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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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Lo que debería haber dicho Zapatero

Se encienden los focos, se conectan los micrófonos y desde su podio el Presidente anuncia las medidas que deben paliar los efectos de la crisis financiera internacional en la economía española.

Un fondo de 50.000 millones de euros para inyectar liquidez al sector y una garantía pública de 100.000 euros a los ahorros bancarios.

¿Eso es todo?

La izquierda tartamuda vuelve a hacer de las suyas.

Además de padecer su tradicional parálisis de ideas ante el espectáculo organizado por los insensatos avariciosos de Wall Street, la izquierda imita las ocurrencias del capitalismo salvaje. Acepta sin rechistar que la única salida al expolio de los grandes directivos sin escrúpulos es... reponer con el dinero de los contribuyentes lo que aquellos han perdido en su última jugada.

La codicia infatigable de los especuladores ha llevado al mundo al borde del colapso y la izquierda se limita a compartir la preocupación con gestos compungidos. La misma liturgia en todos los países.

He aquí lo que ayer estaba obligado a decir Zapatero a los ciudadanos españoles:

"Además de las medidas monetarias de urgencia que acabo de anunciar, he ordenado al Banco de España y al Ministro de Economía la realización de una amplia auditoría que nos permita conocer el diámetro del agujero al que estamos siendo arrastrados y el alcance de la crisis que afecta a nuestro país. La investigación identificará a los agentes económicos que hayan burlado las reglas del sistema financiero y provocado la situación que hoy padecemos.

Además, he convocado una comisión gubernamental que elaborará las nuevas normas de control a las que, de ahora en adelante, estarán sometidos los operadores bancarios y bursátiles, especialmente aquellos que hagan uso de los fondos públicos puestos en circulación.

La era de la impunidad ha acabado. A partir de ahora el libre mercado será un instrumento de crecimiento y prosperidad regulado, como el resto de las actividades ciudadanas, por la ley y la justicia".

Esto es lo que debería habernos contado Zapatero.

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8 de octubre de 2008
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El furor intransigente de los clérigos

Las reflexiones del profesor y erudito George Steiner sobre la novela, el yo, la memoria, la tecnología y el imprevisible destino de nuestra cultura condensan su enciclopédica y admirada indagación crítica pero sólo uno de sus recientes comentarios ha excitado la atención de los lectores españoles. Alertados por la difusión que El País Semanal dio a las declaraciones de George Steiner, una autoridad en el estudio de la riqueza multilingüe europea, los miembros del PEN Club de Galicia se apresuraron a condenar con extremada dureza las poco condescendientes alusiones que Steiner dedica a la lengua gallega.

"¡No me compare el catalán con el gallego!", dice Steiner a su entrevistador. "El catalán -añade- es un idioma importante, con una literatura impresionante".

La reacción de los poetas, ensayistas y novelistas reunidos en el PEN Club gallego no se hizo esperar y cuatro días después de publicada la entrevista arremetieron contra el "octogenario desinformado" que tan grave afrenta tuvo la osadía de cometer. El manifiesto embiste también contra Juan Cruz, el autor de la entrevista, reprochándole no haber puesto "remedio" a las opiniones del influyente intelectual europeo.

El manifiesto urgente del PEN Club gallego incluye amonestaciones que deberán ser objeto de un detallado análisis por parte de los aludidos pero su contribución al debate contemporáneo se ciñe a un insólito eufemismo: el periodista debería haber censurado a George Steiner remediando sus respuestas.

Es probable que a estas horas los autores del manifiesto todavía estén celebrando haber reaccionado con tanta firmeza al agravio y en su alegría permanezcan totalmente ajenos a la perturbación que han introducido en la trayectoria del club al que dicen pertenecer. Por lo visto no perciben ninguna contradicción entre su airada requisitoria y los principios proclamados por una sociedad internacional de escritores que desde 1921 no ha dejado de lamentar y denunciar la censura y la persecución padecida por escritores de todo el mundo.

En vez de acomodarse al principio de tolerancia que preside la cooperación entre sus colegas, los escritores del PEN Club gallego, creyendo que ciertas opiniones no se pueden tolerar, y exigiendo que se les ponga remedio, se levantan ufanos en medio del estropicio español.

El enfado colérico de los autores del manifiesto podrá considerarse una anécdota insignificante pero la impetuosa y veladísima amenaza contra el periodista -candidato a ser nombrado persona non grata por los cenáculos nacionalistas- es un escándalo inconcebible en los países de nuestro entorno.

Los galleguistas podrían haber aprovechado las declaraciones de George Steiner para plantear una controversia que sin duda nos habría ayudado a conocer mejor los logros de la literatura gallega. Pero en lugar de asumir el riesgo de la disputa, los autores del manifiesto han preferido dictar un anatema y renovar el más español de los impulsos: el furor intransigente de los clérigos.

Téngase en cuenta que el anhelo de liquidar al contrincante tiene entre nosotros una larga tradición institucional y popular pero sólo adquiere rango de identidad nacional cuando actúa debidamente enmascarado. Lo típicamente español, lo que ayuda a mantener vigente la confusión y el caos conceptual entre las nuevas generaciones, es la habilidad con que se concilia la ferocidad intelectual y la benévola apariencia del protector de las artes y las letras. Entre nosotros no es imposible proclamar libertad y tramar censura. Ensalzar a las lenguas y maltratar a sus hablantes. Opinar lo que nos venga en gana y decirle al vecino que lo intente.

A diario descubrimos a nuestro alrededor indicios fatales de la maldición española y después de 30 años de democracia comprobamos que el ponzoñoso pensamiento reaccionario ha subsistido pese a toda ilusión y ha contaminado, quién sabe si definitivamente, la enfermiza desorientación de un país entregado a sus caprichosas emociones tribales.

