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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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La España de hoy

 

A principios de los años ochenta, cuando el gobierno de UCD afrontaba los mil conflictos de la Transición, yo era uno de los jóvenes periodistas que recorrían España tomando nota de lo que pasaba. La tarea me obligaba a ser cliente habitual de la compañía que por entonces monopolizaba las líneas aéreas del país. Recuerdo que en cierta ocasión se convocó una huelga de controladores y, acto seguido, otra de pilotos. El forcejeo de los sindicatos con las autoridades del ramo era intenso y daba pie a situaciones rocambolescas. Los pasajeros acudían al aeropuerto con los peores presagios y cuando se encontraban retenidos en tierra sin previo aviso montaban en cólera. Recuerdo haber asistido a verdaderas batallas campales entre los clientes y una consternada Guardia Civil. Eran los directivos de maletín y corbata los que perdían la compostura con más facilidad y no era raro ver cómo se liaban a bofetadas con el personal de (lo que hoy llamamos) AENA. La irritación del pasaje estallaba cuando el servicio no se cumplía y entre gritos, pitadas, sentadas y zarandeos podíamos pasar jornadas de gran agitación. Las escenas no siempre eran agradables: gente vociferante dispuesta a dar empujones, aullidos histéricos y manifiestos abusos de poder. Pero entonces el usuario era enormemente susceptible con sus derechos y no consentía fácilmente verlos pisoteados. La mayoría esperaba recibir el servicio que había pagado y no concebía que las cosas pudieran ser de otro modo. Pensaba en todo ello la semana pasada, cuando una huelga no declarada de controladores aéreos canceló nuestro vuelo durante varias horas. Los pasajeros, que hacían cola ante el portal de embarque, se mantuvieron impertérritos mirando el asiento vacío de la azafata desaparecida. En la pantalla no se anunciaba la cancelación, ni el retraso ni, por supuesto, las causas de lo que, por otro lado, no se declaraba. Los pasajeros permanecían en silencio pues no deseaban conversar con los desconocidos que compartían la tediosa espera. Ninguno levantó la voz, ni agitó los brazos con fastidio, ni tan siquiera increpó a los empleados que deambulaban sin nada que hacer. Todos pensaban que los responsables de informar no sabían nada y que cualquier exigencia sería inútil. El adocenamiento del pasaje fue un espectáculo de mansedumbre impresionante. Ni siquiera abandonaron su sitio en la cola, aún teniendo todos ellos su billete con el asiento numerado.

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20 de julio de 2010
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Sepelio de Monsiváis

 

Cuando la muerte de un escritor se lamenta como si fuera un acontecimiento nacional se comprende el poder, el carisma y la influencia de su figura. Al extinguirse, al desaparecer, el hombre se revela. He aquí una expresión inesperada del mito cristiano de la resurrección. ¿Acaso no nos parece más vivo Monsiváis ahora que cuando estaba vivo? ¿No se ha revelado más intenso y elocuente el conjunto de su obra?

Los biógrafos de Monsiváis han rastreado la transformación del que en vida, mientras iba siendo escritor, periodista, cronista, crítico, se pronunciaba ya como un taumaturgo elegido para increpar a México.

Lo dijo José Emilio Pacheco: Monsiváis ha sido valiente, lúcido, implacable.

En estas tres posturas del alma reconozco yo una potencia que en Carlos se destilaba como ironía, como inteligencia en su más activa penetración.

En su día me complació descubrir la complicidad que podía cultivar con Monsiváis: nuestra común desafección por la tauromaquia. Ver en la fiesta nacional el horror que es la fiesta nacional y contemplar, no sin humor, el hechizo en el que viven sus partidarios, resalta la importancia de las afinidades elegidas, las adquiridas mediante el deliberado uso de la preferencia. Prefiero esto y no aquello -sea cual sea la tendencia dominante, el gusto compartido, la opinión unánimemente aplaudida.

Dijo Monsiváis de Alfonso Reyes que fue alguien que creyó en el conocimiento. Y pienso que lo mismo puede decirse de Monsiváis: ¿no es ésta acaso la más radical y menos complaciente de las creencias, la menos ingenua, la más exigente, la agotadora e incansable búsqueda que distingue a los hombres incrédulos?

Su prolífica producción ensayística, su ejercicio del periodismo mordaz, la crónica incesante de un presente que sin él no habría existido, testifican esta pasión por el conocimiento y, al mismo tiempo, la ligereza de espíritu que distingue a los ironistas. Pues lo demasiado pesado los aplastaría.

Siendo nosotros tan españoles, tan canónicos en las formas del cabreo nacional, en la majestuosidad de nuestras pretensiones, en nuestro sacramental engolamiento, debe resultarnos forzosamente extraño el espíritu jovial, malicioso del ironista que fue Monsiváis.

