Sergio Ramírez
En un condado de Ohio, de nombre Champaign, territorio profundo de los Estados Unidos, una adusta jueza condenó a un muchacho fan de la música estridente a pagar una multa de 150 dólares por escuchar a sus estrellas preferidas del rap a volumen demasiado alto en su auto, mientras conducía por las calles del poblado. Son de esos vehículos armados con baterías de bocinas estereofónicas, que van dejando al pasar una estela de ruido ensordecedor, como si se tratara de una discoteca ambulante que reparte de acera en acera y de puerta en puerta dosis estridentes de ritmos sincopados y letanías interminables como rezos a todo pulmón, que golpean con insistencia macabra el oído.
La sentencia llevaba, sin embargo, una concesión de parte de la señora jueza: si el culpable aceptaba dedicarse 20 horas a escuchar discos compactos de los grandes maestros, Bach, Händel, Mozart, Beethoven, Schubert, Wagner, la multa sería reducida al 10 por ciento de su valor original, apenas a 15 dólares. El muchacho, acosado por el infortunio de haber violado las leyes que prohíben el abuso de las orejas ajenas, aceptó, contrito, la oportunidad que recibía de reparar de esta manera tan poco usual su delito.
Entonces, habiendo el reo declarado su conformidad, la jueza, melómana bien entendida, por lo que se ve, preparó de su mano el repertorio de composiciones destinadas al castigo auditivo, y envió a un alguacil a la biblioteca pública a buscar los discos compactos seleccionados.