
Sergio Ramírez
Los argumentos del senador Edwards frente a su tribunal, no suenan muy efectivos. El alegato de que nunca estuvo enamorado, parece acentuar más bien los colores malignos de su pecado, pues se presenta confeso de haber caído en las garras del demonio de la conscupicencia carnal, que es lo que más disgusta a los jueces puritanos, y los hace revolverse incómodos en sus asientos frente a los televisores. Tampoco le vale la confesión de que actuó por soberbia, pues siendo candidato se volvió "egocéntrico y narcisista". Y lo de la paternidad de la criatura, ya se sabe que puede ser comprobado con una simple muestra de sangre, o aún de saliva, para determinar las identidades del ADN.
Todo está, más bien, en que el acusado mintió acerca de sus relaciones con Rielle Hunter, negándolas, cuando la revista sensacionalista National Enquirer se lo preguntó, en el momento en que estaban ocurriendo los hechos de alcoba. Es decir, Edwards debió haberse confesado entonces, declarar su culpa, mostrar arrepentimiento, y solicitar perdón, aunque de todos modos habría sido echado a la jaula de los leones, inhabilitado de por vida para presentarse de nuevo a ninguna candidatura política, como queda inhabilitado ahora, tras su revelación tardía.
Es decir, nada lo hubiera salvado, en ningún caso, y la doblez puritana lo condena por una sola razón: por no haberse cuidado de hacer las cosas en debida forma, es decir, sin que se supiera nunca, lo que se reduce al fin y al cabo a un juicio por pecado de negligencia. Las llamas del infierno solo alcanzan al que se expone, nunca al que sabe mantener guardados de por vida sus secretos de alcoba.
Moraleja puritana, que puede leerse en letra pequeña en las latas de la avena Quaker: peca, mientras no se sepa.