La sátira sin embargo es otra cosa: es una suspensión temporal de la ironía. La sátira es la más liviana de las violencias que uno puede consentirse. La más benévola de las indignaciones. La impostura cultural podría escandalizarnos pero todo queda en ese ejercicio de punzante sarcasmo. ¿Acaso no es lo peor que se nos puede reprochar?

Su obra, afortunadamente editada, evocará la huella de un hombre forjado por el humor, la inteligencia, la tenacidad, la conmoción por la condición humana, la simpatía por la condición animal y el esmero por la lengua que hace irrefutable al pensamiento.

 

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15 de julio de 2010
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Las últimas ficciones del mundo

Las primeras críticas a Autobiografía sin vida reflejan una preocupación que a mi juicio es superflua. Obviamente, y no sabes hasta qué punto, el libro se escabulle más allá de géneros y estilos, pero no debes creer que el portazo sea un asunto literario. La destreza narrativa de Félix de Azúa consolida el logro estético de su singular autobiografía, pero si nos detenemos a examinar las cuestiones formales perderemos de vista la conmovedora y brutal saciedad del autor.

Leyendo Autobiografía sin vida uno debe sucumbir a la taumaturgia del hombre que nos habla con severidad y concisión. Haber encontrado en unos selectos episodios de la Historia del Arte la huella del sí mismo, lo hace similar al Adán en cuyas entrañas podían verse las marcas del mundo. Reconocer en las pinturas rupestres del Paleolítico las temblorosas intuiciones de nuestra infancia, descubrir en la guillotina revolucionaria nuestro verbo adolescente, o en los decadentes episodios del posmodernismo la huella de una mente abocada a proclamar su angustia, dibuja una asombrosa simetría: como si cada uno de nosotros fuera la ocasión en la que todo sucede de nuevo.

Dado que el autor maneja una estrategia narrativa de autoocultamiento sería absurdo que yo intentara adivinar las claves de una biografía a cuya extinción se aplica con tanta diligencia.

Lo que importa del libro de Azúa es el empeño puesto no tanto en decir como en mostrar la inminencia de una revelación nada complaciente. Sus lúcidas decepciones, sangrante recusación de nuestra bobalicona esperanza, se ofrecen a un lector prisionero de ficciones cuyo origen se remonta al instante mismo de la Creación. La reflexión que sigue el rastro de este legendario equívoco cultural es afilada y podría decirse que Azúa filosofa con un cuchillo. En lugar de golpear, penetra, cercena. Su autobiografía, y a eso debemos prestar atención, es una violenta meditación sobre la ilusión que nos domina: ese yo mendicante que va por la vida recibiendo limosnas de emancipación.

Es tan elegante el hartazgo que da forma al libro que bien podríamos caer en la tentación artística de considerarlo una obra esmaltada y pulida para deleitarnos. Quien así lo crea pasará por alto el reproche metafísico que su autor espeta en el borde del abismo. ¿Tanto costará entender la magnitud de este acontecimiento?

La ironía trágica del autor, con la aguzada determinación de su prosa, gobierna hasta la más huidiza de las emociones. El hercúleo esfuerzo puesto por Azúa en impedir que salgan a la luz es algo que siempre debe agradecerse, aunque en este caso se haya consentido un desliz revelador. Creo recordar que solo en dos ocasiones aflora la ternura y en las dos afecta a esos seres que habitan en nuestra misma existencia, pero encadenados al calabozo de la condición animal.

Si alguno quiere gozar con la admiración de Azúa por la poesía, con su juicio a la astenia de las artes, con su ácido maltrato al género novelesco, con su cínico descrédito de las doctrinas, con su profético aviso sobre los demonios que ya pululan en libertad, encontrará motivos de sobra en estas páginas.

Pero lo esencial del libro es el autor que al comprender la naturaleza del mundo se dispone a borrar las huellas que ha dejado en él.

La muerte de Dios y la muerte del Arte en fúnebre procesión hacia la gran sepultura a la que el autor quiere tirarse de cabeza confesando con una sonrisa que a nada más debe aspirar un hombre honrado.

Que la revelación de la verdad no sea fruto de la desesperación concede a este libro una categoría muy similar a la que alcanzaron algunos gnósticos cuando descubrieron en la historia del mundo el escenario de una matanza de la que no podemos escapar.

Decía William James que el cerebro la transmite pero que la conciencia se origina en otra parte. No le parecía convincente, como a algunos neurobiólogos de hoy, que un amasijo de sesos pueda producir esa inconcebible función del entendimiento que nos permite pensar y saber al mismo tiempo como lo estamos haciendo.