Cuando nos veamos obligados a explicar a un colega europeo las actitudes aireadas con tanto orgullo como prepotencia por el PEN Club gallego le diremos: el dominio político de la mentalidad absolutista -vigorosamente reciclada por el catolicismo militante y por la izquierda autoritaria- genera estas espontáneas reacciones despóticas.

Si aturdido no nos cree, citaremos a los logócratas que Steiner identificó en uno de sus conocidos ensayos, a esos reaccionarios antiilustrados partidarios de ver en la lengua del hombre los orígenes sagrados que la colocan por encima de sus usuarios. Los herederos gallegos de los logócratas también han reconocido en su lengua patria el rango sacramental que hace sacrílega cualquier crítica que un humano de carne y hueso se atreva a insinuar.

De este modo, amedrentando a los demás con nuestras irascibles convicciones, los españoles conservamos intacto el legado religioso de nuestros fanáticos ancestros.

Artículo publicado en: El País, 16 de septiembre de 2008.

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16 de septiembre de 2008
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Epígonos cansinos de la Inquisición

 

Al lector avispado no le habrá pasado por alto el artículo que ayer firmaban en El País un teólogo y un filósofo. La reflexión, que lleva por título ¿Dios en Barajas?, enumera algunos interrogantes sobre los beneficios o maleficios del progreso técnico y se pregunta si la confianza en la tecnología podrá resolver el riesgo de vivir junto al insondable abismo de la nada. Los dos autores evocan la consternación padecida cuando la muerte súbita y brutal nos recuerda la ausencia de una respuesta convincente al enigma de la vida. Y a cuento de los dolores televisados después del accidente aéreo, los autores subrayan la perplejidad que imponen las grandes catástrofes y cuánto nos consolaba, en otro tiempo, la creencia en la vida eterna.

En realidad, las obviedades elaboradas en el artículo no excitarían ninguna polémica en este incipiente otoño si no fuera por la extraña tentación en la que ambos autores -el teólogo y el filósofo- han decidido caer. Su paseo matutino por las fronteras de la metafísica nos les impide formular un voraz diagnóstico de los males de nuestro tiempo:

"(Tanto) el creyente como el increyente (sic) debemos recordar que todas las promesas espléndidas que los ilustrados del siglo XVIII vincularon al progreso, han generado hoy el fatalismo pasota de nuestra posmodernidad, al no haberse cumplido".

Como si no tuviéramos bastante con los sustos que nos da la vida. Que la teología autorice semejante ejercicio de sociología urgente ya es motivo de espanto pero que para los autores del artículo los culpables de nuestra desdicha contemporánea vuelvan a ser Diderot, D'Alembert y Voltaire nos da una idea del acecho al que seguimos sometidos.

En realidad, son preferibles las acusaciones que los militantes católicos ultramontanos lanzaban contra los ilustrados. Al menos, el tacharlos de emanaciones del diablo nos eximía de entrar al trapo de una discusión estúpida. Los herederos de aquél fervor apostólico y romano, sin embargo, modernizando la apariencia de su discurso y apropiándose de algunos superficiales fragmentos de la crítica a la Razón Ilustrada, mantienen vigente el empeño de su vieja obsesión: cargar de nuevo las tintas -¡y menos mal que sólo son las tintas!- contra los ilustrados que fracturaron siglos de dominio eclesiástico en Europa.

¿Puede mantenerse tan vigoroso un juramento vengativo? ¿Puede la jerarquía teológica sostener su vieja inquina? ¿Estamos envueltos todavía en aquél combate? Esto es lo que nos parece cuando leemos un artículo que después de denostar a los ilustrados como origen de nuestra decadente tristeza se dedica, sin empacho, a reclamar "el progreso humano y la educación total".

No nos cuesta ningún esfuerzo identificar los gestos propagandísticos a los que nos acostumbraron los discípulos de Menéndez Pelayo pero ¡cuánto cansa comprobar el denuedo de su empeño!

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12 de septiembre de 2008
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Lamento de la oportunidad perdida

A principios del mes de agosto dieron comienzo en El Escorial las jornadas que Jorge Volpi y Ana Pellicer han dedicado a la literatura hispanoamericana con el título "Pensar y escribir en América Latina". Compartí con el intelectual y escritor mexicano Carlos Monsivais la jornada de inauguración y un estimulante diálogo. En otras sesiones intervinieron Edmundo Paz Soldán, Andrés Neuman, Fernando Iwasaki, José María Ridao, Iván Thays y, entre otros, Jorge Volpi.

Este fue el texto que leí a los asistentes.

   "Hace diecisiete años se presentó en Ciudad de México una obra de teatro que probablemente no ha sido repuesta desde el fulgurante día de su estreno. Aquella noche en el escenario del Teatro Nacional el público invitado contempló con entusiasmo una de las más increíbles representaciones montadas frente a los palcos y butacas del vetusto y glorioso edificio. Los actores temblaban de ansiedad, el director temblaba de miedo y el público, de emoción. Un murmullo místico recorría los tablones de esa gran caja de resonancia y todos contribuían con su inquietud a fomentar el portento de la anunciada resurrección.

Aunque en realidad no podía decirse que fuera, en sentido estricto, un auténtico estreno teatral, la reposición adquiría una categoría insólita pues la obra de teatro regresaba por primera vez al escenario 500 años después.

La obra fue escrita por los franciscanos en los primeros años de la Conquista y por lo que sabemos se convirtió en poco tiempo en el más eficaz instrumento de evangelización que pudieron haber ideado aquellos pioneros. Los indígenas asistían asombrados a las representaciones ambulantes que recorrían el golfo de México y contemplaban con indiscernibles sentimientos las piruetas y los vehementes discursos de los predicadores convertidos en personajes de un drama formidable.

Tampoco entonces podría haberse dicho que la obra fuera un verdadero estreno pues los franciscanos llevaban a escena una historia escrita muchos siglos antes. Consternados por la liturgia caníbal de los dioses aztecas y el impetuoso sacrificio de las víctimas propiciatorias, los franciscanos comprendieron la inesperada utilidad de un descuidado capítulo bíblico.

