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Lamento de la oportunidad perdida

Por 3 de septiembre de 2008 Sin comentarios

Basilio Baltasar

A principios del mes de agosto dieron comienzo en El Escorial las jornadas que Jorge Volpi y Ana Pellicer han dedicado a la literatura hispanoamericana con el título "Pensar y escribir en América Latina". Compartí con el intelectual y escritor mexicano Carlos Monsivais la jornada de inauguración y un estimulante diálogo. En otras sesiones intervinieron Edmundo Paz Soldán, Andrés Neuman, Fernando Iwasaki, José María Ridao, Iván Thays y, entre otros, Jorge Volpi.

Este fue el texto que leí a los asistentes.

   "Hace diecisiete años se presentó en Ciudad de México una obra de teatro que probablemente no ha sido repuesta desde el fulgurante día de su estreno. Aquella noche en el escenario del Teatro Nacional el público invitado contempló con entusiasmo una de las más increíbles representaciones montadas frente a los palcos y butacas del vetusto y glorioso edificio. Los actores temblaban de ansiedad, el director temblaba de miedo y el público, de emoción. Un murmullo místico recorría los tablones de esa gran caja de resonancia y todos contribuían con su inquietud a fomentar el portento de la anunciada resurrección.

Aunque en realidad no podía decirse que fuera, en sentido estricto, un auténtico estreno teatral, la reposición adquiría una categoría insólita pues la obra de teatro regresaba por primera vez al escenario 500 años después.

La obra fue escrita por los franciscanos en los primeros años de la Conquista y por lo que sabemos se convirtió en poco tiempo en el más eficaz instrumento de evangelización que pudieron haber ideado aquellos pioneros. Los indígenas asistían asombrados a las representaciones ambulantes que recorrían el golfo de México y contemplaban con indiscernibles sentimientos las piruetas y los vehementes discursos de los predicadores convertidos en personajes de un drama formidable.

Tampoco entonces podría haberse dicho que la obra fuera un verdadero estreno pues los franciscanos llevaban a escena una historia escrita muchos siglos antes. Consternados por la liturgia caníbal de los dioses aztecas y el impetuoso sacrificio de las víctimas propiciatorias, los franciscanos comprendieron la inesperada utilidad de un descuidado capítulo bíblico.

La historia de Abraham e Isaac les servía para divulgar la piedad de los nuevos dioses y transmitir a la sociedad indígena los rasgos de la cultura recién llegada: al supremo creador del universo, el padre del cosmos, no le complacen los sacrificios humanos.

Los franciscanos anunciaron la buena nueva a los aztecas: los sacrificios humanos fueron abolidos mucho tiempo atrás, el día en que Abraham levantó por última vez el cuchillo sobre el tierno cuello de su hijo Isaac.

Como los franciscanos evangelizaban en el México recién descubierto sin la ayuda del ángel del Señor -el que un par de milenios antes sujetó el brazo de Abraham- sacaron al género teatral todo su provecho. Adaptaron la vieja historia bíblica a los usos y costumbres del Nuevo Mundo y dieron a sus viejos protagonistas un renovado ímpetu. Nada contribuiría a desautorizar más fulminantemente a los sacerdotes del culto antropófago que la prueba evidente de la voluntad del Dios pacificador.

En el Teatro Nacional de Ciudad de México, en 1991, los espectadores ofrecían su colaboración al director de la obra y con su ansiedad y curiosidad encarnaban la expectación de sus lejanos antepasados. Aquél día parecía inevitable sentirse como los antiguos fieles de la ancestral religión antropófaga pero pocos se detuvieron a meditar el verdadero sentido del estreno.

Con la obra franciscana se representaba el parto de un doloroso nacimiento: en el corazón de los pueblos indígenas iba a nacer una poderosa e inédita fuerza histórica: la culpa del pecado original. Al rescatar los capítulos del Génesis y montar con ellos una obra de teatro, los franciscanos metían en el relato mesopotámico de la Creación a los salvajes americanos recién descubiertos. Levantaban entre ellos las extrañas figuras del imaginario oriental, los integraban en una peculiar modalidad histórica -en una nueva medida del tiempo- y precipitaban su inmersión en la insurgente mentalidad dominante.

Este era el verdadero estreno que anunciaba la obra de teatro: ante los ojos asombrados de los aztecas nacía la conciencia de un pecado perturbador y brotaba un sentimiento de culpa inimaginable.

