.

            Pamuk ha escrito un manifiesto en contra de los museos "atestados y pretenciosos como el Louvre" y a favor de los museos pequeños y personales, en los que cada objeto está relacionado con una profunda historia sentimental. Su museo intenta ser un recordatorio de la vida cotidiana en los años setenta y ochenta en Estambul, recuperada a través de chucherías como perritos de cerámica, lapiceros y entradas al cine. Sí, lo es, pero más que eso es un canto al fetichismo del coleccionista, que intenta curar una ausencia a través de la frágil consolación de los objetos.    

Por supuesto, el museo es también un homenaje narcisista al propio Pamuk: en el último piso se pueden observar varias vitrinas con manuscritos de la escritura de la novela. Pamuk coquetea con las complejas relaciones entre la realidad y la ficción: él no es Kemal, nos dice, al mismo tiempo que susurra "Kemal soy yo" (varios de los objetos provienen de su adolescencia y juventud). Al final, hay que ver el museo como un homenaje al poder de la ficción: como los hrönir, esos objetos de un cuento de Borges imaginados con tanta fuerza que terminan por aparecer en la realidad, el edificio de la calle Çukurcuma fue primero soñado antes de imponerse a la realidad.

 

(Qué Pasa, 22 de agosto 2013)



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24 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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George Méliès, el primer mago

Tenía al francés George Méliès (1861-1938) como uno de los pioneros en el desarrollo del cine y alguna vez había visto Viaje a la luna (1902), su película de 13 minutos que dio un gran impulso a la idea del cine como un arte capaz de contar historias con su propio lenguaje. La invención de Hugo (2011), la película de Martin Scorsese, fue rellenando los huecos y se alejó del dato de trivia para darnos una versión más humana de Méliès, sugiriendo que detrás de ese personaje algo despistado había un genio. George Méliès: la magia del cine, la exposición que se acaba de inaugurar en el museo Caixaforum de Madrid con la colaboración de la Cinémathèque Française, completa el recorrido para devolver a Méliès al sitial de preponderancia que le corresponde no sólo como un pionero sino también como un creador deslumbrante.

Méliès se aprovechó de múltiples desarrollos tecnólogicos y de su trayectoria personal como ilusionista para crear códigos narrativos y efectos especiales que todavía influyen en el cine contemporáneo. La exposición del Caixaforum despliega una fascinante cantidad de inventos: entre muchas otras cosas, están las sombras chinescas, la linterna mágica y el praxinoscopio (en este artilugio de 1877, una manivela hace girar unas tiras de papel en torno a una rueda; espejos estratégicamente ubicados permiten que el movimiento de las tiras de papel cree la ilusión del dibujo animado). En los siglos que precedieron a los hermanos Lumière -sobre todo en el XVIII y el XIX-- había ya una pulsión inagotable por contar una historia a través de la proyección de imágenes en movimiento, sólo que faltaba que la tecnología se adecuara a ese sueño.

Méliès fue el primero en darse cuenta de que con el cinematógrafo se podía ir más allá del simple reflejo documental de la realidad. Armado de su experiencia con trucos de magia e ilusionismo en el teatro Robert Houdin, comenzó a hacer sus propias películas en abril de 1896, apenas cuatro meses después de asistir a la primera representación del cinematógrafo, y a proyectarlas en su propio teatro. En el Caixaforum se muestra cómo Méliès adaptó los efectos ópticos de la magia al cine, al igual que las sobreimpresiones, los fundidos uno tras otro, los pasos de manivela... El inventor del cine tal como lo conocemos hoy era, literalmente, un mago. 

En la exposición se proyectan las películas que componen la gran historia de Méliès. Están los cortos de los hermanos Lumière (un tren llegando a la estación, obreros saliendo de la fábrica), y luego la explosión de fantasía de Méliès -fragmentos de algunas de sus 500 películas, la mayoría de ellas de corte fantástico--; todo desemboca en una sala exclusivamente dedicada a Viaje a la luna --con los dibujos que dieron origen a las escenas más importantes, el vestuario de los selenitas, etc--, y luego en una proyección en pantalla gigante de Hugo. Nos movemos en base a pequeños incrementos, necesarios para producir una gran ruptura cultural: Méliès necesitaba de las sombras chinescas y del praxinoscopio para llegar al cine y convertirlo en una de las formas narrativas fundamentales de nuestro tiempo.

