Basilio Baltasar
A principios de los años ochenta, cuando el gobierno de UCD afrontaba los mil conflictos de la Transición, yo era uno de los jóvenes periodistas que recorrían España tomando nota de lo que pasaba. La tarea me obligaba a ser cliente habitual de la compañía que por entonces monopolizaba las líneas aéreas del país. Recuerdo que en cierta ocasión se convocó una huelga de controladores y, acto seguido, otra de pilotos. El forcejeo de los sindicatos con las autoridades del ramo era intenso y daba pie a situaciones rocambolescas. Los pasajeros acudían al aeropuerto con los peores presagios y cuando se encontraban retenidos en tierra sin previo aviso montaban en cólera. Recuerdo haber asistido a verdaderas batallas campales entre los clientes y una consternada Guardia Civil. Eran los directivos de maletín y corbata los que perdían la compostura con más facilidad y no era raro ver cómo se liaban a bofetadas con el personal de (lo que hoy llamamos) AENA. La irritación del pasaje estallaba cuando el servicio no se cumplía y entre gritos, pitadas, sentadas y zarandeos podíamos pasar jornadas de gran agitación. Las escenas no siempre eran agradables: gente vociferante dispuesta a dar empujones, aullidos histéricos y manifiestos abusos de poder. Pero entonces el usuario era enormemente susceptible con sus derechos y no consentía fácilmente verlos pisoteados. La mayoría esperaba recibir el servicio que había pagado y no concebía que las cosas pudieran ser de otro modo. Pensaba en todo ello la semana pasada, cuando una huelga no declarada de controladores aéreos canceló nuestro vuelo durante varias horas. Los pasajeros, que hacían cola ante el portal de embarque, se mantuvieron impertérritos mirando el asiento vacío de la azafata desaparecida. En la pantalla no se anunciaba la cancelación, ni el retraso ni, por supuesto, las causas de lo que, por otro lado, no se declaraba. Los pasajeros permanecían en silencio pues no deseaban conversar con los desconocidos que compartían la tediosa espera. Ninguno levantó la voz, ni agitó los brazos con fastidio, ni tan siquiera increpó a los empleados que deambulaban sin nada que hacer. Todos pensaban que los responsables de informar no sabían nada y que cualquier exigencia sería inútil. El adocenamiento del pasaje fue un espectáculo de mansedumbre impresionante. Ni siquiera abandonaron su sitio en la cola, aún teniendo todos ellos su billete con el asiento numerado.