Sergio Ramírez
Me dieron un apartamento en Wilmersdorf, uno de los antiguos barrios de la burguesía judía hasta la segunda guerra mundial, y mi calle, la Helmstedterstrasse, era una de esas calles berlinesas tranquilas con tilos sembrados en las veredas, que en verano reverdecían relucientes de sol, un modesto desfiladero de edificios grises, bloques de cemento sin gracia, adornados por alguno que otro cantero de flores en los balcones. En el costado de unos de esos edificios podía verse todavía, desleído por soles, nieves y lluvias, un viejo anuncio comercial de antes de la guerra, de colores ya indefinibles, quizás un anuncio de polvos dentífricos, o de crema para la piel, no lo recuerdo; sólo recuerdo aquel rostro de muchacha ya apagándose para siempre, como un fantasma del pasado que se oculta en sí mismo, se borra y se esfuma en la nada.
No lejos pasaba la Bundesallee, un río turbulento de automóviles, autobuses y trenes subterráneos, afluente que iba a desembocar, más lejos, a otro río aún más bravo y caudaloso, la Kurfüsterdamm; pero mi calle, tan cerca de ese caudal, seguía siendo un arroyo calmo, gracias a esa magia urbana del Berlín de los káiseres que, pese a la irrupción de las improvisaciones de la modernidad, aún era capaz de preservar el sentido provinciano de los barrios, islas protegidas del revuelto turbión de las avenidas y bulevares maestros que se oían hervir, desbocados, en la distancia. En aquel barrio se tenía a mano la carnicería, la farmacia, la frutería en manos del frutero teutón, calvo y alegre, siempre a la puerta, que me saludaba a gritos como un napolitano cualquiera, y alguna vez que yo regresaba de la ferretería llevando en la mano un martillo recién comprado, no sé para qué menester, exclamó a mi paso: ¡eso es; clave bien su puerta, enciérrese bien