Sergio Ramírez
Es una nueva visita a la República Dominicana de Trujillo la que hace Santiago en Memorias de una dama, una especie de meca de los novelistas de todas las edades, desde Vargas Llosa en La fiesta del Chivo, a Junot Díaz en La maravillosa vida breve de Oscar Wao, esta vez el trujillato visto por un dominicano que creció en Nueva Jersey como hijo de emigrantes, y que, igual que Daniel Alarcón, escribe en inglés, pero son, ambos, escritores latinoamericanos.,
Trujillo seguirá siendo un personaje, bajo el perverso resplandor de todas sus crueldades, excesos y excentricidades, una especie de prototipo del dictador mítico que de la letra de los porros pasa a las páginas de las novelas donde sigue brillando inmarcesible. La razón de esta permanencia no parece ser complicada. Existe Trujillo como personaje de novela, igual que Batista, o Somoza, porque la historia pública sigue siendo anormal en el siglo veintiuno, y es capaz de seguir produciendo dictadores, dueños del destino de los demás y vestidos con los mismos oropeles fantasiosos. Se puede, por tanto, comparar. Es un juego de espejos que a través de las décadas nos atrapa a todos con sus deslumbres, y cuando queremos imaginar, la historia real se refleja frente a nosotros desafiando a la imaginación.
Esa constancia es la que nos dejan novelas jóvenes de mucha tradición, sobre el poder y sus delirios, como Palacio quemado del boliviano Edmundo Paz Soldán, como Historia secreta de Costanagua, del colombiano Juan Gabriel Vásquez, o como Memorias de una dama. La mirada de la medusa, nos sigue petrificando.