Sergio Ramírez
Desde el tiempo de los faraones, un cuerpo embalsamado ha funcionado como símbolo de poder más allá de la muerte en sociedades políticamente inmóviles, y la venezolana está lejos de serlo. La mayoría de los cadáveres preservados para la contemplación pública indefinida han sido ya enterrados y sólo quedan unos pocos, entre ellos el de Kim Il Sung en el país más cerrado del mundo, donde no se mueve la hoja de un árbol sin el permiso del dinasta familiar de turno.
Alguna vez el comandante Chávez dijo que quería ser enterrado en su suelo natal de Sabaneta de Barinas, pero ahora la cúpula ha resuelto que sea exhibido en un museo. Y dijo más: "exhibir cuerpos insepultos es un signo de la inmensa descomposición moral que sacude a este planeta", opinó en 2009 acerca de la exposición ambulante de cuerpos momificados "Body Worlds".
Esta decisión extrema de quienes buscan usar su cadáver como seguro de vida de su propio poder, expone al caudillo a ser devuelto un día a la tierra por otras manos que no le guardarán la misma veneración, o simplemente querrán quitarlo de la vista pública. La historia no es inmóvil, ni aún en Corea del Norte. El cuerpo de Evita, trabajado hasta el delirio por los expertos en momias, anduvo errante por el mundo hasta que fue inhumado piadosamente en el cementerio de la Recoleta.
En los días del funeral, el consejo que aceptó el presidente interino Nicolás Maduro, o él mismo lo decidió, fue el de meterse en los zapatos del comandante Chávez, vestir la misma ropa deportiva con los colores patrios, imitar su discurso exaltado, amenazar al adversario. No le lucía mucho. Pero ahora, al no hacer enterrar cristianamente a su padre espiritual y político, entrará necesariamente en una contradicción, porque tendrá siempre una imagen de cuerpo presente recordándole que Él no es él.