Los indígenas "descubrían" que la tradicional y sancionada participación en los misterios religiosos de su tiempo -el ágape de la carne y la sangre- era una abominable y pecaminosa violación de "los mandatos de Dios".

El público que asiste al estreno de la obra en el México de 1991 contribuye a la veracidad del espectáculo: como la obra se representa en el idioma original en el que fue escrita, el nahuatl, los espectadores deben aplaudir sin entender nada de lo que se esta diciendo en el escenario.

No podemos comparar la culpa por devorar cadáveres de hombres sacrificados con la culpa por no entender el idioma del viejo imperio azteca, pero como contribución a la dramaturgia del estreno no estaba nada mal: en lugar de limitarse a gozar el espectáculo, el invitado asistía con avergonzada impaciencia al inacabable y realmente misterioso auto sacramental.

Los aplausos al finalizar la obra reconocían el mérito de una doble escenificación: una obra prohibida por la Inquisición y una lengua prohibida por la Inquisición (los dominicos supremacistas sustituyeron a los franciscanos multiculturales); los aplausos, digo, fueron ruidosos y entusiastas y el público puesto en pie quiso recompensar la destreza de unos actores que habían aprendido a pronunciar con soltura y brío dramático en una lengua endiabladamente complicada las vehementes intervenciones del viejo Abraham, el joven Isaac y el longevo Jehová.

Mientras me disponía a abandonar el teatro, comprendí el vínculo histórico revelado en aquella inolvidable velada: los franciscanos misioneros en México en el siglo XVI habían reproducido la misma estrategia narrativa de los redactores del Génesis.

Ni a los franciscanos españoles se les aparecía el ángel de musculatura poderosa ni a los escritores bíblicos el iracundo y sólo a veces piadoso Yahvé. Toda la creencia universal se funda en este equívoco: el simulacro religioso es un artificio literario.

La Biblia entera es el esfuerzo descomunal llevado a cabo para imponer la regulación jurídica y psicológica del comportamiento civilizado. A veces usando la superstición, otras, la excitación del instinto culpable, a veces la fantasía visionaria o el alarde de la imaginación. Cualquier género o recurso literario -poético o profético- servía al mismo fin: perfeccionar el relato concebido para seducir, y sosegar, a los hombres.

Los franciscanos hablaron a los caníbales aztecas como los escritores de la Biblia a los antropógafos de Mesopotamia: construyendo una autoridad cuyo aspecto mereciera credibilidad -o miedo.

Ahora bien, sometidos los instintos asesinos del hombre, o encauzados sus impulsos criminales, ¿como sustraerse a la fascinación religiosa tan hábilmente urdida por los escritores de la Biblia? ¿Cómo deshacer el hechizo de tan soberbia narración? ¿Cómo deconstruir la figura divina inventada para someter a los hombres salvajes? ¿Cómo extirpar su influencia tenaz e inesperadamente arraigada en la mente de los hombres?

Digamos que los hombres razonables inventaron un dios didáctico al que no supieron destronar.

La obra de los franciscanos representada en Ciudad de México -en el 1500 y en 1991- nos permite admirar el gran juego de la literatura y buscar respuesta a la pregunta formulada en estas jornadas: ¿para quién se piensa y escribe en nuestros países?

Un esfuerzo de síntesis nos hace falta para centrar el paradigma hispanoamericano al que debemos enfrentarnos: la Ilustración y la Modernidad restauran el legado clásico pre-cristiano, perfecciona el pensamiento crítico, deshacen el hechizo religioso, impugnan la autoridad inventada y estrenan un capítulo decisivo de la Historia: aquél en que el hombre se presta, como nos dijo Kant, a pensar por cuenta propia.

Todos los géneros literarios contemporáneos, todos los modos del ser escritor, se fundan en el discernimiento de la revolución ilustrada. Cervantes, Montaigne, Shakespeare, Spinoza…

Es preciso hacer un notable esfuerzo para renovar la cuestión que se ha querido presentar como caduca:

1. ¿Cómo pensar y escribir en una sociedad, la hispanoamericana, en la que ha fracasado la Ilustración y la Modernidad?

2. ¿Cómo concebir la escritura en un mundo que, después de perder la oportunidad ilustrada, se desliza sonámbulo por la confusa posmodernidad?

Hay que entender la relación de nuestro mundo hispano católico con la Biblia para ponderar el desafío al que debe hacer frente el escritor: por un lado la militancia católica que sin haber leído la Biblia defiende a capa y espada la sacralidad del libro divino; por otro lado, la militancia izquierdista que sin haber leído la Biblia la repudia como el tótem sacramental de la casta enemiga.