La historia de Abraham e Isaac les servía para divulgar la piedad de los nuevos dioses y transmitir a la sociedad indígena los rasgos de la cultura recién llegada: al supremo creador del universo, el padre del cosmos, no le complacen los sacrificios humanos.

Los franciscanos anunciaron la buena nueva a los aztecas: los sacrificios humanos fueron abolidos mucho tiempo atrás, el día en que Abraham levantó por última vez el cuchillo sobre el tierno cuello de su hijo Isaac.

Como los franciscanos evangelizaban en el México recién descubierto sin la ayuda del ángel del Señor -el que un par de milenios antes sujetó el brazo de Abraham- sacaron al género teatral todo su provecho. Adaptaron la vieja historia bíblica a los usos y costumbres del Nuevo Mundo y dieron a sus viejos protagonistas un renovado ímpetu. Nada contribuiría a desautorizar más fulminantemente a los sacerdotes del culto antropófago que la prueba evidente de la voluntad del Dios pacificador.

En el Teatro Nacional de Ciudad de México, en 1991, los espectadores ofrecían su colaboración al director de la obra y con su ansiedad y curiosidad encarnaban la expectación de sus lejanos antepasados. Aquél día parecía inevitable sentirse como los antiguos fieles de la ancestral religión antropófaga pero pocos se detuvieron a meditar el verdadero sentido del estreno.

Con la obra franciscana se representaba el parto de un doloroso nacimiento: en el corazón de los pueblos indígenas iba a nacer una poderosa e inédita fuerza histórica: la culpa del pecado original. Al rescatar los capítulos del Génesis y montar con ellos una obra de teatro, los franciscanos metían en el relato mesopotámico de la Creación a los salvajes americanos recién descubiertos. Levantaban entre ellos las extrañas figuras del imaginario oriental, los integraban en una peculiar modalidad histórica -en una nueva medida del tiempo- y precipitaban su inmersión en la insurgente mentalidad dominante.

Este era el verdadero estreno que anunciaba la obra de teatro: ante los ojos asombrados de los aztecas nacía la conciencia de un pecado perturbador y brotaba un sentimiento de culpa inimaginable.

Los indígenas "descubrían" que la tradicional y sancionada participación en los misterios religiosos de su tiempo -el ágape de la carne y la sangre- era una abominable y pecaminosa violación de "los mandatos de Dios".

El público que asiste al estreno de la obra en el México de 1991 contribuye a la veracidad del espectáculo: como la obra se representa en el idioma original en el que fue escrita, el nahuatl, los espectadores deben aplaudir sin entender nada de lo que se esta diciendo en el escenario.

No podemos comparar la culpa por devorar cadáveres de hombres sacrificados con la culpa por no entender el idioma del viejo imperio azteca, pero como contribución a la dramaturgia del estreno no estaba nada mal: en lugar de limitarse a gozar el espectáculo, el invitado asistía con avergonzada impaciencia al inacabable y realmente misterioso auto sacramental.

Los aplausos al finalizar la obra reconocían el mérito de una doble escenificación: una obra prohibida por la Inquisición y una lengua prohibida por la Inquisición (los dominicos supremacistas sustituyeron a los franciscanos multiculturales); los aplausos, digo, fueron ruidosos y entusiastas y el público puesto en pie quiso recompensar la destreza de unos actores que habían aprendido a pronunciar con soltura y brío dramático en una lengua endiabladamente complicada las vehementes intervenciones del viejo Abraham, el joven Isaac y el longevo Jehová.

Mientras me disponía a abandonar el teatro, comprendí el vínculo histórico revelado en aquella inolvidable velada: los franciscanos misioneros en México en el siglo XVI habían reproducido la misma estrategia narrativa de los redactores del Génesis.

Ni a los franciscanos españoles se les aparecía el ángel de musculatura poderosa ni a los escritores bíblicos el iracundo y sólo a veces piadoso Yahvé. Toda la creencia universal se funda en este equívoco: el simulacro religioso es un artificio literario.

La Biblia entera es el esfuerzo descomunal llevado a cabo para imponer la regulación jurídica y psicológica del comportamiento civilizado. A veces usando la superstición, otras, la excitación del instinto culpable, a veces la fantasía visionaria o el alarde de la imaginación. Cualquier género o recurso literario -poético o profético- servía al mismo fin: perfeccionar el relato concebido para seducir, y sosegar, a los hombres.

Los franciscanos hablaron a los caníbales aztecas como los escritores de la Biblia a los antropógafos de Mesopotamia: construyendo una autoridad cuyo aspecto mereciera credibilidad -o miedo.

Ahora bien, sometidos los instintos asesinos del hombre, o encauzados sus impulsos criminales, ¿como sustraerse a la fascinación religiosa tan hábilmente urdida por los escritores de la Biblia? ¿Cómo deshacer el hechizo de tan soberbia narración? ¿Cómo deconstruir la figura divina inventada para someter a los hombres salvajes? ¿Cómo extirpar su influencia tenaz e inesperadamente arraigada en la mente de los hombres?

Digamos que los hombres razonables inventaron un dios didáctico al que no supieron destronar.

La obra de los franciscanos representada en Ciudad de México -en el 1500 y en 1991- nos permite admirar el gran juego de la literatura y buscar respuesta a la pregunta formulada en estas jornadas: ¿para quién se piensa y escribe en nuestros países?

Un esfuerzo de síntesis nos hace falta para centrar el paradigma hispanoamericano al que debemos enfrentarnos: la Ilustración y la Modernidad restauran el legado clásico pre-cristiano, perfecciona el pensamiento crítico, deshacen el hechizo religioso, impugnan la autoridad inventada y estrenan un capítulo decisivo de la Historia: aquél en que el hombre se presta, como nos dijo Kant, a pensar por cuenta propia.

