Sergio Ramírez
Ya Rubén Darío decía que no era un escritor para las masas pero que indefectiblemente iría hacia ellas, y lo probó, como Vargas Llosa lo probó también en menos tiempo aún, un joven escritor ambicioso que pronto se largó con una novela voluminosa, editada en dos tomos, que fue Conversación en la Catedral (1969), ahora sí una novela del territorio urbano de Lima, en la que el juego de tiempos y espacios, más complejo aún, funciona como el mecanismo de una compleja relojería que seduce y encanta, porque por mucho que sea el artificio, lo que el novelista está contando es la historia real del Perú, un país en desgracia, la fábula que no se despega del piso, una historia de la construcción del poder en la vida de personajes sórdidos como aquel Cayo Mierda, que anuncia, porque toda buena literatura termina siendo profética, a Vladimiro Montesinos.
Conversación en la catedral es, otra vez como antes lo fue El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, la novela de una dictadura, la dictadura sórdida del general Odría, pero otra vez es un asunto de la novedad del lenguaje y de la manera entreverada de contar. La forma no se aparta nunca del fondo y corren de manera paralela, lo que en sus novelas sucesiva vendrá a definir todo un estilo, y a hacer de Vargas Llosa un clásico que puedo volver a leer con la novedosa ansiedad de la adolescencia. Porque como dice Ítalo Calvino, un clásico es el que tiene siempre algo nuevo que enseñar.