Sergio Ramírez
O la revolución rusa, o la china, o la mexicana. Los conspiradores que se confabulan para derrocar al régimen que agoniza, son una fraternidad condenada al enfrentamiento, porque el fruto prohibido es siempre el poder.
Son caudillos, y sólo puede haber uno a un tiempo. Uno que manda. Caudillos idealistas, caudillos pragmáticos, caudillos conciliadores, caudillos intelectuales, que van cayendo uno tras otro ante el altar sangriento de la Verdad, o el de la Razón, como el que había erigido Robespierre. Todos están condenados de antemano. Y arribistas, calculadores, oportunistas, manipuladores. Traidores. El que disiente, se convierte sin remedio en traidor. Unos que manejan los hilos en la sombra, al mando de las armas, que son las últimas en hablar, porque es la boca del fusil la que tiene la palabra definitiva; y otros que se agazapan en espera de que las aguas vuelvan a su cauce.
Toda revolución engendra una contrarrevolución, o al menos una restauración. El poder mismo con su guadaña disolverá la fraternidad idealista que ha pensado la revolución y la ha hecho posible, porque sólo hay un instante para el ideal, el que media entre el triunfo de la idea y el primer decreto que congela esa idea. Lo demás comienza a ser tragedia, como Federico lo sabe desde siempre y Carlos lo sabe desde antes, ambos, desde sus balcones vecinos, apuntadores de los personajes que tiene cada uno marcado su destino por la deidad ciega que es el poder. La rueda de la fortuna gira, y regresará al mismo punto.
La gloria ha llegado, la gloria se ha ido. Volverán los de antes, a levantar monumentos a los de después, cambiando apenas la retórica heroica, envolviendo a los sacrificados en un sudario de palabras. Y cuando y Federico y su vecino cierren las puertas de sus balcones, es porque todo volverá a empezar.