Todos los géneros literarios contemporáneos, todos los modos del ser escritor, se fundan en el discernimiento de la revolución ilustrada. Cervantes, Montaigne, Shakespeare, Spinoza...

Es preciso hacer un notable esfuerzo para renovar la cuestión que se ha querido presentar como caduca:

1. ¿Cómo pensar y escribir en una sociedad, la hispanoamericana, en la que ha fracasado la Ilustración y la Modernidad?

2. ¿Cómo concebir la escritura en un mundo que, después de perder la oportunidad ilustrada, se desliza sonámbulo por la confusa posmodernidad?

Hay que entender la relación de nuestro mundo hispano católico con la Biblia para ponderar el desafío al que debe hacer frente el escritor: por un lado la militancia católica que sin haber leído la Biblia defiende a capa y espada la sacralidad del libro divino; por otro lado, la militancia izquierdista que sin haber leído la Biblia la repudia como el tótem sacramental de la casta enemiga.

En estas condiciones, al carecer nuestras sociedades de los episodios esenciales a la evolución intelectual de los tiempos modernos, ¿cómo se puede pensar y escribir?

La fundamental obra de Spinoza, la maestría de su crítica bíblica (filológica, histórica, psicológica), el Tractatus teológico político, fue traducido al español dos siglos después de ser escrito y desde entonces ha sido constantemente omitido de la enseñanza y sometido a todo género de desprecios. Los españoles no leían sus libros pero la Inquisición mantenía un cerco de espías en aquél círculo de Ámsterdam en dónde sefarditas españoles debatían y discutían las cruciales cuestiones que revolucionarían la mentalidad del mundo moderno.

La pregunta es deliberadamente hiriente por lo que tiene de confusa: ¿cómo pensar y escribir cuando los lectores lo ignoran todo del mundo en el que creen vivir?

Quiero definir a la tradición hispano católica por la más flagrante de sus carencias y por la más ridícula de sus apariencias: la incapacidad para el pensamiento crítico y el adocenado estropicio de su pensamiento devoto.

El humus que hace fermentar el fervor nacionalista, ideológico, político, religioso o estético del territorio hispano católico es la ciénaga en dónde se hunden y pudren todas las imágenes producidas por la credulidad y la desidia de nuestras sociedades.

Véase, como ligerísimo ejemplo, la supuestamente gloriosa epopeya de Bolívar y la estela heroica que su figura deja en el imaginario colectivo americano. Todos los retratos que se cuelgan en los despachos de los próceres  americanos lo ensalzan como un referente político, moral, patriótico. Pero ¿cómo jalear a un líder que en el lecho de muerte confiesa su fracaso histórico?

"La única cosa que se puede hacer en América latina es emigrar" -dijo Bolívar.

¿Quién iría detrás de semejante hombre? ¿Quién lo encumbraría a los altares del patriotismo?

"Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para pasar después a tiranuelos de todos los colores y razas".

¿Es éste uno de los padres fundadores? ¿Quién puede prestarse a glorificarlo como el caudillo de la gran causa nacional de la independencia?

La envergadura del dislate revela la raíz de nuestro carácter  y deja en evidencia las penosas carencias de nuestras violentas contradicciones: el anticlericalismo popular no es incompatible con la participación en las procesiones, el sarcasmo blasfemo no es incompatible con la adquisición de los sacramentos, la universidad contribuye a divulgar creencias y supersticiones y el nacionalismo patriótico ensalza a sus fracasados. Y todo sin arrugar el ceño.

Hay que tener presente la farsa bolivariana para comprender el confuso vínculo que une a los autores con sus lectores.

Si la cultura hispano católica ha impuesto la doctrina de la sospecha y el arte de la simulación como comportamiento institucionalmente sancionado ¿qué relación puede existir entre la obra y el lector? ¿Qué descorazonadas servidumbres se darán entre ellos? ¿Qué tercas y sutilísimas desconfianzas y qué inconmensurables e invisibles reproches serán lanzados contra el autor por la airada multitud de lectores huérfanos y ofendidos?

Si se ha impedido a la sociedad hispano católica americana leer la Biblia, creerla primero y desbrozarla después, leerla y entenderla después de someterla al implacable escrutinio; sin haberse entrenado en la destreza del discernimiento crítico ¿cómo se podrá leer El Quijote o Hamlet? ¿Con qué cabeza quiero decir, se podrá resolver el jeroglífico de inteligencia inscrito en las grandes obras de la modernidad? ¿Cómo inmiscuirse con Joyce o temblar con Dostoievsky? ¡Cómo entender a Freud!

El lector hispano católico americano no puede parecerse al lector nacido con la novela moderna: la lectura es un acto de complicidad crítica en el que uno se sumerge no con la devota credulidad de los creyentes -ni con la arisca desconfianza de los escarmentados-  sino con la certeza de compartir el conocimiento precedente.

Sin haber deshecho el hechizo religioso -que nada tiene que ver con la furia de los ateos o el fervor de los anticlericales-, sin desactivar el relato impuesto por la tradición del analfabetismo, será difícil discernir la estrategia narrativa de los escritores y el lector se sentirá incapaz de entender los grandes logros de la literatura universal y su verdadero vínculo con los enigmas de la condición humana.

El Escorial, 4 de agosto de 2008

 

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3 de septiembre de 2008
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Sátira literaria del amargo espectáculo

 

Leo la nueva novela de Juan Goytisolo (El exiliado de aquí y de allá, Galaxia Gutenberg) y anoto en los márgenes:

 

  • 1. En el simulacro del mundo global sólo un gesto es verdadero: la credulidad.
  • 2. La condición ingenua organiza la percepción contemporánea y da forma a las convicciones.
  • 3. Los ciudadanos conmovidos se sienten tan orgullosos de sus creencias como de su identidad.
  • 4. La participación en el misterio teatral de nuestro tiempo es plenitud tautológica: ser es creer lo que se cree.
  • 5. La fascinación por el espectáculo procura una incesante producción de credulidad.
  • 6. La gobernanza global maneja esta poderosa fuente de energía social como si fuera un inagotable campo petrolífero.
  • 7. Las nuevas ficciones narrativas han derrotado al escepticismo y, por lo tanto, han acabado con el conocimiento.
  • 8. La epidemia emocional de los creyentes es devastadora: nada refuta a la credulidad, todo la alimenta.
  • 9. Hubo un tiempo en que el sentido de la ética obligaba a suspender el juicio; hoy lo excita, lo jalea y lo celebra: sea cual sea el veredicto.

