
Sergio Ramírez
Hablando siempre de xenofobia, consuela que no sólo el niño de la escuela salesiana del barrio napolitano de Monticelli advierta, en su inocencia, que la persecución y violencia contra los gitanos es injusta. En Suiza, donde se vota por todo, desde el sitio para ubicar los vertedores de basura, al color de los autobuses escolares, los ciudadanos acaban de dar una lección de cordura al rechazar en un plebiscito una ley que pretendía dejar en manos de los vecinos de un barrio, un poblado o un distrito, la decisión de conceder la nacionalidad a los extranjeros que no pertenecieran a ningún país de la Comunidad Europea.
El partido xenófobo de ultraderecha UDC-SVP, tan fuerte como para haber ganado las elecciones legislativas del 2006, fue el que introdujo la propuesta de ley, que al ser votada obtuvo un contundente rechazo del 64%. No todo está perdido, ya ven, y la trampa falló.
Imaginen a un extranjero procedente de Senegal, o de Rumania, o de Bangla Desh, o de Ecuador, o de Marruecos, teniendo que hacer campaña de casa en casa para obtener su nacionalidad, obligado a enseñar sus peligrosas credenciales: el color de su piel, su extraña vestimenta, su mala pronunciación, él mismo una invitación al rechazo. Una fementida pretensión de utilizar la democracia directa para obligar a la discriminación por razones étnicas, en un país de todos modos multicolor, empezando por Ginebra, la más internacional acaso de las ciudades europeas.