En estas condiciones, al carecer nuestras sociedades de los episodios esenciales a la evolución intelectual de los tiempos modernos, ¿cómo se puede pensar y escribir?

La fundamental obra de Spinoza, la maestría de su crítica bíblica (filológica, histórica, psicológica), el Tractatus teológico político, fue traducido al español dos siglos después de ser escrito y desde entonces ha sido constantemente omitido de la enseñanza y sometido a todo género de desprecios. Los españoles no leían sus libros pero la Inquisición mantenía un cerco de espías en aquél círculo de Ámsterdam en dónde sefarditas españoles debatían y discutían las cruciales cuestiones que revolucionarían la mentalidad del mundo moderno.

La pregunta es deliberadamente hiriente por lo que tiene de confusa: ¿cómo pensar y escribir cuando los lectores lo ignoran todo del mundo en el que creen vivir?

Quiero definir a la tradición hispano católica por la más flagrante de sus carencias y por la más ridícula de sus apariencias: la incapacidad para el pensamiento crítico y el adocenado estropicio de su pensamiento devoto.

El humus que hace fermentar el fervor nacionalista, ideológico, político, religioso o estético del territorio hispano católico es la ciénaga en dónde se hunden y pudren todas las imágenes producidas por la credulidad y la desidia de nuestras sociedades.

Véase, como ligerísimo ejemplo, la supuestamente gloriosa epopeya de Bolívar y la estela heroica que su figura deja en el imaginario colectivo americano. Todos los retratos que se cuelgan en los despachos de los próceres  americanos lo ensalzan como un referente político, moral, patriótico. Pero ¿cómo jalear a un líder que en el lecho de muerte confiesa su fracaso histórico?

"La única cosa que se puede hacer en América latina es emigrar" -dijo Bolívar.

¿Quién iría detrás de semejante hombre? ¿Quién lo encumbraría a los altares del patriotismo?

"Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para pasar después a tiranuelos de todos los colores y razas".

¿Es éste uno de los padres fundadores? ¿Quién puede prestarse a glorificarlo como el caudillo de la gran causa nacional de la independencia?

La envergadura del dislate revela la raíz de nuestro carácter  y deja en evidencia las penosas carencias de nuestras violentas contradicciones: el anticlericalismo popular no es incompatible con la participación en las procesiones, el sarcasmo blasfemo no es incompatible con la adquisición de los sacramentos, la universidad contribuye a divulgar creencias y supersticiones y el nacionalismo patriótico ensalza a sus fracasados. Y todo sin arrugar el ceño.

Hay que tener presente la farsa bolivariana para comprender el confuso vínculo que une a los autores con sus lectores.

Si la cultura hispano católica ha impuesto la doctrina de la sospecha y el arte de la simulación como comportamiento institucionalmente sancionado ¿qué relación puede existir entre la obra y el lector? ¿Qué descorazonadas servidumbres se darán entre ellos? ¿Qué tercas y sutilísimas desconfianzas y qué inconmensurables e invisibles reproches serán lanzados contra el autor por la airada multitud de lectores huérfanos y ofendidos?

Si se ha impedido a la sociedad hispano católica americana leer la Biblia, creerla primero y desbrozarla después, leerla y entenderla después de someterla al implacable escrutinio; sin haberse entrenado en la destreza del discernimiento crítico ¿cómo se podrá leer El Quijote o Hamlet? ¿Con qué cabeza quiero decir, se podrá resolver el jeroglífico de inteligencia inscrito en las grandes obras de la modernidad? ¿Cómo inmiscuirse con Joyce o temblar con Dostoievsky? ¡Cómo entender a Freud!

El lector hispano católico americano no puede parecerse al lector nacido con la novela moderna: la lectura es un acto de complicidad crítica en el que uno se sumerge no con la devota credulidad de los creyentes -ni con la arisca desconfianza de los escarmentados-  sino con la certeza de compartir el conocimiento precedente.

Sin haber deshecho el hechizo religioso -que nada tiene que ver con la furia de los ateos o el fervor de los anticlericales-, sin desactivar el relato impuesto por la tradición del analfabetismo, será difícil discernir la estrategia narrativa de los escritores y el lector se sentirá incapaz de entender los grandes logros de la literatura universal y su verdadero vínculo con los enigmas de la condición humana.

El Escorial, 4 de agosto de 2008

 

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Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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