 

(revista Qué Pasa, 10 de agosto 2013)

 



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13 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Black Mirror: Todos somos ciborgs

Hace un par de semanas, mientras miraba por televisión la comparecencia del presidente español Mariano Rajoy al Congreso, le escuché decir a un amigo: "A éste deberían hacerle como al primer ministro inglés en Black Mirror". Días atrás, una amiga me dijo, a propósito de un mensaje de condolencias que recibió de la cuenta todavía abierta en Facebook de un pariente suyo recién fallecido: "Como en Black Mirror". Esta miniserie inglesa ha conseguido fieles adeptos muy rápidamente, prueba de que tiene algo poderoso que decir sobre nuestra relación perversa con la tecnología.

            Black Mirror, creada por Charlie Brooker, se refiere al "espejo negro" de las pantallas con las que convivimos todos los días: vamos de la de nuestro celular a la de la televisión a la del cine, pasando por la de la computadora y quizás la del iPad y la del Kindle y las de los monitores de seguridad en aeropuertos, urbanizaciones, centros comerciales. Muy pronto, también habrá una pantalla en nuestros ojos, como en "Tu historia completa", el mejor episodio de la miniserie; en ese episodio, ambientado en un futuro cercano, todos tienen un implante detrás de la oreja que les permite grabar lo que les ocurre. Cuando Liam tiene un ataque de celos y le pide a su esposa Ffion que le muestre escenas pasadas de su relación con Jonas, un amigo común, ella se niega en principio pero al final, apremiada, accede; no sabemos qué es lo que ve Liam en la pantalla, pero está claro que su relación ya no volverá a ser la de antes.

Black Mirror sugiere que si nuestras vidas son un infierno debido a la fragilidad de la memoria, podrían serlo aun más gracias a avances tecnológicos que nos impedirían olvidar. Como en La invención de Morel, la distopía de Adolfo Bioy Casares, los artefactos tecnológicos de esta miniserie son figurados como seductoras promesas de vida (incluso inmortalidad) que terminan brindando la muerte (en este caso, de una forma de entender la identidad). Los sueños paranoicos de Black Mirror no son tan lejanos; en la vida real pronto tendremos Google Glass, nuestras gafas se convertirán en cámaras y podremos filmar todo lo que pasa delante de nosotros; el ejército norteamericano está desarrollando lentes de contacto que permitirán a sus soldados recibir información actualizada del territorio por el que se desplazan.

En "Vuelvo enseguida", esta promesa de una nueva vida gracias a la tecnología se convierte en metáfora de nuestros deseos de vencer a la muerte, aunque sea a través de avatares que nos representen cuando ya no estemos: Ash muere, dejando inconsolable a Martha, su pareja. Gracias a un nuevo servicio, las fotos, los videos y los mensajes de email de Ash son usados para crear un Ash virtual que seguirá comunicándose con Martha más allá de la muerte, una voz de ultratumba que en principio ofrece sosiego a la viuda pero luego será una intranquilidad permanente (en la vida real ya existe LivesOn, un servicio que, después de analizar el estilo de nuestros tuits, puede seguir enviándolos una vez que estemos muertos).

La buena ciencia ficción no se ocupa tanto del futuro como del presente o incluso de aquello que ya ha sucedido. Los futuros alternativos de Black Mirror no son más que radicalizaciones de tendencias culturales y pulsiones identitarias con las que convivimos hoy. Su sátira puede ser cruel -en "El himno nacional", el primer ministro inglés debe tener sexo con un cerdo, delante de las cámaras y ante una audiencia global, si quiere salvar la vida de una princesa secuestrada--, pero es siempre certera: sugiere que, "mientras estábamos distraídos, mirando pantallas", todos nos hemos convertido en ciborgs. Vivimos conectados a las máquinas, nos han seducido con su promesa de extender nuestra memoria, nuestras redes de amigos, incluso nuestra misma vida. Alguna vez pudimos prescindir de ellas, ir de vacaciones y desconectarnos. Hoy necesitamos que esas pantallas relucientes que nos reflejan estén siempre encendidas, por más que ese reflejo sea a veces siniestro. Apagarlas sería apagarnos. Y no queremos apagarnos, ni siquiera muertos.   