 

Con la elocuencia de su afilada prosa, Juan Goytisolo hace transitar al protagonista de su novela por la delgada línea que separa (y une) al Sistema del Antisistema y procede a desbrozar sin piedad la credulidad que nos confunde.

Con una ironía concebida para inspirar amargura, Juan Goytisolo zarandea el árbol de cuyas ramas sólo caen frutos podridos: la ilusión de los sentidos (en su doble aspecto de engaño y entusiasmo), la farsa de los ideales y el negocio mediático del Terror (que hace rentable el estado de pánico permanente).

Los capítulos de El exiliado de aquí y de allá emulan la naturaleza fragmentaria del relato contemporáneo y ridiculizan -con sarcasmo trágico- el síncope de la cultura: esa "pérdida brusca y repentina de conciencia" que precede a los ataques cerebrales.

Como preludio del colapso que se nos viene encima, la novela de Juan Goytisolo es la sátira literaria de lo que ya está aquí: la simbiosis creativa entre los servicios de espionaje, los grupos terroristas, el espectáculo de los medios y la credulidad de los ciudadanos.

Juan Goytisolo nos cuenta la verdad evidente tras la verdad oculta: el requeté etarroleninista, el yihadista y la brigada de espías mercenarios yacen en promiscua comandita y hacen de su cadena de atentados nuestra cadena perpetua.

Sabiendo que la emoción auspicia a la madre de todas las batallas (esta tercera guerra mundial), JG somete su propia emoción con una prosa cuyo sarcasmo es demoledor. No quiere alimentar la bulímica credulidad del hombre y renuncia a toda prédica: los ideales y las creencias son las trampas de nuestro tiempo.

La elegancia expresiva de la novela permite al autor mencionar mucho más de lo que llega a decir pero todo en ella sentencia al insólito siglo XXI: la envergadura de un engaño global cuya magnitud ha sido, hasta hace poco, inconcebible.

 

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30 de julio de 2008
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Victor Hugo vocifera en su tumba

En el proceso de construcción del espacio europeo (desde 1945) se han visto implicadas varias generaciones de políticos, intelectuales y empresarios. Son ellos los que han elaborado el inconfundible estilo retórico de las instituciones europeas: un discurso que se nutre del genio poético de las revoluciones perdidas y del talento racional de la Ilustración.

La fuerza espiritual de este legado es el principal sostén de la legitimidad europeísta y el principal nervio de su auto-defensa.

De hecho, cualquier reticencia crítica se refuta como un ataque a la idea de Europa y el rechazo a las iniciativas de la clase política europea, como un sabotaje. Un contratiempo serio que la astucia burocrática tiene el deber de resolver: el no de Francia y el no de Irlanda han sido desdeñados como si fueran la impertinencia de un socio egoísta dispuesto a fastidiar.

Raras veces se ha entendido esta negativa como una oportunidad para comprender lo que hay detrás de la apresurada impaciencia impuesta por la agenda financiera y geopolítica: la ciudadanía europea no se consolida al mismo ritmo que sus instituciones.

Distingamos lo esencial del error: en ausencia de una ciudadanía europea, las instituciones -en Bruselas y Estrasburgo- son artefactos idóneos para las iniciativas que la clase política no se atreve a colocar frente a su electorado nacional.

Las más recientes: la Directiva que pretende autorizar la semana laboral de 60 horas y la Directiva que regula la apertura de campos de reclusión para emigrantes.

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15 de julio de 2008
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Emigrantes: esta es la España que os espera

A una emigrante americana se le ocurre invitar a sus padres a pasar en España las vacaciones de verano -los afectos dolidos por la distancia, ya se sabe- y se pone a cumplimentar los requisitos exigidos por la Administración para obtener el visado de estancia temporal.

Las gestiones, obviamente, requieren hacer unas horas de cola. La eficacia administrativa que publicitan los ministerios mediante costosas campañas publicitarias, no afectan a las áreas gubernamentales encargadas de tratar a los emigrantes. Las instalaciones habilitadas a tal fin son de estética postfranquista y los funcionarios destinados a dar y recibir información, folletos o cuestionarios, son escasos y desganados.

Una vez que el emigrante llega a la ventanilla, algo que en ningún caso conseguirá si su jefe no le da permiso para abandonar en horas laborables su puesto de trabajo -único horario previsto por la Administración para controlar las obligaciones que les exige cumplir-, recibe una hoja sin membrete oficial, en la que está toscamente mecanografiado el índice de documentos que debe ir preparando.

La hoja no alude a ningún párrafo de la normativa vigente ni menciona los derechos que el solicitante debe conocer en el caso de darse algún conflicto de interpretación. El documento se titula: "Modelo texto variable con requisitos que pueden ser exigidos".

La formula es una insólita declaración.

El gobierno anuncia la ambigüedad de trato que ofrece al emigrante. No sólo omite cualquier referencia a la seguridad jurídica que debería ampararle como simple usuario de los servicios públicos, sino que ostenta la ambivalencia de los criterios utilizados para dar curso a su petición.

"Requisitos que pueden ser exigidos". ¿Por quién? ¿En qué casos? El documento no lo aclara. Tampoco el responsable de turno en la ventanilla: "ya veremos".

¿Acaso confía el Estado en la intuición del funcionario para detectar en el emigrante los rasgos que harán decisiva la necesidad, o la urgencia incluso, de un papel, una foto o un certificado?

