Basilio Baltasar
En el proceso de construcción del espacio europeo (desde 1945) se han visto implicadas varias generaciones de políticos, intelectuales y empresarios. Son ellos los que han elaborado el inconfundible estilo retórico de las instituciones europeas: un discurso que se nutre del genio poético de las revoluciones perdidas y del talento racional de la Ilustración.
La fuerza espiritual de este legado es el principal sostén de la legitimidad europeísta y el principal nervio de su auto-defensa.
De hecho, cualquier reticencia crítica se refuta como un ataque a la idea de Europa y el rechazo a las iniciativas de la clase política europea, como un sabotaje. Un contratiempo serio que la astucia burocrática tiene el deber de resolver: el no de Francia y el no de Irlanda han sido desdeñados como si fueran la impertinencia de un socio egoísta dispuesto a fastidiar.
Raras veces se ha entendido esta negativa como una oportunidad para comprender lo que hay detrás de la apresurada impaciencia impuesta por la agenda financiera y geopolítica: la ciudadanía europea no se consolida al mismo ritmo que sus instituciones.
Distingamos lo esencial del error: en ausencia de una ciudadanía europea, las instituciones -en Bruselas y Estrasburgo- son artefactos idóneos para las iniciativas que la clase política no se atreve a colocar frente a su electorado nacional.
Las más recientes: la Directiva que pretende autorizar la semana laboral de 60 horas y la Directiva que regula la apertura de campos de reclusión para emigrantes.