       

(La Tercera, 10 de agosto 2013)



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10 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La divina locura de Hungría, según Laszlo Krasznahorkai

Tercer y último post para "La vuelta al mundo literaria", en el blog Papeles perdidos de El País:

            No conozco Hungría, pero desde que leo las novelas de László Krasznahorkai siento que todos los húngaros están poseídos por una divina locura, capaz de hacerlos contemplar planes de trascendencia mística lamentablemente destinados al fracaso. Korin, el protagonista de Guerra y guerra (1999), "está más loco que una cabra", como lo evidencia en el instituto psiquiátrico del distrito, en el que les hace ver a los doctores que no entiende cómo puede cargar la cabeza sobre sus hombros, cómo es que "su cráneo estaba fijado mediante ligamentos a su columna vertebral"; no es metáfora: que no se entienda esa conexión puede llevar "a la pérdida inevitable de la cabeza". Pero no importa: Korin ha encontrado un manuscrito en los archivos de su ciudad, un manuscrito que da cuenta del secreto de la belleza del mundo, y quiere darlo a conocer a todos. A esa empresa obsesiva dedicará sus días.

Los personajes de Krasznahorkai provienen de pueblos y ciudades de poca monta, en los que abunda el "espíritu de lo desértico, de lo abandonado, del fantasmagórico letargo fabril que se había aposentado durante décadas sobre aquel paisaje". Aparentemente, esos "gélidos y ventosos puntos del mundo" no son lugares para la poesía. Pero Korin y los personajes de novelas como Melancolía de la resistencia (1989) y Satantango (1985) son, pese a su indefensión, capaces de transformar ese mundo a partir de su mirada poética. Están a la espera de un salvador que los saque de su situación marginal, pero sólo encuentran vividores que medran con su inocencia, predicadores que los llevan a tierras prometidas más estériles que el lugar que han abandonado.

Krasznahorkai escribe novelas picarescas desde el punto de vista de los que no son pícaros. El comunismo ya ha quedado atrás en Hungría, pero no el deseo de fundar un orden nuevo más justo. Los sobrevivientes del desastre caminan entre los escombros, visitados por sus sueños febriles y contemplando la belleza que asoma a su alrededor de tanto en tanto, como "una tropa de murciélagos pisando los talones al convoy rumbo a la estación de Rákosrendezó, sin ningún ruido, en perfecto silencio, como un medieval ejército de fantasmas... dando la sensación de que se dejaban arrastrar a Budapest aprovechando el corredor de aire formado por el tren..."

 

(El País, 2 de agosto 2013) 

 



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8 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Caribe de Jean Rhys

Segundo post para la sección "La vuelta al mundo literaria" del blog Papeles perdidos, en El País: 

            Pocas precuelas hay más atrevidas que Ancho mar de los Sargazos (1966), la novela de Jean Rhys, escritora nacida en la colonia inglesa de Dominica en 1890 y fallecida en 1979. Rhys se atrevió a meterse con Jane Eyre (1847), la reverenciada novela de Charlotte Brontë. Al imaginar la historia de Antoinette Cosway, la "loca del ático", al dotarla de personalidad, Ancho mar de los sargazos le da una respuesta post-colonial a una literatura inglesa que, a lo largo del siglo XIX, tuvo a las colonias del imperio como uno de sus puntos ciegos.

            La novela está ambientada en su primera parte en una Jamaica en la que los negros esclavos acaban de obtener su libertad. Es una sociedad pigmentocrática, de colonos ingleses, negros, y criollos como la madre de Antoinette, una viuda joven rechazada por las señoras jamaiquinas porque proviene de la Martinica. Los negros también se burlan de ella: la pobreza los acecha, y la finca en la que viven en Coulibri muestra señales de deterioro: "Nuestro jardín era amplio y hermoso como el Jardín de la Biblia: allí crecía el árbol de la vida. Pero se había transformado en un lugar salvaje. La hierba borraba los senderos y el olor de las flores muertas se mezclaba con el fresco olor de la vida... La finca de Coulibri, en su totalidad, se había asalvajado al igual que el jardín, toda ella era salvaje floresta. Ya no había esclavos, ¿quién iba a trabajar? Esto no me entristecía. No recordaba el lugar en sus días de prosperidad".