Si a pesar de todo el solicitante sigue empeñado en invitar a sus padres, deberá presentarse más tarde en la misma ventanilla, una vez que haya conseguido obtener, en otras ventanillas semejantes y haciendo colas parecidas, los siguientes documentos: "escritura pública o título de propiedad de la vivienda, contrato de arrendamiento, certificado o nota simple del registro de la propiedad, certificado municipal acreditativo del número de personas que conviven en el mismo piso, cualquier otro documento análogo que atribuya al solicitante la disponibilidad de la vivienda".

El funcionario cansino precisa al extrañado solicitante a qué se refiere el redactor del modelo texto  variable cuando dice "cualquier otro documento", pues puede servirle cuanto recibo de agua, gas, electricidad o canales de televisión de pago pueda reunir. Lo raro, sin embargo, es el etcétera que a bolígrafo añade el funcionario. Como si no bastara la "nota simple del registro de propiedad" que se ha pedido, se deja al albur de la imaginación del emigrante la posibilidad de enseñar pruebas más fehacientes que corroboren de un modo irrefutable lo que se desea constatar.

Cuando el solicitante haya probado que está existiendo en algún lugar exacto de la geografía española, deberá demostrar el parentesco que tiene con los padres a los que quiere invitar y presentar la pertinente certificación de inscripción de nacimiento, "pública u oficial", debidamente legalizada y, por supuesto, traducida.

La obsesión por los detalles que denota el modelo texto variable deja en evidencia el adiestramiento del funcionario en la técnica de descubrir los fraudes a los que debe ser sometido por emigrantes sin escrúpulos dispuestos a engañarle una y otra vez con tal de conseguir sus propósitos.

En el modelo texto variable  se advierte, esta vez con letras mayúsculas, que "no se admiten copias escaneadas de ningún documento". Y en el apartado de "pasaporte en vigor" recuerda que la copia del mismo debe estar compulsada por la Autoridad u Organismo oficial con "sello legible". Si el sello utilizado para certificar la autenticidad del pasaporte fuera una mancha borrosa, la copia sería rechazada o devuelta a su dudoso propietario.

Una vez "aclarado" el vínculo familiar con los invitados debe certificarse que éstos existen, a su vez, en algún lugar, pues podría darse el caso que los padres aún viviendo no pudieran demostrar que lo hacen en un domicilio concreto de su país, con lo cual no podrían recibir el permiso español para visitar a su hija durante las vacaciones.

Como el funcionario redactor del modelo texto variable ha caído en la cuenta de lo proclives que son sus indolentes colegas de la ventanilla a dejarse engañar, debe imaginar nuevas exigencias para cada caso particular. Así, por ejemplo, si el emigrante desea invitar a un amigo o amiga. Como en este caso no puede existir el documento público que certifique la veracidad de la relación, el solicitante estará obligado a presentar una fotografía o soporte audiovisual que demuestre la existencia de esa supuesta amistad. También servirá, y así se afirma, una selección de la correspondencia que los amigos hayan intercambiado a lo largo de los años.

Es evidente que el modelo texto variable consagra un agravio claramente perjudicial para los padres del emigrante solicitante. Pues así como al amigo, para visitar España, le basta sentarse a escribir de vez en cuando alguna postal (pues no se detalla qué antigüedad o confianza deben reflejar las cartas para ser admitidas en ventanilla) o haberse hecho alguna foto o grabado unas escenas de compadreo, los padres, para visitar la misma España, han debido cargar durante años con los sacrificios de la paternidad y los gastos de educar a la hija que hoy, finalmente convertida en mujer, les invita a pasar con ella unos días de vacaciones.

No acaba aquí la relación de papeles que debe aportar el emigrante. Después de exigir el documento nacional de identidad, el pasaporte en vigor, la tarjeta de residencia -el original y la fotocopia-, el modelo texto variable incorpora la cláusula que puede contribuir definitivamente a dar por culminado el proceso iniciado por el emigrante el día que empezó a hacer cola en la ventanilla.

Además de los requisitos ya descritos, el solicitante debe obtener del Presidente de la Comunidad de Propietarios del inmueble que habita un certificado que especifique el número de personas que conviven en la vivienda en donde el solicitante tiene previsto alojar a sus padres.

Esta es la más innovadora medida estrenada en el modelo texto variable por la administración socialista de España.  Su redacción tiene un aspecto aparentemente inocuo pero su rudimentaria redacción revela el alcance de una nueva arquitectura jurídica y política.

Hasta ahora el vecino al que por turno le tocaba la presidencia de su comunidad se dedicaba a reclamar el pago de las cuotas, lidiar con albañiles, electricistas y fontaneros, aguantar al administrador de fincas con sus agoreras previsiones y a desear el fin de su mandato.

Ahora, sin embargo, se le invita a incorporarse a la red social encargada de vigilar al emigrante, entrar en su domicilio particular (¿de qué otro modo podrá comprobar cuántas personas lo habitan?), y ejercer la potestad de certificar esto o aquello.

En suma, el modelo texto variable convierte al Presidente de la Comunidad de Propietarios en un comisario político del Estado con el poder de conceder o denegar certificados de buena conducta. Así, de un modo tan espontáneo, mediante la requisitoria escrita en una hoja sin membrete oficial, los vecinos se incorporan a la red de movilización ciudadana impulsada por el Gobierno.

Un vigilante autorizado en cada edificio español contribuirá con su excitado celo a la arbitrariedad sancionada por el mismo Estado y a su modo perfeccionará el maltrato psicológico dado al emigrante con el único fin de hacerle desistir por humillación.

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21 de junio de 2008
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Deicidas o mentirosos

Cuando llega mi turno, y estamos entre colegas informados, digo:

""Nada puede complacer más a un lector: ver a su autor favorito transformado por esa fuerza que lo hace siempre distinto, jamás idéntico."

