
Sergio Ramírez
La primera vez que oí hablar de Barack Obama fue en una seductora crónica de Bernard Henry Lévy publicada en la revista Atlantic en mayo del 2005, Tras las huellas de Tocqueville. Al cumplirse dos siglos del nacimiento de Alexis de Tocqueville, Lévy había hecho el año anterior un viaje de reconocimiento a través de los Estados Unidos, por los mismos territorios que su compatriota; y desviándose de su ruta prevista se fue a Boston para estar presente en la convención demócrata que eligió a John Kerry en julio del 2004 como candidato a enfrentarse a la reelección de George Bush. Kerry no resultaría electo presidente, pero Obama ganaría el asiento de senador por Illinois. Toda una novedad. El único senador negro en el capitolio.
Un negro extraño, a quien su rival en la carrera por el senado, otro negro llamado Alan Keyes, acusaba de no ser suficientemente negro. Un negro que ni siquiera venía del sur profundo, tierra de esclavos, y tampoco tenía ancestros esclavos, hijo de un africano y de una blanca, alguien a quien en el caribe llamaríamos un mulato. Ha cuadrado sus orígenes, y se ha despojado de toda identidad, dice Lévy. ¿Quién es este negro blanco?, se pregunta con deje irónico. Un Clinton negro, se responde. Y uno no puede dejar de recordar que Toni Morrison, con apasionada compasión, dijo una vez que Clinton había sido tratado como un presidente negro, cuando un fiscal de vestiduras puritanas lo perseguía de manera implacable por causa de un aguado affair amoroso.