Sergio Ramírez
Cuando en su Epístola a Juana Lugones Rubén Darío recuerda con sabrosa nostalgia que ha gustado bocados de cardenal y papa, vamos de cabeza a la famosa y ya manida frase bocatto di cardinale, que evoca lo más delicado y exquisito que alguien puede llevarse a la boca; pero también me hace recordar una pieza de repostería que se vendía por las calles de mi pueblo natal de Masatepe, que se llamaba bocado del papa; y existe así mismo en Nicaragua el Pío Quinto, marquesote de maíz bañado con atolillo de maicena. También hay en España otro dulce andaluz de chuparse los dedos, el Pío Nono, original de Granada, un bizcocho cubierto con una crujiente capa de crema. No pocos historiadores del arte de los fogones suponen que semejantes delicadezas salieron de las cocina de los conventos donde las monjas se afanaban en días festivos para halagar el paladar de canónigos y obispos de mejillas carnosas y sonrosadas, ya que no podían sentar siempre en sus mesas a los cardenales del sacro colegio, y jamás ni nunca al Papa, tan lejano en Roma.
Rubén nos ha dejado abundantes evidencias de que fue un verdadero sibarita, como los cardenales del renacimiento que inspiraron la frase bocatto di cardinale antes apuntada, no sólo en el comer y en el beber, sino también en el vestir, un hombre de refinado buen gusto que no ahorraba ni en seda, ni en champaña ni en flores, tal como escribe en la ya citada Epístola.