Debería saber si esa fuerza es una "fuerza ciega". Pero me detengo a considerar si realmente es eso lo que espera un lector de su autor favorito. Quizá existan lectores, pienso, reacios a tolerar esa fuerza de transformación y celebren sumamente complacidos la consagración de la identidad.

El encuentro con un yo ficticio consuela al "ego" que huye del tiempo real.

Quiero hablar de una fuerza ciega, la potencia del tiempo, recordando que aniquila lo que no transforma, pero el mito de nuestro tiempo es la voluntad y no hay otro modo de contar la vida que vivimos.

De Mario Vargas Llosa pueden decirse muchas cosas, como en efecto se dirán en esta jornada en Santillana del Mar, pero quiero subrayar una muy singular: su liberté d'esprit.

La enarbola como literato, como crítico, como político. Y eso lo ha hecho especialmente sensible a los cambios de nuestra época. Los percibe incluso antes de que adopten formas visibles, evidentes.

En 1971 publicó su conocido ensayo sobre la obra de Gabriel García Máquez, Historia de un deicidio. En 1990, casi veinte años después, publicó una selecta antología de breves críticas literarias, La verdad de las mentiras, en dónde describe el artefacto narrativo de la ficción como el arte de mentir. El arte de mentir con propiedad, podría decirse para omitir la responsabilidad moral del simple embustero.

La cuestión es: ¿qué ocurrió en esas dos décadas para que nuestra cultura se vea impelida a corregir la vanidosa pretensión de sus escritores? Renunciar al deicidio, a sustituir al dios creador, y conformarse a ser un orfebre de ficciones. ¿A esto nos empuja el paso del tiempo?

¿Qué vergonzantes renuncias culturales, desistimientos, agotamientos, incluso genuflexiones, han convertido al creador de mundos en un inventor de mundos?

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17 de junio de 2008
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Obama no es negro

Aunque Obama sea hijo de un hombre negro y de una mujer blanca todos los periodistas, columnistas y analistas lo consideran un negro. ¿Por qué?

¿Acaso es su aspecto el que permite asegurar que Obama es un negro? ¿Qué porcentaje sanguíneo hace falta verificar para asegurar la autenticidad de la denominación de origen? Y si prescindiéramos por un momento de unos rasgos que parecen ser definitorios -esos a los que hemos atribuido una singular categoría cultural- ¿en qué género o especie quedaría clasificado el candidato? ¿Qué sería Obama? ¿Un mulato? ¿Se dirá entonces con el mismo énfasis "un mulato podrá ser Presidente de los Estados Unidos de América"?

La terquedad de estas presunciones del lenguaje, enquistadas en nuestro torpe imaginario político, nos lleva a creer que detrás de tan inocentes descripciones se encuentran hechos de una potencia sociológica irrefutable. Por ejemplo: la distinción racial -en cualquiera de sus modalidades de prejuicio o restitución- "es una realidad que nadie pone en cuestión". Hay negros y hay blancos, como hay hispanos y, como nos recordaba Eduardo Mendoza en un magnífico artículo en El País, hay gitanos, Y así prolongamos una y otra vez los delirios de la eugenesia del siglo XIX -por no hablar de otros perturbados experimentos clasistas.

En el gobierno y en el ejército de los Estados Unidos, en las empresas y en las iglesias, en los equipos de rugby y baloncesto, en las series de televisión, los llamados negros ocupan cargos y posiciones de gran visibilidad. ¿Se dice en estos casos "un negro dirige un banco"? ¿O un negro mete el balón en la canasta? 

Lo habitual entre aquellos que desean contribuir a cancelar la enloquecida herencia del siglo XX es omitir un dato que ya empieza a ser insignificante: o sea, carente de significado.

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12 de junio de 2008
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Presentación de los libros de Sergio Ramírez y Vicente Verdú

 

En la Feria del Libro de Guadalajara de 2005, después de presentar ante un reducido público nuestro portal literario de blogs, Sergio Ramírez y yo nos sentamos a tomar un café y oímos contar al escritor cubano Eliseo Alberto la siguiente historia:

La abuela de Alberto, una muy longeva y elegante señora de la vieja Habana, fue homenajeada por sus hijos y nietos y durante la fiesta se le preguntó cuál es el mejor de los grandes inventos del siglo. La anciana había visto en desordenado aluvión de novedad el nacimiento del automóvil, el teléfono, la radio, el frigorífico, el ascensor, la televisión, y toda la plétora de artefactos que han tecnificado el paisaje urbano, aliviado la vida doméstica, y organizado la relación social. ¿Cuál de todos ellos fue para ti el decisivo? La señora respondió diciendo que el mejor de todos los inventos y el que recordaba con más sincero agradecimiento era sin lugar a dudas el insecticida. Y añadió: "ustedes no saben qué significa vivir acosada por insectos".

La anécdota de Eliseo Alberto nos invita a imaginar cuál podría ser la respuesta que una anciana a finales del siglo XXI daría a la misma pregunta. La jovencita que hoy contempla con despreocupada curiosidad los artefactos que cambian la vida de los hombres -el iPod, el Iphone, la Red, la nanotecnología y sus aplicaciones-, y los usa con la indolente y desagradecida coquetería del usuario, ¿con qué respuesta sorprenderá a sus nietos?

El blog de Vicente Verdú y el de Sergio Ramírez que hoy publicamos en el catálogo de la editorial Alfaguara, después de haberlos colgado en El Boomeran(g), son una excelente colección de fragmentos literarios y ensayísticos pero al mismo tiempo son un ejercicio de sagacidad: los autores quieren conocer hoy la respuesta y ahorrarse el esfuerzo que supondría esperar el cumpleaños de la futura anciana.