El libro de Azúa pertenece a estos perturbadores interrogantes. ¿Qué significa todo esto? El autor se lo pregunta cuando, en cierta ocasión, acompañado por su perro, contempla la penumbra que invade lentamente el paisaje al anochecer.

Perdido en el constante flujo de las generaciones que se suceden en perpetuo saludo de cortesía, consciente del penoso esfuerzo puesto en atrapar la evanescente entidad del sentido, Azúa ha sabido liquidar la ficción memorialística y reducir la vida a esos tres o cuatro destellos en los que solo por un instante nos ha sido dado atisbar un no se sabe qué.

Autobiografía sin vida preludia la certeza que galopa hacia nuestros ojos incrédulos y es, al mismo tiempo, la más extraña aparición imaginable en una época que no sabe a dónde va. La visión trágica, irónica y compasiva de Azúa desdice las ficciones del mundo con tal radical nihilismo que no será raro el lector reconciliado con la devastación oculta en su propio espíritu.

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17 de junio de 2010
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Augurio del tiempo presente

 

La bronca del Partido Popular en el Senado y las dubitativas rectificaciones del Gobierno -y cito tan sólo los más recientes de nuestros disparates- contribuyen a consolidar el tradicional prejuicio popular contra la clase política española. La sensación de estar siendo gobernados por una corporación que no está a la altura de las circunstancias consolida el asombro de una ciudadanía consternada. La presunción de los políticos -ajenos al bochorno que inspira su comportamiento- sostiene la apariencia institucional y da visos de normalidad a su extravagancia. Pero su impertinencia es una corrosiva influencia sobre el más débil de los soportes: la confianza social en el sistema.

Los que ojean el paisaje político creerán que las convulsiones refuerzan las estrategias electorales y que no está de más agitar las emociones que nos arrastran hacia el sufragio. De este modo, desdeñan la importancia del furioso escepticismo que modula la conciencia colectiva de nuestro país. Tres décadas de retórica institucional para movilizar la participación responsable de la ciudadanía ante las urnas pueden ser liquidadas en uno de los momentos más convulsos de nuestra historia reciente. Algo que a los dirigentes no parece importarles demasiado. ¿Reflejarán sus informes el irreparable descrédito que fermenta en el imaginario público?

La numerosa clase política española (en el gobierno, en la oposición, en el parlamento, en el senado, en los parlamentos autonómicos, en las diputaciones, en los ayuntamientos...) debería anticiparse a los impulsos de renovación y encauzar la imaginación heroica que en encrucijadas históricas como la actual debe brotar con gran fuerza. Pero el aparato del partido, el aparto de cada partido, está en manos de un único dirigente y es a él a quién se debe ese espeluznante silencio de tan malos augurios.

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27 de mayo de 2010
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Arránca (te) el ojo que te escandaliza

 

 

Cuidado con tu amigo optimista. A veces se le confunde con un ciego y a su lado parecerás un lazarillo. Le asombra cualquier cosa. Dile lo mal que va el mundo y se encogerá de hombros: ¿tú crees que esto es una mierda? Y tiene razón. Salvo que estés en el suelo a punto de ser aplastado por un camión oruga...

¿Por qué tu amigo no ve lo que nos escandaliza?

Sin la deslumbrante mímica de las expresiones faciales, ¿cómo entenderá un ciego las palabras del mundo? ¿Cómo percibe la contradicción entre lo que decimos con la lengua y negamos con las manos? ¿Sonará en la voz la música que nos desmiente?

 Al optimista, una especie de ciego feliz, inclinado a esperar sin enojo tiempos mejores, le ha sido negado sufrir el engaño. Padece sus consecuencias pero respira siempre con alivio. Nada le ofende. Su sentido del humor le salva de esa ominosa presencia. Los malvados no pueden fastidiarle el día.

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19 de mayo de 2010
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Aprender a silbar

 

Sea cual sea el culpable oculto detrás de la crisis económica, sea cual sea el exceso que ahora vamos a pagar, lo cierto es que debemos ir apretándonos el cinturón. Y cumplir la máxima de nuestros abuelos: no gastarás más de lo que ganas.

¿Sabremos hacerlo?

Al parecer hay una modestísima confianza en los beneficios de las medidas restrictivas anunciadas (ya sabes: recortar las pensiones, etc.) Pero nadie se atreve a explicar cómo volverá a crecer la economía basada en el consumo general masivo.

Si ahorramos, si reducimos la cuenta del gasto corriente de las familias exiguas, ¿de qué vivirá el mercado?

Si nadie compra más de lo que puede (pagar), si el ciudadano se limita a resolver sus necesidades inapelables ¿cómo se sostendrá la sociedad de consumo?