            Ancho mar de los Sargazos es la historia de un descenso en la locura en pleno Paraíso, en un Caribe tan hostil como encantado, en el que la lluvia es música, el agua de los ríos es verde y la puesta del sol es un incendio en "el cielo y el distante mar". La madre de Antoinette perderá la razón, y Antoinette, casada con un inglés en un matrimonio apresurado, la irá también perdiendo inexorablemente. Esa locura no sólo es hereditaria, sino también está relacionada con el pecado histórico de la esclavitud. Los colonos ingleses tardan en darse cuenta que esas islas de las Antillas no les pertenecen culturalmente; pertenecen a gente como Christophine, la nana de Antoinette, que canta canciones en patois de música alegre y palabras tristes, domina las artes de la magia negra (la versión local se llama obeah) y sabe de zombies, "personas muertas que parecen estar vivas o personas vivas que están muertas".

           No hay más esclavitud. Pero cuesta liberarse plenamente. En Ancho mar de los Sargazos, los negros se aplican a la venganza, unos cuantos colonos ingleses todavía tratan de seguir haciendo fortuna, y, en medio del fuego cruzado, están los criollos, esos "blancos negros" o "negros blancos" rechazados por todos que deambularán como fantasmas hasta asumir su identidad dividida. Aunque eso les cueste la vida.

 

(El País, 31 de julio 2013)

 



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2 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

El Brasil de Guimarães Rosa

El blog Papeles perdidos de El País me pidió tres textos para una sección llamada "La vuelta al mundo literaria". Aquí va el primero: 

Dice el escritor brasileño João Guimarães Rosa (1908-1967) que antes de embarcarse a escribir Sagarana (1946) se puso a rezar de verdad para olvidarse de "modas, tendencias, escuelas literarias, doctrinas, conceptos, actualidades y tradiciones... Eso, porque: en la olla del pobre, todo es condimento". Es cierto que se olvidó de muchas cosas para reinventarlas a su manera, pero, si este escritor veía su olla como la de un pobre, cómo vería la nuestra? Guimarães Rosa dominaba más de diez idiomas y gracias a ese conocimiento exprimía el lenguaje en cada frase. Esa riqueza lingüística proporciona una asombrosa cantidad de hallazgos literarios en cada página (en sus relatos, un personaje no muere sino que "desvive", la humedad "enmela" las ropas, y una lluvia fuerte es la caída de "un mazo de agua mal atada").

Guimarães Rosa no es tan conocido como debiera en el mundo hispanoamericano. Los que han leído Gran Sertón: Veredas (1956) suelen quedar deslumbrados con esta novela joyceana que anticipa al Boom. Pero la feliz explosión comienza con los largos relatos de Sagarana, en los que el escritor brasileño da cuerpo a su particular visión del sertón, en el interior de Minas Gerais, su estado. Es un mundo vasto, descrito con exactitud "micromilimétrica": "Están el pato fierro y el pato cabeza roja... Están el ánade de pico grande y otro azulado, y uno con un adorno de muchos colores... Está el ánade rabudo, que silba... Está el sirirí pampa... están las garzas. ¡Un montón!..." Un montón, sí.

Como otros grandes escritores de la transculturación -Rulfo, Arguedas, Carpentier, Castellanos, Roa Bastos- Guimarães Rosa logró mezclar los relatos populares de su tierra -las cantigas del sertón-- con los logros formales de la narrativa europea y norteamericana de la primera mitad del siglo XX; a eso le añadió su léxico maravilloso y su mirada poética ("En noche de roza todo es canto y recanto. Y siempre hay un perro ladrando lejos, en el fondo del mundo"; "Volvió a llover... Y casi todo el día, un sapo sentado en el barro, se preguntaba cómo se hizo el mundo"). Después de él, el regionalismo ya no será lo que era.

En Sagarana está el pueblo y sus creencias contradictorias: el narrador de "San Marcos" no cree en hechiceros, pero acepta supersticiones como "sal derramada; un cura viajando con nosotros en el tren; no decir rayo: como mucho, y si el tiempo está bueno, decir ‘centella'..." En "Cuerpo sellado", Manuel Fuló es capaz de enfrentarse a un valentón del lugar gracias a que le han hecho creer que un hechizo lo protege. El sertón está encantado, los animales están muy presentes (y a veces son capaces de pensar, como en el magistral "Conversación de bueyes"), y el hombre se halla en constante diálogo con una naturaleza a veces hostil y otras protectora.

"Gracias a Dios, todo es misterio", escribe Guimarães Rosa. "Y riqueza, ¡oh riqueza!... Por lo menos, impiadoso, horror al lugar común". Sagarana es eso: misterio, riqueza, horror al lugar común.    

 

(El País, 29 de julio 2013)

 



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30 de julio de 2013
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El Boomeran(g)
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