De hecho, la impaciencia es uno de los signos de nuestro tiempo, quizá el que mejor caracteriza el estado de ánimo de la cultura. Entre perder el tiempo y perder la paciencia hemos preferido vivir en un estado de agitación intelectual permanentemente angustiado por la urgencia con que nos parece necesario saberlo todo antes de que sea demasiado tarde. Si lo que está cambiando nuestras vidas es algo parecido a un insecticida es necesario saberlo ahora, pues de ninguna manera podemos esperar que sea una anciana al final del siglo XXI la que nos revele tan sustancial como decisivo descubrimiento.

Entre otras muchas cosas, los libros de Sergio Ramírez y de Vicente Verdú, Passé compossé y Cuando todos hablamos, nos ofrecen la cauta y atrevida, feroz y gentil, modesta y ambiciosa mirada sobre sí mismos y el movimiento que hoy les arrastra hacia quién sabe dónde.

"El blog -dice Vicente Verdú- es promiscuo o híbrido por naturaleza. No habla de esto ni de aquello, no lo hace obedeciendo a un género u otro, sino que, como la vida misma, de cualquier cosa y de todas ellas, discurre en desorden, azarosamente, sin proyecto ni fin".

"En el espacio cibernético -dice Sergio Ramírez- en el que todos somos de alguna manera náufragos... el que escribe puede ser corregido en sus juicios, se le pueden enmendar sus opiniones o refutar a quienes le refutan."

De algún modo, los dos comparten la certeza de haberse metido en un berenjenal y eso nos da una idea adecuada del valor de Ramírez y Verdú. Los dos aceptaron la invitación de El Boomeran(g) a sostener un blog diariamente renovado y constantemente expuesto a las inclemencias de un tiempo no siempre apacible. La aparición de Ramírez y Verdú en la blogosfera confirma lo que ya sabíamos: la fértil actitud de los dos escritores con los usos, modos y costumbres de nuestra época y la disposición de ánimo a afrontar el riesgo de estar vivos.

Nos conviene subrayar el valor con que Verdú y Ramírez han aceptado incorporarse a la desconcertante mutación de nuestro tiempo pues nos ayuda a comprender la metamorfosis de la cultura. Si Dios ha muerto, si la novela ha muerto y el autor mismo no se encuentra muy bien, ningún otro lugar como Internet nos ayudará a saber si estamos vivos o muertos.

Uno de los fenómenos más sorprendentes y significativos de la blogosfera ha sido la insurgencia del lector, la insurrección del público. Los ciudadanos recluidos por las presunciones aristocráticas de la cultura y obligados a ser un público dócil y expectante, se han transformado en ciudadanos publicados y como si de una venganza se tratara, la inmensa mayoría de ellos gozan el placer de publicarse a sí mismos sin renunciar al descarado privilegio del anonimato. Es esta portentosa excepción jurídica la que cancela su tradicional mutismo y les permite ensayar una inédita ostentación de poder personal. La desvergüenza, la hostilidad, el desparpajo, la falta de respeto y la insolencia de unos individuos recocijados en su nueva e inesperada existencia global, irrefutable e impune, ha modificado la complaciente organización de la cultura.

Hasta hace poco, y por hablar de algo que nos resulta tan familiar, la jerarquía profesional de un periódico administraba el encuentro entre los periodistas y sus lectores. El aprendizaje del oficio respondía a las leyes corporativas vigentes en cualquier otra profesión y era el editor el que decidía el modo y el momento en que un periodista se incorporaba a los diferentes espacios de notoriedad. La visibilidad de un trabajo dependía de la consideración previa que le concedía el redactor jefe o el director de la publicación. Así ha sido desde la invención de la prensa. Hoy en día, sin embargo, cualquier joven o reciente periodista puede convertir su blog, en el mas leído de un periódico digital sin que para ello haya  intervenido la mediación jerárquica: el encuentro con el lector, la respuesta auto evidente que dan los usuarios, se convierte en el más rotundo indicio de interés y no hace falta atravesar las farragosas complacencias de los jefes para, como suele decirse, ser alguien.

Pero el favor del público -ese público fatal y festivamente publicado: imprevisible e insolente- es mutable y puede cambiar en cualquier momento su preferencia y lo que un día fue entusiasta unanimidad puede ser al día siguiente abandono masivo.

No hace falta conquistar el favor de una jerarquía obsoleta para ser alguien en la Red, pero cuando esta te abandona vas a quedarte, como suele decirse, sin red. Ningún lazo de solidaridad gremial podrá ampararte ni protegerte.

¿Quién está dispuesto a vivir a la intemperie, libre de la intermediación cultural del escalafón, a salvo de sus tiranías, pero huérfano también de los complacientes consuelos que hasta ahora nos ha prestado?

Quizá necesitamos algo más de tiempo, un recorrido más amplio como internautas, para constatar las consecuencias que tendrá la Red en la existencia del autor. Será conveniente tomar nota de cuanta alteración se vaya produciendo, escribir la crónica de nacimientos y defunciones, ver cómo influye en su celebración y extinción el deseo de esa masa anónima y cruel que se desplaza como un animalote, apartando con su cola todo lo que le estorba.

Nunca dejará de sorprendernos lo que con un poco de atención se puede ir encontrando en el diccionario. Se suele hablar de la vanidad de los autores ignorando a menudo lo que en verdad se puede llegar a decir con ello. Normalmente nos limitamos a atribuir a esta expresión el significado de arrogancia y presunción. Pero como cualidad de lo vano, la vanidad también nos habla de la caducidad implícita en lo insubsistente, en lo infructuoso. ¿Y no será la condición efímera -fugaz y perecedera- que impone la Red precisamente lo que más nos aterra: la inestable existencia que sólo tenemos cuando los demás nos prestan el favor de su mirada?

Vicente Verdú y Sergio Ramírez, quizá los menos vanidosos de los autores que uno puede tratar, han sido precisamente los que se han atrevido a confrontarse con su blog a lo real contemporáneo y a aceptar un inquietante desafío: renovar en la Red su personalidad, su influencia: es decir, su existencia.

Casa de América, Madrid, 29 mayo 2008

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30 de mayo de 2008
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