
Sergio Ramírez
Se sentía venir el fraude, anunciado por tantas señales ominosas, pero la idea de los votantes que queremos preservar la democracia en Nicaragua era buscar como impedir ese fraude votando, para frenar cualquier maniobra basada en la escasa diferencia de votos; anular votos, o actas de juntas receptoras de votos, hasta alcanzar la mayoría fraudulenta, es algo perfectamente practicable cuando se trata de pocos votos, el voto duro y militante, pero no cuando se trata de muchos. Si es que se piensa en un fraude hecho de manera artera, con cuidado de no dejar huellas escandalosas.
Pero los cálculos fueron demasiado púdicos. El fraude consumado por el aparato de poder de Ortega, que tiene bajo su dominio al propio Consejo Supremo Electoral, a las estructuras territoriales de ese organismo, así como al sistema de cómputo, fue obsceno y descarado. Se robaron las elecciones sin preocuparse en lo más mínimo de buscar como esconder el fraude. A eso decimos en Nicaragua, comerse la gallina robada, y no esconder las plumas.
Parte del fraude sin máscaras fue el robo de mi voto y el de todos mis vecinos del Centro de Votación 501, pues en los recuentos oficiales ese centro no figura. Simplemente hicieron desaparecer de los cómputos finales las 8 mesas de votación donde emitimos votos válidos 1707 personas: 80% para el candidato a alcalde Eduardo Montealegre y sus candidatos a concejales; 20% para los candidatos de Daniel Ortega, según las actas entregadas al final del escrutinio de esas mesas a los fiscales de la oposición. Y la suma nacional de esas actas demuestra que los candidatos de Ortega fueron derrotados en la inmensa mayoría de municipios del país.