Regresar a la economía de subsistencia -ese paisaje de posguerra- y aprender a gozar de los sencillos placeres de la vida -pasearse con las manos en los bolsillos- no será una solución urgente, sino la resignación inteligente.

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18 de mayo de 2010
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Crítica de la razón judicial

 

No comprendo muy bien la coletilla que usan los políticos para comentar las decisiones judiciales. "Con todo respeto" dicen. Como si la crítica al juez de turno fuera una ofensa inadmisible. La fórmula se ha hecho popular y no hay secretario de organización que no haga tres o cuatro genuflexiones verbales antes de evitar su evanescente respuesta. ¿A qué viene tanta veneración? Se ha ido imponiendo la costumbre de acatar las decisiones judiciales, como si lo contrario no fuera posible. Las apelaciones a instancias superiores forman parte del proceso y suponen un claro desacuerdo con la sentencia. ¿Por qué no declarar esta desavenencia? Si criticamos al poder gubernativo (¡y de qué manera!) y al parlamentario (no te digo), ¿qué nos impide desbrozar la razón judicial? La cultura política española, tan salvaje en ciertos aspectos, está viciada por unos miramientos incomprensibles.

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17 de mayo de 2010
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El hechizo español

 

El encarnizamiento concitado por Garzón nos ayuda a comprender el hechizo en el que hemos estado viviendo. Que una querella de Falange Española sea admitida a trámite por el magistrado que fundó Jueces para la Democracia debe ser un motivo de sorpresa entre los más crédulos entusiastas de nuestra joven democracia. ¿Cómo se produjo una alianza tan desconcertante?

La persecución desenvuelta por el poder judicial con desparpajo, ejecutada sin temor a la reprobación pública, exenta del pudor que nos impone la cultura democrática, sorda a la escandalizada protesta de la inteligencia europea, llevada a cabo como si de una venganza se tratara... ¿de dónde procede?

Los que anhelan la rápida inhabilitación del juez Garzón consideran inaceptable que se haya atrevido a cometer una transgresión sacrílega: desenterrar a los fusilados de la Guerra Civil. Que una tarea que pertenece de oficio al juez de turno -identificar los restos mortales de un desconocido- se considere un agravio contra los pactos de la Transición, nos da una idea de lo que algunos creyeron haber pactado.

Con su desorbitado celo, los enemigos de Garzón, desde Falange hasta la izquierda, desde la política hasta la magistratura, renuevan el aborrecible tufo de la maldita Guerra de España y dejan en las espaldas de la próxima generación la tarea de cancelar de una vez la penosa herencia nacional.

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13 de mayo de 2010
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La valentía de los gobiernos

 

Los gobiernos que quieren sanear la economía recortando servicios sociales son los mismos gobiernos impotentes ante las corporaciones financieras. Asustados con la voracidad de la especulación, se muestran sin embargo muy valientes advirtiendo a los pensionistas. Gracias a la transparencia informativa cada vez es más nítido este encono gubernamental. Un disciplinado mutis ante los paraísos fiscales (recuerden la llamada telefónica de Gordon Brown a Zapatero) les impele a sermonear con más dureza a las viudas que cobran 250 euros al mes.

Su miopía trágica les hace maltratar el sustento de la cohesión social, la argamasa de la vida civil, la viabilidad de una ciudad pacífica: la confianza de los ciudadanos en el Estado. Todos llegan a la jubilación esperando recibir lo que durante décadas se descontó de su modesto salario. Y ahora se les amenaza con más rebajas.  Como si el empleado hubiera contribuido al despilfarro de las arcas públicas o consentido esa incompetencia que distingue a los administradores de lo público.

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12 de mayo de 2010
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Como falsos británicos

 

La campaña electoral británica nos proporciona un placer prohibido en la política nacional. Observamos la actuación de los candidatos, seguimos sus discusiones, sus tropiezos o aciertos sin sentir el inconfundible pálpito de la pasión. Es otro modo de vivir la lucha por el poder. No nos afecta el reclamo de su eslogan y gracias a esta distancia podemos saber lo que dicen realmente. Brown, Clegg o Cameron elaboran un discurso perfeccionado por nuestra indiferencia. Sus promesas son para nosotros un ejercicio de agudeza visual. ¿Quién esconde mejor sus defectos? Exentos del carisma emocional que remueve nuestras simpatías, los candidatos extranjeros parecen lo mejor que puede ocurrirle a un país: cualquiera puede recibir el encargo de gobernar. ¿Qué más da? Quizá nos convenga conservar esta flema: participar en nuestra controversia nacional como si cualquiera de los candidatos fuera bueno para el país.

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6 de mayo de 2010
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El Boomeran(g)
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